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Encuentros filosóficos hacia una ruta de llegada a la felicidad desde la ética de Immanuel Kant, el utilitarismo de John Stuart Mill y el trabajo enajenado de Karl Marx
Philosophical encounters towards a route to happiness from the ethics of Immanuel Kant, the utilitarianism of John Stuart Mill and the alienated work of Karl Marx
Analéctica, vol. 7, núm. 45, pp. 23-35, 2021
Arkho Ediciones

Analéctica
Arkho Ediciones, Argentina
ISSN-e: 2591-5894
Periodicidad: Bimestral
vol. 7, núm. 45, 2021

Recepción: 08 Diciembre 2020

Aprobación: 23 Febrero 2021

Resumen: La felicidad resulta ser cuestionable y polisémica, pero, como una emoción humana, en ella parecen combinarse sensaciones de placer, deseo, ausencia de dolor y, en general, una satisfacción con implicaciones morales y éticas de suma relevancia. La investigación tiene por fin analizar algunas posturas filosóficas y tentativas sobre la esencia de la felicidad, sus posibles preceptos definitorios y requisitos de alcance en las éticas kantiana y utilitarista, así como el desafío de factibilidad de este objeto de estudio frente al trabajo enajenado. La aplicación del método analéctico crítico (Dussel, 2011; Scannone, 2009) hizo posible exteriorizar los rasgos más notables de las éticas referidas y del materialismo histórico y dialéctico, tras el rastro significativo de lo que se comprende por felicidad y lo que se considera indispensable desde cada una de estas perspectivas para conseguirla, así como las motivaciones sociales que faciliten el justificar esta búsqueda. Se concluye que el concepto de felicidad puede reunir en un punto de equilibrio al deber moral que contiene (felicidad ajena), y a las buenas consecuencias de satisfacción para las mayorías como su fin existencial (utilidad), pero la ruta viable de obtención de felicidad no podría estimularse solo desde el plano de la conciencia individual y social, sin la intervención previa de una transformación de las relaciones económicas de producción, las cuales inician con el trabajo y transitan hacia la autorrealización del ser y la sociedad.

Palabras clave: felicidad, moral, ética kantiana, ética utilitarista, trabajo enajenado.

Abstract: Happiness turns out to be questionable and polysemic, but, as a human emotion, it seems to combine sensations of pleasure, desire, absence of pain and, in general, satisfaction with highly relevant moral and ethical implications. The research aims to analyze some philosophical and tentative positions on the essence of happiness, its possible defining precepts and scope requirements in Kantian and utilitarian ethics, as well as the challenge of feasibility of this object of study in the face of alienated work. The application of the critical analectic method (Dussel, 2011; Scannone, 2009) made it possible to externalize the most notable features of the ethics referred to and of historical and dialectical materialism, behind the significant trace of what is understood as happiness and what is considered indispensable from each of these perspectives to achieve it, as well as the social motivations that facilitate justifying this search. It is concluded that the concept of happiness can bring together in an equilibrium point the moral duty it contains (happiness of others), and the good consequences of satisfaction for the majority as its existential end (utility), but the viable route of obtaining happiness does not It could be stimulated only from the level of individual and social consciousness, without the prior intervention of a transformation of the economic relations of production, which begin with work and move towards the self-realization of being and society.

Keywords: happiness, morals, Kantian ethics, utilitarian ethics, alienated work.

Introducción

La noción sobre la felicidad se presenta en la memoria histórica de las civilizaciones e, igualmente, como uno de los principales objetos de análisis de variopintas escuelas y corrientes de pensamiento. Desde la filosofía, la teología y las ciencias sociales se arrojan definiciones convencionales y no unitarias entre sí, las cuales responden más a una realidad de contexto y al sentido común del momento histórico en auge. En esta oportunidad, se tendrá por motivo revisar las opciones de alcance de la felicidad, esto en atención a concepciones filosóficas que se tengan de esta dentro del paradigma ético moderno, así como también desde una postura más crítica de la moral y del consecuencialismo como alternativa para el debate de exploración.

En aquella dirección, se recapitula en torno a clásicos como Immanuel Kant (1724-1804), John Stuart Mill (1806-1873) y Karl Marx (1818-1883), describiendo primero sus posturas frente al objeto que nos ocupa para luego precisar aristas comunes, divergencias y, tal vez, una posible integración en la ruta de búsqueda. El método analéctico crítico (Dussel, 2011; Scannone, 2009) hace posible la identificación de las categorías competentes, dentro del discurso epistemológico, de parte de estos autores para la concepción de la felicidad, las restricciones y constricciones dentro de cada modelo teórico y, finalmente, la oferta preliminar de una nueva interpretación que deberá profundizarse y criticarse en futuras investigaciones.

En este artículo veremos cómo la ética kantiana posiciona a la libertad en un eslabón importante de autonomía, un precepto de la humanidad que trasciende a su carácter biológico, donde se distingue a la felicidad empírica en su evolución moral hacia una felicidad más social como dilema y desafío, ya compuesta de virtudes especiales, con norte y propósitos mejor definidos. El criticismo de Kant nos aproxima a esa capacidad recta que puede lograr el hombre para inaugurar leyes morales para sí mismo, en una dirección correcta o más virtuosa. No obstante, resulta complejo identificar una referencia de la felicidad como definición universal en la ética kantiana, salvo que pueda superar los requisitos sobre racionalidad práctica que el mismo autor formaliza, con la idea de someter a juicio y admisión conceptos con validez normativa de las acciones humanas para considerarse como universales y morales.

Por otra parte, observaremos que la ética utilitarista de Mill se demarca alrededor de un principio supremo de utilidad, ya basado en la satisfacción de los placeres y deseos superiores, modelo en el que se estima como fin último la máxima realización de los actos con buenas consecuencias (morales). Lo positivo o negativo de tales efectos posee una carga valorativa relevante, la cual es determinable en atención a un sistema guía de bondad privativa que se supone existente en cada ser humano. Como resultado, la rectitud en la moral consiste en una totalidad consecuente de los actos individuales y la forma en la que impacta a la sociedad entera. En la lectura se detectará el rasgo teleológico y/o el consecuencialismo de esta ética, donde el principal acento se encuentra en la generación indispensable de efectos finales constructivos, a partir de las acciones autónomas y conducentes a la felicidad.

Con la crítica formal a la moral realizada por Marx se visualizará, en una versión tal vez menos optimista, que la felicidad no puede experimentarse sin antes atravesar por los sufrimientos que implica la lucha de clases: Aquella batalla previa por la transformación de las relaciones materiales de producción económica y que, de acuerdo al autor, conduciría a la recuperación del control y del valor del trabajo por quien lo genera dentro de una matriz redistributiva de la riqueza producida, cual sustentada en la equidad y la justicia social.

Immanuel Kant: la felicidad en la perspectiva del deber

Los textos de Immanuel Kant son complejos y comportan una rigurosa sistemática entre ellos, particularmente cuando se intentan localizar nociones o entendidos sobre el concepto de felicidad. Es justo decir que la obra Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (publicada por primera vez en el año 1785) forma parte de sus escritos más puros e íntegros, donde puede escudriñarse y rastrearse la ética del auténtico Kant y no las exégesis de quienes fueron sus seguidores inmediatos, toda vez que estas posturas se suelen adosar en forma inapropiada al discurso original del autor como parte del mismo. Dicha consideración es un preludio relevante por dos cuestiones: a) al momento de aplicar una hermenéutica ponderada y un análisis decolonial sobrio acerca de los argumentos genuinos y, b) para evitar una disertación y crítica maleables en atención a lo digerido por otros revisores.

