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La extranjería como desajuste creativo. Sobre las narrativas de Pablo Montoya1
Mónica Marinone
Mónica Marinone
La extranjería como desajuste creativo. Sobre las narrativas de Pablo Montoya1
The Creative incongruity of the foreign. On the narratives of Pablo Montoya
El taco en la brea, vol. 8, núm. 13, 2021
Universidad Nacional del Litoral
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Resumen: En este ensayo exploro el concepto de extranjería como conciencia de desajuste (Canclini, 2014) a partir de narrativas del colombiano Pablo Montoya. Dicho concepto parece apropiado cuando se piensa en ineludibles reposicionamientos de intelectuales latinoamericanos respecto de nociones como local o global, propio o ajeno, así como en la necesidad de atender al estímulo de poéticas conscientemente excéntricas, que proponen el desacomodo desde lecturas oblicuas de nuestros contextos, la superación de distancias culturales, la recuperación de tradiciones cosmopolitas o la revisión de modos de pertenencia en constante construcción. Focalizo especialmente el Tríptico de la infamia, la novela de Montoya más premiada desde 2015, aunque sin desconsiderar aspectos de su último volumen de prosa poética, Hombre en ruinas. Ello en beneficio de indagar, a su vez, qué lectores construye Montoya cuando en general los efectos pretendidos de sus relatos —cuyo motor en realidad es la poesía— son la incertidumbre y la extrañeza, dos palabras que acentúan nuestra condición de «extranjeros definitivos», algo que los grandes escritores nos han enseñado y que los anacrónicos relatos examinados en este caso permiten recuperar en cruce con reflexiones sobre una tradición escrituraria deseada.

Palabras clave: Colombia , Montoya , narrativas , extranjería , exotismo.

Abstract: In this essay I explore the concept of extranjería como conciencia de desajuste [«the foreign as awareness of incongruity»] (Canclini, 2014) through the narrative work of the Colombian author Pablo Montoya. The relevance of this concept becomes clear when one considers the shifting positions Latin-American intellectuals have taken in recent years in relation to notions such as local or global, or «ours» and «theirs», not to mention the necessity of taking into account poetics that are consciously eccentric, those bent on unsettling readers through oblique readings of our our own contexts, the abrupt reduction in distances between cultures, the recovery of cosmopolitan traditions, or the re-examination of modes of belonging, subject to constant change. I pay special attential to Tríptico de la infamia, which has won numerous prizes since its publication in 2015, although I am also keen not to overlook his most recent volume of poetic prose, Hombre en ruinas. My goal is to explore what kind of readers Montoya’s writing forges given the two main effects of his stories, underwritten and driven on by poetry, are uncertainty and the uncanny, two words that emphasise our condition as «extranjeros definitivos» [«definitively estranged»], a lesson that has come down to us from the great authors and which the anachronism of the stories studied here brings into focus once more in this reflective dialogue on a cherished tradition of writing.

Keywords: Colombia , Montoya , narratives , foreing , exoticism.

Carátula del artículo

Papeles de investigación

La extranjería como desajuste creativo. Sobre las narrativas de Pablo Montoya1

The Creative incongruity of the foreign. On the narratives of Pablo Montoya

Mónica Marinone
Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina
El taco en la brea
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 2362-4191
Periodicidad: Semestral
vol. 8, núm. 13, 2021

Recepción: 12 Junio 2020

Aprobación: 03 Diciembre 2020


Mi obra... ha sido escrita desde hace más de veinte años y desde una cierta periferia. La periferia que representan todas las ciudades colombianas que no son Bogotá. La periferia de mi condición de inmigrante latinoamericano en Europa.

