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Falucho, paradojas de un héroe negro en una nación blanca. Raza, clase y género en Argentina (1875-1930)
Falucho, paradoxes of a “black hero” of a “white nation”. Race, class and gender in Argentina (1875-1930)
Falucho, paradojas de un héroe negro en una nación blanca. Raza, clase y género en Argentina (1875-1930)
Avances del Cesor, vol. 16, núm. 20, 2019
Universidad Nacional de Rosario
Recepción: 12 Noviembre 2018
Aprobación: 22 Abril 2019
Publicación: 04 Junio 2019
Resumen: Durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, Falucho, un soldado afrodescendiente mártir del Ejército de los Andes, era uno de los héroes militares más honrados por el pueblo argentino. En 1897, se le erigió una estatua en Buenos Aires a cuyos pies la ciudadanía se congregaba masivamente. Sin embargo, a pesar de la adoración popular, a lo largo del siglo XX su figura se haría desconocida. Al presente, pocos argentinos reconocen su nombre. Tomando en consideración un período histórico amplio –fines del siglo XIX y primera mitad del siglo XX–, en este trabajo proponemos centrarnos en la trayectoria de la figura de Falucho para desentramar algunos de los sentidos que se le otorgó a lo afro y a lo “negro” en la Argentina a través del tiempo, y cómo el Estado fue trazando su particular economía política racial, de género y de clase, creando representaciones que fueron reproducidas y recirculadas por toda la población. Este recorrido mostrará, además, cómo los afroargentinos luchaban y discutían las formas de su inclusión en la nación, teniendo en cuenta que la figura de Falucho fue promovida por intelectuales afrodescendientes.
Palabras clave: afroargentinos, raza, clase, género, nación, representaciones.
Abstract: During the last decades of the 19th century and the first decades of the 20th century, Falucho, an Afro-descendant soldier and martyr of the Andes Army, was one of the Argentine’s most honored military heroes. In 1897 a statue in Buenos Aires was erected and the citizens massively congregated at its feet. Nevertheless, in spite of popular adoration, throughout the 20th century his figure would become unknown. At present, few Argentines recognize his name. Taking into consideration a broad historical period -late 19th century and first half of the 20th century-, we propose to focus on the trajectory of the Falucho’s figure in order to unravel some of the meanings given to racial differences in Argentina through time, and how the state traced its particular political economy with a racial, gender and class bias, creating representations that were reproduced by the population. We also aim to show how Afro-Argentines fought and discussed the forms of their inclusion in the nation, bearing in mind that the figure of Falucho was in fact promoted by Afro-descendant intellectuals.
Keywords: afro-Argentines, race, class, gender, representations, nation.
Introducción
Durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, Falucho –nombre de guerra del soldado afrodescendiente Antonio Ruiz, mártir del Ejército de los Andes– era uno de los héroes militares más honrados por el pueblo argentino. En 1897, se le erigió una estatua en Buenos Aires. A sus pies se celebraban las fiestas patrias más importantes mientras la ciudadanía se congregaba masivamente a su alrededor. Su popularidad era tanta que llamaba la atención de los extranjeros que visitaban Buenos Aires. En 1923, Robert Abbot, director del periódico afroamericano Chicago Defender, le dedicó un artículo donde explicaba
El mártir negro de la Argentina. Una estatua imponente (…) conmemora los actos heroicos del famoso negro, Filucho [sic] (…). Es el único memorial de su tipo en el mundo occidental erigido a uno de nuestra Raza por un gobierno nacional. Cada año entre 50.000 y 75.000 alumnos de escuelas se reúnen a los pies del monumento con representantes de la iglesia y del estado para rendir homenaje a este gran mártir.[2]
Una búsqueda del término “Falucho” en los periódicos La Nación, La Prensa, La Vanguardia, La Razón, The Standard y Crítica de las últimas décadas del siglo XIX y las tres primeras décadas del siglo XX en el repositorio digital World Newspaper Archive (Estados Unidos), dio como resultado más de 2.200 menciones.[3] Aun quitando dos tercios de ese número (por posibles errores, nombres de calle o embarcaciones, etc.), y sin incluir otros medios de comunicación, el resultado da cuenta de la importancia del héroe en el imaginario local. Sin embargo, a pesar de la fama de la que Falucho había gozado, en la segunda mitad del siglo XX su figura se fue volviendo paulatinamente desconocida. Al presente, pocos argentinos reconocen su nombre.
A pesar de que Falucho hoy sea desconocido, la presencia de un héroe negro en un país como Argentina es llamativa porque la nación se representa a sí misma como “blanca-europea”, con una población supuestamente homogénea descendiente de los migrantes europeos que llegaron al país entre las últimas décadas del siglo XIX y primeras décadas del XX. En esta línea de pensamiento, los pueblos indígenas habrían sido “exterminados” mientras los afroargentinos habrían disminuido su número gradualmente hasta “desaparecer”.
La “desaparición” afroargentina se suele explicar mediante diversas hipótesis que han calado hondo en el pensamiento popular argentino y forman parte del sentido común, por más que los historiadores, antropólogos y los propios afroargentinos las vienen refutando desde hace décadas. Entre las principales explicaciones de la supuesta inexistencia afro en el país se encuentran la muerte a gran escala como resultado de las diferentes epidemias de las últimas décadas del siglo XIX, la utilización de los afrodescendientes como “carne de cañón” en las guerras de ese siglo, el mestizaje o el bajo índice de masculinidad de la población afro (Andrews, 1989).
Sin embargo, la erosión de la alteridad racial no blanca en el país fue un proceso complejo que se desarrolló a la par de los procesos de consolidación del Estado y construcción de la nación en la década de 1880. Durante este tiempo se impuso una ideología que defendía la superioridad de lo blanco-europeo, considerado como moderno y civilizado, y políticas de Estado que buscaban la construcción de una población homogénea y europea. Estas políticas nutrieron la negación de la presencia afroargentina y consolidaron el proceso social conocido localmente como “invisibilización”.[4] A diferencia de las explicaciones que hablan de la desaparición física de los afroargentinos, el concepto de invisibilización señala un cambio de las categorías sociales y de las (auto)percepciones (Andrews, 1989; Frigerio, 2006; Geler, 2010).
Como parte de ese proceso, al día de hoy, la sociedad argentina se piensa des-racializada mientras la categoría de clase social –que tiene dimensiones fuertemente racializadas– se ha transformado en el marcador de alteridad interna prevaleciente (Ratier, 1972; Margulis y Belvedere, 1999; Briones, 2002; Frigerio, 2006; Garguin, 2007; Geler, 2016, 2013).
