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Transición y procesos electorales en Estados Unidos: el reajuste del sistema político y las primarias presidenciales demócratas de 2020
Ernesto Domínguez López; Dalia González Delgado
Ernesto Domínguez López; Dalia González Delgado
Transición y procesos electorales en Estados Unidos: el reajuste del sistema político y las primarias presidenciales demócratas de 2020
Transition and Elections in the United States: Political Readjustment and the 2020 Democratic Party Presidential Primary
Política Internacional, vol. 2, núm. 8, 2020
Instituto Superior de Relaciones Internacionales "Raúl Roa García"
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Resumen: El artículo propone la tesis de que las elecciones primarias presidenciales demócratas de 2020 fueron una expresión del proceso de reajuste político en curso en Estados Unidos como parte de un más amplio proceso de transición entre coyunturas históricas. Se identifican las tendencias de cambio más importantes registradas durante las décadas anteriores y se relacionan con el período de crisis, mediante un modelo teórico para las transiciones históricas. A partir de ahí se examinan las primarias y se explican dentro del contexto de la secuencia de elecciones y la conformación de movimientos políticos del período 2007-2020, a través de la aplicación de una versión de la teoría del realineamiento político. Se llega a la conclusión que los cambios acumulados generaron demandas que agotaron la configuración precedente, llevaron a la transición y provocaron la competencia entre alternativas políticas, marcadas por los temas centrales de la transición, todavía sin resolverse en 2020.

Palabras clave: Estados Unidos, transición, realineamiento político, elecciones, primarias.

Abstract: The article proposes the thesis that the 2020 Democratic Party presidential primary was an expression of the then ongoing political readjustment in the Unites States, part of a wider transition between historical junctures. We identified the core trends of change observable during prior decades and linked them to the period of crises since 2007, through a theoretical model for historical transitions. From there we examined the primaries and explained them within the context of the sequence of elections and the making and operation of political movements along the 2007-2020 period, through a version of the theory of political realignment. We came to the conclusion that accumulated changes generated demands that exhausted the prior configuration, conducted to the transition and encouraged the competition between political alternatives, marked by the core issues of the transition, still unsolved in 2020.

Keywords: United States, transition, political realignment, elections, primaries.

Carátula del artículo

EL MUNDO EN QUE VIVIMOS

Transición y procesos electorales en Estados Unidos: el reajuste del sistema político y las primarias presidenciales demócratas de 2020

Transition and Elections in the United States: Political Readjustment and the 2020 Democratic Party Presidential Primary

Ernesto Domínguez López
Centro de Estudios Hemisféricos y Sobre Estados Unidos, Cuba
Dalia González Delgado
Centro de Estudios Hemisféricos y Sobre Estados Unidos, Cuba
Política Internacional
Instituto Superior de Relaciones Internacionales "Raúl Roa García", Cuba
ISSN: 1810-9330
ISSN-e: 2707-7330
Periodicidad: Trimestral
vol. 2, núm. 8, 2020

Recepción: 14 Agosto 2020

Aprobación: 01 Septiembre 2020


INTRODUCCIÓN

El año 2020 será recordado por muchas cosas: la pandemia de COVID-19, la crisis económica concomitante con la pandemia, el primer aplazamiento de unos Juegos Olímpicos en la historia1 son solo tres de ellas, todas interconectadas. Es en esa categoría de acontecimientos de alto impacto en las más diversas dimensiones que debemos situar las elecciones en Estados Unidos.

Las elecciones presidenciales y legislativas –y, en menor medida, las estaduales y locales– de 2020 adquirieron una relevancia especial, si consideramos la naturaleza y comportamiento de la administración de Donald Trump, la sinergia de varias crisis de gran profundidad que abarcaron a toda la sociedad estadounidense y los niveles de tensión que se generaron en el sistema internacional. La posibilidad del fin de la presidencia de Trump, o de su continuidad para otro cuatrienio o –algo usualmente impensable, pero que no podía ser descartado en esa campaña– el desarrollo de un conflicto interno que llevase a la ruptura del ciclo electoral y el quiebre de los procesos políticos normales, crearon un punto crítico en la historia política de ese país y por extensión del planeta en su conjunto.

Sin embargo, un análisis que se centrase solamente en la administración Trump y las crisis de 2020, si bien valioso, sería todavía insuficiente. La problemática es mucho más amplia. Nuestro trabajo parte de proponer que Estados Unidos se encontraba en ese año en una etapa avanzada de un complejo proceso de transición que abarcaba a toda la sociedad y a todas las dimensiones de la vida del país. El estudio de los componentes clave permitirá una mejor comprensión de la totalidad del proceso.

En el momento de escribir estas líneas (verano de 2020), las primarias presidenciales estaban apenas concluyendo –el proceso cierra oficialmente con las convenciones nacionales de los partidos, que son las que técnicamente deciden las nominaciones–, por lo que no existía literatura científica específica sobre ellas. Sobre las elecciones primarias en general sí existe un notable cuerpo de trabajo académico que aborda múltiples aristas del tema. Ello incluye, entre otros, la historia de la introducción de las primarias, su evolución como mecanismo para la nominación y las complejidades de las interacciones políticas que las generaron y las condicionan (Kamarck, 2015; Boatright, 2018), la toma de decisiones por parte de los votantes y los modelos para su estudio (Abramowitz, 1989) o el impacto del flujo de información sobre el uso eficiente del voto y las donaciones (Hall y Snyder, Jr., 2015). En particular, las primarias republicanas de 2016 habían atraído considerable atención. Así encontramos trabajos que abordan el papel de la cobertura mediática en ese proceso (Reuning y Dietrich, 2019), el uso estratégico y táctico de Twitter (Walter y Ophir, 2019) y el marketing político en los medios sociales como factor de peso en la campaña (Lin y Himelboim, 2018), entre otros. El enfoque que utilizamos en este trabajo, sin embargo, se aparta de los modelos aplicados en esa literatura.

