Dossier

El fantasma del Che

The ghost of Che

Maximiliano Crespi
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
CONICET, Argentina

El taco en la brea

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 2362-4191

Periodicidad: Semestral

vol. 8, núm. 13, 2021

eltacoenlabrea@gmail.com

Recepción: 28 Febrero 2021

Aprobación: 09 Marzo 2021



DOI: https://doi.org/10.14409/tb.v1i13.10227

Resumen: Este artículo desarrolla un análisis crítico deEl Che en la frontera (2016), la obra teatral póstuma del escritor y dramaturgo argentino David Viñas (1927‒2011). Analizada en relación con el resto de su dramaturgia y apoyada con textos de intervención que Viñas publicó en la década del setenta y el ochenta, la lectura de esta pieza echa luz sobre el persistente y deliberado trabajo de crítica y desarticulación de la construcción mitológica de la figura del Che Guevara impulsada y naturalizada desde la «mala fe» del discurso progresista posrevolucionario en Latinoamérica.

Palabras clave: David Viñas , Ernesto Guevara , literatura , teatro , América Latina.

Abstract: This article develops a critical analysis of El Che en la frontera (2016), the posthumous play by Argentinean writer and playwright David Viñas (1927-2011). Analysed in relation to the rest of his dramaturgy and supported by intervention texts that Viñas published in the seventies and eighties, the reading of this piece sheds light on the persistent and deliberate work of criticism and disarticulation of the mythological construction of the figure of Che Guevara promoted and naturalized from the mauvaise foi of the progressivism post-revolutionary discourse in Latin America.

Keywords: David Viñas , Ernesto Guevara , literature , theater , Latin America.

Periodista tres: Y en esos casos, cuando se siente solo, ¿qué hace?

Che: A veces me siento tan solo que hablo conmigo mismo. Discuto conmigo mismo. Y pierdo. Casi siempre pierdo.

David Viñas, 1983

En octubre de 1985, en un encuentro convocado en Liber/Arte en explícito «Homenaje a Ernesto Guevara», David Viñas pronunció una alocución polémica que al mes siguiente apareció publicada en la revista Fin de Siglo, en la sección «retratos» y bajo el título «El Che no es un monje». En esa ocasión Viñas ponía en discusión la versión fuertemente romantizada del mito del Che que se había ido instalando en el imaginario progre‒liberal a partir de la llamada «transición democrática». Plantea que, así como Sarmiento puede ser considerado el «arquetipo de intelectual argentino en el momento de apogeo de la burguesía», el Che es la «clave del siglo XX revolucionario». La disidencia planteada en la alocución de Viñas no se ciñe solo a no caer en la encrucijada binaria de la celebración o la denostación («denunciamos las dos vulgatas puestas en circulación: la hagiográfica y la condenatoria», advierte ya al comienzo de la intervención), sino sobre todo respecto de una apropiación lavada de esa figura en una mitología más bien cándida, idilizada, folclórica y políticamente regresiva que se traduce en una «domesticación de la izquierda». Dice Viñas en el contexto de la «primavera» alfonsinista: no se puede «comprender la Argentina actual (la de los militares genocidas, la de la humillación de las Malvinas, la de la obscena Deuda Externa, la de la Patria Financiera y la del Fondo Monetario Internacional)» si se prescinde del análisis de la figura del «intelectual marxista revolucionario» que el Che sintetiza.

El énfasis con que Viñas sella el lazo inquebrantable entre esos tres términos (intelectual‒marxista‒revolucionario) contrasta diametralmente no solo con los modelos de intervención derechista ejemplificado por las voces encumbradas en La Nación, sino también con la abdicación —modelada desde una conducta que Sartre supo describir bajo el rótulo de «mauvaise foi» (1943:85‒105)— de un conjunto cada vez más amplio de intelectuales antes identificados con la izquierda y que en ese contexto empiezan a resignarse a un espacio de «libertad» concedida dentro del cerco de una cultura liberal «progresista»; una transformación que se maceraba al calor de un proceso de «transición» en el que a la democracia se le atribuían —como solía ironizar Carlos Correas— facultades nutricias, pedagógicas y medicinales. Porque, además de discutir con Eduardo Galeano por erigir la caracterización de Guevara con los atributos idealizantes del «monje» y el «guerrero» (que, en su verticalidad, son dos categorías de ascendencia burguesa: «el que reza y el que manda; el que opera con la plegaria y el que trabaja con las órdenes»), lo que Viñas impugna es que se lo recupere edulcorado y desde un lugar de enunciación que paulatinamente va bajando las banderas de las posiciones revolucionarias y se va convirtiendo en una forma de reformismo.