Montoya, 2015

El epígrafe pone en escena declaraciones de Pablo Montoya en el «Discurso» que pronunciara al recibir el Premio Rómulo Gallegos en 2015. Más allá de las geografías, sin dudas es un narrador excéntrico; en realidad lo defino como un raro que lanza a dominios poco o nada transitados, que se desapega de temas frecuentados por la narrativa de Colombia (pienso en la violencia política y social, el bogotazo, o bien en las narrativas sobre el narco y el sicariato, entre otros).2 Como ciertos escritores de esta época, obliga a revisar la literatura latinoamericana desde gestos interpretantes e interpelantes de una tradición cuando procesa legados estéticos e ideológicos y pone en disputa cualquier sentido cristalizado de pertenencia. Su primera novela, La sed del ojo, es un policial erótico sobre la confiscación de cuatro mil fotografías pornográficas en el París de 1860.3Lejos de Roma recrea el destierro de Ovidio desde sus Tristia y Epistulae ex Ponto. Tríptico de la infamia, su novela tan premiada y por la que precisamente obtuviera el Rómulo Gallegos, centra los siglos XV‒XVI y se arma sobre dos ejes, las guerras de religión entre cristianos y protestantes, y lo visto/ vivido/ imaginado/ dibujado/ pintado/ copiado por tres europeos (protestantes), cuyas historias de vida, signadas por la trashumancia, involucran América (especialmente del Norte).4 Si las novelas de Montoya tratan problemas recurrentes entre los latinoamericanos (la violencia, el desarraigo, el exilio, lo transitorio...), lo hacen de modo oblicuo, desde perspectivas exóticas. Y en este sentido, mi uso raro no es inocente: cuando leo relatos de Montoya —quien pese a optar por la narración asume la poesía como motor de sus textos— no dejo de recordar, mutatis mutandis, frases de Rubén Darío sobre sí mismo en 1905,5 diríamos una declaración de principios: ...la misma pasión del arte... el mismo desdén de lo vulgar... la misma religión de la belleza. Me parece, entonces, que la autoconstrucción de Montoya como escritor de «una cierta periferia» entendida de modo ampliado, que se hace cargo de esta locación realimentándose de ella, permite reflexionar sobre su condición de raro en nuestra contemporaneidad (un anacronismo) apelando a la noción de extranjería como conciencia de desajuste explorada por García Canclini en su ensayo «El mundo entero como lugar extraño».6

Este título, como se sabe, es una frase del teólogo Hugo de Saint Víctor citada por Said.7Canclini se detiene en la incomodidad de quien en su lugar (y agrego, en su tiempo) se siente un extranjero, categorizado un extraño por los otros (en el caso de Montoya, hasta hace unos pocos años, aun por la crítica colombiana). Considerados sus relatos, se ve que activa esta categoría: quizás ha descubierto el poder creativo del desajuste, una experiencia que, dice Canclini (2015:50), es de la expulsión o pérdida, pero también del deseo, precisamente aquello que, hermanado a la imaginación, atraviesa tanto La sed del ojo como el Tríptico de la infamia.8Frente a los relatos de Montoya me he preguntado por esta categoría (que Canclini toma de Giunta), la extranjería situacional, explorada en sus elecciones: desde sus anacronismos temáticos a sus modos compositivos; me he repetido la pregunta de Agamben en su conocido ensayo tensado entre fuentes poéticas y científicas, dominios que aunados a la filosofía, también saturan La sed del ojo, el Tríptico de la infamia y su reciente Hombre en ruinas:9 ¿qué significa ser contemporáneo? En los sentidos de dicho ensayo, Montoya sería un contemporáneo porque asume una singular relación con el propio tiempo, es decir, asume (profundiza) su extranjería como conciencia del desajuste; y su relación con el tiempo es singular porque adhiere a él y a su vez valora la toma de distancia a través de relatos del desvío y anacrónicos, marcas que, paradójicamente, permiten «tener fija la mirada en la propia época» (la frase es de Agamben, 2008).10