En este artículo proponemos un acercamiento al proceso de cambios en curso en Estados Unidos, y desde esa perspectiva se abordan las elecciones primarias presidenciales demócratas de 2020, considerando su papel en las estructuras y procesos complejos de los que formó parte. Nuestro trabajo giró en torno a un objetivo general: explicar el proceso de elecciones primarias presidenciales demócratas de 2020 como parte de la dimensión política de la transición mediante la aplicación de un modelo analítico complejo. Para ellos nos planteamos dos objetivos específicos: primero, identificar las principales tendencias del cambio en Estados Unidos; segundo, explicar la relación entre los comportamientos registrados durante las primarias y las transformaciones estructurales observadas en el país (Fig. 1).

DESARROLLO
Cambios y ajustes: el camino estadounidense hacia la transición

La coyuntura histórica que sucedió a las crisis y la transición de la década de los años setenta estuvo definida por una configuración articulada en torno a un núcleo en el que dominó el pensamiento neoliberal, en sus múltiples facetas. La desregulación y la retirada aparente del Estado de los procesos económicos, la destrucción de los sindicatos, el desmontaje de los mecanismos de redistribución de recursos y de la versión estadounidense de modelo de bienestar, la ruptura con el discurso omnicomprensivo en favor de la individualización de la vida social, la conservadurización del escenario político mediante un corrimiento hacia la derecha del mainstream y las fuerzas políticas asociadas al consenso de la época, están en la base de lo que Daniel Rodgers llamó la “era de la fractura” (Rodgers, 2011).

Esa coyuntura, por su condición de tal, representó un período de estabilidad relativa en la reproducción del complexus cultural estadounidense (Domínguez López, 2020: 32-34). Pero ello no significa invariabilidad. Las mutaciones continuaron ocurriendo durante ese período, acumulándose en las diferentes dimensiones de la realidad, cuya ocurrencia desborda los marcos de la coyuntura misma, son tendencias de larga duración. La estabilidad relativa fue de los modelos de reproducción del sistema que integraron el núcleo dominante. Se puede identificar claramente dos macroprocesos clave que convergieron en esa etapa, cada uno con varios componentes.

El primer macroproceso es la continuada transformación de la estructura económica. El primer componente es la acelerada terciarización, es decir, el cambio en la estructura del producto interno bruto hacia un predominio de los servicios y una caída sostenida de la contribución de la manufactura. Esto se produjo mediante la combinación del outsourcing, el offshoring y la desindustrialización en la cuenca de los Grandes Lagos y otras zonas del Medio Oeste, el frostbelt, que pasó a ser el rustbelt, por el cierre de las grandes instalaciones fabriles, con el consecuente impacto sobre las economías locales, muy visible en ciudades como Detroit y Flint (Michigan), Milwaukee (Wisconsin) y Pittsburgh (Pennsylvania), entre otras muchas. La industria manufacturera, que en la década de los años cuarenta representaba más del 50 % del producto interno bruto (Bureau of EconomicAnalysis, 2010), en 2007 se situaba en 12,8 % y hacia 2015 había caído por debajo del 12 %, reemplazada por los servicios de distinta naturaleza, los cuales para esta última fecha sobrepasaban el 85 % (Bureau of Economic Analysis, 2017).

Otro componente fundamental es la consolidación de una economía del conocimiento. Tal como la definió Peter Drucker, esta es una economía donde el núcleo de la actividad fundamental es la producción y distribución de conocimiento (Drucker, 1969: 247). Tan temprano como en 2007, las actividades de este tipo, incluido gobierno, contribuían el 57,8 % del PIB (Bureau of Economic Analysis, 2017). Una gran parte de las empresas estadounidenses, incluyendo los gigantes de las industrias tecnológicas, realizaban en Estados Unidos el trabajo de diseño y marketing, mientras que la manufactura propiamente dicha se realizaba en otros países, muchas veces contratada completamente a fabricantes externos. Esto es parte integral de la globalización y del cambio concomitante en los modelos corporativos que rompió con la integración vertical típica de la corporación estadounidense para favorecer modelos más horizontales en los que, sin renunciar al control, externalizan costos mediante la reducción de gasto en fuerza de trabajo, muchas veces dejado en mano de los contratistas o contratada estacionalmente a través de compañías empleadoras (Davis, 2016; Lamoreaux y Novak, 2017).

Un tercer componente es la financiarización. Los servicios financieros se mantuvieron relativamente estables entre 1997 y 2015, oscilando en torno al 7 % (Bureau of Economic Analysis, 2017), pero esto es solo parte de la historia, una que contribuye a la llamada economía real. El verdadero cambio fue el crecimiento acelerado de los montos de capital que circularon por los mercados de títulos valor y la aparición y rápido desarrollo de derivados financieros complejos. Según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI), en 2008 el total de activos financieros en Estados Unidos equivalía al 442 % de su Producto Interno Bruto (PIB) anual, en ese momento ese país contribuía el 23 % del PIB mundial, por lo que ese monto equivalía al 102 % del valor total de servicios y bienes producidos y consumidos en todo el planeta durante un año (Vasapollo y Arriola, 2010: 144). Según Hyman Minsky los mercados financieros son intrínsecamente inestables y tienden a la catástrofe (Minsky, 1992). Si su hipótesis es válida, esos niveles de financiarización representaban un peligro inminente.

El segundo macroproceso es la transformación de la estructura socio-demográfica estadounidense. Aquí igualmente se observan varios componentes, el más visible es probablemente el cambio en la composición étnica de la población. Las definiciones oficiales por las que se organizan las estadísticas poblacionales en ese país tienen el problema de presentarse como razas (un concepto carente de todo fundamento científico), a pesar de mezclar origen con identidad y color de la piel, y tienen, además, el problema de los latinos o hispanos, términos usados habitualmente como intercambiables, aunque estrictamente no lo son, grupo que apareció como supernumerario en los ejercicios censales desde su introducción.