El monje y el guerrero aspiran a dejar la carne —ya para evaporarse en espiritualidad, ya para perseverar en el bronce—; ambos se inscriben en una lógica de autoridad y autorización jerarquizada. El Che es, para Viñas, un «auténtico revolucionario» porque es materialista: lo es «a partir de su carne y de su cuerpo (sin sublimarlos)», en una relación que no se construye ni por obediencia ni por autoridad con relación al cuerpo y la carne de los otros. Lo que hace a lo revolucionario —dice Viñas— es su opción por la horizontalidad, porque asume su cuerpo como «una prolongación del cuerpo de los otros» y porque su voz es «emergencia de un grupo, de su comunidad»: no está institucionalizada, no se inscribe por encima ni por debajo de su soberanía: «condensa» la experiencia colectiva de lo revolucionario. Lo que Viñas busca subrayar es que si la derecha, encarnada en el discurso vertido desde La Nación lo liga a un semblante heroico y señorial de «sangre caballeresca» (para quitar historicidad y materialidad humana a sus elecciones políticas), el progresismo reformista tiende a beatificarlo en una imagen triunfante cuyos efectos terminan siendo similares. Por eso, Viñas aprovecha la ocasión para subrayar el más histórico de sus yerros. Cito textual ese pasaje de la intervención: «Bolivia es el escenario de la muerte del Che, de su asesinato por parte del ejército boliviano (no de “soldados ebrios” sino de “sargentos mandados”). Bolivia es el espacio donde se materializa el fracaso del Che». El error —se corrige enseguida Viñas— es un «error grave, error táctico» que, al menospreciar la cuestión del lenguaje, empuja los acontecimientos de la historia a un desenlace que «le costó al proceso revolucionario del siglo XX, en 1967, una pérdida análoga en su densidad al asesinato de Rosa de Luxemburgo en 1919». De ese error —se dice Viñas— hay que saber sacar al menos una enseñanza táctica para definir nuevas pautas de acción para los procesos revolucionarios venideros. A saber, ante todo, hablar la lengua de aquellos con quienes la revolución deja de ser poco más que un sueño mesiánico: «Sobre todo, comandante, conociendo el aymará y el guaraní» (Viñas, 1985a:11).

La intervención de Viñas en el «Homenaje» se cierra, polémicamente, con un rechazo de toda beatificación y con una provocativa reivindicación —equiparándolos, con sus aciertos y sus errores tácticos, al propio Che— a los que le pusieron el cuerpo a la lucha armada y a los que, entre ellos, sintió cercanos e incluso íntimos: Agustín Tosco, [Enrique] Angelelli el cura, Rodolfo [Walsh], Diana [Guerrero], Haroldo [Conti], Silvio [Frondizi], [Rodolfo] Ortega [Peña], María [Adelaida Viñas], Lorenzo [Ismael Viñas], Paco [Urondo], Esther [Molfino]. La intención de Viñas es, en efecto, devolver materialidad sensible a una forma de asumir la praxis del «intelectual‒marxista‒revolucionario» —y lo hace sobre todo frente a un auditorio propenso a la catarsis y en cierta medida ya resignado a aceptar una función progresista dentro de un marco democrático que apela, voluntarista, a una ilusoria purificación de las instituciones de la república liberal. Una posición reformista que, años después, como bien vio Carlos Correas, consolidado el menemato y dilatados los márgenes de tolerancia, será ya indiscutidamente hegemónica, al punto que, ya lejos de la comunión con el pueblo, esa

pequeña y mediana burguesía que es progresista y racionalista confía a pleno en las virtudes del diálogo, hace del trabajo un honor y pone el orgullo en las «reivindicaciones profesionales», sus universitarios buscan el amparo del mercado cultural, «creen y quieren creer en el compañerismo entre amigos y en el compañerismo conyugal», «bregan por la “solidaridad social” y por la vida consensuada», militan «contra todos los excesos, “vengan de donde vinieren” y sean voluntaristas o intelectualistas, y contra los extremos, “sean los que fueren” (la drogadicción, los suicidios u otras demencias; la guerrilla y/o el terrorismo que “siembran la muerte, el caos, el resentimiento, el terror y el odio en la sociedad argentina”)», esto es, cuando sus «intelectuales» sólo aspiran a «la salubridad en ética y en economía, y al aseguramiento “transparente” en la custodia de los derechos individuales, de la propiedad privada y del orden jurídico». (Correas, 1999:86‒87)

Tres años antes de esta intervención pública (y publicada), Viñas había empezado a trabajar en una pieza teatral en torno a la figura de Guevara. Lo que lo motivaba era en efecto la misma incomodidad ante la mitificación que confiscaba la imagen del Che. Viñas terminó la primera versión de la obra titulada Del Che en la frontera a comienzos de marzo de 1983. La edición bilingüe a cargo del académico alemán Dieter Reichardt en 2016 se cierra con un irónico «Finis coronat opus, 6 de marzo de 1983» que deja entrever algo relativo al tono en que está escrita. La pieza es ciertamente un ejercicio dramatúrgico‒crítico que se despega sensiblemente de la poética grave de otras obras de teatro del propio Viñas.

Obras como Lisandro (1971), Tupac‒Amarú (1973), Maniobras (1974) y Dorrego (1974), que en junio de 1985 Viñas reunió y reeditó en dos volúmenes presentándolo como su «teatro» (excluyendo por «fallida» a Sara Goldmann, mujer de teatro, de 1958), son hoy ya emblemáticas de un teatro épico latinoamericano. En ellas, Viñas se plantea la puesta en escena de personajes históricos en situación, es decir, conminados a decidir bajo el apremio de condicionamientos políticos, ideológicos y morales. Son obras que apelan a incitar al espectador a evaluar el valor y el sentido de las decisiones; esto es, a tomar posición frente a las acciones que se le presentan y que lo obligan a ponerse él mismo en situación. Es un teatro que toma del teatro épico el axioma de subrayar las conductas históricas, sociales, de los individuos; pero que, sin despegarse de su ascendencia sartreana, hace especial énfasis en la soberanía de la decisión. Si es cierto que no se acota a describir ideas o sentimientos a los efectos de producir en el espectador la identificación emotiva, tampoco se limita meramente a exponer comportamientos en abstracto. La dramaturgia de Viñas historiza —en un sentido brechtiano del término—, no porque tome personajes históricos, sino porque los presenta inmersos en una trama sociopolítica que condiciona la resolución de los conflictos dramáticos.