Desde lo compositivo, la alta poesía francesa atrae a Montoya, como a otros narradores que la han asediado para recuperar un ethos, impulsos de ciertos padres. Bolaño (2003) decía que prefigura los grandes problemas de la cultura occidental: la revolución, la muerte, el aburrimiento... Montoya trabaja en el incógnito de la voz autoral11 que comienza con la producción de una lengua desligada de localismos. Su registro es equilibrado (y la sombra de Borges pesa); su tono desprecia saltos, exabruptos, ampulosidades, y sin dudas, escribir —para él— en general significa contemplar la lengua.12 Suele apelar a una estética de corte modernista por entenderla herencia conveniente («herencia» en sentido derridiano, para la que no hay comodidad garantizada),13 y me refiero al Modernismo como piso estético que se atrevió a la afluencia cultural cosmopolita, en especial francesa, bregando por la autonomía y el saber del arte. Un ensayo de Zanetti, «El Modernismo y el intelectual como artista: Rubén Darío», ha sido iluminador respecto de mis reflexiones. Más allá de sus argumentos en general, las frases que subrayo a continuación sintetizan de algún modo la herencia que atribuyo a Montoya: «Darío se convertirá en jefe de ese grupo cultural que basa sus discursos, de firmes convicciones cosmopolitas, en definirse como artista moderno, conflictivamente instalado en las tensiones entre vocación y mercado»(Zanetti, 2008:526). Y más adelante: «el refinamiento de la sensibilidad a través de la sensación y la percepción, tamizadas por el trabajo con la sugerencia, (...) creaba nuevos espacios a la imaginación, a la intimidad, (...) así como alentaba el placer y el erotismo...» (532).

Entiendo desde aquí el modernismo o a Rubén Darío y sus acertadas elecciones como basamentos de la modernidad literaria en Latinoamérica, que por ello han importado a muchos críticos entre quienes he destacado a Susana Zanetti por ser la primera intelectual en Argentina que leyera con detenimiento a Montoya y escribiera un notable ensayo sobre Lejos de Roma.14 Quizás sería aplicable al colombiano la frase de Lautréamont que Aira intenta elucidar: «La poesía debe ser hecha por todos, no por uno (es la frase)... significa también que ese “uno”, cuando se ponga en acción, hará todas las artes, no una» (Aira, 1998). Y lo menciono porque sus saberes se tiñen mutuamente: literatura, pintura, fotografía y música se le mezclan (Montoya fue músico sinfónico y es, además de escritor y traductor, un gran lector de artes visuales).15 Benjamin comentaba que «Baudelaire quería ser leído como un antiguo» (1972:108). «Muy antiguo y muy moderno» decía Rama (1976:24) de Rubén Darío, y con las diferencias de los casos quizás sea la insignia que Montoya desea portar, convencido de que aun siendo colombiano es posible escribir emancipado de lo documental e inmediato, revisitar el pasado de Occidente, regodearse en imaginarios distintos y distantes, o procesar sin complejos la latinidad desde cierta periferia sintiéndose parte de dicho centro. (Recordemos algún planteo de Eco sobre la latinidad: «Roma es un centro que define una periferia sin centro, la periferia [así] se torna incierta).16

En «Exotismo», Aira (1993) cruza conceptos operadores para el Tríptico de la infamia: extranjero, viajero, escritor, lector. También refiere el pasaje del ver al mirar cuando describe el trabajo de Montesquieu17 y reflexiona sobre la creación del dispositivo del extranjero en las Cartas Persas en beneficio del «extrañamiento» y el «descubrimiento» de Europa. Imprimo una torsión a esta idea y regreso a la novela de Montoya: superado lo anecdótico, es decir, levantar una ficción de más de 300 páginas sobre extranjeros que se hacen viajeros —materiales o simbólicos (sus tres europeos biografiados son Jacques Le Moyne (cartógrafo y pintor de Diepa), Francois Dubois (pintor de Amiens) y Theodore de Bry (grabador de Lieja)—, parece apostar a la tensión aproximación‒distancia, a potenciar la primera desde una forma atrayente (que suele fascinar) y lo contrario desde sus elecciones, que nos vuelven en general, lectores‒extranjeros, en este caso por ejemplo, el privilegio del protestantismo y la lectura de imágenes en/desde la escritura. Porque el Tríptico de la infamia es una escritura del ver‒mirar‒producir (de los otros y propio) donde la significación —el dominio de la lengua y de los signos— se interfiere con la significancia —el dominio de la pintura y el dibujo—; escritura que, a través de la imaginación, hurga en lo turbio de que ha hablado Barthes, en ese desborde que compone la mirada (de los otros).18 Es decir, Montoya apela «al presupuesto ineludible de las ciencias y las artes», la mirada, que Aira instaura en los extranjeros de las Cartas..., y así acentúa nuestra condición de «extranjeros definitivos» en tanto lectores cuando, desde elecciones como esta, provoca «extrañamiento y descubrimiento» (como experimentaron y produjeron los extranjeros que llegaron a América; diría Aira, cuando hace su trabajo de escritor). De esta manera, Montoya despedaza modos mecánicos de leer: obliga a la recuperación de lo visto/conocido o a la búsqueda de lo desconocido que describe, nombra o renombra, entonces, obliga a lecturas aplicadas, esas que la poesía reclama o el mirar contemplativo propicia (como el cine de Tarkovski por ejemplo, a quien Montoya admira e interpreta), para incitarnos a cierta experiencia de los límites que conllevaría una transformación (pienso en Agamben).

