Contra lo humano: Ensayo sobre la subjetividad como cicatriz y la ética de la semejanza

Against the human: Essay on subjectivity as a scar and the ethics of similarity

Silvana Vignale
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales, Argentina

Analéctica

Arkho Ediciones, Argentina

ISSN-e: 2591-5894

Periodicidad: Bimestral

vol. 8, núm. 50, 2022

revista@analectica.org

Recepción: 01 Junio 2021

Aprobación: 01 Diciembre 2021



DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.5894974

Resumen: Partimos en este ensayo de definir nuestra forma de subjetividad mediante lo que denominamos como “cicatriz humana”, para hacer referencia a dispositivos que producen cortes binarios en el concepto y experiencia de nosotros mismos (como la distinción entre alma y cuerpo, entre humanos y animales, o entre personas y cosas), que determinan una forma de relación de sí consigo, con los otros vivientes y con la naturaleza. A partir de ello, nos proponemos mostrar cómo esa cicatriz se mantiene gracias a una “ética de los iguales” o “ética de la semejanza” (asimilable al imperativo categórico kantiano y a la noción moderna de “igualdad”) por medio del reconocimiento, lo que justifica –directa o indirectamente– el sometimiento, el dominio y la violencia con lo que no se considera igual. Frente a ello, nos preguntamos por otra ética y otra relación con el mundo, por cómo habitamos un mundo compartido, no solo desde el punto de vista de habitantes del mismo espacio, sino de la conexión vital entre los vivientes y la posibilidad de elegir qué mundos vivir.

Palabras clave: Cicatriz subjetiva, Ética de la semejanza, Humano , Animal.

Abstract: In this essay we start by defining our form of subjectivity through what we call the "human scar", in order to refer to devices that produce binary cuts in the concept and experience of ourselves (such as the distinction between soul and body, between humans and animals, or between persons and things), which determine a form of relation of ourselves with ourselves, with other living beings and with nature. On this basis, we propose to show how this scar is maintained through an "ethics of equals" or " ethics of resemblance" (comparable to the kantian categorical imperative and the modern notion of "equality") by means of recognition, which justifies -directly or indirectly- subjugation, domination and violence towards what is not considered equal. In the face of this, we ask ourselves about another ethic and another relationship with the world, about how we inhabit a shared world, not only from the point of view of inhabitants of the same space, but also of the vital connection between the living and the possibility of choosing which worlds to live in.

Keywords: Subjective scar, Ethics of resemblance, Human , Animal.

La pregunta es: ¿cómo creen que se puede arreglar un mundo donde todos llevan la razón? La respuesta...

si me preguntan qué quiero cantar, es la canción de las bestias.

Fito Páez

Sobre la cicatriz humana

El binarismo no se restringe al género. Binaria ha sido la construcción dogmática del pensamiento, que nos hace pensar en términos de bien y mal, de luz y oscuridad, de esta vida y de otra más allá, de varones y de mujeres, de adultos y de niños. Que nos ha provocado subjetivamente una cicatriz, un corte, que nos divide también, y crea el espejismo de dos "naturalezas": el cuerpo, cárcel del alma; el alma, cárcel del cuerpo. La cicatriz humana es el conjunto de todos los poderes que nos han fijado y fijan a una identidad, que nos convierten en "personas" (donde “persona” es todo lo que no es el cuerpo). Son dispositivos de individualización que también nos fijan en ese lugar central a partir del cual nos separamos del resto de los vivientes, donde la ciencia convierte la relación sujeto-objeto en la matriz cruel y violenta del soberano. Nuestra humanidad coincide con esta cicatriz subjetiva, en la medida en que nos constituye, nos somete y consolida nuestra servidumbre de sí, rompiendo nuestros lazos con el mundo y con los otros. Una grieta cada vez más pronunciada, también adentro de nosotros mismos. ¿Podemos percibir entres con los animales, con el Planeta, con las estrellas y nuestro mismo Sol, con las potencias que nos aumentan, con un infinito no metafísico? ¿Es posible un amor no humano, sin credenciales de identidad, a partir del cual podemos componernos, en lugar de diferir, reproducir y multiplicar de modo fractal la cicatriz?

Paul B. Preciado lo dice de este modo en Un apartamento en Urano:

El universo entero cortado en dos y solamente en dos. En este sistema de conocimiento, todo tiene un derecho y un revés. Somos el humano o el animal. El hombre o la mujer. Lo vivo o lo muerto. Somos el colonizador o el colonizado. El organismo o la máquina. La norma nos ha dividido. Corta­do en dos. Y forzado después a elegir una de nuestras partes. Lo que denominamos subjetividad no es sino la cicatriz que deja el corte en la multiplicidad de lo que habríamos podido ser. Sobre esa cicatriz se asienta la propiedad, se funda la fa­milia y se lega la herencia. Sobre esa cicatriz se escribe el nombre y se afirma la identidad sexual (Preciado, 2019, p. 23).

La cicatriz subjetiva, como corte en una multiplicidad, se encuentra sostenida artificialmente por el lenguaje y por nuestros modos de pensar, por una imagen dogmática del pensamiento u ortodoxia racional que anticipadamente nos dice qué significa pensar. Además, la historia del pensamiento occidental ha considerado que pensar es una actividad propia de los seres humanos, lo que justifica desde esta perspectiva la centralidad del hombre respecto del resto de los vivientes –la gran mentira de la neurobiología, como lo sostiene Emanuele Coccia, pues el intelecto no es una cosa, sino una relación del cuerpo con otros tantos cuerpos, es decir, una interdependencia de orden cognitivo (Coccia, 2021)–.