Tomando en consideración un período histórico amplio –fines del siglo XIX y primera mitad del siglo XX–, en este trabajo proponemos centrarnos en Falucho para desentramar algunos de los abigarrados sentidos que se le otorgó a lo afro y a lo “negro” en la Argentina a través del tiempo, y cómo el Estado fue trazando su particular economía política racial, de género y de clase social, creando representaciones que fueron reproducidas y recirculadas por toda la población. Este recorrido mostrará, además, cómo los afroargentinos luchaban y discutían las formas de su inclusión en la nación, teniendo en cuenta que la figura de Falucho fue promovida por intelectuales afrodescendientes. Para ello, retomaremos trabajos previos sobre la figura del héroe (Dosio, 1998, Bertoni, 2001, Ghidoli, 2013) y de la construcción de la blanquitud y negritud en Buenos Aires (Andrews, 1989, Frigerio, 2006, Geler, 2016). A través del análisis de fuentes escritas (particularmente publicaciones periódicas) y del estudio formal del monumento, comenzaremos por situar el contexto general de producción y circulación de la historia de Falucho. En segundo lugar, analizaremos qué representaba Falucho al momento en que un intelectual afroporteño propuso públicamente la idea de erigir un monumento a su figura. En tercer lugar, nos centraremos en la producción y análisis de la estatua, para pasar, en los últimos apartados, a estudiar sus localizaciones y sentidos cambiantes a medida que mutaban los tiempos y el racismo local se volvía más apremiante, hasta su olvido final.
El relato de Falucho
La figura de Falucho está indisociablemente ligada a la de Bartolomé Mitre (1821-1906). Fue este estadista, político, historiador, periodista, militar y presidente del país entre 1862 y 1868, quien plasmó por vez primera la historia del héroe. La enorme importancia que tuvo y tiene la figura de Mitre en la historia e historiografía argentina es fundamental para entender la trayectoria de Falucho en la imaginería nacional.
Mitre es considerado uno de los fundadores de la historiografía nacional “científica” y sus escritos apuntalaron la creación de un panteón de héroes nacionales y de efemérides que se retomaron en ámbitos políticos y educativos, comunicacionales y artísticos. Han sido utilizados y reutilizados desde que los escribiera no sólo por los historiadores –constituyéndose en uno de los núcleos de la Historia Oficial– sino por toda la sociedad, a través del sistema escolar y del sistema conmemorativo nacional. Sus ideas se hicieron tan axiales que se transformaron en marcos que todavía ordenan y proponen una memoria patria oficial y una historia nacional en la población argentina (Narvaja de Arnoux, 2006).
Mitre publicó por primera vez la crónica de la muerte heroica de Falucho en 1857.[5] Según su relato, Falucho era un soldado negro que habría muerto el 7 de febrero de 1824 durante la sublevación del Callao (Perú), cuando suboficiales y soldados se amotinaron debido al atraso en los pagos de salarios, lo que derivó en la recuperación del sitio por parte del ejército español. En esas circunstancias, Falucho se inmoló por el honor del “pabellón argentino” al romper su fusil y gritar de rodillas frente a los traidores “¡Viva Buenos Aires!”, por lo que fue inmediatamente fusilado (Mitre, 1906, pp. 34-36).
Como ha sido señalado (Solomianski, 2003, p. 93) la historia de Falucho y su grito de apoyo a Buenos Aires constituían una oportuna declaración política publicada en el momento de plena oposición entre el Estado de Buenos Aires, gobernado por Mitre, y la Confederación Argentina, conformada por el resto de las provincias. Además, la historia de Mitre pasaba por alto un tema no menos importante: la abolición de la esclavitud que sí se había dado en la Confederación (a través de la Constitución de 1853) pero no en Buenos Aires, donde seguía en vigencia. De hecho, Mitre nada cuenta sobre el estatus legal de Falucho.[6]
En 1875 se publicó por segunda vez la historia de Falucho,[7] en un período muy distinto para toda la sociedad y especialmente para los afroargentinos. Por un lado, al igual que anteriormente, esta era una época en que la lucha política corría por canales más amplios que el voto (Sábato, 1998; Sábato y Palti, 1990), y cada encuentro electoral era también un encuentro cuasi militar que enfrentaba facciones en pugna. Como parte del proyecto de nación liberal y de ciudadanización que cundía en la época, los hombres afroargentinos tenían el derecho de votar, de ser elegidos para ocupar cargos públicos y de representación, y la obligación de prestar servicio militar cuando la patria lo requiriera. Todo esto se combinaba no sólo para profundizar en la comunidad afrodescendiente un profundo patriotismo, sino también para que los principales jefes militares y políticos tejieran con ellos redes de lealtades, ofreciendo puestos de trabajo y ascensos a cambio de apoyos, que no se atenían sólo al voto sino también a las movilizaciones previas y a la lucha armada de ser necesaria (Geler, 2012). Entre esos jefes militares sobresalía la figura de Bartolomé Mitre, a quienes muchos afroporteños seguían y con quien habían construido vínculos de lealtad, admiración y cariño (Gallardo, 2003).
Por otro lado, en este período había comenzado a asentarse la idea de nación bajo el imaginario de una población homogénea, de cultura y aspecto europeo (es decir, “blanco”), que representaba la modernidad, la civilización y el progreso. Como ciudadanos de su tiempo y en un fuerte proceso de hegemonía, los intelectuales afroporteños compartían ese ideario y consideraban que debía hacerse todo lo que estuviera al alcance para modernizarse, alejarse de la pobreza y “civilizarse” (Geler, 2010). Pero no por ello dejarían de luchar y negociar sus propios proyectos de igualdad y reconocimiento, como veremos enseguida.
La escritura de la Historia y la conformación del panteón de héroes nacionales –guiados en gran medida por los escritos de Mitre– se cristalizó en este período. La historia ayudaba a vertebrar la tradición cultural y moldeaba una memoria y un destino en común. En ese contexto, según Lilia Bertoni (2001), una de las cuestiones principales fue la de conformar un panteón de héroes a honrar, tarea a la que se avocaron intelectuales y ciudadanía con énfasis a partir de 1880. En ese panteón, sobresalieron las figuras que el mismo Mitre había destacado de manera especial en sus obras históricas: Manuel Belgrano y José de San Martín.
El panteón de héroes de la nación se enraizó en un entramado conformado por textos históricos, celebraciones de natalicios, homenajes, funerales y monumentos conmemorativos. Estos últimos no sólo embellecían el espacio público sino que, fundamentalmente, eran una poderosa herramienta pedagógica en la formación de ciudadanos (Agulhon, 1978). Los conmemorados debían ser ejemplos morales y estímulos de pertenencia a una identidad nacional transmisible a las generaciones futuras.
Fue en este contexto de consolidación nacional cuando el relato sobre la desaparición de los negros argentinos comenzó a fortalecerse. Igualmente invisible sería la presencia de otros héroes populares, o del “pueblo” en general, en cualquier tipo de toma de decisión reflejada en esa historia oficial, salvo para mostrarlos apoyando a sus líderes. Cabría suponer, entonces, que no había lugar para un héroe negro en el panteón nacional. Por el contrario, demostrando una vez más cómo el arte puede servir como catalizador para la discusión pública de problemáticas no dichas o no decibles (de la Fuente, 2018), fue exactamente en este período de consolidación nacional cuando se propuso erigir una estatua a Falucho, en la que nos centraremos en próximos apartados.