Para ello, suscribe los tres planos determinantes de la estética brechtiana. Primero están los temas del teatro épico: reemplazar los conflictos abstractos del teatro clásico por las contradicciones de la situación histórica. Luego, la operación de distanciamiento: convertir la propia contradicción en fundamento y motor de una dialéctica crítica —como explica Sartre, el teatro épico que formula Brecht es en efecto una operación estética e intelectual que se obstina en «hacer que nos descubramos como si fuéramos los otros, como si estuviéramos siendo objeto de la mirada de otros hombres»—. Y, finalmente, la refracción en el presente: la intención es llevar al espectador a sus propias contradicciones históricas —y las de su época— a través de la situación de una figura distante. Se trata, en síntesis, de procurar que «las acciones de esos personajes individuales y distantes nos presenten brutalmente nuestro mundo concreto, que nos pongan al descubierto la manera y la medida en que éste está siendo destrozado por las contradicciones sociales, que nos ponga ya sin atenuantes ante una situación que exige de nosotros una acción comprometida» (Sartre, 1966:75‒76).

La decisión de estructurar dramáticamente un material histórico impone ciertos recaudos. El carácter formal del teatro épico se define menos por el personaje que por la situación que presenta. Se dispone como una axiomática. Y si se toman como ejemplo Lisandro, Tupac Amarú y Dorrego, lo claro es que esa puesta en situación reclama un desplazamiento respecto del punto cero en que se inicia el relato. Lo que eventualmente está en juego en la trama es una transformación, un cambio de estado y de percepción, una «traición de clase» que, como apunta Eduardo Rinesi, a veces «resuelve la tensión» entre la pertenencia individual [a una clase] y los ideales de matiz emancipatorio sostenidos por los personajes históricos que protagonizan las obras: es lo que ocurre con Dorrego cuando «se pasa de bando» para el lado de la montonera, traicionando con ello el designio clasista del ejército al que pertenecía, o el de Tupac‒Amarú que al sublevarse contra las fuerzas del imperio colonial se convierte en abogado de la causa de quienes habían sido sus vasallos, y es también el caso de Lisandro de la Torre convirtiéndose, de viejo, en «el jefe de los enemigos de sus antiguos camaradas» (Rinesi, 2014:91‒92).

La dramaturgia viñeana trabaja en efecto alrededor de un enigma que Brecht supo poner en blanco sobre negro en el Breviario de estética teatral: «¿Dónde está el hombre, vivo, inconfundible, que no es igual a sus semejantes?», dice la precisa traducción que Raúl Sciarretta hizo en 1963. La respuesta esbozada por el dramaturgo alemán sugiere que la representación debe hacerlo emerger siempre desde sus contradicciones. El encuentro del personaje con sus propias contradicciones debe producirse en escena, en un contexto de fuerzas en pugna, como un despertar, como una opción libre pero tensada entre la seducción de la mala fe y el simple deseo de la verdad. En esa situación, no son excepcionales y, en tanto tales, traicionan; traicionan y, por los tanto, se vuelven excepcionales. Esa lúcida traición de las figuras históricas —dice Brecht— es un índice de algo que habita en cada hombre y que aguarda ser despertado: «En el hombre hay potencias dormidas; por eso se podrá hacer mucho de él. El hombre no debe seguir tal como es; es necesario verlo también como podría ser. No hay que partir del hombre sino ir hacia él. Vale decir que no basta con que yo me ponga en su lugar: debo ponerme frente a él». Viñas suscribiría sin dudas ese principio por el cual «el teatro debe extrañar lo que muestra» (1963:41).

Por ello, en esa serie de obras la gravedad y la tensión dramática de los acontecimientos históricos se ve extrañada por songs, coros, «gestos» y «comentarios» (cuidadosamente pautados por Viñas siempre entre paréntesis) que permiten al espectador tomar distancia y asumir una actitud crítica frente al tratamiento que se está dando a un material histórico cuyas líneas básicas se conocen de antemano. El lector ve y analiza entonces, desde fuera (sin identificación lineal), la tensión de la que se encuentran presos los personajes del teatro de Viñas. Songs, coros y comentarios funcionan pues como elementos desnaturalizadores del relato dramático cuya tensión se resuelve en un salto hacia adelante que reconfigura la situación y el lugar de los actores (Jameson, 2013). El movimiento es drástico y la operación irónica: a la inversa que en la sociedad de consumo donde la multitud naturaliza el lugar común, la forma plural del coro irrumpe en las obras para producir un corte o distanciamiento desde el cual se va comentando el desarrollo de la acción dramática. En Tupac‒Amarú el coro está integrado por un conjunto homogéneo de indios sojuzgados cuya razón consigue torcer la dubitativa determinación del héroe que se plantará en favor de los desgraciados y contra las jerarquías imperiales. En Lisandro, el coro de los «respetados senadores» y el que subraya —como en el teatro griego— la contradicción entre las leyes presentan una polifonía que obliga al personaje de Lisandro a tomar posición en una transformación que lleva al apasionado tribuno democrático de un reclamo moderado a una radicalización enardecida que derivará en una ruptura con su clase y, tras la muerte de su amigo, en la aceptación de su fracaso en la forma del suicidio. En Dorrego, esa forma polifónica es reemplazada con dos payadores —uno unitario, otro federal— que representan («en extremos») el carácter irreconciliable del conflicto político que enmarca el drama singular del coronel. En Maniobras, y en piezas tardías como Walsh y Gardel, el coro es sustituido para hacer visible la violencia terrorista del aparato de Estado: es el timbre de un teléfono desde donde llegan las amenazas anónimas, en abierto y deliberado contraste con el solitario monólogo del condenado a muerte. La comunicación ha sido deshecha.