Los dos últimos censos completados antes de este artículo, los de 2000 y 2010, reportaron respectivamente 75,1 % y 72,4 % de población blanca, lo que indicaba que, aunque ampliamente mayoritaria, mostraba una tendencia descendente de su participación dentro de la población total, sobre todo si consideramos que su máximo histórico lo había alcanzado en 1910 con 89,8 %, y había descendido continuamente desde entonces (US Census Bureau, 1975). Entretanto, la población identificada como negra había pasado del 12,3 % al 12,6 % en 2000-2010, y los llamados asiáticos de 3,6 % a 4,8 %. El restante 8,8 % de 2000 y 10,2 % de 2010 estaba formado por otros grupos (isleños del pacífico y nativos americanos) en una proporción inferior al 2 % y con poca variación los llamados “en combinación”, o sea, mestizos, grupo que creció notablemente en ese decenio. Esto se complementa con el acelerado crecimiento de los hispanos o latinos, que pasaron de 12,5 % a 16,3 % en ese decenio. Recordando su carácter supernumerario, este total de latinos incluía el 12 % de los censados como blancos en 2010, por lo que la proporción de blancos no hispanos en la población estadounidense en este último año era de 63,7 %, con una tasa de crecimiento intercensal de apenas 1,2 %, mientras que los asiáticos crecieron a razón de 43,3 %, los latinos al 43,0 % y los negros al 17,0 %. (US Census Bureau, 2012). Estos datos indican que el tradicional arquetipo del WASP (blanco, anglosajón y protestante) estaba en decadencia, criterio reforzado por el hecho que dentro de los blancos no hispanos se encuentran grupos de población técnicamente no WASP, como son los católicos de origen irlandés o italiano.2

Este cambio étnico está estrechamente relacionado con el permanente flujo de inmigrantes. Si bien Estados Unidos, producto de su propia historia, es un país de inmigrantes, hay dos factores que tornaron este tema en un problema a los ojos de muchos. Primero, la población WASP tiene una larga historia de recelos frente a los grupos provenientes de otras culturas, aun los europeos, quienes pasaron por contradictorios procesos de aislamiento y asimilación. Por otro, y más relevante a partir de la segunda mitad del siglo xx, la composición de los flujos migratorios cambió sustancialmente. Hasta la década de los años cincuenta los europeos todavía representaban más del 55 % del total de nuevos residentes legales permanentes en el país, mientras que en el período 2010 a 2015 esa cifra cayó hasta el 9 %. Entretanto, asiáticos y latinoamericanos pasaron a representar en conjunto en torno al 80 % de los nuevos residentes desde la década de los años ochenta, e incluso más recientemente la inmigración africana superó también a la europea con un 10 % (Office of Immigration Statistics, 2016: 6-12). Es decir, la masa fundamental de inmigrantes en condición regular, con promedios anuales superiores al millón de personas desde 1990, estaba formada por grupos étnicos claramente diferenciados de los WASP. Si incluimos la inmigración irregular, el punto se torna aún más evidente, pues se estima que en esa condición se encuentran más de 10 millones de personas, con una composición aún mayor de esos grupos no WASP. En 2014 se calculó que los inmigrantes de cualquier condición representaban el 17,2 % de la fuerza de trabajo del país (Passel y Cohn, 2014).

Otro componente de este macroproceso es la transformación de la estructura de clases. Este es un punto que durante decenios ha sido marginado en el debate político e incluso académico en Estados Unidos, dada la construcción de la imagen de una sociedad de clase media meritocrática. Su uso retórico frecuentemente se hace como instrumento para atacar a un rival político y se tiende a desconocer la extensa y rica historia del movimiento obrero estadounidense y el papel de sus organizaciones en la construcción de su modelo de bienestar. Más allá de su utilidad política, esta imagen se apoya en una realidad histórica: en la posguerra y hasta la década de los años setenta, el nivel de ingresos, el acceso a la educación, la estabilidad en el empleo, las prestaciones sociales, un mercado inmobiliario favorable y una situación de bonanza económica, permitieron la elevación sostenida del nivel de vida de una gran parte de los trabajadores, particularmente obreros industriales, que pasaron a tener modos de vida e identidad de clase media propietaria y redujeron la desigualdad social a sus mínimos históricos (Gordon, 2016: 25-373; Piketty, 2014: 260-262).

A partir de la crisis de la década de los años setenta la situación cambió drásticamente. La mediana de los ingresos y el ingreso promedio de los trabajadores, ajustados por inflación, se estancó, al punto que hacia 2013 era inferior al de 1973. Simultáneamente, los ingresos del 10 % superior y en particular del 1 % y el 0,1 % superiores de la distribución crecieron aceleradamente. En el período de 1973 a 2013, el ingreso real del decil superior de la escala creció a un ritmo promedio de 1,42 % anual, mientras que el del 90 % inferior decreció a un ritmo de –0,17 %. Como punto de comparación en el período de 1948 a 1973, esos ritmos habían sido, respectivamente, 2,46 % y 2,65 % (Gordon, 2016: 609).

Ese comportamiento de los ingresos estuvo vinculado con otros cambios esenciales. Primero, el cambio en la estructura del empleo, con el decrecimiento acelerado del empleo fabril, derivado de la desindustrialización, y de la automatización de la industria remanente. Por otra parte, el desplazamiento de gran parte de esa actividad residual hacia estados sureños con muy baja sindicalización y legislación que impedía la negociación colectiva de los salarios, en poblaciones más pobres, acompañado por la deslocalización industrial a escala global, puso una presión descendente sobre el ingreso de esos sectores (Gordon, 2016: 613-618). Simultáneamente, los ingresos obtenidos por los ejecutivos empresariales crecieron aceleradamente, al punto que la razón entre el ingreso promedio de los CEO (Chief Executive Officer) de las corporaciones de capital abierto y el de sus trabajadores pasó de 20 a 1 en 1973, a 327 a 1 en 2013, ello unido a una separación entre profesionales de alto nivel y las “estrellas”, los individuos situados en el pináculo del mundo corporativo (los supermanagers) o del entretenimiento, así como los propietarios de grandes montos de activos, muchos de ellos herederos (Gordon, 2016: 618-620; Piketty, 2014: 235-467).

Esto se acompaña con la consolidación del empleo con altas demandas de habilidades intelectuales, asociado con la economía del conocimiento y las industrias de alta tecnología, y el crecimiento relativo de empleos de baja calidad, sin beneficios y con bajos salarios. Un desarrollo de esta naturaleza se traduce en la fractura y polarización del mercado laboral, con el decrecimiento sostenido de la participación del centro de la distribución salarial y la ampliación de los extremos, particularmente del inferior, en una variante especial del modelo de economía dual (Temin, 2017: 1-46). Esto se relaciona con la contracción del empleo corporativo a tiempo completo, arquetipo de la posguerra, y su sustitución por empleos de inferior calidad, a tiempo parcial, contratos por tiempo determinado, muchos a través de agencias empleadoras. Todo lo cual tiene una connotación adicional, pues el modelo de bienestar estadounidense de la posguerra se basó en la provisión de prestaciones sociales en la forma de beneficios vinculados al empleo. Ergo, el deterioro de este último implica una reducción de esas prestaciones y el consecuente encarecimiento real de la vida.