Del pensamiento de Kant se han efectuado amplios estudios desde el ámbito de la epistemología, la política, el derecho, la religión, la filosofía y otros campos. En esta oportunidad se cualifica única y sucintamente cómo se plantea esta ética formal y autónoma en su nexo con la concepción de felicidad que le merece al autor. En ese sentido, la obra que se analiza sobre Kant persigue como fin el examen y la precisión del principio supremo de la moralidad, apuntándose como método para lograrlo al proceso de transición analítica del conocimiento común hacia la determinación de su propio principio rector o supremo y, posteriormente, retornar bajo una cognición sintética de la comprobación de aquel principio y de sus fuentes hasta llegar al punto de partida, es decir, el conocimiento común (Kant, 2007). Nada fácil de comprender hay en esta tarea.

De una vez se sostiene que la intención básica de Kant fue resumir los principios claves de la ética en conformidad a lo que él acepta como la razón, cual es, desde la perspectiva teórica y pura, aquella facultad organizadora de lo incondicionado y del entorno objetivo a través de las ideas a priori (fuera de la experiencia) acerca del yo y el mundo circundante. Desde la perspectiva práctica, encontramos a una razón que es cimiento del orden moral. Alcanzado este punto, ¿cómo se articulan acá la razón y la ética?

El cuestionamiento anterior comienza a elucidarse en el filósofo alemán cuando concisa que la obligación moral deriva única y exclusivamente de la razón, en ningún momento de las comunidades, instituciones y/o deseos humanos o de Dios, por tal motivo, el conocimiento racional jamás podrá partir desde una trascendencia de lo humano o de cualquier otro elemento que resulte inaccesible, en especial si esto sucede como un juicio sintético a priori. En consecuencia, podemos decir que la ética kantiana coloca el acento crucial en cómo se debe obrar para el fraguado de una conducta que sea universalizable, en tanto esta sirva como ley moral que dirija al ser racional dentro de un sistema de orientación prescrito por la constricción de la voluntad. Ahora bien, el contenido moral de esta ley que se pretende como valor universal, ya toma cuerpo mediante la buena voluntad y el deber en calidad de nucleación del hecho de razón o factum moral (razón práctica).

El mismo Kant nos apunta la posición central de la ley moral universal cuando instruye de la manera siguiente: “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio” (Kant, 2007, p. 42). Junto a la citada Ley el autor señala otros principios morales subjetivos del querer con valor para cada sujeto, sus máximas. Con la cita se visualiza la presencia de una conciencia moral autónoma que rige de modo absoluto, puesto que la determinación de la voluntad se realiza de forma objetivamente necesaria y consciente por la voluntad misma y por un mandato incondicionado del deber, sin que provenga o proceda de las inclinaciones, imposiciones externas ni a propósito de ningún otro fin, a esto el autor lo da a conocer como el imperativo categórico, “donde la razón es principio y fin de la acción” (García-Marzá y González, 2014, p. 91).

En ese orden, para Kant el imperativo categórico supera en significación ética al imperativo hipotético, por cuanto el segundo es un principio asertórico que indica únicamente “que la acción es buena para algún propósito posible o real” (Kant, 2007, p.29). Por tal cuestión, se deduce acá que en el imperativo hipotético la voluntad se moviliza por algo que está fuera de ella como puede ser la felicidad y Dios, aduciendo a una moral heterónoma que para el autor resta en importancia y propósitos éticos. El autor observa en el imperativo categórico un criterio clave para conocer si una máxima y su acción respectiva se ubican en el terreno de lo moral o en el área de las inclinaciones. Asimismo, el hecho de que en este imperativo la voluntad universal se determine por sí misma, da por supuesta la libertad, toda vez que esta voluntad, configurándose como ley para sí misma, se identifica con la autonomía del ser racional.

Resulta prudente destacar que la autonomía para Kant no es sinónimo de libertinaje o independencia de las normas sociales, sino más bien refiere la necesidad de obrar moralmente, es decir, ejercer un autocontrol que considere la postura moral de los demás. Por otro lado, la determinación de la voluntad universal debe estar signada por el juicio sintético a priori, el cual es indispensable para guiar a los conceptos de lo bueno y lo malo que serán observados y determinados, a su vez, por la ley moral.

Frente al asunto de la metafísica, algunos críticos de Kant encuentran erróneamente una actitud ambivalente de parte del autor: Por un lado, sostienen que Kant afirma que el conocimiento humano se limita a la experiencia y, por tanto, imposible para esta conocer las cosas del todo absoluto, mientras que por el otro indican que el autor bajo lupa señala a un hombre que cuenta con la razón y la conciencia moral, entidades en las que lo absoluto está presente. Se estima que Kant procura resolver esta aparente contradicción en la arena de lo moral, o sea, desde el ámbito de la razón práctica, cuando se establece que, si bien no podemos alcanzar la entereza de lo absoluto, si es posible, en cambio, aproximarse a algo que se le parezca, en cuyo caso se estaría hablando de la conciencia para obrar moralmente: distinguir entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo que se debe y lo que no se debe hacer, entre otros casos.

En consonancia con lo anterior, la ética kantiana en efecto es formal y autónoma, pero no por ello se deja de encontrar en ella ciertas relaciones que dirigen el análisis, eventualmente, a elementos considerados como fines en sí mismos, a pesar de que Kant, quizás no lo pretendió de esta forma. Por ejemplo, ya se dijo que la conciencia moral se fundamenta en un mandato que está condicionado por las circunstancias o los deseos, debido a lo cual el incumplimiento del deber no le resta autoridad al mencionado mandato que fue asumido acá como componente universal de la ley moral. En efecto, se apuesta a que el deber no atiende ni se orienta por convencionalismos, juegos de intereses, inclinaciones y/o por la casualidad natural, pues el deber es un fin en sí mismo. De igual manera, el mismo concepto de ley moral universal podría reivindicar otro objeto con implicación teleológica relevante. Para ilustrar lo señalado se tiene la noción del respeto hacia los demás, donde Kant destaca que el decoro y la deferencia que se le debe a las personas son exigencias propias de la humanidad, no nada más como un medio sino siempre al mismo tiempo como un fin.

Otro aspecto complejo lo representa la aparente concepción dualista del hombre. Por un lado, Kant afirma que el ser humano es natural y signado por la causalidad, dicho en otras palabras, un ser fenoménico. Mientras que desde otra óptica se mantiene a un ser racional con potencia y capacidad efectiva de autodeterminación, el cual muestra ajuste con los principios del deber, es decir, un ser nouménico (Beade, 2013). Esta aparente diatriba es malinterpretada por críticos del autor como una incoherencia en su pensamiento, en lo que respecta al logro del principio supremo de moralidad.

La plataforma angular de la ética kantiana (más que todo identificada con lo moral y/o la moralidad), no procura demostrar el qué debemos hacer para tener una vida feliz o auténtica, sino más bien el cómo se debe obrar moralmente, en atención a una ley enriquecida por el régimen de lo racional y lo universal. De allí que el autor realice un giro de 180 grados desde la materialidad presente en éticas precedentes hasta conformar una original ética formal. Asimismo, Kant no inicia con lo que él supondría debería ser el bien en sí mismo, ni mucho menos emplear esa noción para determinar lo que se debe hacer para ser felices, disponer de placer o alcanzar a Dios con un curso y estilo heterónomos, por el contrario, desarrolla primero toda una base conceptual de razonamiento a priori y sintética acerca del principio de la moralidad, para así explicitar luego en qué consiste la buena voluntad como imperativo categórico y la necesidad del deber. Sobre el particular, la ética kantiana se proyecta igualmente como autónoma, puesto que persigue su real justificación en lo intrínseco de la humanidad como sujeto incondicionado.