Pero en El Che en la frontera Viñas hace otra cosa. En principio no tematiza una traición, sino una obcecación individual cuyas consecuencias resultan funestas para el futuro de un proyecto colectivo. Por esa razón, el coro articula una opción diferente y en cierto sentido más compleja que en otras obras. Viñas sale de Sartre y va él mismo a Brecht, sin mediaciones. Reencuentra, en los Diarios de trabajo, subrayada la frase de Marx que definirá una nueva relación con la ética de la literatura: «La humanidad se separará riendo de su pasado» (Brecht, 1977:291). Brecht con Bajtín. Porque el movimiento que Nöel Salomón describe para su narrativa («De la épica pasó al expresionismo; y del cuestionamiento del poder se fue desplazando a la paradoja y a lo carnavalesco»), también se hace presente en el teatro. En especial, en la organización coral, polifónica y en la determinación satírica y abiertamente desacralizante que asumen sus textos. La hipótesis se corrobora especialmente en el caso de El Che en la frontera, aun cuando su estructuración de dos actos esté pautada bajo dos títulos graves (el primero titulado «Desafío» y el segundo «Sanción»), como un programa deliberado y dispuesto contra cualquier forma de extorsión sensiblera y moralizante. Una vez más Brecht: cuando el teatro se aboca a «transformar la crítica —id est: el gran método de la productividad— en fuente de goce», la moral no puede imponerle obligaciones y eso le deja abierto un territorio de posibilidades (Brecht, 1963:29).

Aunque la trama sigue la secuencia narrativa del Diario boliviano, Viñas altera deliberadamente el tono. Le quita solemnidad a los roles dramáticos y diversifica las voces. La obra se abre ya con las primeras figuras corales: coro de Parcas, de lloronas, de ángeles, de gardeles, de periodistas, de Lechuzas, de las Masturbaciones, de pedos o flatulencias, el Anticoro y los coreutas con texto particular. Son ellas las que introducen la situación inicial. El Che es visto, espiado, mientras lee y escribe en la selva boliviana. Esas figuras se saben en cierta medida amenazadas por su presencia. Él las huele, las oye, las intuye; ellas saben que su presencia representa «un peligro». El Che lee y escribe en su diario con el fusil colgado del hombro. Y, más que el fusil, es lo que su mano escribe lo que en la obra es visto por ellas como una insoportable de amenaza:

Coro: Es un peligro... ¡vino de afuera!

Coreuta: ¡Todos los peligros vienen de afuera!

Coro: Como la peste... hedionda y tan sabia... con tantas palabras...

Coreuta: ¡Ese ya no usa palabras!

Coreuta: Palabras y peste...

Anticoro: Se nos meten adentro... ¡adentro de todo!

Coreuta: Eso es lo que quiere: metérsenos dentro.

Coro (desdoblándose, dividiéndose, enfrentándose en su danza y melopea): ¿Preñarnos las tripas...? No, no: ¡llenarnos de barba... tan serbia y hedionda…! ¡Tiene pus en el alma! ¡Y veneno en los labios! Cuando besa envenena... Y cuando habla nos mata... ¡No hay que dejarlo avanzar...! ¡Convertirlo en sal...! Que se vaya..., que no entre..., que no avance... Shhhh, que nos puede apuntar... Si nos apunta nos mata... Si describe revienta... Shhh, shhh... she..., che..., che... Ese es el peligro... un loco rabioso... conjurarlo debemos... Che, che, che. Ese es. Ése..., sí, sí..., shi, shi..., she, she..., che, che... (se repiten los cuchicheos bajando el tono).

Anticoro: Locura nos trae... nuestro país tan cerrado... virginal y bien duro... Cada habitante un loco..., un loco en sublevo... ¡millones de locos!... Como él y los suyos... ¡Dios nos libre y nos guarde... de tanto delirio...! Ofende al cielo... Dios está con nosotros... Dios siempre tan razonable... y verdadero patriota... Dios contra locura... locura de ése... no se aguanta de loco... ¡Ése, ése...! Shhh..., she..., che... (Viñas, 2016:8‒9)

El coro está ahí para subrayar el progresivo deterioro del momento simbólico de la Ley que rige la conducta de los actores bajo un orden social que la presencia del personaje del Che y sus compañeros viene a desestabilizar.

En el esquema de la obra, Viñas sigue en términos generales el curso de los acontecimientos presentados y descriptos por la mano del Che real en el Diario boliviano; pero la acción dramática aparece sistemáticamente alterada, enrarecida y desnaturalizada en la exposición del procedimiento dramatúrgico que atenta contra cualquier sesgo de identificación empática.

Los compañeros del Che se presentan al comienzo de la obra en calidad de «actores»:

Che (pasando revista y señalando apenas): Tania, Doury, Belatti, Bassi, Nomo (se aleja un poco acariciando su fusil).