Desde el punto de vista de una imagen dogmática, el pensamiento sería la diferencia específica del ser humano respecto del animal, además, lo que gobernaría los propios instintos en el hombre. Tal como lo presentan Deleuze y Guattari, bajo esta imagen, el pensamiento es entendido como algo “interior”, contrario a los procesos físicos y corporales, que remite análogamente a la misma interioridad del Estado (Deleuze y Guattari, 2006). Se trata del mismo modelo: la soberanía del Estado sobre su territorio, y la del pensamiento sobre sí mismo. Esto último evidencia el carácter dominante del pensamiento, que ofrece al sujeto racional ser propietario y soberano de sí mismo, sobre lo corpóreo y lo animal.

Un ejemplo paradigmático de esa interioridad del pensamiento y su consecuente desprecio por lo corporal nos lo ofrece la misma fundación del cogito moderno, a través de la distinción entre cuerpo y alma. El “yo pienso” cartesiano se encadena al dualismo platónico y al ascetismo cristiano de negación y rechazo de sí mismo, constituyendo la tradición dominante en las relaciones entre sujeto y verdad en el pensamiento occidental. René Descartes, en el siglo XVII, se preguntaba en sus Meditaciones metafísicas ¿qué soy?, a lo que respondía:

Lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? No soy este montón de miembros al que se llama cuerpo humano; no soy un aire fino y penetrante expandido por todos esos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de todo eso que puedo fingir o imaginar (Descartes, 2014, p. 21).

Frente a aquel descarte del cuerpo, encaminado a una definición prístina de lo humano, quince siglos antes Marco Aurelio, en sus también llamadas Meditaciones, decía algo muy diferente: “esto es todo lo que soy: un poco de carne, un breve hálito vital”, y manifieste que en ello nunca encontraremos la identidad, sino la diferencia, el cambio, la discontinuidad, al precisar en qué consiste el hálito vital: “viento, y no siempre el mismo, pues en todo momento se vomita y de nuevo se succiona” (Marco Aurelio, 1977, p. 59-60).

Con lo cual podemos tomar nota de dos tradiciones y genealogías posibles del gnothi seauton o conócete a ti mismo, que no se reducen a periodos históricos, sino al juego de visibilidades e invisibilidades de cada una de esas tradiciones. Una de ellas, donde la pregunta por lo que somos no desprecia el cambio, el cuerpo, las multiplicidades que nos constituyen. Otra, que busca reducir lo que somos a la identidad, a la división entre el cuerpo y el alma, y que a las claras muestra la cicatriz subjetiva y el pensamiento como interioridad. Respecto de lo último, es relevante tomar conocimiento de, por ejemplo, la respuesta que da a Descartes su contemporánea Elizabeth de Bohemia (1618-1680), en lo referido a la reducción de eso que somos al pensamiento o al alma. Elizabeth de Bohemia objetaba el hecho de que algo inmaterial pudiera ser la causa del movimiento de los cuerpos, que lo inmaterial solo puede concebirse como negación de la materia, y que a ella le resultaría más fácil “conceder al alma la materia y la extensión, que conceder a un ser inmaterial la capacidad de mover un cuerpo y de ser movido por él” (Elizabeth de Bohemia, en Descartes, 2018, p.70).

La respuesta cartesiana en la modernidad no solo reconduce al dualismo entre cuerpo y alma, sino a una metafísica de la identidad y a una ontología del yo. La cicatriz que origina nuestra subjetividad humana queda así descrita, aunque con ello Descartes escribía, al mismo tiempo, aquello que posteriormente Michel Foucault denominara, analizando el ejercicio del poder disciplinario, el gran libro del Hombre-máquina. La escritura de ese libro se realiza en dos registros: un registro anátomo-metafísico que responde a la pregunta ¿qué es el hombre?, y una escritura técnico-política, recubierta y justificada por aquel, constituida por todo el conjunto de reglamentos militares, escolares, hospitalarios, y por procedimientos empíricos y reflexivos para controlar o corregir las operaciones del cuerpo (Foucault, 2008). La constitución de cuerpos dóciles fue absolutamente indispensable para el desarrollo del capitalismo basado en aquellas mismas dos operaciones: normalización y disciplinamiento de los cuerpos, y constitución de una ontología del yo.

De manera que podríamos nombrar dos dispositivos que producen nuestra cicatriz: el dispositivo metafísico de la identidad del yo, que reduce el sujeto a la conciencia o a su pensamiento; y, por otra parte, el dispositivo jurídico-político de la persona como signo de soberanía y de superioridad respecto del cuerpo.

El dispositivo de la persona también realiza la incisión en la cicatriz: somos personas en la medida en que nos diferenciamos del hombre como ser natural, para el que puede ser apropiado o no un estatus personal (Esposito, 2016). La definición de Aristóteles del ser humano como “animal racional” ya daba cuenta de una separación entre una instancia salvaje y un principio que debe gobernarla. Tanto en la tradición jurídico romana como en la teológica cristiana, puede encontrarse la división entre entidades diferenciadas de la vida humana, una de naturaleza racional o espiritual, y la otra corporal o animal. En ellas la parte racional debe dominar y gobernar a la parte animal. De allí́ que, como lo sostiene Roberto Esposito, la división entre personas y cosas ha organizado la experiencia humana desde sus orígenes, dejando al cuerpo oscilante entre unas y otras (Esposito, 2016). Si, de acuerdo con ello, la razón es lo que distingue a los seres humanos de su parte animal,

ésta puede ser indiferentemente elevada a la superioridad de la persona o reducida a la inferioridad de la cosa. Lo que falta, en uno y otro caso, es la referencia a un cuerpo viviente que no coincide ni con una ni con la otra, porque está dotado de una peculiar consistencia ontológica (Esposito, 2016, p. 57).

