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Las causas estructurales de los cambios en los afectos
The structural causes of changes in affect
Analéctica, vol. 2, núm. 15, pp. 9-17, 2016
Arkho Ediciones

Analéctica
Arkho Ediciones, Argentina
ISSN-e: 2591-5894
Periodicidad: Bimestral
vol. 2, núm. 15, 2016

Recepción: 05 Enero 2016

Aprobación: 24 Febrero 2016

Resumen: El capitalismo, sobre la base de sus propias leyes de funcionamiento económico, amplía cada vez más la escala y el ritmo productivos; expandiendo consecuentemente los mercados. A través de la libre circulación de capitales, fuerza de trabajo y mercancías, ha conseguido la conquista de nuevos territorios, arrastrando hacia un mismo sistema social y económico –e incluso a veces hacia un mismo mercado de trabajo-, a los más diversos grupos culturales e incluso nacionales que existen. Su avance no se detiene hasta que no haya más mundo que volver capitalista. “El capital, movido por sus propias legalidades y necesidades internas, motoriza una historia progresiva hacia la mundialización” (Algranti, 2001), tal es así que “la expansión de la economía capitalista ha alcanzado finalmente la extensión global” (Bauman, 2005b).

Palabras clave: afectos, capitales, cambios estructurales.

Abstract: Capitalism, on the basis of its own laws of economic operation, increasingly expands the scale and rate of production; consequently, expanding markets. Through the free movement of capital, labor power and goods, it has achieved the conquest of new territories, dragging the most diverse cultural groups towards the same social and economic system - and sometimes even towards the same labor market - and even national ones that exist. Its advance does not stop until there is no more world to make capitalist. “Capital, moved by its own legalities and internal needs, drives a progressive history towards globalization” (Algranti, 2001), so much so that “the expansion of the capitalist economy has finally reached global extension” (Bauman, 2005b).

Keywords: affections, capitals, structural changes.

Introducción

Desde una perspectiva marxiana se sostiene la existencia de una correlación entre los cambios estructurales que tienen lugar a nivel económico, y las producciones superestructurales del ámbito cultural. La totalidad de las relaciones de producción constituyen “la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general” (Marx, 2008).

Aquello que los hombres son, entonces, -entendiendo por esto sus ideas, pensamientos y representaciones de la conciencia-, no son sino una emanación de su comportamiento material; su modo de producir. El materialismo histórico entonces toma como su objeto de estudio al capitalismo en tanto sistema de producción y al mismo tiempo como una manera de concebir y organizar la cultura,

En este punto cabe señalar que si bien las formas y condiciones de producción son el factor fundamental y determinante de las estructuras sociales; afectando todas las manifestaciones de la civilización y el curso de la historia cultural y política;

“Marx no sostenía que las religiones, la metafísica, las escuelas de arte, las ideas éticas y las voliciones políticas fuesen reducibles a motivos económicos ni que careciesen de importancia. Únicamente trató de describir las condiciones económicas que las configuran y que explican su orto y ocaso” (Schumpeter, 1961).

Así, por ejemplo “en la época en que dominó la aristocracia imperaron las ideas del honor, la lealtad, etc., mientras que la dominación de la burguesía representó el imperio de las ideas de la libertad, la igualdad, etc.” (Marx, 1970).

Así, en este trabajo pretendemos seguir a Horkheimer en aquello de que “la filosofía toma en serio los valores existentes, pero insiste en que se conviertan en partes integrante de un todo teórico que revele su relatividad” (Horkheimer, 1973); pues “las ideas culturales fundamentales llevan en sí un contenido de verdad, y la filosofía debería medirlos en relación al fondo social del que proceden” (Horkheimer, 1973).

Por último, queremos destacar que un determinado modo de producción o una determinada fase del desarrollo industrial llevan siempre aparejado un modo de cooperación entre los hombres, y puesto que toda relación económica es también una relación social, el modo de producción capitalista trae aparejadas consecuencias directamente sociales, pues es capaz de determinar también el tipo de relaciones que los individuos establecen entre sí.