Doury (de acuerdo al elenco): Mi nombre es Humberto Martínez, actor, cuarenta y dos años.

Tania: Me llamo Clara Rorat, actriz, treinta y cinco años.

Belatti: Mi nombre es Raúl Landi, actor, cuarenta y un años.

Bassi: Mi nombre es Juan Carlos Rañó, actor, veinticinco años.

Nomo: Mi nombre es Pedro Alcántara, actor, veintinueve años. (Viñas, 2016:12)

Son personajes que, sin vacilación, se asumen enrolados en el régimen de una ficción. Ciertamente, hay en escena figuras que aluden a las que aparecen en el diario de Guevara —aunque sus nombres se presentan unas veces modificados y otras veces reemplazados por motes de referencia, como el del «Francés» bajo el cual se trasunta sin duda la imagen de Régis Debray, de quien el Che ficcionado agudamente dice: «El Francés no es un testigo: es un traidor (se ríe) al cielo europeo (transición)» (Viñas, 2016:44)—. Pero, para no acotarse a la reducción periodística y para reintroducir en el plano de la obra fuerzas históricas siempre activas, Viñas incorpora las voces de personajes alegóricos como la «Conciencia» (con quien el Che entra en diálogo para decidir el fusilamiento de Belatti), el Pasado (que llega siempre disfrazado y en cierto modo confunde al comandante) y las diversas «Tentaciones», que todo el tiempo asedian al Che y a sus compañeros con la visible intención de debilitar sus convicciones y así hacerlos abdicar en su empresa revolucionaria (Viñas, 2016:26‒35).

Como en otras obras del autor, el momento crítico aparece siempre mediado en una escena de apariencia trivial o intrascendente. Es así que, en un diálogo con Tania, posterior a un leve ataque de asma del Che, Viñas introduce una perspectiva crítica, no sobre la escena histórica a que remiten los hechos, sino sobre la mitificación del héroe que se producirá años después en el imaginario de la izquierda. El Che toma una posición paternalista sugiriéndole a Tania que «se cuide» pero ella le responde con filosa ironía, mostrándole un rostro de sí mismo que él no llega a percibir:

Che: Cuidáte vos (la palmea).

Tania: ¡Vos sos el que tiene que cuidarse! (lo palmea a su vez). Sobre todo con esos; especialmente cuando los veas: los canónigos de... (escupe).

Che: Sos muy macho vos.

Tania (sonríe): Para no ser menos, Ernesto.

Che: ¿Lo decís por mí?

Tania: Vos no sos macho.

Che: ¿No? ¿Y qué soy yo? (Tania se demora con el mate) ¿No me decís qué soy?

Tania (cautelosa, entre sorbida y sorbida): Vos... vos sos una especie de cartel, Ernesto. De afiche. De enorme afiche. Ya estás en todas partes: en cada pieza de estudiantes del mundo; con la boina; con sonrisa, sin sonrisa. En una piecita de un estudiante de Córdoba; en otra piecita en Nueva York: vigésimo piso, sobre el parque. Con la boina requintada, con la boina hacia atrás, mirando hacia el infinito... En otra piecita en París, quinto piso, ventanita sobre el Sena, al lado de un banderín de fútbol. En otra piecita de Hamburgo, encima de los tomos de Heine. Y en otra piecita de Milán. No sos macho ni canónigo; sos un afiche, Ernesto; entrando en La Habana, con una paloma sobre el hombro, trepando a un tanque de guerra, tomando un mate... (Viñas, 2016:19‒20)

La descripción de Tania parece remitir a la imagen del «Guerrillero heroico» inmortalizada por Alberto «Korda» Díaz en 1960; pero esa imagen recién tomará masividad pop varios años después de la muerte del Che —hecho que muestra la deliberada operación de desautomatización que la ficción de Viñas produce a partir del desplazamiento anacrónico—. Pero la voz de Tania no está ahí solo para mostrar al Che el futuro de su imagen. Está también para discutir la autopercepción del «macho alfa». Porque lo estima en su auténtica dimensión (cosa «que es más importante» que querer), Tania advierte también al personaje del héroe argentino no solo de sus enemigos franqueados sino también del grupo de los dirigentes del Partido Comunista Boliviano que quieren encabezar la revuelta y a los cuales Tania agudamente describe como «burócratas gestores», que «jamás hacen la revolución porque siempre la administran» (Viñas, 2016:21).

El Che que presenta Viñas no es un héroe preclaro; es una figura cavilante, impulsiva («calentón»), desorientada, marginada, abandonada («en la frontera»), debilitada, con accesos de asma, arrebatos de mal humor y reacciones arbitrarias. Es un Che humanizado que se impone la obligación de sostener unido un grupo que empieza a flaquear; un hombre que, desde su propio desconcierto, intuye sin embargo que su distancia de las masas con las que ansiaría hacer la revolución está marcada no por una diferencia de intereses sino por un problema de lenguajes:

«Implacable, despiadadamente puntual es la hora... (vuelve a escuchar) ¿Qué me dicen? ¿Hablan en arameo básico? No entiendo una palabra. ¿En aymará? ¡Peor! (volviéndose rápidamente) ¡Nomo! ¡Doury! Hay que aprender aymará, y guaraní y quechua... Hay mucho que aprender, manitos mías. Todo lo que habría que haber aprendido. Sí, sí: antes de meternos en este agujero...». (Viñas, 2016:35‒36)

La insistencia de Viñas en mostrar el fracaso en la estrategia comunicativa como índice del posterior fracaso revolucionario es notable. Y hasta podría interpretarse incluso como una alusión al «salto de registro» que, ya entrados los años setenta, empieza a distanciar cada vez más notablemente al discurso intelectual del de las masas.