Giorgio Agamben (2017) ha puesto en escena, mediante los conceptos de “nuda vida” y “homo sacer”, que toda vida cuando es despojada de sus connotaciones jurídicas y políticas, separada de su estatuto personal y de su condición humana, se convierte en matable y descartable, sin que ello constituya un homicidio. Puede advertirse la misma lógica de exclusión-inclusiva respecto de los animales, considerados como lo extraño o lo otro que es incorporado a la regularidad de nuestro mundo mediante una asimilación por medio del sacrificio, de la crueldad, o incluso de relaciones de domesticidad.

Bajo estas rúbricas, somos personas y tenemos un cuerpo. Y, además, tenemos hijos, tenemos maridos y mujeres, tenemos animales domésticos. Hemos reducido nuestras relaciones y conexiones con los otros vivientes –humanos o no– a una relación de propiedad. Incluso nuestra relación con nosotros mismos. La cicatriz de corte de la multiplicidad que somos (o que hubiéramos sido), mediante la propiedad privada, la identidad y la separación del resto de los vivientes, funda normativamente eso que orgullosamente llamamos “familia”, mezcla confusa entre amor y obligaciones, de la que también forman parte nuestros animales. Nuestras relaciones están pautadas y normadas por valores que buscan volvernos económicamente productivos y políticamente obedientes.

El hombre nace cuando se produce esa cicatriz que nos divide entre la persona y una naturaleza corpórea y animal; cuando separa y gestiona nuestras fuerzas para la producción y la obediencia; cuando le otorga también al cuerpo una identidad orgánica; cuando nos asigna géneros y especies binarias; cuando nos introduce un programa de gobierno sobre lo pulsional, sobre el deseo, sobre nuestros afectos, sobre nuestros pensamientos.

Pero el hombre también nace en el ejercicio deliberado del olvido de la mirada animal: no solo de nuestra mirada oblicua, que da vuelta el rostro ante el sufrimiento animal por parte de nuestra asimilación carnívora, experimental, doméstica y de desprecio respecto de nuestra centralidad humana; sino también de la mirada animal sobre nosotros.

Jacques Derrida ha dicho, respecto de la mirada animal, que la filosofía quizás sea su olvido calculado (Derrida, 2008). El no ha lugar de la mirada animal instaura nuestra humanidad, constituye lo que nos hace propiamente humanos. La mirada antropocentrada del humanismo nos impide vernos vistos por el animal, como lo señala Derrida. Pero tampoco reconoce lo animal en nosotros. La relación consigo mismos se encuentra zanjada por aquella cicatriz que hace que mantengamos con la propia corporalidad una relación sacrificial (Vignale, 2021).

Si seguimos los rastros genealógicos de aquella humanización, Friedrich Nietzsche nos ofrece una genealogía en la que el hombre es el resultado de la cría de un animal que desarrolla la facultad de hacer promesas, y con ello la gobernabilidad sobre este animal, que se vuelve calculable, regular, necesario, y acaba constituyendo como su fruto más maduro al individuo soberano. Así se logra una “interiorización del hombre”: mediante la creación de ese interior o mala conciencia, que vuelve contra sí misma todos aquellos instintos que no se desahogan hacia afuera (Nietzsche, 1998; Vignale, 2020). Una genealogía del humanismo debiera dar cuenta del proceso por el cual no solo hemos creado esa interioridad y esa soberanía, sino también del proceso por el cual nos hemos des-animado para convertirnos en humanos: a través del silencio de nuestros instintos, del sometimiento de nuestras pasiones, del rechazo a la multiplicidad que nos habita y que habitamos:

El hombre es, en un sentido relativo, el animal peor logrado, el más enfermizo, el más peligrosamente desviado de sus instintos – ¡por cierto, con todo esto, también el más interesante! – En lo que se refiere a los animales, Descartes fue el primero que con venerable audacia aventuró la idea de considerar al animal como una machina: toda nuestra fisiología trabaja para demostrar esta proposición (Nietzsche, 2006, p. 27).

Ese gran modelo de nuestra subjetividad es el modelo de lo que Nietzsche denomina el ideal ascético: un ideal que expresa la necesidad de un más allá por parte de la voluntad humana, en torno del cual se niega esta vida, y por lo cual es valorable todo acto de renuncia. Las marcas del ideal ascético se corresponden a una “actividad maquinal” que termina traduciéndose en “olvidarse-de-sí-mismo, para la incura sui [descuido de sí]” (Nietzsche, 1998, p. 156). Esa hostilidad a la vida se expresa no solamente entonces en la ausencia de cuidado de la naturaleza, en la violencia y sometimiento hacia otros vivientes –humanos o no– en el marco del corte biopolítico entre las vidas que deben ser protegidas y las que se pueden dejar morir; sino en ese olvido de sí en el descuido de sí mismo, de negación de las propias fuerzas vitales, las del cuerpo, las del deseo, las de los instintos, en garantía de una presumida elevación espiritual y personal.