Falucho, el héroe “negro” y “popular”
En octubre de 1889, el dibujante y retratista afrodescendiente Juan Blanco de Aguirre[8] emprendió la tarea de recolectar dinero para erigir una estatua a Falucho, tal vez alentado por la aparición a comienzos de ese año del poema “El negro Falucho” de Rafael Obligado[9] y de la inclusión del relato en la Historia del San Martín de Mitre, publicada el año anterior.
Desde hacía varios años la comunidad afroporteña discutía cómo evitar o luchar contra las varias formas en que se la estaba obliterando de la historia (Geler, 2012). Levantar una estatua a un héroe afroargentino parecía una buena opción. Pero, por un lado, este era un momento de crisis económica y política, que desembocaría en la llamada Revolución del Parque (Alonso, 2000), desfavorable para levantar suscripciones. Por el otro, en los periódicos comunitarios afroporteños se solían mencionar y loar figuras afro de importancia histórica y militar, como el Coronel Lorenzo Barcala o el Coronel José María Morales, aunque no se rescataba particularmente a Falucho. Que Blanco de Aguirre eligiera a Falucho como forma de reconocimiento de los afroargentinos en la esfera pública en un contexto de depresión económica y crisis política posiblemente estuvo marcado por un gran sentido de la oportunidad: la todavía influyente presencia de Mitre en la vida política del país daba lugar a ciertos resquicios por donde los afroporteños podían –y sabían– moverse. Promocionar a Falucho era simultáneamente elogiar a Mitre. Los intelectuales afroporteños eran conscientes de que Falucho era el héroe negro con mejores posibilidades de ser monumentalizado. Ejemplo de ello es que iniciativas posteriores para erigir un monumento a Barcala no prosperaron[10] a pesar de que se tratara de un militar elogiado por Sarmiento en su Facundo.
Para conseguir apoyos, Blanco de Aguirre conformó la comisión popular “Monumento a Falucho”.[11] Esa comisión era afroporteña: su presidente Juan Blanco de Aguirre, el secretario Celestino D. Reyes (más tarde lo sería Santiago Elejalde)[12] y el tesorero Federico Coito, todos conocidos miembros de la comunidad. Reyes y Elejalde, por ejemplo, habían sido vocales de la asociación afroporteña Club Unión Autonomista en 1879, que tenía por objetivo apoyar la candidatura a la presidencia del país de Julio A. Roca. Elejalde fue además fundador de la Sociedad de Socorros Mutuos Unión Proletaria. Coito era un conocido empresario de bailes y miembro de numerosas asociaciones afroporteñas. También se sumaría en la recolección de dinero Juan A. Costa, mayordomo del senado de la provincia.[13] Su cargo como empleado estatal lo ligaba –como a Blanco de Aguirre, a Elejalde y a Reyes- a las redes político-clientelares que ataban fuertemente al mundo popular, particularmente afroporteño, con las altas esferas de poder (Andrews, 1989, Geler, 2010, Colabella, 2012).
Muy pronto la comisión logró apoyos de la elite política, militar e intelectual, que comenzaron a ser publicados por La Nación y La Prensa. A una semana de formada, La Prensa anunciaba los primeros adherentes con sus respectivas donaciones, entre los que se contaban al ex presidente de la República, el general Roca, y al general Mitre, quien junto al general Mansilla eran miembros honorarios de la comisión.[14] Asimismo, la comisión consiguió seguidores en Montevideo –cuya población afrodescendiente mantenía estrechas relaciones con la afroporteña, la mayoría a través de vínculos familiares (Geler, 2010, pp. 193-198). De hecho, en Uruguay, no sólo el presidente del país sino también la Bolsa de Comercio se sumaron al proyecto.[15]
Ese mismo año de 1889 surgieron voces contrarias al proyecto de monumento. Adolfo P. Carranza y Manuel F. Mantilla publicaron dos artículos en la Revista Nacional indicando la posibilidad de que Falucho no hubiera existido, o de que la identidad del soldado no hubiera estado bien comprobada por Mitre.[16] Pero además, sus artículos señalaban algo en particular: honrar a Falucho era poco en comparación con las proezas de los militares negros en la historia argentina (Ghidoli, 2013). Y es aquí donde comenzamos a desentramar el primer nudo problemático en relación con Falucho. ¿Qué representaba Falucho en Buenos Aires en aquel momento?
En su escrito, Mantilla explicaba que el bronce debía consagrarse “no a Falucho, sino a su intrépida y leal raza” porque “ni sus servicios ni su muerte bastan para que él la represente en todos sus méritos y en todas sus hazañas” (Mantilla, 1890, pp. 358-359). Es decir, Mantilla entendía que la estatua de Falucho serviría para honrar a la “raza negra”. Éste era también el objetivo último de Blanco de Aguirre, promotor del monumento, y de la comisión que presidía. Pero la sutileza de Blanco de Aguirre era lograr ese objetivo utilizando la visión que Mitre, las elites locales y el pueblo en su conjunto tenían del tema.
El propio Mitre había dejado claro qué era lo que Falucho representaba para él y qué era lo que quería que representara. En la publicación del relato de 1875 había escrito a modo de introducción:
Millares de héroes sin biografía han rendido noblemente su vida (…) Estos son los héroes anónimos de la historia. (…) ¡Cuántos sacrificios oscuros, cuántos mártires modestos (…) cuenta nuestra historia militar! (…) Hace medio siglo que un soldado oscuro de Buenos Aires sacrificó deliberadamente su vida (…) esos nombres merecen ser inscriptos en letras de bronce, en el gran monumento que la posteridad consagrará a las glorias nacionales (Mitre, 1909, p. 26).
Al contrario que para Mantilla y Carranza, para Mitre Falucho no representaba sólo a la raza negra. Por el contrario, era el héroe que representaba a todo el pueblo que estaba dando su vida en las interminables batallas y campañas militares del siglo XIX y que acompañaba a los grandes líderes político-militares cuyas biografías y hazañas el propio Mitre se encargaba de escribir. Un pueblo anónimo, oscuro, que podía llegar al bronce representado a través de un individuo que lo condensaba. Esto cubría además una necesidad. Según Bertoni (2001), al momento de ungir el panteón de héroes, hacía falta uno que representara al soldado común, al pueblo. Así, la iniciativa de Blanco de Aguirre para erigir una estatua a Falucho tenía su correlato tanto en la visión de Mitre de llevarlo al bronce como en una necesidad de época, que este afroporteño entendió como nadie y aprovechó con significativo éxito.
Las palabras pronunciadas por el concejal de Buenos Aires Carlos Delcasse al ser nombrado vocal honorario de la comisión dejaban clara esta visión: “Enseñémosles [a las generaciones futuras], que cualquiera que sea el rango, cualquiera que sea la raza, el mérito es igual; que el heroísmo tiene siempre derecho a los mismos homenajes y la seguridad de obtenerlos”.[17] En esta línea, cuatro años más tarde, cuando por fin la Cámara de Diputados aprobaba por unanimidad el proyecto de ley que indicaba la entrega de 10.000 pesos para la confección de la estatua, el diputado por la provincia de Entre Ríos, Francisco Quesada, pronunció un discurso enfervorizado: “Estimulemos con la estatua de Falucho (…) a nuestros soldados rasos (…) Probémosles, señor presidente, que los argentinos no reservamos el bronce de la inmortalidad sólo para los que llevan entorchados” (Cámara de Diputados, 1894, pp. 707-708).