En este contexto, la evidencia indica que las personas con títulos universitarios, particularmente con títulos de posgrado, alcanzaban como promedio ingresos notablemente más altos que los de menor nivel de educación, brecha en ampliación continuada (Gordon, 2016: 616). Una lectura positiva sugiere potencial de movilidad social ascendente, pero esto tiene tres problemas: el primero es que esos promedios ocultan situaciones muy diferentes para graduados de especialidades distintas y de universidades distintas –no tiene el mismo valor de mercado un título de Harvard que uno emitido por una universidad menor en un sistema estadual–; el segundo, para los recién graduados se tornó cada vez más difícil el conseguir empleo de acuerdo con su formación (Davis, 2016), y el tercero, el costo creciente de las matrículas se convirtió en una barrera para el acceso. El costo anual promedio de la matrícula de pregrado para todas las instituciones –privadas forprofit, nonprofit, públicas de cuatro años, community colleges de dos años–, en dólares constantes de 2016, pasó de $ 10 893 en 1985-1986 a $ 22 852 en 2015-2016, pero en universidades privadas (entre las que se encuentra el grueso de las más prestigiosas como Harvard, Princeton, MIT, Yale, Stanford o Chicago), estas cifras fueron, respectivamente, $ 20 578 y $40 261 (National Center fo Education Statistics, 2017). Aquí todavía se esconde una gran heterogeneidad, pero la tendencia es evidente, como evidente es que muchos no podían pagarlo y otros debían asumir elevadas deudas sin garantía de éxito.

Lo anterior es una apretada síntesis de algunos de los ejes centrales de una compleja realidad y lo que se deriva de aquí es que el entramado social y económico estadounidense experimentó un proceso de profundas transformaciones durante décadas, lo cual generó demandas crecientes, muchas de ellas desde realidades a las que el modelo de reproducción imperante no podía responder. Las políticas desreguladoras, la regresión impositiva, el desmontaje de las prestaciones sociales y el recorte del gasto social público beneficiaron a las elites de poder, pero para la masa de la población el beneficio fue escaso o nulo. Los mecanismos de compensación personal y familiar, incluyendo el pluriempleo y el crédito al consumo, crearon desequilibrios adicionales y, por tanto, contribuyeron a la acumulación de riesgos y potenciales conflictos.

La crisis iniciada en 2007 con el estallido de la burbuja inmobiliaria y continuada con la caída de la bolsa de valores en 2008 fue mucho más que una recesión económica o una crisis financiera3. Fue la expresión del agotamiento del modelo ante la acumulación de mutaciones que desbordaban su capacidad de reproducción (Domínguez López y Barrera Rodríguez, 2018: 145-176) y el período 2009 a 2019, si bien llevó a una recuperación de los principales indicadores, mantuvo los problemas estructurales básicos, muchos de ellos incluso agravados, como la exposición del Estado a una potencial bancarrota de grandes bancos y otras instituciones financieras rescatados en el proceso (Varoufakis, 2011: 164-184) y la tendencia a la caída de la calidad del empleo y la tasa de participación en la fuerza de trabajo (Alpert et al., 2019).

La crisis no fue resultado de un fallo en el funcionamiento del sistema, sino de su funcionamiento normal. La inestabilidad de la economía financiarizada solo podía llevar a la recesión y la quiebra de las protecciones sociales inevitablemente afectaría a la mayoría de la población de una u otra forma y reduciría la legitimidad de los modelos de acumulación y desarrollo imperantes. A la vez, los distintos sectores de las elites económicas no podían menos que buscar un ajuste que favoreciera sus intereses, lo cual abrió el espacio para la competencia entre ellas. Este es el punto de inicio de la transición.

De manera general, transición es un cambio de estado en un sistema dado, definición aplicada a una gran diversidad de casos y disciplinas (Devezas, 2010; Andrews y Maksimova, 2008; Theodorakis, 2001; Cela-Conde, 1999). Aquí nos referimos a la transición entre etapas históricas, o sea, un momento de la evolución histórica de los sistemas humanos (complexus culturales), que resulta del agotamiento de la capacidad de reproducción de los modelos que constituyen una configuración dada, durante la cual focos alternativos y el núcleo antes dominante compiten por dominar la configuración emergente; durante ese proceso se generan neoformaciones que sobreviven, se modifican o desaparecen en la medida en que son o no adaptaciones mejores a las condiciones históricas –considerando también las percepciones e intenciones de las personas– y por tanto tienen capacidad para reproducir el sistema. La configuración resultante se articula en torno a un núcleo emergente que puede ser una versión del precedente o un antiguo foco alternativo, en ambos casos modificados por las interacciones durante el proceso, las demandas internas y las presiones externas (Domínguez López, 2020: 31-43).

La inestabilidad financiera y la caída del mercado inmobiliario descubrieron la fragilidad de los status de grandes sectores de la población y la debilidad de la movilidad vertical ascendente. Estas fueron las fuentes de las demandas clave de la transición, reforzadas y en parte distorsionadas por los conflictos raciales y, en 2020, la pandemia de COVID-19, que puso al desnudo la debilidad del sistema de salud y de los mecanismos de seguridad social. Las crisis demostraron el colapso de los modelos de reproducción del sistema y la inviabilidad de su sostenimiento.

La transición a la que nos referimos aquí es la búsqueda de un ajuste estructural para responder ante esas demandas, mediante la modificación o sustitución de esos modelos por otros más aptos para reproducir el sistema en esas circunstancias. Este es el problema que las fuerzas y actores políticos debieron enfrentar.