Pero el hecho de que, en diálogo con el coro, el Che se muestre también cerrado en la provocación, sin el respaldo de la burocracia del Partido con sede en la ciudad y encaprichado con la idea de resistir en la sierra parece subrayar con especial énfasis la obcecación mezquina fuertemente enraizada en sus protocolos y sus instituciones:

Coreuta: Perdón, mi comandante: pero los centros de lucha están en las ciudades.

Che: Perdón, mi secretario general: en las ciudades no hay más que burócratas.

Coreuta (indignado): ¡Usted nos está provocando!

Coro: Es un provocador... (bis) Es un provocador...

Coreuta (bruscamente): Shhh. Silencio en la barra. Dígame, comandante (lo encara al Che): admitiendo la importancia de la sierra sobre la ciudad, ¿dónde va a estar la dirección del movimiento?

Coreuta: ¿La sierra es usted, comandante?

Che: Sí; yo. Yo.

Coro (cuchicheando): voluntarismo, voluntarismo... subjetivismo...

Coreuta (salta junto al Che): Usted, comandante. Bien: usted. ¿Y por qué usted?

Che (lo mira de arriba abajo al coreuta secretario general): Bueno, le diré...

Secretario general (petizo y agresivo): ¿Por qué usted es alto y yo enano?

Che (entre piadoso e incómodo): Que yo sea alto y usted...

Secretario general: ¿Tiene algo contra los enanos?

Che: No; le aseguro que no.

Secretario general: ¿Porque usted es jefe y yo no?

Che (vacilante, cuidadoso): Quizá por...

Secretario general: Veo que ha perdido su seguridad.

Che: Me parece, teniendo en cuenta que...

Secretario general (interrumpiendo): Que yo soy enano, y usted desprecia a los enanos. Dígalo de una vez. Asúmalo.

Che (reaccionando): ¡No lo asumo nada? No tengo por qué; porque no sólo no desprecio a los enanos, sino que (se sienta en el suelo) muchas veces me siento enano. Quisiera ser enano.

Coro (histérico): ¿Infantilismo, infantilismo?

Che (desde el suelo): Se trata de una división del trabajo (tose); provisoria, despiadada. Pero es así. Al menos por ahora... ¿Usted sabe El Capital?

Secretario general: ¡De memoria! Blablabla (recita).

Che: Pues bien: yo no sé. En la sierra, en cambio, hago de jefe. Más adelante, en otro momento, usted enseña El Capital. Usted lo sabe de memoria, yo no; usted me lo enseña y yo lo aprendo.

Secretario general: ¡Falta mucho para eso!

Che: Por eso tengo mucho apuro.

Coreuta: ¿Apuro de qué?

Che: Muy simple: de hacer la revolución.

Coreuta: ¡La revolución no la hace usted, comandante! La revolución se hace. (Viñas, 2016:55‒56)

La primera versión de El Che en la frontera se remonta —según constata Reichardt— a fines de la década del setenta. Pero la hipótesis planteada en este pasaje del primer acto se puede leer ya en el ensayo «Profecía, heterodoxia y progresismo: Martínez Estrada», incluido en De Sarmiento a Cortázar (1970). En ese trabajo puntual, donde lee e interioriza el desplazamiento del ensayista (desde el grupo Sur hacia la Revolución Cubana), Viñas realiza un potente ejercicio de autocrítica a sus adhesiones previas «al magisterio de Martínez Estrada y al heroísmo de Guevara» —sobre todo en el punto en que el «ser escritor» y el «morir heroico» se proyectan como imágenes mistificadas en «el cielo mitológico de la burguesía»—. Lo que se percibe con nitidez es que en esas figuraciones, según Viñas, se «privilegian sustancializando y convirtiendo en “destino” y “vocación” circunstancias empíricas» sobre la base de un escamoteo de las determinaciones históricas como dentro de «una visión teatral de “primeras figuras” —visión que en efecto prolonga las interpretaciones individualistas de la historia literaria y política, como dos formas idealización del heroísmo (“de la pluma” o “de la espada”) a las que apela una cierta subjetividad individualista que «necesita destacarse y distinguirse sobre el fondo inerte de la masa» (Viñas, 1970:101‒102).

La condición excepcional que se atribuye el personaje del Che en la obra constituye sin duda una puesta en escena de la conjetura presentada por Viñas en el cierre de «Cortázar y la fundación mitológica de París», incluido en el mismo libro. Allí el crítico va al hueso. Apunta contra la mistificación de la figura del Che realizada por los escritores progresistas que no se replantean críticamente los acontecimientos de Bolivia haciendo foco en «el espacio que se abre por primera y única vez entre el último Guevara y un pueblo —como prolongación de su propio cuerpo— que fundiéndose con él lo hubiese sostenido». Y ese punto es para Viñas crucial en tanto anuda el fracaso de un proyecto a una obstinación, por «una escisión que reenvía a la impotencia individual como rezago de un hombre que se quería socialista, pero que en esa coyuntura estaba separado del cuerpo de la masa» porque «el texto que estaba escribiendo con su acción» no se escribía en el lenguaje del cuerpo colectivo que determinaba su situación (Viñas, 1970:131‒132).