Es así que Falucho representaba a todos los héroes anónimos, al pueblo argentino, sin importar la raza y el rango o, por el contrario, resaltando que la raza (no-blanca) y el rango (no-rango) no eran impedimentos para ser honrados si se había luchado por la patria.
En definitiva, la figura de Falucho tenía características fuertemente polisémicas. En primer lugar, el Falucho de Mitre y su estatua serían un reconocimiento real a quienes formaban parte –obligadamente o no– de los ejércitos y morían en los campos de batalla. Pero, además, Mitre había optado por resaltar a un soldado negro, considerado parte de una “raza bárbara” –especialmente en la etapa postrosista– mostrando que, en la misma medida que ganaban “argentinidad” era posible su reconversión mediante el disciplinamiento en el orden militar estrictamente jerarquizado.[18] En segundo lugar, cabe recordar que las bases militares de Mitre estaban compuestas en gran parte de afroargentinos, que además constituían una fuerza electoral importante. La estrecha relación de Mitre con la sociedad afroporteña quedaba retratada en las numerosas distinciones que recibiera de asociaciones afroargentinas (Gallardo, 2003). Y esa relación se fortalecía con los gestos de Mitre –en este caso con el reconocimiento a Falucho– hacia la comunidad afrodescendiente en general, y hacia militares e intelectuales afrodescendientes, en particular. Los reconocimientos de los grandes jefes militares y políticos derivaban para los afroporteños en ascensos en sus carreras o en la obtención de puestos de trabajo en el Estado, lo que les otorgaban estabilidad económica y posibilidad de movilidad social, así como prestigio y reconocimiento (Geler, 2010, pp. 339-386). En tercer lugar, los afroporteños aprovechaban sabiamente la coyuntura para lanzar la propuesta de erigir una estatua a un héroe negro, lo que posicionaría a los afroargentinos en la esfera pública y, aunque fuera mínimamente, dificultaría su borradura de la historia. En cuarto lugar, la sociedad argentina se apropiaba de la historia y de la posibilidad de la erección del monumento. Porque la iniciativa afroporteña fue apoyada por las elites en el poder pero, sobre todo, por el pueblo. A lo largo de 1889 y 1890, la comisión pro-monumento continuó notificando a la prensa de las donaciones recibidas, lo cual permite conocer los sectores diversos de la sociedad –desde los más altos cargos políticos del país hasta ciudadanos de a pie, bomberos, policías– que apoyaban la idea del monumento. Es este último punto el que encierra la particularidad del caso.
Según Lea Geler (2013, 2010), en la segunda mitad del siglo XIX las elites de Buenos Aires fueron progresivamente identificando al mundo popular con lo “negro” o la “negritud”. Esto era posible porque los afroporteños ocupaban un lugar protagónico en el mundo popular urbano. Términos como “negros”, “la gente de clase” o “la gente de color” –formas que se usaban para nombrar a los afroargentinos– reemplazaban o se usaban para denominar al “mundo popular” en su conjunto, incluyendo no sólo a los afrodescendientes sino a todo quien no formara parte de la elite europeizada. La “negritud” de las décadas de 1880 y 1890 –cuando comenzaba el aluvión migratorio europeo– refería a lo criollo, a la milonga/payada, a la violencia y a la ampulosidad de los gestos, es decir, al grotesco con que se identificaba al mundo popular porteño. Lo “negro” en aquel momento también refería a la posibilidad de educación –tanto en la esfera escolar como de los comportamientos– y de movilidad social, la “regeneración” de un pueblo asumido como fiel servidor de los intereses de sus aristocráticos conductores. Esta negritud permitía, asimismo, la integración de miles de inmigrantes a una sociedad cambiante. No casualmente, el “disfraz de negro” era uno de los más utilizados tanto por nativos como por extranjeros en el masivo carnaval porteño, cumpliendo así con una misión de creación de communitas en una sociedad extremadamente diversa (Geler, 2011).
A esta forma de categorizar al mundo popular en relación con la negritud, que integra planos racializados en una codificación social que no solamente incluye a afrodescendientes, Geler la denominó “negritud popular” (2016, p. 75).[19] Justamente, Falucho representaba no sólo a la negritud “racial” o afrodiaspórica sino también a la negritud popular.
En síntesis, Falucho condensaba la visión de las elites del mundo popular como “negro”, “oscuro”, con los concomitantes sentidos de patriotismo, de posibilidad de progreso y de grotesco, y la aceptación (reapropiación y reconversión) posible en ciudadanos modernos. Por ello, quienes, como Mantilla o Carranza tomaban a la figura de Falucho como representante de una raza, no fueron tenidos en cuenta. Intertanto, los afroporteños ganaban la visibilidad que buscaban, pero su africanidad/negritud les era absorbida y diluida en lo popular.
Por este camino la figura de Falucho comenzó su andadura de fama. Mientras pasaban los años y los periódicos reflejaban el trabajo de la comisión recolectando dinero para finalizar la estatua, Falucho se volvía protagonista del cotidiano patriótico porteño.
Una figura para el imaginario nacional
La estatua de Falucho, realizada en bronce por el escultor Lucio Correa Morales, fue inaugurada el 16 de mayo de 1897, en un contexto distinto a aquel que había visto el surgimiento del héroe en la pluma de Mitre y de aquel en que la comisión cosechó el apoyo de las elites en el poder. Los procesos de consolidación nacional y estatal de la década de 1880, junto con la masiva inmigración europea y la rápida incorporación de la Argentina al capitalismo internacional como país agroexportador, llevaron a que las élites liberales en el poder comenzaran a cerrarse sobre sí mismas para resguardar sus fuentes de riqueza: la posesión de la tierra, los bienes de producción a los que habían accedido con años de conquista y campañas contra los pueblos indígenas, transformándose en una oligarquía divorciada de las ya consideradas masas populares que luchaban por sus derechos (Gallo y Cortés Conde, 2005). Se abrazaron nuevas teorías positivistas y cientificistas sobre las razas, que se comenzaron a entender como biológicamente ligadas a una superioridad o a una inferioridad, y en cuya mezcla podría enfrentarse el riesgo de “degeneración” de la recién conseguida “raza nacional” (Funes y Ansaldi, 2004, Barrancos, 2004,Zimmermann, 1992). La oligarquía que se perpetuaba en el poder buscó controlar y disciplinar la llamada “cuestión social” (Suriano, 2000) por medio de métodos científicos y médicos y de legislación específica, mientras continuaban en circulación ideas sobre la manipulabilidad del mundo popular y de la “minoridad” que se le atribuía a los afrodescendientes desde tiempos coloniales.