Elecciones y cambio político: el reajuste y las primarias presidenciales de 2020

Los procesos electorales estadounidenses de 2020, y en particular las primarias presidenciales demócratas, se desarrollaron en medio de fuertes polémicas en torno al futuro del país. El procedimiento en sí mismo es extremadamente complejo. Cada estado lo celebra siguiendo normas específicas, que difieren en múltiples aspectos. Estas reglas han cambiado en el tiempo, impulsadas por candidatos, resultados, los intereses estaduales y la acción de grupos y plataformas asociados a cada partido. Cada una de las formaciones tiene normas propias, aunque estas se insertan dentro de las reglas establecidas por las legislaciones estaduales. Finalmente, su carácter secuencial genera efectos diversos, en primer lugar, el condicionamiento del voto por los resultados obtenidos en los estados precedentes (Kamarck, 2015; Boatright, 2018).

Por otra parte, la complejidad del debate político estadounidense en el período que señalamos y particularmente en 2019 a 2020, se expresó también en que 29 aspirantes se registraron oficialmente a lo largo del proceso. Cerca de 300 otras personas se postularon, aunque no cumplieron los requisitos necesarios. Para comprender la relevancia de este dato, en 2016, cuando se consideraba que Hillary Clinton era la favorita indiscutible, solo se registraron seis candidatos y nueve en 2008. Por el Partido Republicano, 17 candidatos se inscribieron en 2016, 12 en 2008 y nueve en 2012. Se trató de un campo profundamente dividido, en lo que se expresó como una competencia no solo por la nominación, sino por el curso general que debían seguir partido y país; de ellos, 21 se retiraron antes del inicio de las primarias propiamente dichas o en los primeros días de estas (Ballotpedia, 2008, 2012, 2016 y 2020).

Los candidatos de alguna importancia pueden ser agrupados según sus posiciones y apoyos. Joe Biden, Amy Klobuchar y Pete Buttigieg formaron un trío vinculado al establishment partidista, según su composición en ese momento. Entre ellos hay diferencias: Biden y Klobuchar son figuras más clásicas, la condición de mujer de Klobuchar la diferenciaba de los típicos candidatos demócratas (hombres blancos), pero los precedentes de Obama y Hillary Clinton hicieron este rasgo menos significativo. Buttigieg, por su parte, se presentó con una imagen diferente, por su juventud y por ser abiertamente homosexual. Todos ellos manejaron discursos moderados, con amplios espacios indefinidos, en gran medida basándose más en construcción de imagen que en proponer políticas concretas y en todos los casos tratando de desmarcarse parcialmente de las ideas más “radicales”, como salud gratuita universal o educación superior gratuita en las universidades públicas, dos temas eje del momento.

Otro segmento lo compusieron dos millonarios, Michael Bloomberg y Tom Steyer, de los que el primero trató de presentarse como una especie de Trump demócrata. Un tercer grupo tuvo cierto impacto mediático, aunque poco atractivo entre los votantes, entre los cuales podemos colocar a Tulsi Gabbard, Kamala Harris y Andrew Yang. Todos ellos tuvieron en común lo poco tradicional de su imagen, sea por su género o su raza (según los patrones estadounidenses). Su peso real fue escaso.

El ala progresista del espectro se suponía inicialmente que estaría representada por Elizabeth Warren y por Bernie Sanders, quien ya había competido por la nominación en 2016. Ambos presentaron plataformas que incluyeron el Medicare for All, la educación superior gratuita, la solución del problema de la deuda estudiantil acumulada, la búsqueda de alternativas para los trabajadores afectados por el desempleo friccional derivado de la desindustrialización y la precariedad laboral, la regulación y los impuestos a las corporaciones y los altos ingresos. Las diferencias iniciales entre ellos eran relativamente reducidas y, además, sus campañas no aceptaron financiamiento corporativo, pues el problema del dinero en la política era uno de sus temas comunes.4

El tono del proceso fue marcado en gran medida por el hecho de que Bernie Sanders, registrado como independiente y autodefinido como socialista, sin apoyo visible de las elites de poder, con un sistema de recaudación basado exclusivamente en microdonaciones de millones de ciudadanos comunes, fue sumamente competitivo, y por algún tiempo fue percibido como el líder de la competencia. Distintos candidatos fueron promovidos por los medios tradicionales y las elites para oponerse a él: primeramente Pete Buttigieg, quien se llevó una pequeña mayoría de delegados en el estado inicial, Iowa, a pesar de ser superado en el voto, en un ejercicio controvertido; después Amy Klobuchar, cuya actuación en el segundo estado, New Hampshire, fue muy celebrada; pero ambos perdieron fuerza de inmediato.

La rotunda victoria de Sanders en los caucuses de Nevada, el tercer estado en disputa, provocaron, primero, que el entorno de Barack Obama, figura todavía muy influyente, sobre todo entre los votantes afroamericanos, apoyaran públicamente a Joe Biden en los días que antecedieron a la primaria en Carolina del Sur –donde el voto negro es decisivo en esta instancia–. El buen resultado de Biden en este último estado generó un evidente alineamiento con su candidatura entre los sectores conservadores y moderados del partido. Klobuchar y Buttigieg se retiraron y apoyaron públicamente a Biden, en el camino al llamado supermartes, donde se disputaron las primarias en 14 estados. La retirada de Warren y Bloomberg después de ese día, de facto dejó el proceso como un dual meet entre Biden y Sanders, en el que el primero terminó imponiéndose, con el apoyo pleno del establishment del partido y sin que el segundo recibiese el apoyo de Warren, aparentemente cercana a él en cuanto a agenda y posiciones políticas.

Resulta sumamente interesante que, aunque Sanders anunció la suspensión de su campaña después de las primarias de Wisconsin, el 7 de abril, cuando todavía quedaban 14 estados y Washington D.C. por sufragar, su candidatura recibió 9 378 376 votos, el 26,90 % del total de los emitidos. Esto es más votos que todos los demás candidatos combinados, excepto Biden. Este último obtuvo 17 660 139 sufragios, 50,66 % (The Green Papers, 2020). En otras palabras, a pesar de su derrota ante una alianza de diversas fuerzas y actores, Sanders demostró contar con una sólida base electoral, que se tradujo en millones de votos, los cuales se presentaron como críticos de cara a las elecciones generales de 2020, por su número, estructura demográfica y distribución espacial (Fig. 2).