Desde otro orden, Kant no niega a Dios ni que el ser racional pueda proveerse una vida plena y feliz, de hecho, denota que el principio supremo de la moralidad sería la reunión efectiva y crítica entre la felicidad y todas las virtudes morales, en tanto estas contengan un carácter universal. No obstante, obrar en función de aquel principio supremo requiere de mucha esfuerzo y tiempo, tal vez más del que la vida terrenal pueda proporcionarnos. Por tal motivo, el autor defiende la tesis de la inmortalidad del alma como destino celestial de Dios para llevar a cabo o feliz término la tarea comentada. Esta aseveración puede ser objeto de múltiples polémicas de orden religioso, en vista de que puede lucir como a un Kant que se fuga y vuelve a ingresar en el teísmo, ya admitiendo, con un carácter de intencionalidad, que la razón crítica sería capaz de demostrar la existencia de Dios y su conexión con los seres humanos en su senda hacia la felicidad.

A pesar de las críticas recibidas, los aportes éticos de Kant en la política y la epistemología son decisivos. Por ejemplo, se sabe que utilizó el imperativo categórico como base para la propuesta de un concepto muy elaborado sobre la libertad dentro de la constitución republicana de su tiempo, así como también la libertad de credo y de expresión. Igualmente, la filosofía kantiana cuenta con soporte relevante en el apuntado de criterios para el fomento de la paz internacional, esto mediante la idea de pacto entre pueblos, último que se supone como piedra angular para el montaje de una federación de la paz, entidad de interés y cometido indefectible para culminar con las guerras por siempre, condición vital para la paz y la felicidad.

Justamente en su elaboración conceptual del Sumo Bien, Kant admite el indiscutible papel que dentro de la escénica humana desempeña la felicidad, como un valor parcialmente ordenador de la virtud, por cuanto el comportamiento no es del todo moral cuando el motivo que determina a la voluntad en ese instante sea un estado de felicidad. La ética kantiana acepta que la felicidad puede presentarse en un ser racional, aunque no posea necesariamente coincidencia con la moralidad, tomando en cuenta que la felicidad, como inclinación natural, no nace ni se funda al principio en el deber, toda vez que pueda estar en ciertas ocasiones y bajo determinadas circunstancias alineada a la ley moral.

Como inclinación natural, la felicidad se percibe directamente asociada al placer, el deseo y la voluntad, por lo que un ser racional la experimentará en su libre albedrío y plano existencial, hasta el punto de enlazarse con su autodeterminación en tanto que le conduzca a una plenitud satisfactoria. No obstante, la ética kantiana considera a la felicidad “un concepto tan indeterminado que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla, nunca puede decir por modo fijo y acorde consigo mismo lo que propiamente quiere y desea” (Kant, 2007, p. 32). Semejante indeterminación, aunque en este caso necesaria para impulsar a la acción y la vida, complica la posibilidad dentro de la ética kantiana de poder alcanzar un rango enteramente universal y con fuentes acordes a la moralidad propuesta por el autor. No obstante, la reconocida especialista en ética kantiana Marey (2017) muestra un análisis más optimista acerca del concepto de felicidad dentro del sistema de ideas de Kant:

El deber de promover los fines de los demás logra reubicar la felicidad hedónica en el plano de la moralidad, algo que la noción intelectual de felicidad como componente del bien supremo no consigue hacer y en esto consiste el rol que el deber de la felicidad ajena cumple en el sistema ético kantiano. (p. 119)

Para que la felicidad empírica de cada sujeto pueda entonces superarse y convertirse en un activador más determinado de normatividad, ya requiere trascender la energía vital del placer y el deseo como inclinaciones transitorias hacia el terreno de la moralidad, en un ejercicio de reflexión teórica, subjetiva y autónoma. Un camino a seguir podría ser aquel que permita sentirnos realizados al constatar el éxito de los demás como fundamento de la acción, muy en lo particular, cuando se ha participado favorablemente en este logro externo por intermedio de acciones signadas en el deber, la dignidad y la virtud. El principio de la felicidad propia y empírica encuentra entonces su mayor evolución racional mediante un ascenso de realización humana, última que se nota destacada en la benevolencia activa y reciprocidad con los demás y sus fines, es decir, una felicidad ajena producto de su previo tránsito moral máximo con la formulación del imperativo categórico.

Se piensa que el sentido de la solidaridad promueve, como deber y concepto determinado en la ética kantiana, un sendero más diáfano y estable hacia el fraguado de la felicidad, pero no solo la de clase propia y empírica, también y más relevante aún, aquella refrendada por el interés en la consecución efectiva de los proyectos de los demás. En términos más simples: la participación de cada quien, en el triunfo favorable del otro, de principio a fin o de manera imperativa y categórica.

Obviamente, la coherencia racional de aquel sistema de relaciones podrá estar ajustada a la ley moral solo si se está hablando de fines admisibles y permisibles. La guerra, verbigracia, no puede ser objeto de felicidad ajena, ni siquiera de felicidad propia por cuanto supondría una conducta enfermiza y destructiva. El abanico de posibilidades para la aceptabilidad de estos fines puede variar según el patrón cultural compartido en cada contexto social. En ese mismo orden, también se detecta una transición entre el mundo sensible (al que pertenece la felicidad propia) hacia el mundo inteligible (donde es posible situar a la felicidad ajena), ya constituyendo el trípode angular de la argumentación idealista y trascendental kantiana: la libertad por la búsqueda de una felicidad fundada en la razón, incondicionada y valorada dentro de la acción benevolente de gestión y ayuda a los demás como fin último del sujeto, su virtud trascendental en tanto que justifica a la acción humana, cuyo origen es primero empírico y sensible, para luego ascender a un ámbito inteligible, finalmente moral.

John Stuart Mill: la felicidad como un fin en sí mismo

John Stuart Mill se dispuso a cumplir con al menos tres cometidos: a) superar o trascender los postulados principales de la teoría utilitarista inicial diseñada por quien fuese su mayor influyente intelectual, el inglés Jeremy Bentham (1748 -1832), b) cuestionar el fundamento de la ética kantiana (la moral sustentada en principios absolutos y universales de intencionalidad, racionalidad y juicios a priori sobre el origen de los actos) y, c) plantear respuestas definitivas a las críticas que contra el utilitarismo se habían erigido debido a presuntas visiones cortoplacistas de otros intérpretes. A propósito de las influencias teóricas de Bentham en Mill, es prudente advertir también una participación de las éticas epicúrea y eudomonista, solo que Mill se aleja de la postura de medición de la felicidad del primero, de los rasgos de egoísmo en la segunda y del entendido entre ética y moral de la tercera influencia citada.

En atención a lo referido, Mill reporta una distinción muy puntual entre ética y moral, en efecto, dice que toda acción humana se arregla de acuerdo a un fin, por lo que las características y reglas de la acción se subordinan completamente al último objetivo, lo cual motiva a sostener que la ética del autor comporta un poderoso rasgo teleológico que corta transversalmente a todo su pensamiento. Asimismo, sobre la moral es posible recoger del autor inglés que su fundamento es la utilidad o el principio mayor de la felicidad, a bien que deja entrever a un motor clave de la obligación moral en la felicidad misma, ya fraguada mediante el placer más deseable según su calidad superior, y esquivando a toda costa el sufrimiento, sin que tal curso de acción perjudique a los demás. Otro complemento de la moral para Mill es la idea que apunta a la justicia como toda acción que impulse placer y sea promotora de felicidad, una trascendencia a la simple ausencia de placer y deseo. Mientras tanto, lo opuesto a este argumento sería injusto por cuanto devendría en una felicidad que acontece a costa del padecimiento de terceros.