A pesar de o, quizás, por todo esto, la inauguración de la estatua fue un evento que atrajo a gran cantidad de gente y contó con un completo programa de festejos que contemplaba la participación de diversos sectores de la sociedad (Payró, 1949, Dosio, 1998). Se pronunciaron varios discursos que culminaron con el de Mitre, se ejecutó la marcha sinfónica Falucho, compuesta por el músico afroporteño Zenón Rolón, se colocaron tres placas de bronce y se distribuyeron medallas conmemorativas. La relevancia de Falucho era tal que el plazo de ocho años trascurrido desde el inicio del trabajo de la comisión de Blanco de Aguirre, que parece excesivo, fue en realidad bastante menor del que demandó la realización de otros monumentos.[20]
La ubicación elegida también resaltaba su importancia. El monumento se erigió frente a la estatua ecuestre del General San Martín, ubicada aún sobre su sencillo pedestal original,[21] en la plaza que lleva su nombre. La misma había sido realizada por el escultor francés Louis Joseph Daumas e inaugurada en 1862. Esa zona se había vuelto preferida por la clase alta porteña a partir de la epidemia de fiebre amarilla de 1871, donde se construyeron varios palacetes de estilo afrancesado (Scobie, 1977). En torno a la plaza, el final de la calle Florida atraía a público diverso y constante que se acercaba a esa zona comercial por excelencia. Y la presencia de la estatua de San Martín componía un espacio de reverencia. La centralidad y simbolismo del lugar se traslucían en La Prensa el mismo día de la inauguración: “[La estatua] se develará en uno de los sitios más notables de la capital. (…) [Falucho] está bien donde está, como donde quiera que lo hubiese colocado el voto de su posteridad, dentro de la ciudad que tanto amó”.[22] El énfasis del periodista en que el monumento estaba bien ubicado en aquel lugar prefiguraba la gran polémica que surgiría en los años subsiguientes y que, evidentemente, ya circulaba.
El emplazamiento de Falucho frente a San Martín, considerado el “padre de la patria”, señalaba también que Falucho personificaba a “la patria”, al pueblo heroico, al hijo pródigo frente a su padre. Aquí hay dos puntos interrelacionados a tener en cuenta. Por un lado, la subsunción del pueblo argentino en un hombre negro, una raza que se sostenía “desaparecía” y también, cada vez con mayor fuerza, que era “inferior” biológicamente. Por el otro, como sucedió en la mayor parte de las repúblicas latinoamericanas, el Estado-nación que se consolidó a finales del siglo XIX se sustentaba y promovía la ideología patriarcal, haciendo que fuera sólo lo masculino lo que quedara entronizado públicamente. Esa exaltación era básicamente de lo masculino “blanco” en una jerarquía sexual imbricada en una jerarquía racial, en la que los hombres no-blancos ocupaban un lugar inferior al de los hombres blancos (Pinho, 2008, p. 273). Si pensamos que la narrativa que se estaba construyendo era la de la Argentina blanca-europea, la estatua de Falucho inscribía la muerte de los hombres negros (heroica, pero muerte al fin), cristalizando la idea de la “desaparición” en el espacio público y conformando una pedagogía a futuro. Además, centrar esa desaparición en los hombres negros implicaba la eliminación del factor considerado “activo” en la reproducción. Al quedar sólo el factor “débil” –las mujeres–, el blanqueamiento se tornaría fácil. Este pensamiento asumía las ideas de época acerca de la prevalencia de la raza blanca, pensada como la más fuerte y adaptada, y de la potencia transformadora masculina-blanca. Se estaba ya dando forma a la blanquitud según se la entiende en Argentina, es decir, como una bolsa clasificatoria amplia que engulle los intermedios (Andrews, 1989, Frigerio, 2006, Geler, 2016). En definitiva, se erigieron, junto con la estatua de Falucho, ideas en las que confluían la manipulabilidad, minoridad, “negritud” y anonimato del mundo popular, el patriarcado, la blanquitud argentina y la “desaparición” afro.
Varios de estos tópicos y paradojas pueden leerse a partir de la forma misma que tomó la estatua de Correa Morales, que tenía como instancias previas a un boceto de Francisco Cafferata de 1890 (designado originalmente como escultor de la obra) y dos dibujos del propio Blanco de Aguirre. Pero, ¿cómo se debía retratar a este héroe cuyo rostro era desconocido, que era negro y que además representaba a todo el pueblo argentino?
El monumento
De acuerdo con María de Lourdes Ghidoli (2016a, 2013), simultáneamente a la conformación de la comisión pro-monumento, Blanco de Aguirre había elaborado dos dibujos a lápiz de pequeño formato: El Negro Falucho (Fotografía 1) y Heroísmo del Negro Falucho en la Fortaleza del Callao (Fotografía 2). El primero mostraba al soldado envuelto en la bandera en el momento próximo a su muerte, con el semblante atravesado por un gesto de dolor. El artista se esmeró en la ejecución del rostro. La boca entreabierta acompaña ese gesto de dolor y a su vez habilita la inserción, en el dibujo, de la frase proferida: “Antes de umillarla al extrangero muero con ella vivando a Buenos Aires” [sic], conexión inmediata con el relato de Mitre. De igual manera ocurría con el fusil roto a los pies de Falucho. El segundo dibujo nuevamente presentaba al soldado cubierto por una bandera, con el fusil quebrado a sus pies. En este caso, el artista estableció un lazo aun mayor con la narración al esbozar la fortaleza por medio de los cañones y, fundamentalmente, con la inclusión de sus verdugos, en un segundo plano. Ambos dibujos parecen ilustrar la narración histórica de Mitre, uno desde las palabras y otro desde la figuración del espacio y del tiempo del acontecimiento. No obstante, el artista evitó en ambas ocasiones seguir el texto en un punto específico: en ninguno se ve a Falucho caído de rodillas frente a sus ejecutores, tal como lo había descripto Mitre. Es factible que mostrar al héroe arrodillado, en una postura de subordinación cercana al universo simbólico de la esclavitud y del hombre no-blanco siempre en situación de minoridad y desempoderamiento en relación al hombre blanco, fuera considerada impropia por Blanco de Aguirre.
En 1890, sin contar aún con los fondos necesarios, se llamó a concurso para elegir al escultor del Falucho, del que resultó ganador Cafferata. Para su esbozo, el escultor se concentró en el punto específico del relato que el dibujante afrodescendiente había evitado: la representación de un Falucho arrodillado (Fotografía 3). La propuesta de Cafferata no sólo presentaba una postura atípica sino que, además, ponía en obra una gestualidad exacerbada opuesta a la moderación que presentan en general los monumentos conmemorativos. De culminarse este proyecto, hubiéramos presenciado una tipología inédita para un monumento en honor a un héroe nacional (Ghidoli, 2016a). La gestualidad que presentaba parecía más cercana a las concepciones acerca de la corporalidad masculina negra (y esclavizada), siempre pensada en situación de humillación y/o exagerada.