La candidatura de Bernie Sanders fue vista, por parte de la prensa y sectores importantes de la población, como un intento de hostile takeover por parte de la izquierda progresista. A pesar de ello, el equipo de Biden se vio en situación de tener que negociar con sus contrapartes de la campaña de Sanders para lograr un acuerdo que le permitiese atraer a los votantes progresistas. De ahí surgió un documento que contiene algunas ideas del programa progresista y reconoce los problemas que estos señalan –cambio climático, problemas raciales e inmigración–, y trata de crear una imagen de inclusión (Nilsen, 2020). Esto, a su vez, da la opción a los progresistas de presionar a una potencial administración demócrata para que conforme políticas de su interés.

Reducir el proceso a ese hostile takeover sin más explicaciones deja fuera de la discusión al menos dos aspectos básicos: el primero es que la primaria no ocurrió en el vacío, sino en un contexto marcado por las expresiones a mediano plazo de la crisis y las dinámicas de cambio que hemos identificado, y el segundo es que el proceso político en sí mismo desborda una única elección.

Volviendo a la definición de transición, tanto esta como la crisis incluyen una dimensión política. Esta idea nos lleva directamente a considerar una línea de indagación teórica y empírica: le teoría del realineamiento político. Este es un campo en debate desde la década de los años cincuenta del siglo xx, con centenares de artículos y libros publicados al respecto (Shafer, 1991; Rosenof, 2003; Mack, 2010). En este artículo consideramos que el realineamiento es esencialmente el reajuste del sistema político como parte de una transición, lo cual se expresa en modificaciones en el sistema de partidos, los consensos, las plataformas y programas de candidatos y fuerzas políticas, los comportamientos electorales y demás dimensiones del sistema. El cambio se produce por la pérdida de legitimidad de las propuestas políticas dominantes (el establishment) y la redistribución de bases sociales y electorales en torno a alternativas emergentes o preexistentes, lo que genera variaciones considerables en los balances de fuerzas y en los patrones de voto. El consecuente rechazo al establishment o a parte de él puede observarse a nivel de masas, y también en sectores de las elites ubicados en una posición menos integrada en ese consenso o que teman una pérdida de status. La consecuencia es la ruptura del consenso y la búsqueda de un nuevo ajuste. Las elecciones son parte integral, no causas de ese proceso, y su ocurrencia puede ser prevista como parte de las transiciones, pero no predicha exactamente en cuanto a momento exacto de desarrollo o resultado final (Domínguez López, 2017: 95-101).

Si la transición es real y el consenso político estaba quebrado, las primarias de 2020 pueden y deben ser interpretadas como parte de una serie de procesos electorales en los cuales se manifieste la competencia entre el establishment y propuestas alternativas, externas al mainstream político. Según nuestro modelo teórico y considerando la naturaleza de los cambios y demandas que articulan la transición, deberíamos observar esa serie de procesos en diversos momentos a lo largo del período transicional. Este comportamiento estaría relacionado con movimientos de base de diversas orientaciones que intentan promover el cambio. Deberíamos observar también la resistencia del establishment, incluso de algunas modificaciones, pero sin grandes cambios de esencia, así como algunas soluciones de compromiso, en el camino del ajuste del consenso. Eso es justamente lo que se ha observado a lo largo del período.

Todos los candidatos, fuerzas y proyectos políticos que compitieron por el voto en 2007-2020 tuvieron que proponer alguna respuesta a los temas más candentes del período. Entre estos se contaron la situación de la economía, el papel del gobierno en la gestión económica y social, la migración, el empleo, las relaciones raciales, entre otros. Estos se cuentan entre los temas polarizantes que identifica el Pew Research Center en su estudio decenal sobre polarización política (Pew Research Center, 2014). La polarización en cuestión fue muy marcada y con tendencia a incrementarse en todo el período, lo que se convirtió en factor en la ruptura del consenso (Domínguez López, 2019a; 2019b).

La secuencia en cuestión tiene varios momentos destacados en los que la propuesta de cambiar el statu quo fue central en las campañas y en las decisiones de los votantes. Entre ellos se encuentran la candidatura y posterior elección de Barack Obama en 2008 y de Donald Trump en 2016. La figura del entonces senador junior por Illinois emergió como la imagen del cambio mismo, por su condición de primera persona negra en ganar la nominación por uno de los dos partidos mayores. Su campaña giró en torno a dos términos eje: change (cambio) y hope (esperanza) en medio de la recesión económica. Por su parte, Trump utilizó su condición de figura mediática y multimillonario sin currículo como político para proyectarse como otro outsider, supuestamente capaz de imponerse a la clase política y corregir el rumbo del país. Ambos eran portadores de visiones y proyectos muy diferentes y fueron apoyados por sectores distintos de la población, con Obama atrayendo a la gran mayoría de las minorías étnicas y Trump movilizando a la población blanca no hispana, sobre todo de bajo nivel de educación.5 El primero se impuso en las primarias demócratas a Hillary Clinton, auténtica representante del establishment y en las presidenciales al senador John McCain (2008) y al exgobernador Mitt Romney (2012); el segundo derrotó en las primarias a 16 rivales, incluyendo a figuras tan connotadas entre los republicanos como Jeb Bush, Marco Rubio, Ted Cruz o John Kasich, para después superar en el colegio electoral a la propia Hillary Clinton (Domínguez López y Barrera Rodríguez, 2018: 77-80 y 250-275).

Hasta cierto punto más interesante que las muy conocidas candidaturas de Obama y Trump fue la emergencia, con fuerza significativa, de dos movimientos situados, prácticamente, en las antípodas del relativamente estrecho espectro político estadounidense. Por una parte, a raíz de la elección de Obama y la introducción de masivos paquetes de rescate para bancos e instituciones financieras –que habían nacido en los últimos meses del mandato de George W. Bush y continuado con su sucesor–, se gestó el Tea Party, un movimiento de base, fuertemente influido por algunos individuos y grupos sumamente poderosos –el ejemplo clásico son los hermanos David y Charles Koch–, que se oponía, en primer lugar, a los leves incrementos de impuestos de 2009 y 2010 y al mandato individual de la Affordable Care Act (Obamacare) que consideraban inconstitucional y se presentaba como defensor de las libertades individuales de los estadounidenses, aunque tenía importantes componentes de racismo y nativismo. Se constituyó como un movimiento contra las que denominaban elites liberales (Foley, 2012; Debratz y Waldner, 2016).