En este punto, el autor establece una comparación distintiva entre los placeres humanos y los de una bestia con el propósito de apartarse de los excesos del hedonismo, lo cual se supone logrado al momento en que es reconocida en la racionalidad la facultad consciente por encima del apetito animal. Precisamente aquella consciencia, como juicio, le permitirá al ser con sentido común considerar sólo lo placentero y satisfactorio en aquello que le brinde felicidad, pero no únicamente en el plano individual, sino también como medio y fin para construir la felicidad colectiva, de la que depende inexorablemente la propia persona y la sociedad en general. Aquí se nota la cima epistémica que Mill quiere alcanzar: Una inextricable unión entre el deseo y la razón, de manera que la razón práctico-empírica aparece con fuerza en el momento en que los placeres coincidan sin antinomia con los preceptos.

De igual forma, advierte el autor inglés que lo placentero debe cultivarse preferiblemente en el área de los bienes intelectuales o superiores, con el objetivo de agudizar el sentido racional, siendo que en la práctica observada ocurre muchas veces lo contrario y admitido como algo desfavorable: un abuso en la selección del goce de bienes inferiores que limitan al propio ser. Por tal razón, se apunta una diferencia entre los placeres por los preceptos de la cualidad, la calidad y la cantidad cuando se afirma que “está justificado que asignemos al goce preferido una superioridad de calidad que exceda de tal modo al valor de la cantidad como para que esta sea, en comparación, de muy poca importancia” (Mill, 1984, p.49). En ese sentido, el autor propone que el ser dotado de las máximas de autorreflexión y auto observación tendrá la aptitud para construir un criterio, cual basado en la calidad de los goces y en una regla utilitaria para compararla con la cantidad, siendo tal discernimiento el fin de la acción humana e, indispensablemente, también será el juicio central para la moralidad.

Se advierte que Mill instruye sobre un concepto de felicidad que no se encuentra compuesto por emociones placenteras permanentes, es decir, lo que él llama “una vida de éxtasis” (1984, p.56). De hecho, señala que el sostén de la felicidad radica en no aguardar más de aquello que la vida realmente pueda darnos, pero siempre tomando en consideración los dos factores que rigen a la existencia satisfactoria: la tranquilidad y la emoción. Se resalta el carácter práctico de esta idea para defender la tesis de que las personas muy tranquilas pueden vivir conformes con poco placer, mientras que aquellas muy emotivas tienden a soportar cantidades notables de dolor. Consecuentemente, el autor asevera que las causas de una vida insatisfactoria son las siguientes: a) el egoísmo, b) la ausencia o pérdida de cultura intelectual y, c) la enfermedad. Todos estos estados son difíciles de eludir, aunque igualmente superables mediante el mejoramiento del esfuerzo humano y del progreso de la ciencia.

La moral utilitarista destaca que el bienestar de muchos antecede en prioridad al bienestar de pocos o a las de uno mismo, donde la nobleza dimana en ser capaz de sacrificar (inmolación) el propio bien por la necesidad de los otros, ya siguiéndose como único fin el aumento de la felicidad del mundo y nunca otras motivaciones que tengan que ver con la vanagloria personal. Sin embargo, el sacrificio ya concebido no significa para Mill un bien en sí mismo, tan solo una virtud que se orienta por el interés hacia los demás. Para ilustrarlo mejor, el autor invoca un par de reglas cristianas y las registra como el espíritu de la ética y moral utilitaristas, aquellas que rezan: “Hacer a los demás lo que se quisiera que los demás hicieran por uno; amar a su prójimo como a sí mismo” (Mill, 1891, p. 38). Sobre este aspecto, Mill presenta una nueva idea en torno a Dios: un ser superior que considera vital revelar lo pertinente acerca de cuestiones morales, las cuales satisfagan los recaudos sobre la utilidad en un nivel póstumo y extensible en beneficio de las mayorías posibles.

Sintéticamente, dentro de la ética propuesta el objeto de la virtud es la proliferación de la felicidad con gran norte deseable, toda vez que el resto de las cosas se encuentran supeditadas directamente al logro transitorio de este fin. Al mismo tiempo, existe motivación por delinear un medio de alcance de este estado ideal de felicidad, constituyendo la práctica de un individuo con relación a su propia utilidad y al interés de las personas inmediatas que le rodean. Los bienhechores públicos son excepcionales en este sistema, por cuanto estos operan no por placer en su asistencia a los demás, sino por prerrogativa de la función pública con la que están envestidos y a la que se deben por ética deontológica.

Los aportes de Mill a la teoría utilitarista se destacan notablemente en la definición del propósito de los placeres humanos y su respectiva clasificación. En ese sentido, el autor identifica al placer con el objeto de todos los deseos, por cuanto las cosas se anhelarán en la medida en que estas generen un placer que trasciende a la ausencia de dolor. Siguiendo este orden, el placer correcto se presenta como lo bueno porque conduce a la felicidad, empero llegado a esta coyuntura se recae en lo que se ha dado a conocer como la falacia naturalista y el hedonismo psicológico. Ciertamente, lo bueno contiene diversas propiedades y entre ellas quizás el placer en el sentido avistado por Mill, pero el placer no constituye todo lo que puede ser objeto de bondad o benignidad, elemento crítico para cuestionar la moralidad utilitarista casi por completo, pues se estaría desintegrando a su pilar principal.

Resulta prudente marcar una línea divisoria (en apariencia ausente en la ética de Mill) con respecto a las nociones sobre deseo y el objeto de deseo, en vista de que puede lucir contradictorio cuando primero se sostiene que el placer es deseable al apuntarlo como lo único aspirado como máxima del rol de la voluntad, para luego argumentarse en el mismo sentido utilitarista que el placer no es lo único que deseamos realmente, toda vez que el dinero, verbigracia, también se anhela. Adicionalmente, esta ética teleológica parece situarse por convencionalismo sólo frente a lo mejor o idóneo del ser humano, ya omitiéndose, quizás con premeditada intención, a las ansias más oscuras de su naturaleza: las degradaciones infrahumanas, perversidades, capacidad de y para la violencia, inclinaciones hacia el exterminio, egoísmo y subyugación para con los demás, y así todo lo restante registrado por la historia universal bien conocida, so pena de ser evadida con previsto propósito por los exégetas del voluntarismo y del consecuencialismo individualista.

Ahora bien, en procura de asomar un primer análisis decolonial acerca de la propuesta de Mill, una tarea primaria sería admitir la presencia de presuntos estigmas negativos montados sobre la ética utilitarista, por su mal concebido carácter pragmático, convencional, teleológico y de inauguración de una conciencia cívica finalista. Lo cierto es que en su época Mill buscaba plantear una reforma del mundo con sumo interés en el mejoramiento de la humanidad, junto a un siempre presente sentido progresista, más allá de las cosmovisiones positivistas y del liberalismo económico. En medio de otras tendencias utilitaristas precedentes, Mill se impone con una demarcación más elocuente sobre la felicidad, apuntándola en una circunferencia de acciones impulsadas por estados placenteros, frenéticos y de dolor reducido, aunque, simultáneamente, también señala la temporalidad limitada de estos momentos (el éxtasis no puede ser perpetuo). La felicidad entonces es una condición humana que permite laxar al sufrimiento, esto mediante el goce gradual de los placeres superiores en la misma medida en la que se otorga sincera preocupación por el prójimo.