Cafferata se suicidó en noviembre de 1890. La conclusión del monumento fue encomendada en 1892 a Correa Morales, quien desechó el bosquejo de su antecesor. Su obra presentó algunos puntos de contacto con los dibujos de Blanco de Aguirre y muchos con el relato de Mitre.
En líneas generales, el monumento de Correa Morales (Fotografía 4) respondía a las convenciones académicas de la estatuaria conmemorativa del período (Ghidoli, 2013). Sin embargo, en esta obra el pedestal no es un elemento neutro y decorativo sino que adquiere dimensiones simbólicas pues, retomando la narración histórica, simula el torreón del Callao. Al igual que en el segundo dibujo de Blanco de Aguirre, la obra ubica al representado en el contexto espacial del acontecimiento. La figura es representada con sus atributos, el atuendo militar, el fusil roto a sus pies y aferrando a su cuerpo la bandera defendida con la muerte. La mano izquierda sobre el pecho, del lado del corazón, se une a la expresión del rostro con la boca apenas entreabierta para indicar el instante final de su vida. Cabe destacar que no era habitual en la estatuaria pública que la obra respondiera casi literalmente al relato histórico. Esta situación tal vez se debiese a que el fusilamiento en el Callao referido por Mitre era el único anclaje del héroe en la historia nacional.
Si para el boceto de Cafferata la gestualidad y la corporalidad masculinas estaban asociadas a la subordinación, esto se vio modificado en el monumento definitivo. Aquí es oportuno introducir el concepto de “masculinidad moderna”, que tuvo como telón de fondo la sociedad burguesa y la irrupción de una nueva conciencia nacional (Mosse, 1996). La masculinidad moderna se fundamentaba en virtudes morales y físicas entre las cuales se encontraban la fuerza de voluntad, la civilidad, la moderación en las costumbres, el autocontrol a pesar de la potencia física, el ocultamiento de las emociones. En este punto, los rasgos asociados a cualquier persona no-blanca eran absolutamente opuestos a las virtudes burguesas mencionadas. Específicamente para la población afro, las características estereotípicas que les asociaban se asentaban en la exageración, la imitación, la falta de recato.
La escultura de Falucho se inserta en estas concepciones, aunque con algunos puntos paradojales. Por un lado, como dijimos, era la primera vez que el homenaje correspondía a un hombre del pueblo, representante de los héroes anónimos y con una participación marginal en la gesta independentista. En esto, la escultura se enlaza con las ideas de heroísmo, muerte y sacrificio que se encontraban en la base de la nueva conciencia nacional. Por otro lado, si bien la escultura final limitaba la emotividad del boceto de Cafferata, adquiría una gestualidad poco común en este tipo de monumentos, especialmente en la expresión del rostro. La relevancia que tenía la gestualidad facial para Correa Morales quedaba explicitada en una anécdota relatada por el escritor y crítico de arte Julio E. Payró (1949) mientras Correa Morales modelaba la cabeza de Falucho:
De pronto (…) el escultor interrumpía su tarea (…) para increpar a la estatua: “¡Negro de m...! ¡Hay que abrir más la boca! ¡Hay que gritar más fuerte!” abofeteando la cara de arcilla después de lo cual remodeló el rostro para dar más vigor a la expresión (p. 51).
La frase de racismo explícito, evidentemente ya de uso cotidiano en la ciudad, muestra la contradicción que suponía la creación de un monumento conmemorativo dedicado a alguien de una raza supuestamente inferior y que se alejaba de la masculinidad moderna. Es así que el Falucho de Correa Morales puede leerse en esta doble vertiente, contradictoria, que lo muestra con la corporalidad masculina heroica burguesa, que daba lugar al ciudadano moderno y progresista, pero que también dejaba entrever la emoción en su rostro –reminiscente de la mueca grotesca con la cual se identificaba a la población afro desde tiempos coloniales (Ghidoli, 2016ª, Geler, 2010)– y al que podía tildarse de “negro de m…”.
Falucho en la cúspide de su pedestal
A pesar de las varias contradicciones que rodeaban a la estatua, la atracción que despertaban tanto el monumento como el héroe al que estaba dedicado se fue reforzando con el tiempo. El seguimiento de las noticias constantes aparecidas en los periódicos durante los años que antecedieron y que siguieron a su inauguración permite señalar que la estatua de Falucho se instaló en el imaginario urbano, convirtiéndose en un punto de reunión, de reconocimiento. Si bien Falucho parecía ser una rareza, un conjunto de excepciones, fue abrazado por el pueblo que, tal vez, se reconocía en éstas.
Todos los febreros, la comunidad afroporteña realizaba una procesión en memoria de Falucho, llevándole coronas de flores y placas conmemorativas. A estos eventos se sumaban fanfarrias militares, discursos oficiales y “el pueblo que lo admira”.[23] La Nación y La Prensa solían reportar los sucesos. Pero además, el nombre de Falucho podía leerse cada vez más asiduamente en diversidad de noticias y medios, cómicos o serios, dejando ver cómo su figura impregnaba el imaginario colectivo y cómo ésta podía servir para diversidad de situaciones. Protagonizaba obras de teatro y representaciones en espacios privados y públicos, especialmente en las escuelas, donde circulaba el poema de Obligado.[24] Se escribían relatos sobre su heroísmo y se fundaban sociedades con su nombre.[25] Se publicaban postales del monumento (Fotografía 5) y los cantores populares entonaban sus proezas.[26] Inclusive se lo eligió para nombrar a un pueblo en la provincia de La Pampa fundado en 1908. Falucho se había transformado en un símbolo.
En ese contexto, el nombre de guerra del soldado Antonio Ruiz emprendió un derrotero propio: Falucho comenzó a usarse como una forma de no mencionar la palabra “negro”, es decir, se transformó en un eufemismo. Así, en una nota de 1900 de Caras y Caretas se describía a un personaje como: “un émulo de Falucho”.[27] Este uso continuaría durante décadas, como se desprende de una nota publicada en la misma revista 12 años más tarde al describir al jefe de guardianes del zoológico porteño como: “un descendiente de Falucho”, agregándose fotografías que no dejaban lugar a dudas de que se trataba de un hombre negro.[28] Vale mencionar aquí que la no-mención de la negritud en el habla cotidiana fue y es una de las maneras más eficaces en que se construye blanquitud en el país, constituyendo lo que Alejandro Solomianski (2003) ha llamado “genocidio discursivo” (p. 119). La utilización del nombre Falucho como eufemismo, así como la idea de que todos los afrodescendientes pertenecían a una sola y misma familia (todos descendientes de Falucho), abonando las ideas de singularidad y número reducido –como ha mostrado Paulina Alberto (2016) en su análisis del Negro Raúl–, deben entenderse entonces en el marco del proceso de invisibilización afro en curso en Argentina, que la fama de Falucho estaba, paradójicamente, habilitando.