Podríamos decir con Bruno Latour que se trata de la constitución moderna que separa lo humano de lo no humano, mientras detrás de bambalinas, en el teatro del mundo, proliferan los híbridos. Una modernidad fundada en la garantía de la no humanidad de la naturaleza, por una parte; y en la humanidad de lo social, por la otra, como dos tramas del mismo gobierno (Latour, 2007), que invisibilizan y hacen impensable la mediación entre lo humano y lo no humano. Como lo señala también Donna Haraway, y anticipando la dimensión ética de la cicatriz en este ensayo, los cuerpos –humanos y no humanos– “son separados y reunidos en procesos que hacen de la seguridad de sí mismo y de las ideologías humanistas y organicistas malos guías para la ética y la política, y más aún para la experiencia personal” (Haraway, 2017, p. 8).

La cicatriz humana hace que no entremos en el bestiario. Nosotras y nosotros, quienes inventamos las taxonomías y nombramos “animal” a lo que no identificamos en nosotros, nos hemos colocado por fuera del bestiario. Sin embargo, un animal nos mira a los ojos, no solo cada vez que nos encontramos con otro viviente, también cuando miramos el reflejo en el espejo. La cicatriz humana se produce por las marcas de la separación respecto de la naturaleza, de la inscripción de nuestros deseos y nuestros instintos en un “más allá”, la sumisión del cuerpo a la soberanía de la interioridad de la conciencia, y el desconocimiento de la propia animalidad. Es una herida: y en gran medida, podemos nombrarnos como sobrevivientes de aquella magna violencia.

Sobre la ética de la semejanza

Si “hombre” ha sido hasta ahora el nombre para designar una instancia que establece una determinada forma de vida; si la humanidad ha sido el predicado de condiciones de apropiación, de violencia, de jerarquía del varón, blanco u propietario; si para sostener ese nombre se ha apelado a la invención de un postulado metafísico, el de la identidad y unidad sustancial del yo, y a un concepto jurídico-político, el de “persona”; tal ha sido posible mediante una ética y una política.

La separación y elevación de la persona por encima de lo natural, sobre todo a partir de la modernidad, considera al hombre como una entidad autónoma y diferente respecto de la naturaleza, donde él se configura como medida y valor de todas las cosas. El desencantamiento del mundo alude no solo a dejar de ver a la naturaleza animada, sino a llevarla al plano del objeto, y constituir al hombre en soberano de la creación. Esa autonomía es a costa del dominio de lo vital y de hostilidad hacia la vida. Podría realizarse una genealogía de la ciencia en la que se muestre la contraposición entre vida y conocimiento; nos toca ante la neutralidad valorativa y la objetividad científica señalar, una y otra vez, las relaciones entre el poder y la verdad.1 El hombre se convierte en devorador y sometedor del resto de los vivientes. Como lo señala Mónica Cragnolini, el soberano “es el dueño y señor que puede «devorar» al otro. Existe un ejercicio de «virilidad carnívora», como la denomina Derrida, en el modo en que se han constituido la ética y la política (sobre todo en la época moderna) en torno a la figura del soberano” (Cragnolini, 2016, p. 147). Por eso, en la relación con el animal, no se trata solamente de la crueldad y la muerte del animal para nuestro uso y consumo, sino también de la muerte del animal en nosotros, el sacrificio de lo animal en el ser humano, y el sacrificio de toda vida humana que no se considere, desde los márgenes del capitalismo y la productividad, digna de ser vivida. ¿A qué ha venido a servir sino aquella cicatriz humana, sobre la que se asienta la sociedad, la familia, la propiedad, nuestras mismas identidades? ¿Sobre qué valores sino los desarrollados por Occidente se ha constituido?

Tomemos el imperativo categórico de Immanuel Kant. “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio” (Kant, 2010, p. 47). El precepto sobre el que se funda la ética humanista, una ética formal, de carácter apriorístico y universal, sostiene a la persona y a la humanidad como fin en sí mismo, pero ¿qué esconde tras de sí lo personal y lo humano, sino una ética de los iguales, que además vela una ética thanática, mortífera, despreciadora de los no iguales? ¿Dónde se inscribe sino el imperativo categórico kantiano, sino en una ética del semejante –análoga a la cristiana que pregona el amor al prójimo, y no al lejano–? Sin inocencias, respecto del imperativo categórico, Nietzsche escribía que lo que no es condición de nuestra vida, la perjudica, y que una virtud practicada simplemente por el respeto a la ley universal, es perjudicial. “– ¡Que no se haya considerado peligroso para la vida el imperativo categórico de Kant!... ¡El instinto de los teólogos lo tomó para su protección!” (Nietzsche, 2006, p. 24).

No solo el instinto de los teólogos tomó al imperativo categórico para su protección, sino también supo lidiar con el proceso de secularización en la modernidad, donde es necesario atender a la constitución del individuo. Constitución moderna que lo despoja de sus condiciones históricas, políticas y de las condiciones materiales de existencia para volverlo en su definición abstracto, apolítico, caracterizado por su investidura jurídica, como titular de derechos. El pensamiento liberal no hace sino continuar el antecedente del humanismo renacentista. Ahora bien, como lo expresa Mario Heler, la igualdad de derechos –tal como la enarbola el liberalismo–, abre la posibilidad de justificar las desigualdades, en cuanto si los hombres son igualmente capaces de regirse por sí mismos, se declara culpable del fracaso exclusivamente al individuo que no ha sabido aprovechar sus capacidades, por lo que “se trata de una preocupación político-económica que pretende dar legitimidad a las desigualdades de clase de una sociedad de mercado. La distribución desigual de la riqueza se disfraza de aprovechamiento o desaprovechamiento de la libertad y de la racionalidad, ambas repartidas equitativamente entre los hombres” (Heler, 2000, p. 21). De allí que toda biopolítica se funde también en ese corte o cicatriz entre las vidas a proteger y las vidas a abandonar, entre los iguales y los no iguales, entre quienes tienen mérito al aprovechar sus capacidades y quienes son culpables de no hacerlo.