En ese sentido, el sacrificio por los demás dignifica más allá de la satisfacción que pueda producir cualquier placer durante diversos lapsos de tiempo. Pese a que Mill no califica la entrega hacia los demás como un bien en sí, le confiere igualmente un papel decisivo en la construcción de un mundo mejor, lo cual equivale a una felicidad colectiva de la que todos los miembros de la sociedad son copartícipes, con intermedios provechosos de virtuosidad por atención de la propia felicidad, núcleo y eje de su existencia. De este modo, la supremacía de la utilidad alcanza su punto máximo en las consecuencias de las acciones humanas, ya refrendadas en el interés sobre la felicidad del entorno social más inmediato a cada quien.

Por otro lado, resulta innegable la aplicación filosófica de la doctrina utilitarista de Mill en los intentos políticos por legitimar al liberalismo democrático y económico inglés, pero más allá, en los albores conceptuales sobre la felicidad y los placeres, igualmente se detecta una lógica interesante de ser discutida. En efecto, el autor nos invita a pensar sobre lo útil del deseo y su consistencia en el hecho de que debemos ser prácticos y conscientes, valorando con justa atención las cosas dependiendo del uso que se haga de ellas, así se desprende un criterio moral acerca de lo justo y lo injusto, lo debido y lo indebido. De esta manera, la visión de Mill defiende que la consecuencia última y perseguida de la existencia humana será la felicidad, cual motor de las principales y más importantes motivaciones humanas, toda vez que el arte y la moral demarcan aquello que es deseable y a la ciencia compete precisar lo realizable en este marco de aspiraciones teleológicas.

Cuando se acusa a Mill de individualista y/u oportunista por convencionalismo podría entonces estar malinterpretándose su doctrina, así como también su marco propositivo original. El autor inglés observa en realidad a los individuos de manera organicista y no fragmentaria, lo cual obedece a que el rigor social del humano que aspira a ser feliz le obliga moralmente a obrar en una dirección colectiva para edificar la felicidad genérica de la sociedad. Tal principio recurrente en Mill se apoya en la tesis de que el todo es mucho más que la simple suma de sus partes, a partir de la que es posible conversar igual sobre una utilidad social.

El neoliberalismo, por ejemplo, ha efectuado una lectura intencionalmente distorsionada del sistema de ideas de Mill, diciéndose que de la práctica justificada del egoísmo particular o personalizado se podrá elevar un imperio del bienestar colectivo, así como también entre las naciones mediante una cacareada gobernanza global. En realidad, Mill lo que ofrece es una tutela de la libertad individual como paso previo e ineluctable para obtener una sociedad libre y feliz en la virtud, pero en ningún instante se pretende con este fundamento ético y moral justificar una salvación o ventajismo de unos sujetos sobre los otros, mucho menos la explotación del hombre por sus semejantes. La ética utilitarista ofertada por el autor inglés fomenta una introspección de los hechos relacionados con la conducta humana, en especial, los eventos potenciales capaces de promover el bienestar entre los hombres y jamás su encarnizada lucha concupiscente, motivo por el que desde su perspectiva ética se enfatiza que “la felicidad, la cual no se entiende sino, en principio, como un incremento sustantivo del placer del que es capaz el hombre en tanto ser natural” (Gamarra, 2017, p. 42).

Durante el siglo XX se ha detectado un esfuerzo premeditado por parte de varios epígonos del neoliberalismo para devastar los cimientos originales de la doctrina utilitarista de Mill, más en lo particular sobre lo relacionado a los axiomas sociales y morales para la superación de la pobreza, el fortalecimiento de las democracias y el impulso de la participación política, aristas centrales de la teoría voluntarista de Mill. No obstante, el sentido de justicia social que revisten las tesis del autor ya se alinea hacia “la búsqueda de la erradicación de la pobreza, no la imposición de una sociedad geométricamente igualitarista, pues ello comportaría la destrucción de la misma democracia que Mill luchó por proteger primero, y expandir después” (Sanmartín, 2006, p. 127).

Dentro de la ética utilitarista de Mill la forja de la felicidad real únicamente es factible y medible por medio de la educación intelectual de los sentidos, con la discreción de la calidad por encima de la cantidad de los recursos formativos para este propósito, en vista de que esta educación proveerá del molde moral necesario para el goce moderado de los deseos y placeres en la sociedad. Sobre el particular, estos sentidos educados o mejor amoldados despejan la ruta hacia la felicidad, pero no determinada la vía por una razón o idea a priori (camino divergente de la ética kantiana), por el contrario, se destacan sentidos educados por la misma experiencia y conocimiento de cada sujeto o agente singular, sin que se reduzca el objetivo a una simple satisfacción individual, fugaz, de poca esencia y/o propósitos poco claros. Resulta de esta forma que en Mill la virtud constituye un vehículo clave para la construcción de la felicidad, así que la primera también se convierte dentro de la ética utilitarista en un fin en sí mismo, ya que de un medio para obtener la felicidad termina transformándose en una parte fundamental también de esta última.

La abstracción y juicios morales a priori al estilo kantiano son entonces invalidados por Mill como senda para conseguir la felicidad, en su lugar sostiene a una totalidad concreta nutrida por la base empírica de la libertad y el hábito de la virtud, trascendiendo al mero placer inferior en su tránsito hacia la moralidad (placer superior). El autor posee la tendencia a yuxtaponer a la virtud y la felicidad en un todo integrado, donde fin y medio se integran mediante la vivencia empírica e individual, esto como acción previa hacia el avance de una felicidad colectiva (hedonismo ético universal), donde el ya referido sacrificio por el semejante juega un rol siempre que suponga, a su vez, un incremento de la satisfacción individual y no lo contrario.

Una de las virtudes cruciales dentro de la felicidad colectiva es el desinterés en generar algún tipo de aporte por el bien común. Sin embargo, los conceptos de moral y justicia dentro de la ética utilitarista de Mill le impiden suponer que la felicidad propia se subyugue al bien común como principio rector, en tanto que cualquier situación objeto de tal subordinación implique un detrimento, perjuicio o disminución de dicha felicidad. En ese sentido, la máxima de la ética utilitarista se mantiene focalizada en el individuo, ya reproduciéndose “como principio básico el aumentar el placer a la mayor cantidad posible y disminuir el displacer” (Cea Anfossi, 2011, p. 13), por lo que la existencia del propio ser se resume en la persecución constante de la mencionada relación. Cualquier privilegio procedente del bien común que pretenda coartar esta libertad del individuo por sentir placer y ser feliz ya indicaría, básicamente, un desperfecto de lo entendido por moral dentro de la sociedad a la que pertenece.

Karl Marx: ¿La frustración de la felicidad en la enajenación del trabajo?

En el primer manuscrito de sus Manuscritos de Economía y Filosofía (publicado por primera vez en 1844), Karl Marx emprende un análisis de las relaciones sociales del trabajo propias del modo de producción capitalista del siglo XIX, ya estableciéndose, en primera instancia según este discurso, que el ser humano está determinado íntegramente por tales relaciones, toda vez que estas configuran a la praxis histórica y material de la sociedad y a su trayectoria de conciencia colectiva. En segundo lugar, el autor alemán precisa un entendido acerca del trabajo como el primer impulsor elemental de la historia, ilustrado este por su división social, plusvalía, objetivación y enajenación; en su conjunto como las previas máximas para el proceso de alienación, es decir, la extrañación del ser social genérico respecto de aquello que le proporciona sustanciación y sentido histórico. Por lo tanto, el trabajo se apuntala en este sistema de pensamiento como el quid del ser humano y el leit motiv para la lucha de clases en calidad de agente transformador histórico.