Una escena de la primera parte del Tríptico..., donde se dispone una situación especular entre Le Moyne, el viajero que pinta, y Kututuka, el «indio» hacedor de dibujos corporales, constituye un momento de virtual identificación con el otro a partir de un acto que viabiliza la práctica central en esta novela: pintar. Un momento que en este caso recupero porque parece disolver la distancia y entonces, la ajenidad: el deseo, instaurado en el extranjero como motor de su mirar, lo conduce a esta escena como sujeto y objeto entregado a la práctica que se asienta en los cuerpos, «sede (s) de identidad primera» y «lugar (es) del rito» (Escobar, 2013). «Cada día el deseo brotaba con más fuerza en Le Moyne» (TI:75) dice el enunciador, y nos atrae lentamente al acto que la práctica compartida propicia, habiendo sido primero leve idea y después, pensamiento obsesivo: «Dejarse pintar el cuerpo por los indios...» (TI:76). Dejarse pintar y pintar, agregaría, pues los cuerpos de Le Moyne y Kututuka devienen escenas dentro de la escena al transformarse en equivalentes de la tela y en su defecto, del papel, donde cada uno, cada vez, pinta al otro en una posición de enfrentamiento y contemplación recíproca («Fue extraño verse frente al cuerpo desnudo del indígena»TI:79). La página escrita restaura el acto (el rito) que produce imágenes y se presentiza en el leer, vuelto así, tal como el rito reclama, tiempo sin tiempo o tiempo suspendido.

Y le hicieron un cuadrante en el rostro. En cada uno de sus extremos ubicaron unos círculos concéntricos que eran el caracol, el cuerno de caza, el escudo de los combates. Y si el observador se retiraba para poder apreciar mejor los recovecos de esas sucesiones geométricas, se encontraba con cuatro ojos estrábicos que miraban a todas partes y a ninguna. Esta faz de lo ambiguo tenía que ver, quizás, con códigos a los que Le Moyne jamás accedería. Pero saberse pintado de ese modo le hacía pensar que era como si él mismo fuese una representación vital de lo incógnito. (TI:81. Cursivas mías)

Si nos sustraemos de la seducción que el devenir de la prosa produce, notamos que es una descripción que dice y no dice, porque en las definiciones, la acumulación redunda más en la ambigüedad que en la clarificación; la cita se cierra con un término clave respecto de pretensiones: lo «incógnito». En realidad, de eso se trata (y la voz enunciadora lo revela) cuando se juega en el dominio de los signos, la significación y la significancia, y se indaga, aun de modo oblicuo, la distancia como problema. Blanchot lo ha señalado magistralmente: nada «será... lo que encontraremos, vertiginosamente, en el fondo de nuestro deseo de comprender» (1991:110), y añadiría, el motor de la lectura.