El sacrificio es consecuencia la ética de los iguales. No podemos continuar pensando esa ética sino a partir de esa responsabilización de sí mismo que comienza con la formación de la culpa, que continúa con las argucias del derecho que al tiempo que nos declara iguales, nos declara culpables de nuestra pobreza. En el plano de nuestra singularidad, esa ética es la que se convierte en esa forma de depotenciar nuestros afectos, de someter nuestros instintos, nuestras pasiones y pulsiones, del trabajo de toda nuestra fisiología para demostrar la proposición del hombre máquina, y mantener abierta la herida que deja el corte de lo múltiple, del alma y del cuerpo, del espíritu y de lo animal, de lo binario en todas sus dimensiones. Se trata de la dimensión ético-política de nuestra relación con la naturaleza y con los vivientes, humanos o no, en cuanto obligación solo con lo semejante. Respecto de esto último Derrida dice que “mientras sigue siendo humana, entre hombres, la ética sigue siendo dogmática, narcisista, y todavía no piensa” (Derrida, 2010, p. 139).

Por otra parte, si la filosofía ha sido hasta ahora también una interpretación del cuerpo y un malentendido del cuerpo (Nietzsche, 2011), análogamente podemos sostener que la filosofía ha sido hasta ahora una interpretación del pensamiento y un malentendido del pensamiento, negando la materialidad de los afectos que lo componen, obviando la pregunta que lo colocaría más cerca de los afectos del cuerpo que de una improbable naturaleza inmaterial del hombre. Por esa razón el logocentrismo es ante todo una tesis sobre el animal, una tesis que entiende al animal como privado de logos, y por eso también para Derrida la cuestión no es si los animales pueden razonar, sino que “la cuestión previa y decisiva será saber si los animales pueden sufrir” (Derrida, 2008, p. 43). La cuestión previa y decisiva no es, entonces, la certeza indubitable del cogito, sino algo diferente: lo innegable del sufrimiento animal. La cuestión previa y decisiva no es que lo que nos hace humanos es la razón, sino una ética basada en la separación de lo no humano, que sirve al dominio y a la hostilidad a la vida. Lo propiamente humano es la crueldad; y la responsabilidad –o, mejor dicho, la culpa–, no es sino su contracara.

La nombramos como “ética de la semejanza” o “ética de los iguales”, para definir en su concepto la justificación racional humana de violación y vejación de lo no semejante. El “fraternalismo del semejante” –como lo expresa Derrida (2010)– nos libera de cualquier obligación ética, de cualquier deber de no ser criminal y cruel con respecto a cualquier otro ser vivo que no es mi semejante, que es distinto del hombre, pues dentro de esta lógica, nunca se es cruel con lo que se denomina un animal o un ser vivo no humano.

Todas las violencias, y las más crueles, y las más humanas, se han desencadenado contra seres vivos, bestias u hombres, y hombres en particular, a los que justamente no se les reconocía la dignidad de semejantes (y no es solo un asunto de racismo profundo, de clase social, etc., sino a veces de individuo singular como tal) (Derrida, 2010, p. 139).

Por eso, un principio de ética o de justicia sea “quizá la obligación que compromete mi responsabilidad con lo más desemejante, con lo radicalmente otro, justamente, con lo monstruosamente otro, con lo otro incognoscible” (Derrida, 2010, p. 139). Si la ética de la semejanza señala la dimensión ético-política de nuestra relación con la naturaleza y con los vivientes –humanos o no–, lo hace mediante un pretendido carácter racional, que funciona al mismo tiempo como matriz despolitizante –mientras en realidad se encuentra atravesada por las potencias y los intereses de la producción económica y la obediencia política–. Frente a ello, es necesario dejar expuestas nuestras dudas respecto de que esa ética o responsabilidad con lo desemejante, con lo radicalmente otro, con lo otro incognoscible, venga dada por el reconocimiento: no saldríamos de la lógica de la asimilación por lo semejante, o en todo caso, de una suerte de antropomorfismo por el cual es posible conceder derechos o cuidados en cuanto lo reconocemos como prójimo (Deleuze, 2002).2

En el mismo sentido va el reconocimiento de derechos –tanto para humanos como para no humanos–: en la necesidad de pautar una relación mediante reglas o mediante la ley, lo que manifiesta la clara ausencia de una ética en términos de cuidado y amor. Pero no de amor humano, de credenciales de identidad y contratos, o de propiedad: no nos tenemos el uno al otro, no tengo gatos, ni tengo hijos, es un equívoco del leguaje nombrar nuestras relaciones amorosas bajo el signo de la propiedad, tanto como cuando decimos que “tengo un cuerpo”. No nos tenemos mutuamente: no sos mi gato, no soy tu dueña, tampoco tu humana. Permítaseme aquí por un momento hablar en primera persona: solo puedo pensar la convivencia con mis gatos y mi perra a partir de una manada interespecie, lo que hace que mi casa no sea la casa de los humanos con sus mascotas, sino fundamentalmente una manada de gatos que ha aceptado a una humana y a una perra. Y esa misma experiencia me ha advertido de algo más: mi perspectiva autocentrada me había impedido darme cuenta que en nuestra relación, cuando hay un límite mío a Gregorio (por ejemplo, cuando no quiero que coma de mi plato), nunca se trató de un límite humano, mucho menos para él. Él siempre ha visto en ese límite, el límite animal: no acercarse a un animal mientras está comiendo. Su precaución al acercarse a mi comida es a sabiendas de que se acerca no al permiso humano, sino a otro animal que está comiendo.