Al identificar al trabajo y a la lucha de clases como acicates dinamizadores de los eventos históricos, resulta propio señalar cómo funciona, en forma muy sucinta, la lógica del materialismo histórico propuesto por Marx. Sobre el particular, el autor emplea dos conceptos esenciales que cortan longitudinalmente a toda su teoría económica y política, se menciona entonces a la estructura y la superestructura. El primero se define por el espectro de actuaciones de orden material y económico desde el cual se reflejan los estados reales de necesidad y existencia (ser social), y el segundo se compone por el conglomerado de ideologías, creencias de fe, pensamiento y demás proyecciones mentales de la cultura (conciencia social). En ese sentido, la estructura determina indefectiblemente a la superestructura, lo cual equivale a decir que, con ruta progresiva, el contenido y evolución del desempeño individual, colectivo, religioso, cultural e histórico del hombre están irremediablemente prescritos por sus relaciones económicas de producción, en otros términos, la esencia social de la conciencia he de reflejarse en la praxis concreta de los individuos, en tanto se encuentra estipulada materialmente por esta última (Marx, 2012).

Siguiendo al autor, el ser individual y el colectivo como entidades primordiales del trabajo deben identificarse, directa e inmediatamente, con el producto de su esfuerzo, a bien de que el trabajador no se convierta en esclavo o sujeto dominado de lo que produce y/o de las repercusiones ad hoc. Sin embargo, la situación que le toca atravesar a Marx desde una perspectiva inductiva de la realidad de su tiempo resulta ser muy diferente: Se detecta en el modo de producción capitalista y la división social del trabajo que el protagonista de la faena se empobrece, profundiza el caos en su miseria y se hace más dependiente en tanto más riqueza produce (plusvalor). El excedente comercial que se deriva de la labor productiva no es asimilado por quien genera la faena, sino que pasa a convertirse en usufructo absorbido por el capital y la clase burguesa.

El mecanismo de reproducción ampliada del capital asume con interés al trabajador, transformándolo en una simple mercancía con valores de uso y de cambio exteriores a él, semejante acción se traduce como la mercantilización del ser humano. La adquisición y mantenimiento del trabajador mercantilizado son convenientes y atractivos cuando este se abarata por su mayor rendimiento económico, o sea, la máxima explotación posible de su potencial productivo con el mínimo esfuerzo e inversión de capital. Precisamente, el citado rendimiento es lo que Marx califica como objetivación, por cuanto el trabajador sufre una desvalorización de su condición humana y su relevancia para el capital radica solo en lo que es capaz de producir, en calidad y cantidad por unidad de tiempo.

Al igual que como ocurre con las maquinarias, equipamientos y técnicas, los hombres bajo aquel esquema de acción también poseen una vida útil agotable. Por tal motivo, se comprende que el producto del trabajo (objetivado) es una mercancía de mayor utilidad para el capital que para quien lo ejecuta o produce realmente. El trabajador también se constituye en mercancía debido a la plusvalía o valor excedente que genera su faena, ya ocultándose esta valía de la percepción del propio trabajador, pero la cual es calculada y meticulosamente apropiada por el capital ampliado. En una vista más formal, el asalariado crea conexión con el capitalista por medio de la enajenación de su labor y, al mismo tiempo, este trabajo enajenado impulsa un efecto tangible y directo con la aparición de la propiedad privada (Peligero, 2000).

En este orden de ideas, la objetivación representa el primer paso para la enajenación: “Esta realización del trabajo, como estado económico, se manifiesta como la privación de realidad del obrero, la objetivación como la pérdida y esclavización del objeto, la apropiación como extrañamiento, como enajenación” (Marx y Engels, 1962, p. 63). El producto económico del trabajador no sólo se transforma y concibe como cosa comercial, sino que también es ajeno, externo y, por consiguiente, extraño para quien lo fragua. El sujeto solo le puede llegar a conocer por intermedio del sufrimiento en el momento en que se nota presa del dominio mercantil y de la dependencia salarial impuesta. Por ello la relación costo-beneficio de la actividad del trabajador es inversamente proporcional a la del capital ampliado, ya que mientras más elaborado, múltiple, refinado y beneficioso es el objeto del trabajo para el capital, más deforme, misérrimo y obtuso es o será en definitiva quien lleva la carga directa de la actividad productiva.

Como resultado, el trabajador se ubica en una posición forzada por la fuga de su identidad dentro del trabajo que fabrica, una cosa extraña a él y de la que no recibe más que un sueldo arbitrariamente calculado, so pena de que este es medido no de acuerdo al valor real de lo que se produce, sino al valor oculto que tiene el trabajador en su calidad asignada como mercancía finita, así es como “en el trabajo enajenado el trabajador no se afirma sino que se niega, no se hace feliz sino desgraciado” (Zapata, 2011). La presunta felicidad de reafirmarse como ser crítico y autorrealizarse como emprendedor resulta vetada, por causa de la enajenación de la labor diaria. La producción del trabajador, entonces, no resulta ser liberadora en ningún aspecto, más bien bloqueadora de los sentidos libertarios y del propio pensamiento. La enajenación coteja a la explotación del trabajador con la medida directa de su creciente fatiga remunerada sin justicia social, por lo que la felicidad se diluye de las manos de quien produce y se traslada, sin mayores circunspecciones morales, en el convertido de crecientes beneficios para una clase social poseedora del capital y de los medios de producción.

Ahora bien, tomando en cuenta el nexo determinista entre estructura y superestructura ya descrito, obsérvese lo que sucede a continuación: Si el objeto del trabajo es enajenado, el ser social y sus relaciones materiales de producción prescribirán entonces una conciencia social alienada, esto es, una cosmovisión cimentada en la desvalorización humana ante el mayor peso y empuje de los intereses comerciales. Semejante proceso de alienación de la conciencia implica la atomización intencionada del intelecto y del espíritu, últimos que fomentan y otorgan sentido a esa lucha de clases que tanto teme la clase burguesa y que procura reducir por todos los medios. Con las mentes alienadas, el proceso histórico de reafirmación de la identidad individual y comunitaria extravía a sus referentes principales, restando tan solo la opción para los individuos de contemplarse unos a otros como simples generadores de riqueza ajena, con muy limitada carga ideológica reaccionaria contra la hegemonía del capital y sus controles ideológicos de dominación.

En sincronía se aprecia igualmente la forma en que la división social del trabajo contribuye, tarde o temprano, a aceptar la posición entre sí de los trabajadores como mercancías o entes comercializables y no como seres pensantes, con conciencia en la búsqueda genuina de su propia felicidad. Dentro del proceso descrito la figura del estado desempeña una función reguladora y catalizadora de suma importancia en favor de los intereses capitalistas, logrando intencionalmente segmentar a la conciencia social de los individuos y sociedades en sus distintos niveles territoriales, “la razón por la cual esa fragmentación y división de intereses dentro del trabajo mismo importa tanto es porque trae consigo (tanto antes como después de la revolución) una inescapable dependencia del estado” (Mészáros, 2001, p. 1073).