El Tea Party se convirtió temporalmente en una fuerza decisiva dentro del Partido Republicano, al que empujó más hacia la derecha mediante la imposición de candidatos de su agrado en las primarias para las elecciones de medio término y estuvo en el centro de la conquista de la Cámara de Representantes por el Partido Repúblicano, conocido también como Grand Old Party (GOP), en 2010. En no poca medida, el movimiento planteó una reestructuración del conservadurismo estadounidense según una línea de corte radical, nativista, con fuertes elementos libertarianos mezclados con conservadurismo social (Skocpol y Williamson, 2012). Esas tendencias conservadores anti-establishment estaban presentes dentro del movimiento conservador, particularmente entre los republicanos, por lo menos desde la década de los años sesenta (Horowitz, 2013) y eclosionaron en un momento crítico. Por demás, la relación directa entre el Tea Party y las bases sociales que sustentaron la candidatura de Trump son muy visibles (Rohlinger y Bunnage, 2017).

Por otra parte, poco después del grand jeté del Tea Party surgió el movimiento llamado Occupy Wall Street, en gran medida motivado por los mismos factores, es decir, los efectos visibles de la crisis y las más profundas y complejas transformaciones de la sociedad estadounidense, con su carga de crecientes presiones sobre la población y concomitantes demandas por políticas públicas que revirtiesen el deterioro de los estándares de vida, el empleo y el status social. Los objetivos, formato y alcance de este eran muy distintos, como también lo eran la ausencia de contacto con sectores de la elite política y su crítica a factores estructurales, la desigualdad social y las elites en su conjunto. Es decir, los problemas a los que reaccionaban eran los mismos, pero las reacciones eran diferentes. En su interesante texto The Tea Party, Occupy Wall Street, and the Great Recession, Nils Kumkar señaló la relación raigal entre ambos movimientos como formas de protesta social en una situación de crisis, derivada de cambios a más largo plazo, de la cual son síntoma al mismo tiempo que efecto. La protesta emerge como un patrón de conflicto de clases, debido a las diferencias en la manera en que estas la experimentan (Kumkar, 2018), algo que resulta particularmente traumático para la autopercepción de la sociedad estadounidense.

Esta corriente de protesta desde posiciones más a la izquierda no se tradujo inmediatamente en resultados electorales. Las razones para ello pueden ser muchas. Lo que nos interesa es que, desde una etapa temprana del período que estamos discutiendo se pusieron de manifiesto profundas contradicciones sociales que fueron canalizadas por movimientos grassroots de corte tanto conservador como liberal-progresista.6

El proceso electoral de 2016 fue un momento de gran importancia desde muchos puntos de vista. Por una parte, la elección de Trump fue el triunfo temporal de un proyecto de cambio con raíces en el descontento de la población blanca, continuidad directa de los éxitos del Tea Party y con las conocidas influencias de grupos radicales como la Alt-Right (Hawley, 2017). El discurso de Trump incluyó la idea de que los hombres y mujeres olvidados –esencialmente blancos de clase trabajadora– no volverían a serlo, prometió traer de vuelta empleos en la industria manufacturera y la minería, mejorar la cobertura de salud y disminuir sus precios sin incluir mandatos individuales, anunció la eliminación de regulaciones y la reducción de impuestos para facilitar la inversión y el crecimiento de los negocios, y señaló a la inmigración como un problema a abordar de forma directa y simplista –construir un muro en la frontera y endurecer el procedimiento de selección de los inmigrantes regulares–. La inmigración fue vinculada, además, con la criminalidad y el terrorismo, que debía ser tratada con dureza desde la protección de la ley y el orden, y el reforzamiento de la seguridad nacional (Anderson, 2016). Más allá de la viabilidad y coherencia –o ausencia de tales– de su plataforma, esta tocaba directamente temas clave del período, consistentes con las mutaciones acumuladas que tratamos en el epígrafe anterior, aunque desde una perspectiva típica del populismo excluyente de derecha. También fue evidente el abandono de la corrección política en el discurso.

A su vez, 2016 representó un punto de inflexión en el movimiento progresista. Esto se relaciona con dos factores: primero, la emergencia de un rostro visible y con un nivel de liderazgo en la figura de Bernie Sanders, quien pasó de ser un poco conocido senador independiente por el pequeño estado de Vermont, a una figura nacional, a pesar de eventualmente ser derrotado por Hillary Clinton, candidata que contó con el abierto apoyo del establishment del Partido Demócrata y de amplios sectores de las elites de poder; el nivel de apoyo popular recibido por alguien que se proclamó socialista –en realidad socialdemócrata– demostró que términos e ideas que la racionalidad tradicional señalaba como tóxicos, podían ser asimilados por sectores importantes del electorado, significativamente por los más jóvenes (Shafer, 2016). El segundo factor, generó la activación de los movimientos de base y la estructuración de una serie de organizaciones, algunas preexistentes y otras nuevas, que se articularon para promover candidatos y proyectos a través de los mecanismos electorales a distintos niveles, catalizados, al menos en parte, por la elección de Trump. Entre ellos destacaron dos: la organización política Democratic Socialists of America, una red nacional de orientación socialdemócrata –socialismo democrático en sus términos–, que creció rápidamente en membresía y se vinculó a la plataforma y la candidatura de Sanders, y Justice Democrats, una organización formada para trabajar por la elección de candidatos progresistas a través del Partido Demócrata, primero en las primarias y luego en las generales.

Justice Democrats publicó en 2018 un importante documento programático en el que presentaron una visión progresista de lo que debía ser el futuro del Partido Demócrata. El documento se construyó desde la identificación de varios de los problemas claves que enfrentaba la ciudadanía, esencialmente resultado de la crisis y de las transformaciones estructurales. El programa incluye la demostración del nivel de popularidad de posiciones alejadas de la racionalidad tradicional, como una política inclusiva hacia la inmigración, la justicia racial, Medicare for All, la necesidad de políticas redistributivas implementadas por el gobierno, y el enfrentamiento del cambio climático (McElwee y McAuliff, 2018).