Si nuestra tarea consistiera es deshacer el ovillo de la filosofía como olvido calculado del animal; si en todo caso pudiéramos comenzar a conceder al pensamiento el entretejido que lleva con el cuerpo y los afectos; si lográsemos desplazar la mirada antropocentrada sobre nosotros mismos y sobre lo otro, ¿podríamos fundar una nueva ética, una ética de los desemejantes y los desposeídos? ¿Acaso una ética no humana? Una ética que ya no predique el amor al prójimo y al semejante, sino el amor al lejano.

¿Os aconsejo acaso el amor al prójimo? ¡Prefiero aconsejaros la huida del prójimo y el amor al lejano!

Más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano y al venidero; más elevado que el amor a los hombres es el amor a las cosas y a los fantasmas (Nietzsche, 1998, p. 102).

Ese amor debiera formarse a partir de una nueva responsabilidad; no la responsabilidad sobre sí mismo que busca interiorizar las normas y mandatos, para hacernos productivos y obedientes; sino una responsabilidad por el mundo, un hacerse cargo de la constitución de nuevos mundos.

Another green world3

Dijimos que la ética de la semejanza señala la dimensión ético-política de nuestra relación con la naturaleza y con los vivientes –humanos o no–, y que ello lo realiza a través de una pretensión de racionalidad que funciona al mismo tiempo como matriz despolitizante. También hemos hecho mención de que la ciencia colabora mediante la relación sujeto-objeto en la constitución cruel y violenta del soberano, aunque disfrazada de neutralidad valorativa y también de apoliticidad. Si bien no es lo que nos ocupa en este ensayo, se hace necesario encontrar también en aquella relación la cicatriz que instituye nuestra subjetividad. La historia de la ciencia es una parte de la historia de la verdad de Occidente, que no ha sido sino la historia de la humanización, la historia del olvido de lo corpóreo, de lo que atañe a la vida, de la circulación de los afectos, en pos de la garantía de seguridad y obediencias a un orden político que hace de la singularidad de los sujetos, un individuo abstracto; la historia de los universales que funcionan como dispositivos de captura de los cuerpos, que quedan oscilantes entre la persona y la cosa.

No ha sido casual en este escrito la evocación a la filósofa Elizabeth de Bohemia, cuestionando a Descartes sobre la supuesta naturaleza inmaterial del alma como causa del movimiento del cuerpo. Así como tampoco recordar ahora que a Margaret Cavendish (1623-1673), filósofa y Duquesa de Newcastle, le costara tanto realizar una única visita para presenciar los experimentos de Robert Boyle –considerado como el primer químico moderno– en la Royal Society de Londres, única mujer en visitarla hasta 1945, casi trescientos años después.

Como lo demuestra Haraway, la auto-invisibilidad del testigo modesto en la ciencia es la forma específicamente moderna, europea, masculina y científica de la virtud de la modestia, “virtud que garantiza que el testigo modesto sea el ventrílocuo legítimo y autorizado del mundo de los objetos, sin añadir nada de sus meras opiniones, de su corporeidad parcial” (Haraway, 2004, p. 14); en palabras de este trabajo, debemos decir entonces que se trata de un testigo modesto tomado por el ideal ascético, y de una ciencia carnofalologocentrista. La cultura científica no solo surge de aquella separación entre humanos y no humanos, sino de la misma cicatriz binaria de géneros, que al mismo tiempo que proclamaba con orgullo el poder de la propia especie, apartaba horrorizada a la mitad de ella (Haraway, 2004). Aunque no se define solo por la exclusión de las mujeres, sino que habría que decir, como lo sostiene Haraway, que la cultura de la ciencia se ha definido en desafío a las mujeres: el género estaba en juego en la reconfiguración de los conocimientos y las prácticas científicas modernas, de tal modo que también los varones se hicieron hombres en la práctica del testigo modesto.

En el anecdotario de los laboratorios de Boyle, se encuentra narrado que asistían mujeres de la nobleza a presenciar experimentos en torno a la flamante bomba de vacío –no como testigos, pues su estatus de dependencia se los impedía–, experimentos que consistían en asfixiar a pequeños pájaros evacuando el aire de la cámara en la que se encontraban. Las mujeres buscaron interrumpir el experimento para salvar la vida a un pajarito. Como lo relata Haraway, los varones comenzaron a reunirse de noche para evitar este tipo de intevenciones (Haraway, 2004). Se debe haber argumentado en aquel momento –como se ha argumentado a través de siglos– sobre la debilidad de la mujer, o sobre su sensiblería. Sin embargo, es allí donde la cultura de la ciencia se ha definido en oposición a las mujeres, y donde el género es relevante. No solamente los varones se hicieron “hombres” y “testigos modestos” en los laboratorios. También se encubrieron en las prácticas científicas los afectos, los deseos, la corporalidad, el amor y el cuidado. Pues la denostación falaz de la debilidad de la mujer encubre lo que ella reclama en favor de la vida. La misma Elizabeth de Bohemia, en sus discusiones con Descartes, no hacía otra cosa al buscar devolverle a la materialidad del cuerpo su estatus. Con esto queremos decir que no hay que atender solamente a la invisibilidad de las mujeres tanto física como epistemológicamente. Sino también a lo referido a la posibilidad de una ética a favor de la vida, de lo desemejante, de las diferencias –una ética no humana, si entendemos que toda ética humana acaba siendo dogmática y narcisista–.