La lógica materialista observada en Marx admite con dificultad que se pueda saber con antelación aquello que se deba hacer como ser social, sin que antes se repare en los mecanismos de dominación, de por sí contenidos dentro de las relaciones económicas de la estructura, cuya urgente transformación permita proyectar actos materiales liberadores en la conciencia social. Se estaría hablando del germen ideológico impulsado por la lucha de clases motivada en las inequidades presentes en la distribución de la riqueza. La clave de esta lógica estriba en el cambio social dentro de los componentes de la estructura sin apelar a ninguna moralidad que sostenga, de manera engañosa, retrasos injustificables en la conversión del modo de producción capitalista hacia un modelo de vida más justo. Para el autor alemán está claro que la prioridad de transformación no opera en la ética y/o reservas morales de la conciencia social, sino en las bases materiales de la producción económica, sólo así, asegura Marx, podrían revertirse las injusticias sociales y el abanico de desafueros que se desprenden por la mercantilización divisoria del trabajo y del ser social.

Los manuscritos del autor dejan entrever que la ética, por sí sola, no cuenta con la capacidad suficiente para permutar a las circunstancias reales de alienación del ser, resultando perentorio efectuar la praxis concreta de cambio social sobre aquellos factores materiales o económicos responsables de la objetivación y enajenación del trabajo. Marx no pareciera consagrar mayor importancia transformadora a los preceptos ético-morales por dos cuestiones claves: a) forman parte de la superestructura y ya se conoce que la lógica dialéctico-materialista condiciona y determina a la conciencia social en función directa de los movimientos de la estructura y, b) datos históricos apoyan la tesis del autor sobre el hecho de que las leyes y los principios morales de la época respondieron más a los intereses económicos de la clase dominante, en este caso de la burguesía con su meta de acaudalar mayor riqueza con el mínimo esfuerzo y a costa de la plusvalía del trabajo obrero.

De esta manera la ética y la moralidad pretenden hacer pasar a los intereses de una clase dominante como legados universales con mandato doctrinario. No es difícil imaginar en este curso de eventos la modalidad histórica en torno a las que ideologías de las clases dominantes se han enquistado no solo en el poder, sino también dentro de la conciencia social, en compañía de su huella hegemónica y saturada de variopintas verdades moral-universales de civilización, sin que falte el aderezo retórico de una falsa ética sobre el progreso y el desarrollo. Frente a la innegable pérdida histórica de identidad, se entiende quizás ahora un poco más la crítica que hiciese Marx a la moralidad abstracta-kantiana, al calificarla de impotente a la hora de atender y mucho menos resolver las crisis contenidas en el trabajo enajenado y en la lucha de clases, pues considera que las necesarias transformaciones sociales en el ser humano jamás podrán atesorarse desde la racionalidad de conciencia, sino a partir de la reconfiguración necesaria de las relaciones materiales de producción.

Posiblemente el rechazo de Marx a la moralidad de las ideologías dominantes no niega la alternativa de desarrollar una superestructura con preceptos de justicia, equidad, respeto por la vida y demás derechos humanos. Empero el prerrequisito para esto debe emerger como una proyección franca de las nuevas condiciones materiales de producción, algo nada fácil en vista de que el estatus quo fomentado por las clases hegemónicas se resiste, con toda su fuerza, contra cualquier praxis concreta que procure cambiar los esquemas básicos de explotación del trabajo enajenado.

Resulta conveniente indicar que Marx reconoció la probabilidad de que la conciencia social de los pueblos fundase valores referenciales o constructos filosóficos, esto sin nexo en ciertos lapsos temporales con la práctica material cotidiana. En efecto, con el paso de los años el trabajo se mantiene enajenado, aunque con condiciones interesantes que se sustentan en la defensa del derecho laboral y de los trabajadores, también la lucha de clases se ha readecuado en el tiempo para mantenerse activa. Esto equivale a decir, que las fundamentaciones de Marx ameritan recontextualizaciones permanentes, en vista de los desafíos presentes en el devenir histórico de las sociedades actuales y las nuevas tendencias del capitalismo. No obstante, la lógica dialéctico-materialista del autor alemán abrigaría con beneplácito o total aprobación que los ideales de liberación y justicia social se hicieran coincidir con la trayectoria de cambio socio-económico del ser social, lo que es más, tales ideales deben ser el producto o consecuencia directa de la apropiación del hombre del valor real y completo de su trabajo, para lo cual es necesaria la lucha de clases en su propósito por destronar al estatus quo de elevada factoría capitalista y dominante.

El empleo de categorías explicativas como la totalidad social concreta, el ya citado nexo con dirección determinante entre estructura y superestructura, la lucha de clases, el modo de producción, el cambio social, entre otras, le sirve a Marx para establecer los criterios interpretativos de la conciencia en sí y de la conciencia para sí dentro del origen de las clases sociales en calidad de transformación socio-histórica. En este tránsito de ideas, la detección de la pérdida de identidad individual y colectiva del hombre o, más específicamente aún, el reconocimiento público de su trabajo enajenado y posterior alienación del ser social, ya constituyen para el autor tan solo el primer paso para un acto liberador necesario. En este punto se supondrían realizados con antelación importantes cambios en la estructura para que tales síntomas dentro de la conciencia social puedan observarse, de lo contrario se estarían concibiendo cambios superfluos y rasgados por el sinsentido moral, vacíos de esencia significativa, sin referentes en el materialismo histórico y de orígenes antagónicos a las formas de la dialéctica materialista.

Marx sintetiza al trabajo enajenado en su producto y forma más tangible: la propiedad privada, cual reductora de la felicidad en la conciencia social del trabajador por su efecto ultra deshumanizador. Las actitudes pasivas y sumisas frente a la extrañación del ser son para el autor síntomas ulteriores de infelicidad y miseria, contrariamente se sugiere a la lucha constante motivada por la libertad con la incorporación del comunismo, último que representa el medio principal para que dicha situación indeseable quede superada. En torno a esta alternativa, Marx describe al menos cuatro escenarios posibles de comunismo con la lucha de clases como constante. De las vistas mencionadas la más optimista reseña un retorno completo a la humanidad originaria (precedente a la enajenación y la objetivación), es decir, un reintegro justo de los valores intrínsecos del ser social alrededor de su esencia productiva, junto a la captación de los dividendos enteros del trabajo por quien lo realiza (Marx, 2013).

La emancipación humana será plausible con la restitución urgente de los valores y capacidades del ser en lugar de la propiedad privada que suele por definición coartarlos. La objetivación mercantil del ser individual y social se resquebrajaría para dar espacio a los sentidos no enajenados, algo posible si el trabajo fomenta la libertad y máxima vitalidad como condicionantes de la felicidad, lo que significaría un ser no extraño de sí mismo. Marx niega la alternativa de una felicidad abstracta elevada en las intenciones morales de la razón de Kant, o que se trate de una buena consecuencia de las acciones como simple finalidad al estilo utilitarista de Mill. En su lugar, Marx esgrime su tesis sobre la autorrealización del individuo, un proceso social que implica graduales cargas asumidas de sufrimiento en la lucha indetenible por la libertad, por la transformación de las relaciones materiales y económicas que significan la subyugación de las mayorías oprimidas.

La permanencia en la sumisión y la pasividad representaba para Marx la infelicidad, ausencia de energía vital, vacilación, pesimismo y conformidad con lo inmerecido. Por tal cuestión, el autor advirtió que el cambio social resulta ser un menester con sufrimientos individuales y colectivos, un efecto inevitable de la lucha de clases, empero con su recompensa de liberación en la constancia y asertividad. Este tipo de sufrimiento no solo permitiría la reafirmación del individuo como parte de la reivindicación de sus intereses como trabajador, también fomentaría la autorrealización y el tránsito hacia el ser re humanizado.