En definitiva, Falucho, el heroico soldado negro que Blanco de Aguirre quería rescatar, había sido engullido por la maquinaria blanqueadora y servía a sus fines: en la cúspide de su fama dejaba asentada la “negritud” del mundo popular –pero que ya no podía “progresar” o “modernizarse”, según el cambio ideológico del país– y además delimitaba e hipervisibilizaba a unos pocos descendientes mientras invisibilizaba a la real comunidad afrodescendiente que, sin embargo, año a año se reunía para homenajearlo.[29] No mencionar la negritud, también se asentaba en que este era un tiempo de alza sistemática de un racismo aterrador, algo que traería consecuencias no sólo para la población afroargentina sino también para la estatua de Falucho.
La negrofobia
Como mencionamos anteriormente, a comienzos del siglo XX, el racismo cientificista positivista era una de las ideologías más extendidas y aceptadas por el mundo occidental. Pero es impactante descubrir hasta qué punto estaba establecido en la sociedad argentina de la época. Uno de los ejemplos más potentes en este sentido es un escrito de 1905 que José Ingenieros, considerado uno de los fundadores de las ciencias sociales en el país, publicó en La Nación como parte de unas crónicas de viaje (Fernández, 2009). Allí, expresaba:
cuando leemos en Mitre o López (…) suponemos, involuntariamente, que aquellos esclavos africanos eran como los actuales negros que anualmente suelen ir de jaquet y galerita a saludar la estatua de Falucho. Es un craso error (…) Los negros importados a las colonias eran (…) una oprobiosa escoria de la especie humana. (…) es fuerza confesar que la esclavitud (…) debió mantenerse en beneficio de estos desgraciados (…). La propia experiencia de los argentinos está revelando cuán nefasta ha sido la influencia del mulataje en la argamasa de nuestra población, actuando como levadura de nuestras más funestas fermentaciones de multitudes (1919, pp. 163-165).
A su pesar, Ingenieros debía reconocer en la sociedad afroporteña el “progreso”, evidenciado por quienes anualmente cumplían con la conmemoración a Falucho. El héroe negro no era puesto en duda y la europeización de la moda y los modales de los afroporteños eran la señal de que los afroargentinos habían sobrevivido a la “selección natural” (p. 24). Por otro lado, Ingenieros se quejaba del mestizaje –del “mulataje”– ocurrido en la sociedad argentina, “argamasa” (es decir, base) de las multitudes (es decir, del mundo popular), esa “negrada” (Geler, 2013, p. 213) que estaba poniendo en jaque a la oligarquía con sus demandas, huelgas o atentados.
Este tipo de pensamiento –del que éste es sólo un ejemplo– tenía repercusiones reales entre los afroporteños. Una nota publicada en Caras y Caretas en el mismo año que Ingenieros publicaba su carta explicaba que, debido a una corriente de “negrofobia”, había comenzado una expulsión en masa de los trabajadores afrodescendientes que solían ocupar los cargos de ordenanza y mayordomía en las diferentes instituciones del Estado.[30] Posiblemente para darle más dramatismo al relato, el autor hacía referencia a la estatua de Falucho, advirtiendo que de seguir por este camino, pronto se derrumbaría. En la ciudad que se acercaba a los festejos del Centenario de 1910, Falucho –en su doble vertiente de negritud afrodiaspórica y popular– comenzaba a molestar. Tal vez por eso, en un cuento cómico publicado en 1907 también en Caras y Caretas, San Martín, desde su monumento, gritaba ofendido señalando al de Falucho: “¡Sáquenme ese negro del camino!”[31]
Negro, solitario y final
En 1910, en ese contexto de racismo creciente, los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo con centro en Buenos Aires servirían para mostrar al mundo un país pujante, moderno, europeo, racialmente superior al resto de Latinoamérica. Para ello, el gobierno municipal y el nacional emprendieron una serie de modificaciones urbanas, entre las que se decidió trasladar la estatua de Falucho, demostrando que esa visualidad pública era conflictiva con el proyecto de las élites y que portaba contraproyectos de diversidad o de igualdad racial potencialmente disruptores. Como resultado, el lugar elegido fue un emplazamiento barrial alejado del centro urbano, y de las miradas extranjeras. Sin embargo, debido al enorme peso simbólico de este monumento en la sociedad, la mudanza fue seriamente criticada en su momento y lamentada por décadas.
No haremos aquí un recuento minucioso de los sucesos que rodearon a esta mudanza –que ya han sido reseñados en otras investigaciones (Dosio, 1998, Geler, 2007, Ghidoli, 2013 y 2016a)– sino que señalaremos algunos puntos que hacen al análisis general.
En la prensa, lo que más sobresalía era que el traslado no se debía a las razones urbanísticas explicitadas por el gobierno, sino que había razones ocultas. A días de conocerse el decreto de traslado de la municipalidad, La Nación publicó una nota donde preguntaba: “¿Pero no influirá en el cambio proyectado que Falucho fue un simple soldado y porque es negro?”[32] De manera tajante, lo expresaba el escritor Leopoldo Lugones (1911): “Falucho, conmemorado en un barrio “aristocrático” (…) acabó por salir expulso al suburbio compatible con su clase. Es que el heroísmo tiene color en los países habitados por razas diversas” (p. 86). Después de todo, el rango, la raza y la clase sí importaban.
Ante la inminencia del traslado, los estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires iniciaron un movimiento en defensa del monumento. Tanto La Nación como La Prensa dieron cuenta de las negociaciones entre ambas partes, que incluyeron una “manifestación de desagravio”, la visita de los estudiantes al nuevo emplazamiento guiados por el vicedirector de paseos y la aseveración de este último de que no había ninguna razón oculta para el traslado más que la de mejorar el tránsito urbano. Eventualmente, los estudiantes aceptaron los argumentos, agradeciendo las deferencias del intendente y elogiando la decisión adoptada. Al igual que los estudiantes, La Nación modificó la opinión vertida originalmente dando la razón a la municipalidad y a su proyecto de mejoramiento del tránsito vehicular.[33]
Finalmente, el 6 de agosto de 1910 se anunciaba que había comenzado el traslado del monumento a su nueva ubicación.[34] La comunidad afroporteña lo sintió de manera particular. Así lo dejaba ver una noticia publicada en Caras y Caretas: “Falucho se ha mudado (…) La actitud municipal ha producido honda sensación entre los numerosos negros de la república, que, en su mayor parte, descienden de soldados que contribuyeron a nuestra independencia nacional, y que hoy ocupan modestos puestos en las oficinas de gobierno”.[35] La nota agregaba una fotografía especialmente impactante (Fotografía 6).
Como si fuera en su ataúd, Falucho había sido transportado encajonado. La conmoción que provocó el traslado se trasluce en la gran cantidad de textos que la mencionan en los años sucesivos. Como ejemplo, una crónica publicada en 1934 por el periodista Juan José de Soiza Reilly, testigo del evento:
Yo hice el trayecto a pie detrás del Negro, como detrás de un ataúd. Recuerdo que en el séquito iban dos morenos ordenanzas del Congreso (…) Cuando el carro se detuvo (…) se reunió mucha gente para ver cómo bajaban a Falucho (…) Y vi [que] los dos negros lloraban.[36]
El relato completo transmite una tristeza profunda. El traslado representaba la muerte de un proyecto liberal de nación basado en la igualdad masculina ciudadana y en la posibilidad de “regeneración” de quienes no entraban completamente en los cánones preestablecidos de civilidad y progreso “europeo”. Y sobre todo, el final de un sueño de visibilidad y reconocimiento en igualdad para los afrodescendientes argentinos, por lo menos para gran parte del siglo XX.