No llama la atención pues que, más allá de la ineptitud de sus camaradas (Viñas, 2016:87) y de sus eventuales errores de apreciación y definición táctica, la muerte del Che y la derrota del proceso revolucionario en la ficción de Viñas parezcan fundamentalmente ligadas a la escisión y la incomunicación entre el grupo guerrillero y la población autóctona que, hablando en otra lengua, oscila entre el desprecio y el desinterés hacia su accionar heroico. Tras la muerte de Nomo al fin del primer acto, el personaje del Che se precipita en una deriva paranoica que lo lleva a desconfiar de todos y a provocar una y otra vez a sus compañeros, como poniendo a prueba sus convicciones y su fidelidad a la causa revolucionaria. Tras el fallido intento de ampliar las filas de un grupo en fusión con las poblaciones indígenas, sin información de la otra columna y sin contacto confiable con la ciudad, asediado por el enemigo en tierra y desde el aire, el Che se muestra errático y desconcertado. El montaje brechtiano de un diálogo con periodistas lo presenta afirmando que lo más importante de la campaña es la moral de su gente, porque «la moral es lo único que queda cuando uno se enfrenta con la muerte» (2016:89). Pero, interpelado por uno de los periodistas, el Che insiste en defender con obstinación la «teoría del foco» («el foco como eje, como convocatoria. Y el foco como acumulación de fuerzas», aclara el Che en un rodeo muy similar al que Viñas usaba cuando, en la solapa de Las malas costumbres (1964), afirmaba escribir «para cuadros») aun en escenarios diferentes como la sierra y la cordillera. El montaje de esa escena es deliberado; Viñas busca acentuar la desesperada insensatez con que el personaje se aferra a una táctica conocida, pero sin considerar las diferencias de escenario y sin plantearse las consecuencias históricas de la derrota. Con ello busca que el espectador tome conciencia de que, como los valores, las tácticas extraen su eficacia de su relación con el contexto histórico y cultural. Pone de relieve al mismo tiempo el acierto estratégico (la elección de Bolivia como escenario para «el segundo golpe») y la frustración táctica (al menos en dos dimensiones: por su falta de recursos para incorporar las fuerzas indígenas al proceso revolucionario y por sus conflictivas relaciones con los dirigentes del Partido Comunista boliviano en la espinosa puja por la conducción del proceso). Viñas humaniza al Che, en la porfía con que se reconoce en el error («¡Este es de los que mueren en la suya!») y en la intolerancia (ante las advertencias y resquemores de sus compañeros: «Un individuo no cuenta... a lo sumo es un momento...»); pero a la vez que lo retrata indemne y reivindicable en el plano de la coherencia moral y las convicciones políticas —es decir, en tanto y solo en tanto intelectual‒marxista‒revolucionario.

El cierre de la obra, como ocurre en muchas de sus últimas y por momentos intransitables novelas, se precipita en una suerte de sueño monologado barroco y alucinado. El ejército boliviano localiza a los guerrilleros que, tras apuñalar y carnear una yegua, llaman la atención con un bullicioso coro de Pedos. El primer ataque los dispersa y desencadena el desenlace. El Che, ya sin fuerzas, es transportado en una hamaca mientras se pierde en un soliloquio afiebrado y delirante. En ese final el Che habla solo, se ve desde afuera, se discute y se desdobla en voces. La última imagen prevista por Viñas está iluminada por flashes de fotógrafos y participada por todos los coros perversos convocados en la obra. Tiene como centro dramático el «cuerpo inerme» del Che. La carroña aprovecha para hacerle vejaciones hasta que deciden envolverlo en trapos, papel de diario y bolsas de nailon. Lo atan con hilo de yute hasta presentarlo como «un obsceno matambre», que, colgado de una soga es levantado por un helicóptero. El zumbido del motor aturde y el helicóptero se eleva llevándose el cuerpo del Che que pendula irregularmente sobre la escena: «entre gangoseos crecientes del coro y gemidos, de espaldas, muy lentamente se va alejando con el cuerpo del Che, colgado y oscilando. Hacia la penumbra. Hacia la oscuridad del fondo» (Viñas, 2016:107).

Viñas elige un final grotesco, con un dejo de mitificación frustrada para un personaje que se humaniza tensado por lo ético y lo corporal, por lo ideológico y lo fisiológico, por el deseo y la voluntad. Sin embargo, no narra la muerte del Che, ni lo declara muerto; se aboca a presentarlo simplemente «inerme». La fragilidad y la indefensión se inscriben en el lugar de la muerte y devuelven al Che, antes que una dimensión heroica, una presencia y una potencia fantasmática. El mito del Che es una coartada idealizante que señala lo imposible; su fantasma es —o, al menos, puede llegar a convertirse en— un arma y «una referencia valiosa» para todo ensayo de sublevación futura —sobre todo para quien crea, como dice el coro, que «la revolución es una larga paciencia» (Viñas, 2016:57).