Conclusiones

La recuperación de un balance entre las éticas deontológica (kantiana) y teleológica (utilitarista) resulta interesante, no solo como un ejercicio epistémico, sino también pertinente para la cotidianidad y la convocatoria de lo intersticial humano, como parte y búsqueda de la felicidad anhelada. El equilibrio entre estas éticas emerge en relevancia al momento de la toma de decisiones que involucran a aspectos sobre las felicidades individual y compartida, como una praxis consuetudinaria de persecución incesante, la cual trasciende a la noción de los placeres y se adentra en los confines del pensamiento crítico. Llegado a este punto, el peso de la intencionalidad de las acciones por intermedio de la razón crítica kantiana y, en divergencia, también mediante el consecuencialismo con la opción utilitarista; podrían, tal vez, coincidir ambas posturas y llegar a complementarse mutuamente, sin mayores condiciones que las impuestas por el mismo logos de la felicidad en su devenir histórico y contextual.

Sin embargo, ¿será viable obtener siquiera una estación feliz si la acción humana más elemental como lo es el trabajo está cercenada por la enajenación? La esencia vital de la faena productiva se extraña y sus ejecutores directos con ella: no solo el valor real del trabajo es intencionalmente desviado hacia las arcas del propietario de los bienes de capital, sino que, además, el beneficio de ver al hombre engrandecido por el agregado meritocrático de su propio esfuerzo también se difumina, por cuanto se le prohíbe con premeditación, ya haciendo al ser miserable y desgraciado, reducido a la máxima antípoda de la felicidad. Cualquier vestigio de posible concepción del bien común ascendido en la felicidad ajena de Kant y/o en el hedonismo ético universal de Mill fenece antes de nacer, lo cual es debido a la esterilidad provocada por el trabajo enajenado expuesto por Marx. La causa dimana en que la intencionalidad moral y la buena consecuencia de las acciones que involucran al trabajo diario están ya, por así decirlo, marcadas por unas relaciones materiales de producción capitalistas más que en la ética que le sirve de molde a las clases dominantes.

El debate no queda entonces reducido a los estados del arte sobre el deber ser y el deber hacer de las acciones que integran una exploración localizadora de la felicidad, tampoco queda simplificado en la dialéctica determinista de intención y consecuencia de dichas acciones o, inclusive, de las razones y motivaciones que le promueven o procuran justificar en el tiempo. En realidad, los posibles senderos hacia la felicidad se estrellan todas contra un gran muro que supera con creces a las suposiciones abstractas planteadas desde el idealismo, es decir, una práctica concreta de explotación del hombre por el hombre, creadora de una serie de circunstancias históricas no accidentales, cuyo propósito atesora la expropiación del valor de uso y de cambio del trabajo en quienes protagonizan su forja diaria.

Aquella realidad ubica una débil explicación o salida optativa en las ideas a priori de la ética kantiana o en los fines deseables de la ética utilitarista. El conservadurismo rigorista que se percibe en la conformidad absoluta con la autoridad y el pretendido respeto estricto a la ley moral de Kant, ya trae consigo la imposibilidad de notar las consecuencias de las acciones, en este caso particular, sobre la extrañación del ser, una repercusión que se desprende del trabajo y de su enajenación como dos acciones que operan simultáneamente. En un modo igual de desafortunado ocurre con el utilitarismo de Mill: las definiciones de deseo, placer y felicidad, aunque medianamente demarcadas y relacionadas, se extienden de forma excesiva para investir a los objetivos de los individuos y así designar un propósito a su existencia. A la luz de este discurso, pues hasta la absorción de plusvalía de los trabajadores por parte de las clases dominantes constituiría un fin en sí mismo en la búsqueda de felicidad, lo cual significaría un grave contrasentido dentro de las sociedades que reclaman a diario reivindicaciones justas de mayor bienestar en el orden laboral.

El embargo material de los beneficios del trabajo no significaría automáticamente la imposibilidad de experimentar la felicidad, aunque sin duda ya deposita la primera marca de frustración con la que, además, se inicia una pérdida de identidad subjetiva, un desacierto moral frente a los deberes y, por si fuera poco, también plantea un escollo existencial acerca del sentido final de la existencia. A la vista de este análisis, la vía hacia la felicidad presenta desafíos conceptuales y prácticos de orden severo para los postulados éticos analizados, pero no deja de convertirse también en una prueba de fuego para la salida ofertada desde el mismo materialismo histórico: la idea de que el comunismo y el modo de producción que le corresponda permita la autorrealización del individuo (lo más cercano al concepto de felicidad en Marx), amerita igualmente de evidencias sobre su ejecución real en las relaciones materiales productivas. No obstante, ya han transcurrido casi ciento ochenta años desde la publicación de los manuscritos de Marx y esta realidad aspirada no se ha reproducido en escenarios extendidos.

No se tiene idea sobre si la lucha de clases planteada por Marx conseguirá cimentar una senda hacia el acervo de la reafirmación y autorrealización, a través de la invocación de una justicia social que reconozca al ser como dueño único de su trabajo, así como de la satisfacción placentera y demás beneficios desprendidos de éste. Realmente la postura fijada acá es de incertidumbre y duda, aún más exigente de pruebas históricas con las que se apoye la esperanza de conflictos ineludibles, cuyo marco de relaciones conduzca hacia nuevas direcciones de equidad en el acceso a las oportunidades.

Como proceso que debería ser inalienable, el trabajo reserva la dote necesaria para producir en cada quien un frenesí equilibrado de bienestar, una especie de animosidad edificante que corresponda a los propios intereses y proyectos de vida. La enajenación del trabajo y posterior alienación del ser individual y social que lo anima, ya rompe con el mencionado escenario deseable de balance y fortunio. Una propuesta de lucha de clases no ha resuelto el problema, al menos desde el punto de vista práctico, por el contrario, asoma panoramas de conflictividad en escaladas sin control, se estaría hablando de horizontes despojados de sistemas de coordenadas claros en definición y propósitos.

De manera semejante, tampoco se encuentra una posición más alentadora en los matices de las éticas deontológica y teleológica, los cuales podrían distinguirse entre los discursos de las reformas del trabajo, ya provistas estas últimas de múltiples agendas políticas que realizan gala promotora y una apuesta por mayor justicia distributiva de la riqueza generada. Sin en el menor ánimo por sugerir una solución perfeccionista, lo cierto es que donde quiera que se coloque el acento máximo en este tipo de reformas (en la intención pura o en el fin último de la consecuencia), la mayor ganancia material y espiritual del trabajo sigue sin reposar entre quienes lo activan directamente, sino más bien entre capitalistas y tenedores de los factores de poder.

De la polisemia sobre el concepto de felicidad en las éticas kantiana y utilitarista, y en la crítica a la moral por parte de Marx, se rescatan como saldo tres cualidades respectivas: 1) la intención benevolente y deber moral de estimular el cumplimiento de los fines en terceros como bien supremo (felicidad ajena), 2) la satisfacción de los placeres rectores que generen consecuencias edificantes como un fin existencial en sí mismo, en beneficio del mayor número de individuos (utilidad) y; 3) la reafirmación del ser cuando se modifican las condiciones sociales y económicas que les mantienen extrañado y subyugado en su labor diaria (autorrealización). En síntesis, se tiene en la mira a una nueva y posible forma de felicidad, la cual sea consistente con el beneficio de otros en su intención, deber y finalidad; moralmente hábil y el resultado directo del cambio socioeconómico necesario en las relaciones materiales de producción y del trabajo. Esta sería una ruta posible para el aterrizaje alrededor de una nueva concepción filosófica sobre la felicidad, junto al gran desafío pendiente de profundizar en los pasos cruciales para recrearla en la praxis concreta.

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