La identificación implica renunciamientos y tomas de posición excéntricas, especialmente para el extranjero, a partir de quien se expresa dicha extrañeza, de ahí que lo planteara como un momento paroxístico de intercambio (o presunta anulación de la distancia): en principio, su propuesta explícita de pintarse mutuamente y entonces, la revaloración del cuerpo como lugar de escritura hacia la satisfacción de su mayor deseo, comprender esta práctica desde otro lugar al volverse objeto de dicha práctica, lo que implica la pérdida de control. Después, la concepción del pintar como rito y la aceptación de las preparaciones necesarias para llevarlo a cabo (la admisión de la amarga bebida sagrada y de ser rasurado de modo casi completo —la cabellera es la excepción—; la desnudez —prescindiendo de la «zona pudenda» (TI:80), así como el embadurnamiento «con una manteca cuyo olor producía una impresión de borrachera» (80)—. Por último, la exhibición del cuerpo pintado y rediseñado a la manera de los indios, portador de una identidad que el sujeto‒otro le ha proporcionado como nuevo nombre, esto es, el beneplácito respecto de la reciprocidad en un renombrar frecuente (ineludible) de los europeos respecto de los indios, aunque en este caso, en imágenes.

Por razones obvias no me detengo en Kututuka en tanto «objeto», pero sí aclaro que el rediseño recíproco merece, al menos, alguna breve observación: la diversa índole del pintar y así, cómo cada uno renombra al otro desde sus propios lugares, esto es, la muestra de la diferencia de imaginarios (una distancia efectiva) que se expone en dibujos antagónicos puestos en letra.19 La apuesta a la lentitud que las descripciones imprimen, induce a la curiosidad lectora, al deseo de acceder a los saberes trasladados a los cuerpos y por ello a su recuerdo una vez cerrado el volumen. Me apresuro a agregar que las operaciones magistrales de Montoya propician de modo frecuente el recuerdo de algunas escenas, como sucede con las grandes narrativas de este continente; en relación, que precisamente mi examen de este ejemplo de la primera parte pretende insistir en los inicios del Tríptico... que no se pierden entre las páginas restantes, y que este ejemplo resulta particular, entre mucho porque, como señalé, oficia de encuentro firme y de «comunicación» en la biografía de un viajero material, quien decide desplazarse en búsqueda de lo otro (el otro) hacia la anulación de distancias ciertas.

I. Lotman ha expresado cómo persisten pedazos de los estados pasados de la cultura refiriéndose a textos, monumentos aislados, restos (y las pinturas son eso) que arrastran, cada uno, un volumen de memoria;20 como anoté, sin complejos Montoya suele recuperar esos fragmentos o partes de una memoria cultural que es de todos y no pertenece a nadie exclusivamente. «La noción de tiempo que más me interesa es la que tiene que ver con el pasado. Este, de algún modo, es la ruina, el vestigio, el fragmento», dice en respuesta a una pregunta que le formulara en una entrevista21 a propósito de esta categoría central, tanto de sus relatos como de su prosa poética, género ideal para recuperar lo que parece perdido, a través de la memoria de un yo en tanto vector conducente o zona de pasaje. Y si en Lejos de Roma asedia el exilio a partir de la figura y los poemas elegíacos de Ovidio, en Hombre en ruinas se regodea de nuevo en ese problema y en la latinidad desde cierta periferia, aunque apareciendo otra vez como parte de dicho centro. Se trata, según él mismo ha definido, de un volumen escrito durante algunos años que versa sobre «el exilio»22 (pero además, sobre el tiempo, las percepciones sensoriales y, desde aquí, sobre la belleza y las posibilidades creativas). Es un volumen intervenido por la pintura de Fabio Rodríguez Amaya, oriundo de Bogotá naturalizado italiano. El extenso poema que da título al volumen, «Hombre en ruinas», instaura a ese yo‒vector ensamblando temporalidad, espacialidad y subjetividad desde la contemplación de ruinas romanas, una contemplación vuelta experiencia que se transfiere en el acto poético entendido como un acto de resistencia. Deleuze, entre otros, indicó que «hay una afinidad fundamental entre la obra de arte y el acto de resistencia»;23 y a propósito de las ruinas, Zambrano ha señalado que per se son un acto de resistencia cuyo «autor es simplemente el tiempo» (2012:251‒252).24 En mi ensayo sobre Los derrotados,25una de las novelas donde Montoya flirtea con Colombia según mencioné, he planteado que suele cultivar una sensibilidad temporal acumulativa por la cual tracciona el pasado y lo incrusta en el presente para proyectarlo. Como Tarkovski, a quien admira (y lo reitero), Montoya parece «esculpir en el tiempo».26 Y pienso que, en este volumen reciente, su apelación a las ruinas implica el culto de dicha sensibilidad:27 en su contemplación (palabra que importa y repito pues intento enlazar mis observaciones sobre el Tríptico...) se concentran pasado, presente y futuro. Si, como indica Zambrano, «por las ruinas se aparece (...) la perspectiva del tiempo, de un tiempo concreto, vívido» (2012:251‒252), aquí se trataría de una extensión prolongada y abarcadora, podría decirse, totalizante, que experimenta quien enuncia en un presente y se proyecta a un futuro habiéndose hundido en el pasado; propone así «la impresión de una infinitud».