No obstante, queremos enfatizar que el humanismo –y no solo el patriarcado– es el responsable por esa figura del hombre masculino, blanco, dueño de su propiedad privada y dueño de sí mismo. Es necesario situar al patriarcado en esa forma de dominación mayor constituida a partir de una transvaloración de los valores; donde lo humano se presenta como un valor, como una forma de vida elevada, contemplativa, racional, tolerante, caritativa. El dispositivo metafísico de la identidad, el dispositivo teológico-político de la persona, el humanismo renacentista, la revolución científica, introducen una fisura que separa al ser humano de su naturaleza animal (y de todas sus posibles otras fuerzas en juego) y atenta contra la vida simbólica y materialmente, rebajando el cuerpo a una máquina de producción y de reproducción.

Si consideramos el devenir tecnocientífico humanista al que da lugar esa constitución moderna de la ciencia y de los géneros, hay que atender que las primeras máquinas de la Revolución Industrial fueron nuestros propios cuerpos. Como lo dice Preciado,

El humanismo inventa otro cuerpo al que llama humano: un cuerpo soberano, blanco, heterosexual, sano, seminal. Un cuerpo estratificado y lleno de órganos, lleno de capital, cuyos gestos están cronometrados y cuyos deseos son el efecto de una tecnología necropolítica del placer. Libertad, fraternidad, igualdad. El animalismo desvela las raíces coloniales y patriarcales de los principios universales del humanismo europeo (Preciado, 2019, pp. 125-126).

Por eso el feminismo no es un humanismo, sino un animalismo, en la medida en que no responde a un modelo antropocéntrico. El animalismo es una contratecnología material de producción de conciencia, la transformación hacia una forma de vida sin soberanía alguna, sin jerarquías.

El animalismo instituye su propio derecho. Su propia economía. El animalismo no es un moralismo contractual. Rechaza la estética del capitalismo como captura del deseo a través del consumo (de bienes, de información, de cuerpos). No reposa ni sobre el intercambio ni sobre el interés individual. El animalismo no es el culto de un clan sobre otro clan (…). El animalismo es un viento que sopla (Preciado, 2019, p. 127).

La inquietud es por un nuevo mundo y por nuevas formas de vida. ¿Cómo vivir con los animales, cómo relacionarnos con nosotras y nosotros mismos sin reducir lo que somos a las consignas de la racionalidad, a la identidad y a la persona? Quizás no debamos redundar en preguntas retóricas, e intervenir e implicarnos en nuevos modos de vida, marcar diferencias en el mundo de modo tal que podamos vivir en algunos mundos y no en otros. Son los cuerpos los que hoy alojan un virus que pone en crisis el orden político y económico, que parece atender mejor la gestión de la muerte que la de la vida. Es la circulación de algo entre los cuerpos y no del dinero lo que marca el punto de inflexión en las transformaciones de nuestra experiencia histórica, a pesar de aquella historia del humanismo, de la verdad y de los universales. La pandemia por COVID-19 nos ha explicitado obscenamente el corte biopolítico entre las vidas que hay que salvar y las que pueden ser sacrificadas, sin dimensionar el problema en términos de un cambio en nuestras formas de vida y de relación de equilibrio con los vivientes, con la naturaleza y con nosotros mismos, que además no puede pasar por el reconocimiento como iguales. Se trata de una trasformación ética y política por venir, y no solamente de la administración de la vida y la muerte.

Recientemente Judith Butler (2020) se preguntaba, a propósito de un mundo habitable y de una vida vivible, en qué momento se hizo posible imaginar la propia vida como algo separado, lo que hace posible preguntarse ¿qué hacer? y ¿cómo vivir mi vida? Nos preguntamos con ella si son posibles estas cuestiones sin presuponer el yo como efecto de un dispositivo metafísico y la persona como efecto de las tramas teológicas, jurídicas y políticas. Si son posibles estas preguntas por fuera de esa cicatriz que nos divide por géneros y especies, que introduce en nosotros mismos un corte entre el alma y el cuerpo. Si acaso no debiéramos situar esas preguntas en el margen de un concepto de vida no individual, de una vida que no se restringe a la vida personal, sino de esa potencia que nos atraviesa y se singulariza en cada uno de nosotros, que viene de otros cuerpos y de otras partes, y que a su vez se prolongará en la desintegración del cuerpo. Coccia expresa sobre esto último que se trata de la metamorfosis de la vida, para lo cual es necesario también considerar que no hay una oposición entre lo viviente y lo no-viviente. La metamorfosis expresa esa doble evidencia: “todo viviente es en sí mismo una pluralidad de formas –simultáneamente presentes y sucesivas–, pero ninguna de ellas existe realmente de manera autónoma, separada, ya que la forma se define en continuidad inmediata con una infinidad de otras, que están antes y después de ella” (Coccia, 2021, p. 17). Asumir una continuidad entre lo viviente y lo no-viviente, superar la distinción entre lo humano y lo no humano, nos coloca respecto a nueva ética, y a una nueva forma del cuidado, a inventar nuevos mundos en los que vivir.

Acaso ese sea nuestro feminismo –que es un animalismo–, un hacerse cargo del mundo en el sentido en el que Clarice Lispector describe la responsabilidad por todo lo que existe, pero no de acuerdo al desarrollo de la culpa y la promesa, sino por el hecho de haber nacido, lo que la hace estar atenta a ese mundo, que es el de una fila de hormigas, de los miles de favelados, o de la observación paciente de las flores abriéndose.