Feudalismo

Durante el feudalismo existía un tipo de vida basado en una fuerte cohesión e integración social; se vivía en comunidades dentro de las cuales los miembros coexistían formando una trabazón indisoluble. Esto era así porque los “patrones de propiedad, cooperación y distribución de los productos hacen inherentemente menos viable el aislamiento de las familias” (Sen, 2001). Podemos ver entonces que este modo de vida no respondía entonces de manera exclusiva a un conjunto de decisiones personales o exclusivamente a una tendencia cultural, sino que se debía a estrictas necesidades de tipo material-económico.

Bajo el sistema feudal, el siervo, a pesar de tener que ceder en forma de tributo al señor una parte de su producto, conservaba en gran medida el control de sus medios de producción; razón por la cual existían normas que lo vinculaban de manera permanente a las tierras del feudo. Esto le otorgaba al campesino un fuerte sentimiento de identidad y pertenencia respecto tanto a su actividad productiva como al producto de la misma. Había en estas sociedades por lo tanto una mayor perdurabilidad, una mayor duración, a menudo de por vida, de muchas relaciones humanas, si no de todas. Todo esto redundaba en una fuerte “conciencia de una unión vitalicia e indisoluble con otros” (Elias, 2000), todo lo cual generaba una fuerte conexión para con el propio grupo.

El feudalismo contenía un cierto carácter comunitario, en el sentido que le otorga Max Weber, de ser un modelo en el cual la actitud para la acción está inspirada “en un sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los partícipes en constituir un todo” (Weber, 1964); pues en esas épocas “los monjes y las monjas oraban por todos mientras el laicado trabajaba, guerreaba y gobernaba para el conjunto” (Taylor, 2006). “Los seres humanos se sentían y percibían directamente como miembros de agrupaciones, de grupos familiares o clases” (Elias, 2000). La identidad como nosotros de la que nos habla Elias, era absolutamente inseparable de la concepción que se tenía de persona.

La comunidad era entonces una realidad a la que vincularse, siempre superior a los individuos que la componían. Por lo tanto, en la época feudal, “los hombres no eran ciudadanos de este cuerpo en sentido estricto, sino literalmente miembros, relacionados con la totalidad del cuerpo de manera funcional-orgánica” (Walzer, 2008), y vivían bajo una profunda sensación de estar incluidos en una totalidad.

Así, en estas formas de sociedad, las relaciones económicas no son, -como en nuestro sistema capitalista-, simples relaciones de mercado; sino que el dominio o subordinación económicos vienen matizados con vínculos y relaciones de tipo afectivo o identificatorio, basados en la apelación a una lealtad de los miembros; los servicios debidos a la autoridad eran exigibles no por efecto de un contrato, sino en virtud de una relación de fidelidad natural que unía a todo hombre a su jefe.

En este tipo de sociedad, la persona singular apenas si tiene posibilidad de reflexionar sin hacer una constante referencia a su grupo, como dice Elias, piensan y actúan desde la perspectiva del nosotros, “estaba aún fuera de los límites de lo imaginable la concepción de un individuo sin grupo, de un ser humano tal como es cuando se le despoja de toda referencia al nosotros” (Elias, 2000), al punto que “el carácter personal del individuo está modelado para la constante convivencia con otros y para que su comportamiento remita constantemente a otros” (Elias, 2000).

Afectos

De este modo, en estas sociedades resulta difícil hablar de la existencia de un dominio exclusivo de la domesticidad; pues en ellas, tanto la vida individual como la del núcleo familiar, carecen de fronteras claramente delimitadas que las separaran de las más amplias definiciones del espacio social. El individuo “era parte de una red más amplia de relaciones, unida a los parientes por lazos de dependencia, lealtad, reciprocidad y ayuda mutua” (Stone, 1989).