Estoy desplegado en el tiempo. Fluyo en él como una criatura sin señales. Su inicio apenas lo vislumbro. Y su final es un vaho que percibo en el aire. Una estela de gemidos, no obstante, me contiene. Pasan las generaciones apoyadas en mi hálito. Y como el viento en la arena de la tormenta, me hundo en lo transcurrido. (HR:11. Cursivas mías)

Sin memoria y en medio de tantas piedras. Puentes interrumpidos. Arcos descascarados. Pilares huérfanos de la suspensión. Columnas arrojadas sobre los prados como masacrados sin cara. Soy un hombre en ruinas.(HR:12)

Las citas se regodean en una acumulación nominal que nos acerca (a) las ruinas. La efectuación de la demora en el decir de ese yo (vector‒zona de pasaje) es intensa disolución de la distancia que surge ya a raíz del hechizo ante la piedra ya por la intuición de un tiempo que lo contiene («estoy desplegado» es una frase contundente) y de este modo, a la par le da existencia: el primer fragmento, desde la descripción trabaja un tiempo en suspenso o detenido (y resuena la escena tomada del Tríptico...), y ambos reclaman nuestra contemplación de las palabras, un aproximarnos (a) los vestigios a través de la poesía, similar al cine de Tarkovski que, como he repetido, Montoya ha interpretado28 y que, como sabemos, abunda en la cita de los poemarios de Arseni T., el padre. Salvadas las distancias, tanto el cine de Tarkovski como la prosa poética de Montoya reclaman una contemplación sosegada. Las demoras y el anhelo por propiciar el gesto contemplativo como efecto (frecuentes también en el Tríptico...) presuponen que las cosas duren, y las ruinas son eso, lo que invita a vagabundear, a la experiencia de la duración de la que Chul Han habla (2017:59 y ss.), agrego, cristalizada en una escritura que pretende transformarnos en flaneurs, a veces en voyeurs, incluso en peregrinos. En algún ensayo sobre Montoya he destacado e interesa recuperar aquí, que suele trabajar la descripción de percepciones y sensaciones, es decir, la descripción como posibilidad ligada al cuerpo y a los afectos.29 Entiendo que la suya es una estética reivindicatoria de la intimidad a través de la contaminación de planos, un modo ficcional esforzado en desactivar la obvia intermediación en beneficio de diluir la distancia y de reponer el como si de una contemplación (la nuestra).

Ha sido reiterado de muchas formas a lo largo del tiempo y repongo en palabras del ensayo de García Canclini, disparador de algunas de mis reflexiones: «el acontecimiento estético irrumpe cuando, en vez de afirmar un sentido, se deja que emerjan la incertidumbre y la extrañeza» (2015:56). Montoya, al cumplir este mandato, despliega una función política (la popularización de lo raro es el objeto de toda educación, sentenciaba Reyes cuando pensaba a Mallarmé y a Darío). Al despedazar modos mecánicos de leer, según referí, reenvía a su familia tutelar, una familia esmerada en ratificar la traducción cultural y la copresencia de tradiciones, pero también reenvía a Nietzsche o a Barthes, quien bregaba por reencontrar el ocio30 (y subrayo, reencontrarnos con el ocio) que las lecturas antiguas propiciaban.