Me han de preguntar por qué me hago cargo del mundo: es que nací; así, todo es de mi incumbencia. Y soy responsable por todo lo que existe, incluso las guerras y los crímenes de lesa cuerpo y lesa alma. Soy inclusive responsable por el Dios que está en constante cósmica evolución para mejor.

Me ocupo desde niña de una fila de hormigas: ellas andan en fila india cargando un pedacito de hoja, lo que no impide que cada una, al encontrarse con una fila de hormigas que viene en dirección opuesta, pare para decir algo a las otras.

Leí el célebre libro sobre las abejas, y me hice cargo desde entonces de las abejas, especialmente de la reina madre. Las abejas vuelan y lidian con flores: esto yo lo constaté (Lispector, 2016, p. 217).

En palabras de Nietzsche, se trata de considerar nuestras formas de vida, nuestros modos de habitar el mundo, considerando las “pequeñas cosas”:

Estas cosas pequeñas –alimentación, lugar, clima, recreación, toda la casuística del egoísmo–4 son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado importante. Justo aquí́ es preciso comenzar a cambiar lo aprendido. Lo que la humanidad ha tomado en serio hasta este momento no son ni siquiera realidades, son meras imaginaciones, o, hablando con más rigor, mentiras nacidas de los instintos malos de naturalezas enfermas, de naturalezas nocivas en el sentido más hondo –todos los conceptos «Dios», «alma», «virtud», «pecado», «más allá́», «verdad», «vida eterna»... Pero en ellos se ha buscado la grandeza de la naturaleza humana, su «divinidad»... Todas las cuestiones de la política, del orden social, de la educación, han sido hasta ahora falseadas íntegra y radicalmente por el hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, – por el hecho de haber aprendido a despreciar las cosas «pequeñas», quiero decir, los asuntos fundamentales de la vida misma..." (Nietzsche, 1996, p. 53).

Es este ejercicio el de una ética de lo pequeño, de una ética del mundo, de una ética de la diferencia, de una ética de la infancia. Un camino contrario al de la Ilustración, que fundó la emancipación racional en la salida autoculpable de la minoría de edad –y nos confinó de esa manera a la obediencia política, eso sí, gozando de nuestra libertad de pensamiento–. En la infancia se encuentra el desconocimiento de la felicidad en su relación con el deber, con la responsabilidad, con el mérito, con la deuda moral, con la deuda económica. El desconocimiento de la falacia del mérito como premio al mayor esfuerzo. Retrotraernos a una ética no meritoria, sin recaer en ningún dogma. Una ética que no se encuentre fundada en la promesa, y con ello, en la confiscación de todo tiempo futuro. Una salida no de la infancia, sino del dispositivo teológico-político y de los disfraces modernos de la servidumbre.

Umbrales (no todo ensayo concluye)

¿Es posible una política de lo no-humano, una política o una comunidad política que se desenlace de lo humano, para enlazarse a otras formas de relación, en una nueva economía afectiva, de vínculo con los otros seres, con el mundo, con la naturaleza, también con nosotras y nosotros mismos? ¿Una política distinta a la del hombre y los derechos del hombre, una política que incluya lo femenino sin que lo femenino se reduzca a las figuras de lo maternal, del amor al prójimo, del amor desinteresado? ¿Una política que incluya a los animales no como objetos de nuestra violencia y consumo, sino como aquellos con quienes compartimos un mundo? ¿Cómo pensar en una política no ilustrada, una política que no se jacte de los usos prudentes de la razón; una política desde una intimidad no mediada por la representación, que la restituya al ámbito de la materialidad de los cuerpos, a otras formas de relación con la vida? ¿Una política que no decrete cuáles vidas valen y cuáles no, que no establezca distinciones humanas?

Hacernos cargo del mundo. Tenemos una tarea política y porvenir, que es profanar la certeza de la persona como soberana sobre el cuerpo y superior respecto de lo animal, y profanar la certeza de la identidad del yo como la única forma de relación con los otros y con el mundo; desinvestir el cuerpo de capital y emprendedurismo, iniciarnos en un pensamiento afectivo que no se resguarde en la sacralidad de su imagen dogmática, que se orienta con la brújula de lo Mismo, cortando al mundo en dos. No continuar con la reproducción fractal de la cicatriz en la que nos hemos formado, ni seguir fundando nuestros valores en el antropomorfismo de una ética de los iguales. Hacernos cargo del mundo, porque hemos nacido: atender nuestras filas de hormigas y la apertura de nuestras flores, intervenir en las vidas que queremos vivir y en el tránsito que nos hace salir de la morada del hombre.

Bibliografía

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Notas

1 Para una tal genealogía podría apelarse a la constitución del ideal ascético en Nietzsche, que demuestra que el optimismo cognoscitivo de la ciencia responde al mismo ideal metafísico de búsqueda de un fundamento trascendente e inmutable, desarrollos que pueden encontrarse de modo explícito en La genealogía de la moral o en La gaya ciencia. Sin lugar a dudas, debiera también tener un capítulo referido a Georges Canguilhem y otro a Michel Foucault, y a aportes más recientes como los de Bruno Latour o Donna Haraway.
2 El modelo del reconocimiento es uno de los postulados de la imagen del pensamiento, que orienta solo bajo la forma de lo Mismo (Deleuze, 2002)
3 El título de este apartado es alusivo al disco de Brian Eno. ENO, Brian (1975). Another green world. Londres, Island Studios.
4 La traducción tal vez no sea fiel a lo expresado por Nietzsche. En alemán, selbstsucht (traducido en la edición citada como “egoísmo”) hace referencia a una "avidez de sí mismo", lo cual podría tener algún parentesco al conatus spinoziano.
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