Justice Democrats, en colaboración con otras organizaciones, fue instrumental en las victorias de un grupo de nuevas figuras de corte progresista en las elecciones de medio término de 2018. Entre ellas se encontraron algunas de notable visibilidad como Alexandria Ocasio-Cortez, Rho Khanna, Rashida Tlaib e Ilhan Omar. En 2020 trabajaron por la reelección de estos congresistas y lucharon por ampliar el número de progresistas seleccionados en las primarias congresionales demócratas, al promover candidaturas como las de Cori Bush, Jamaal Bowman y Alex Morse. Todos ellos formalmente comprometidos con el llamado Green New Deal –un paquete de medidas para enfrentar el cambio climático y reducir la desigualdad–, Medicare for All, universidades públicas gratuitas, el fin del encarcelamiento masivo y las deportaciones, y la exclusión del dinero corporativo y de los grandes donantes de las elecciones (Justice Democrats, 2020). La evidencia señala que el progresismo se consolidó como una fuerza no despreciable, con representación en el sistema de gobierno y potencial de crecimiento.

Es evidente que la fuerza relativa de la plataforma de Bernie Sanders en las primarias presidenciales demócratas de 2020 no fue casual, sino que fue parte de un movimiento más amplio, a nivel de base y también en la forma de organizaciones y campañas electorales, con una plataforma común. Como también es evidente la consistencia entre los temas que destacaron y las problemáticas estructurales que se debaten en la transición.

CONCLUSIONES

El examen de los procesos de alcance estructural desarrollados a partir de la década de los años setenta arroja una acumulación de mutaciones con efectos directos sobre los estándares de vida y el status de la población, así como indicadores económicos y dinámicas políticas. La tercerización y desindustrialización, la polarización social, la decadencia de la clase media de posguerra y el cambio cualitativo y cuantitativo de la composición étnica de la población señalan la emergencia de una sociedad posindustrial, como parte de la formación de lo que proponemos denominar capitalismo del conocimiento.

Los modelos de reproducción imperantes en Estados Unidos durante ese período, fuertemente influidos por el pensamiento neoliberal, las corrientes conservadoras y la fragmentación social, funcionaron con algún grado de legitimidad, mientras la percepción sobre los balances y desbalances les fue favorable. Esto incluye el modelo de gestión económica, el consenso político, el orden social y los consensos a nivel simbólico. Las respuestas proporcionadas por estos durante el período mantuvieron la estabilidad relativa, aunque los cambios se acumulaban.

Las crisis observadas a partir de 2007 y hasta 2020 fueron, desde esa perspectiva, las manifestaciones visibles del agotamiento de la configuración definida por esos modelos, a partir de la pérdida de capacidad para responder a las demandas internas y las presiones externas. Estas emanan de realidades no comprendidas en los diseños primarios y del deterioro registrado en la situación de segmentos notables de la población. Este desarrollo llevó a la competencia entre alternativas posibles por convertirse en núcleo articulador de una nueva configuración. Una parte central de ese proceso es, por supuesto, el reajuste del sistema político, en sus múltiples formas y manifestaciones. Los paquetes de rescate para las instituciones financieras y las tibias formas de regulación, la expansión de la economía colaborativa digitalizada y la construcción de mega acuerdos internacionales y la regularización de parte de la inmigración fueron una alternativa; otra lo fueron el cierre a la inmigración, la desregulación completa de la economía, la reducción de impuestos para altos ingresos y el recurso al poder duro; una tercera estuvo conformada por la introducción de medidas de corte socialdemócrata progresista del tipo incremento del salario mínimo, eliminación de costos en salud y educación para la población, regulación estricta de las empresas y redistribución de recursos. Cada uno de esos caminos implica consensos diferentes y proyectos políticos en competencia, por tanto, los distintos procesos electorales adquieren una connotación diferente, pues deben ser interpretados como momentos críticos de un proceso de mucha mayor duración y alcance, y las plataformas y candidatos se convierten en formas concentradas de las alternativas en competencia para conducir el ajuste. Las elecciones realizadas durante el período y las dinámicas políticas generales muestran no solo la ruptura de los consensos, sino también la emergencia de esas alternativas dentro de un espectro relativamente ampliado con respecto al existente durante la coyuntura previa. Dentro de este modelo, las primarias presidenciales demócratas de 2020 constituyeron una expresión concentrada de una gran parte de ese debate, incluyendo la generación de un paquete de compromisos que busca una reestabilización mediante la modificación de los modelos imperantes a través de la combinación de posiciones progresistas y moderadas. La importancia de los temas laborales, la inmigración, la cuestión racial, el problema ambiental y la desigualdad indican que estos son los temas que están articulando el proceso político. Cuando ampliamos nuestra mirada para abarcar otros procesos electorales y otras organizaciones y movimientos, encontramos los mismos temas, abordados desde perspectivas diferentes, y en principio contrapuestas.

Material suplementario
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Notas
Notas
1 Los Juegos Olímpicos que debían celebrarse en 1916, 1940 y 1944 fueron cancelados producto de las guerras mundiales. La posposición de los juegos de 2020 para 2021, por lo menos inicialmente, es el primer caso en su tipo del que se tenga noticia, incluyendo los Juegos Olímpicos de la Antigüedad.
2 Estimaciones posteriores confirman estas tendencias, aunque el censo correspondiente a 2020 estaba en ejecución en el momento de escribir estas líneas. Preferimos utilizar los datos oficiales de los censos completados, pues lo importante es la tendencia más que las cifras precisas.
3 Sobre la crisis de 2007-2009 y sus ramificaciones existe una abundante literatura, por eso no entramos en detalles aquí.
4 Las posiciones de los candidatos sobre los temas son tomadas de los sitios web de sus campañas, demasiado numerosas para referenciarlas todas.
5 Por supuesto ambos recibieron votos de todos los grupos demográficos, pero los arquetipos de votante de cada uno muestran claramente las profundas diferencias entre sus respectivas bases sociales.
6 Aquí estamos utilizando liberal en el sentido estadounidense, es decir, más cercano a las ideas y proyectos propios de una socialdemocracia moderada, y progresista como una versión más radical de esa perspectiva político-ideológica. El uso de términos de esta naturaleza en Estados Unidos es una fuente de confusión al contrastarlos sus contrapartes al uso en otros escenarios.
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