Incertidumbre, extrañeza, desamparo... son palabras que los grandes escritores nos han enseñado y que estos excéntricos textos permiten recuperar en cruce con reflexiones sobre Latinoamérica como espacio cultural en construcción continua, siempre en diálogo y negociación con horizontes más y menos lejanos, quizás el modo de realización que Rama pretendía. Las narrativas que examino, en compleja y refinada tensión, invitan al des‒anclaje, a la movilidad y la transformación de la propia mirada crítica, a asumir nuestra «extranjería definitiva» hacia la apropiación de instrumentos y discursos ajenos (una lección de Rama), a ingresar en las brechas donde los artistas juegan su libertad más allá de las reglas del mercado, cuando se ubican y desubican ágilmente, no solo como reacción, sino como gesto creativo.31

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
1 Pablo Montoya (1963) nació en Barrancabermeja (Colombia) y está radicado en Medellín. Es escritor, traductor y profesor universitario. Entre sus relatos destacamos: Cuentos de Niquía, en edición bilingüe, (1996), Habitantes (1999 y 2003), Razia (2001), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Adiós a los próceres (2010), Réquiem por un fantasma (2006), El beso de la noche (2010), y sus novelas La sed del ojo (2004), Lejos de Roma (2008), Los derrotados (2011), Tríptico de la infamia (2014) y La escuela de música (2018). Ha escrito los ensayos Novela histórica en Colombia 1988‒2008, entre la pompa y el fracaso (2009) y Música de pájaros (2005), así como prosa poética: Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009); Trazos (2009); Cuaderno de París (2006), Viajeros (1999 y 2011) y Hombre en ruinas (2018). Ha recibido premios y reconocimientos: entre otros, la beca para escritores extranjeros en 1999 otorgada por el Centro Nacional del libro de Francia por su libro Viajeros (1999); en el 2000, el premio Autores Antioqueños por su libro Habitantes (1999); su libro Réquiem por un fantasma fue premiado por la Alcaldía de Medellín en el 2005; en 2008 obtuvo la Beca de investigación en literatura, otorgada por el Ministerio de Cultura; posteriormente, los Premios Rómulo Gallegos, José Donoso y José M. Arguedas. Este trabajo fue antes una intervención en el Simposio «La distancia como problema», X Congreso Internacional Orbis Tertius; «Espacios y espacialidad» (La Plata, mayo de 2019).
2 Vale citar algunos ejemplos como las narrativas de García Márquez, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Laura Restrepo, Héctor Faciolince, Arturo Alape, Jorge Franco y aun del mismo Fernando Vallejo, entre otros.
3 Sobre esta novela y la noción de excentricidad, véase Marinone, 2016.
4 Los derrotados y sus recientes novelas, La escuela de música y La sombra de Orión, abren fugas en la tendencia que las restantes imponen con férrea contundencia.
5 Cfr. Los raros (Prólogo).
6 Véase especialmente García Canclini (2015:45‒62).
7 Amplío el párrafo citado por Said: «Es por tanto, una gran fuente de virtud para la mente experta aprender, poco a poco, primero a cambiar respecto a las cosas visibles y transitorias para así después ser capaz de dejarlas atrás por completo. El hombre que encuentra agradable su dulce tierra natal es todavía un tierno principiante; aquel para quien cualquier tierra es su tierra natal, es ya fuerte, pero el hombre perfecto es aquel para quien el mundo entero es como una tierra extranjera (el texto latino es aquí más explícito: perfectus vero cui mundus totus exilium est)»(2004:19).
8 En citas en cuerpo indico TI.
9 En citas en cuerpo indico HR.
10 El título del ensayo es: ¿«Qué es lo contemporáneo»? Agamben parte de Nietzsche citado por Barthes, dos pensadores que, entre muchos, importan a Montoya.