En la contratapa de Rodolfo Walsh y Gardel, publicado por Viñas a fines del año 2008 y estrenado en el Teatro Cervantes en noviembre de 2009, Viñas afirma que en sus trabajos de teatro hay un rasgo recurrente que puede leerse como una constante: «la muerte de los protagonistas». Ese rasgo, aclara Viñas, no debe adscribirse a un simple gesto macabro de «tendencia al victimismo», sino más bien a la lógica cerrada de la situación donde la sanción recae implacable sobre aquellos emergentes históricos sublevados contra el Poder. Hay ahí una elección que se realiza como libertad y que asume la paradoja de las consecuencias. Porque si, como dice Sartre, «el hombre es libre en una situación precisa, porque se elige a sí mismo en y por esa situación», el teatro político que busque despertar esa hambre de libertad debe mostrar «situaciones humanas y libertades elegidas en esas situaciones». Pero para que esa situación sea realmente humana debe poner en juego la totalidad del hombre mostrándolo inmerso en situaciones límite: es decir, en situaciones que presenten alternativas en las que la muerte sea uno de los términos (Sartre, 1966:137). Es lo que con suma claridad se puede ver en Lisandro, en Tupac Amarú o en Dorrego: calibanes sublevados y desafiantes de «un Poder tan poderoso como arbitrario, escurridizo, impávido y proliferante, que permanentemente ha sabido justificarse en cada una de sus reencarnaciones» (Viñas, 2008). La «circularidad obscena» de ese proceso autoritario que aniquila «emergentes desafiantes» que con cierta distancia irónica el teatro de Viñas recupera, «de manera simbólica», como fantasmas que conminan a pensar nuestro propio lugar en una escena de dominación que se prodiga en la humillación y el despojo.

Que en El Che en la frontera Viñas se abocara a hacer la crítica política a «el último mito intacto de la izquierda latinoamericana» (Reichardt, 2016:224), no es un hecho menor. Implica el riesgo de una autocrítica pendiente dentro del espacio político en el que él mismo se reconoce comprometido. Tras sus largos y reconocidos estudios sobre la literatura argentina del siglo XIX, Viñas se concentró en reflexionar sobre las figuras centrales de su propia generación —definida «en un plano de sincronía histórica y de coincidencia ideológica»—, al punto que en 2010 no se privó de ironizar con que la muerte lo iba a encontrar hablando solo y todavía tratando de comprenderla. En «Déjenme hablar de Walsh», un texto de intervención publicado en La Habana en 1981, ratifica que «su generación» —a la que también pertenecen Walsh, Urondo, Tosco, Conti, Piccini y «muchísimos otros que no tienen el equívoco privilegio del nombre y el apellido»— es «la generación del Che». Esa pertenencia lo implica y lo compromete: lo lleva al «trabajo ineludible» de analizar el accionar de sus emergentes y evaluar la pertinencia y la eficacia de sus textos, sus tácticas y sus actos en un contexto amplio —es decir, enredados en una compleja red de «acontecimientos, contradicciones, escaramuzas y clausuras históricas» (Viñas, 1981:149).

Viñas apela al humor grotesco, sardónico y cruel, e incluso a la insolencia impúdica y soez, para discutir y confrontar con el «automatismo camareresco» de una izquierda domesticada a la que expondrá en sus «agaches», sus «deslizamientos» y sus «oportunos acomodos» en De Sarmiento a Dios: viajeros argentinos a USA (1998). Habla solo y el eco de su voz resuena anacrónico en un contexto en el que muchos de sus «pares» optan por mirar para otro lado o por aggiornarse y plegarse a «los nuevos tiempos»: «deslizamiento desde el criticismo hacia beatos “posicionamientos” y desde la pasión hacia las cortesanías, los vulevús académicos, las jadeantes antesalas, las apelaciones a las jerarquías abolladas y demás pasteleos» (Viñas, 2000:212). Pero Viñas no se resigna. Al contrario: usando todos los medios a su alcance, busca romper el cerco de mitificación poética creado alrededor de la figura del Che por el imaginario progresista que lo literaturiza e inmoviliza. O, mejor dicho, que lo inmoviliza literaturizándolo. Está convencido de que, por una perversión radical de los órdenes, esos elementos del acervo popular activan un distanciamiento y una toma de conciencia crítica y política de nuestros límites y de nuestro potencial frente a la consistencia emotiva de la imagen que cristaliza en la figura heroica. Viñas corre al personaje del Che del lugar de mártir inmaculado en que lo coloca la dramaturgia oficial —ya sea progresista o derechista—. Lo muestra en sus vacilaciones, en su obcecación, en su arrogancia individualista y en su error de cálculo táctico. La intención no es menoscabar su gesta, sino humanizarlo y, sobre todo, mantener con vida la causa. Porque si el Che realmente hizo todo bien y aun así fue derrotado, la beatificación de su heroísmo decanta implícitamente en un reconocimiento del otro como invencible. Esto es: en una concepción fatalista —y, por ende, cómplice y resignada— de la historia.

Referencias

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Brecht, B. (1977). Diario de trabajo II. 1942‒1944. Buenos Aires: Nueva Visión.

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Viñas, D. (1985a). El Che no es un monje. Fin de Siglo, (5), 11.

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Correas, C. (1999). Ensayos de tolerancia. Buenos Aires: Colihue.

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Sartre, J.-P. (1943). L’être et le néant: Essai d’ontologie phénoménologique. París: Gallimard.

Sartre, J.-P. (1966). Un Théâtre de situations. París: Gallimard.

Rubio, I. (1982). Tupac‒Amaru, de David Viñas: una propuesta de teatro materialista. Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 7(1), 131‒139.

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