A pesar de todo, los años que siguieron a la aquella mudanza de Falucho atestiguan que el pueblo no se había olvidado de su héroe, ya que se continuaron festejando a sus pies no sólo los aniversarios de su muerte heroica, sino que también servía de punto de reunión para las fiestas patrias. Caras y Caretas solía publicar imágenes de los escolares rodeando la estatua, que permiten ver la enorme magnitud de la convocatoria (Fotografía 7).[37]
Pero con el tiempo, Falucho comenzó a “desaparecer”. Las publicaciones variadas y múltiples que año tras año mencionaban a Falucho, las notas en los periódicos y revistas se hicieron cada vez más espaciadas.
Así, casi sin noticias al respecto, en 1923 se volvió a trasladar la estatua. Con este segundo traslado del monumento al lugar que ocupa hoy, comenzó el declive definitivo y el casi completo olvido de Falucho por la población general, calcando el proceso sufrido por la memoria social acerca de la presencia afroargentina. Esta vez, los medios de comunicación no reflejaron rechazo público de la mudanza.
Falucho se erigió en la plazoleta bautizada con su nombre en la intersección de las Avenidas Santa Fe y Luis María Campos, justo frente al Regimiento de Infantería de Patricios. La inauguración coincidió con las fiestas mayas, por lo que se organizaron festejos bajo el monumento. Caras y Caretas nos provee nuevamente de información gráfica del evento, mostrando sólo un palco oficial con profusa presencia de militares.[38]
Caras y Caretas también nos muestra los festejos encabezados por el Ministro de Guerra por el centenario de la muerte de Falucho, en 1924, organizados a los pies de su estatua, cuya imagen deja de reproducirse para focalizar en la gente.[39] En esa ocasión, la presencia afrodescendiente es bien notoria pues la revista registra el momento en que un grupo de mujeres deposita ofrendas florales en el monumento (Fotografía 8). Para ese momento en que la Argentina se consideraba blanca y la población afro desaparecida, la mera reproducción de imágenes de afroargentinos ya era una noticia en sí misma. La fotografía y una placa colocada en el pedestal también nos dejan ver que la comunidad afroporteña continuaba organizada y que se reconocía en la figura de Falucho.
A partir de la década de 1930, la figura de Falucho se diluye del imaginario nacional. El espacio escolar será su refugio.[40] El ámbito militar sería otro de los espacios en el que se regresaba, de manera intermitente, a su figura (Yaben, 1940, p. 359).
Llegado ese momento, y junto con los afroargentinos supuestamente “inexistentes”, Falucho “desapareció”. Su nombre, como la continuada presencia afroargentina en el país, se comenzó a mencionar sólo esporádicamente, aunque ya sin captar la atención masiva que había despertado tan sólo unas décadas antes. En esa Argentina de una europeidad “homogénea”, del “crisol de razas” y de la lucha de clases, lo afro y Falucho no tendrían cabida.
Conclusiones
Uno de los propósitos principales de este trabajo era iluminar las formas en que el Estado argentino trazó su particular economía política de la diversidad a lo largo del tiempo. Justamente, la trayectoria de encumbramiento y borradura de Falucho nos permite entender parte de ese proceso.
Aunque a primera vista parezca imposible, en la Argentina decimonónica un héroe negro fue incluido en el panteón nacional, y monumentalizado. Esto se comprende en el marco de un proyecto de nación liberal, ciudadanización y disciplinamiento del mundo popular que se estaba poniendo en práctica en ese momento. La presencia de un héroe popular estaba también a tono con la necesidad de honrar –y de amalgamar– a una población extremadamente diversa. Por lo tanto, no sorprende que las elites locales abrazaran la idea del héroe negro. Pero todo esto fue posible porque se articuló con el proyecto de una comunidad afroporteña –liderada en este caso por la iniciativa de Blanco de Aguirre– que luchaba por la visibilidad y el reconocimiento.
Falucho fue encumbrado en sintonía con la imaginería local que identificaba al mundo popular con lo “negro”, y fue erigido como su símbolo. El pueblo, simultáneamente, se reconocía en el héroe y en la (im)posibilidad de verse homenajeado. Este proceso llevaría la obliteración de la africanidad de Falucho. Su “negritud” perduraría en la forma sui generis de negritud popular, ayudando a consolidar un sistema categorial en el que el plano racial quedó solapado en el social. La forma que tomó la estatua reflejó estas paradojas.
Durante las primeras décadas del siglo XX, cuando el país se presentaba al mundo como una nación “europea” y el Estado se esforzaba por eliminar rastros de alteridades que pudieran perturbar esa representación, la estatua de Falucho fue trasladada repetidamente y su figura continuamente vapuleada. En pleno auge del positivismo y el racialismo cientificista, las variables de raza y clase se convertían en mecanismos de inclusión/exclusión de un espacio que terminaría siendo habitable sólo por algunos. Sin embargo, Falucho seguía siendo adorado por el pueblo, que lo defendió y recordó por años.
Hacia la década de 1930, el plano “racial” había quedado subsumido en la clase social, el proceso de invisibilización afroargentina había resultado eficaz y las referencias a este grupo de población estaban marcadas por estrategias diversas. Entre ellas, la visión nostálgica que los anclaba al pasado; la caricaturización y exotización; la hipervisibilización, que oportunamente encausaba en una sola figura aquellas ideas nostálgicas sobre el pasado afro o que, por el contrario, servía para mostrar su “inferioridad racial”; la omisión absoluta de todo lo que identificara a una persona “de bien” con la ascendencia africana (el borramiento de lo afro en los discursos) o, por el contrario, destacarlo como afro cuando no coincidía con los valores establecidos. Falucho –cuya negritud racial anteriormente amalgamable a la negritud popular ya lo marcaba indeleblemente– no tenía razón de ser en esa nación homogénea cuya conflictividad y demandas se canalizaban a través de la estructura de clases.
La invisibilización de lo afro en el imaginario nacional persistió hasta fines del siglo XX, cuando surgieron a la luz pública las organizaciones afroargentinas y afrodescendientes que, por supuesto, no habían desaparecido sino que habían continuado luchando por el reconocimiento (Frigerio y Lamborghini, 2011). De hecho, el movimiento emprendido para traer a la memoria pública a Falucho a fines del siglo XIX fue comenzado y seguido por la comunidad afrodescendiente. Fueron los afroargentinos quienes siguieron honrando su figura a pesar de que el contexto cambiaba y se hacía cada vez más opresivo. Por ello, seguir el derrotero de Falucho nos permite ver también cómo la población afro en el país luchó siempre por darle sentido social a su continuada presencia, en contextos disímiles y con proyectos de nación cambiantes.
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Notas