11 En La sed del ojo y Los derrotados, la voz autoral emerge en los Epílogos y Notas (de cierre), donde se citan fuentes primarias, acontecimientos genotextuales, datos, etc. abrevando así el carácter ficcional de los relatos, aunque reenvíen a «reales» localizables. La escuela de música es quizás la excepción en estos sentidos.
12 Cfr. Agamben: «quien no ve y ama su lengua, quien no sabe deletrear la tenue elegía ni percibir el himno silencioso, no es un escritor...» (2016:16).
13 En Espectros de Marx anota: «Al explicarme de manera insistente sobre ese concepto o esa figura del legatario, llegué a pensar que, lejos de una comodidad garantizada que se asocia un poco rápido a dicha palabra, el heredero siempre debía responder a una doble exhortación, a una asignación contradictoria: primero hay que saber y saber reafirmar lo que viene antes de nosotros...» (Derrida:1995:5).
14 Me refiero al ensayo que primero fue una conferencia y publicamos en Noticias del diluvio poco antes de su muerte, acaecida en agosto de 2013.
15 Los volúmenes Música de pájaros y Trazos son buenos ejemplos de lo que señalo.
16 «...para el romance, Roma es todo aquello a lo que ha conferido una definición política (finis) romana, y los bárbaros empiezan donde ya no hay cives romani. El idioma latino se impone como un sello político de un orden “deseado” (...) La unidad y la identidad son un producto jurídico. Roma es un sistema de leyes que actúan dentro de ciertas fronteras. La ciudadanía romana es un privilegio para quien asume ciertas cargas e invoca ciertos derechos» (Eco, 1987).
17 Si la mención a Montesquieu introduce una época posterior a la que Montoya noveliza, es central a mi lectura por el despliegue geográfico que Aira rescata, «con el centro en Europa, más exactamente en París, y la línea de su espiral corriendo sobre mares y tierras...», sin dudas intereses recurrentes del colombiano (Aira, 1993:76).
18 He profundizado este gesto en «Los pintores de P. Montoya» (Marinone, 2018). En dicho ensayo recupero la escena que incluyo en cuerpo, en diálogo con otras y en beneficio de explorar deseo‒imaginación en tanto eje que transversaliza este relato.
19 Lo desarrollo detenidamente en Marinone, 2018.
20 Me baso en lo planteado, en general, en La semiosfera I.
21 Cfr. Marinone, Foffani, y Sancholuz (2017). Cursivas mías.
22 «El exilio es uno de los ejes fundamentales de mis libros... Es tal vez la piedra de toque de mi comprensión de la existencia humana. Acaso porque nuestra contemporaneidad está basada en la extrañeza, en la experiencia del afuera, en la orfandad, así se nos quiera imponer la idea de que vivimos un mundo confortable, comunicativo, aquella aldea global donde todos estamos hermanados por los medios de comunicación y las redes sociales». Cfr. «El poder de las letras de Pablo Montoya Campuzano». (Es difícil no recordar los planteos de García Canclini desde las declaraciones que subrayo).
23 «Ante todo, resistencia a la muerte, pero también a paradigmas de la sociedad de control. Cada acto de creación resiste contra algo». Cfr. Deleuze, 2013.
24 Las breves, aunque agudas reseñas de Hombre en ruinas de Carlos A. Jaramillo y Wilson Pérez Uribe (dos poetas) también recuperan a María Zambrano desde este volumen de Montoya. Me parece que dicha recuperación es absolutamente pertinente debido al peso reflexivo que titila repetidamente a trasluz del poema que nos ocupa.
25 Cfr. Marinone (2016:31). Allí mismo establezco un diálogo con Tarkovski.
26 Juego con el bello título de Tarkovski.
27 Respecto de las ruinas, Campra habla de «adensamiento del tiempo» (1994:23).
28 Véanse por ejemplo Montoya 2001 y 2010. Recordemos que Tarkovski recupera los poemas de Arseni en El espejo y Stalker, entre otros.
30 Pienso en «Ocio e inactividad» y en El placer del texto respectivamente.
31 Me baso en Escobar, 2013.
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