Por todo esto, en estas sociedades muchas veces sólo se abre ante el ser humano, desde su niñez, un único camino en línea recta; hay un margen de elección más estrecho, un menor número de alternativas y posibilidades de elección.

De esta manera, los derechos y obligaciones estaban ligados a la tradición, por lo que el ideal matrimonial más habitual consistía en un acuerdo entre la generación superior. Como era de esperarse, era esta una decisión irrevocable, que era necesario acatar por cuestiones de obediencia filial. En estos tiempos, “importaba más contratar un matrimonio ‘honorable’ para las respectivas familias del contrayente, que otro basado en el ‘amor’ individual de los contrayentes” (Bestard, 1998).

Primer Capitalismo

El paulatino pero constante crecimiento de la actividad comercial fue generando un aumento de la producción para la venta, lo cual redundó en una mayor presión para intervenir en la organización de los tiempos de producción. Así, comenzó a tener lugar una creciente división del trabajo que, con el tiempo, fue transformando las industrias artesanales en fábricas mecanizadas.

A lo largo de este proceso se puede notar que, el trabajador va creando, al trabajar, su propia alienación, pues;

“si se estudia el camino recorrido por el desarrollo del proceso de trabajo desde el artesanado, pasando por la cooperación y la manufactura, hasta la industria maquinista, se observa una creciente racionalización, una progresiva eliminación de las propiedades cualitativas, humanas, individuales del trabajador” (Lukács, 2013).

El trabajo comienza a verse crecientemente reducido a funciones específicas y predeterminadas que han de repetirse de manera obediente y mecánica; procurando conscientemente incluso mantener a raya todo impulso de iniciativa creativa. Por esto, tiene lugar, en primer término, una enajenación del productor en la actividad misma del trabajo,

En este punto cabe aclarar que este proceso no es exclusivamente aplicable a la labor del obrero fabril, sino que también;

“el trabajo racionalizado y especializado de oficina termina por borrar la personalidad, el resultado calculable sustituye la ‘visión’. El caudillo no tiene ya oportunidad de lanzarse al combate. Está en vías de convertirse en otro empleado de oficina más, un empleado que no siempre es difícil de sustituir” (Schumpeter, 1961).

El trabajador moderno, -en general-, no es ya más que una ruedecita dentro de una máquina de la que no puede escapar; incluso su máxima aspiración consiste solamente en intentar progresar hasta convertirse en una rueda más grande. Así las cosas, la alienación en el trabajo se hace palpable tanto al obrero como al empresario, pues se trata de un fenómeno estructural endémico de un determinado sistema productivo.

En último término, el trabajador es distanciado también respecto del producto final de su trabajo, pues sucede que “el objeto que el trabajo produce, su producto, se enfrenta a él como un ser extraño, como un poder independiente del productor” (Marx, 1979).

Tal como dice Lukács;

“la descomposición mecánica del proceso de producción desgarra también los vínculos que en la producción ‘orgánica’ unían a los sujetos singulares del trabajo en una comunidad. La mecanización de la producción hace de ellos, también desde este punto de vista átomos aislados abstractos” (Lukács, 2013).

Es así que “el trabajo alienado ‘hace extrañas entre sí la vida genérica y la vida individual’” (Giddens, 1977); por lo que el individuo empieza a pensarse cada vez más como fin y valor supremo, y a pensar a su sociedad como medio; cada persona se abre paso entre las demás, dirigiéndose hacia sus propios objetivos, intereses y proyectos individuales. Aquí se erige por primera vez la conciencia de uno mismo como una entidad exterior e independiente del propio grupo, a veces incluso enfrentada a este. Tal es así que, como dijera el propio Marx, “al llegar el siglo XVIII, con la ‘sociedad civil’, las diferentes formas de conexión social aparecen ante el individuo como un simple medio para lograr sus fines privados, como una necesidad exterior” (Marx, 1989).

El trabajo es ahora la forma del nexo social, generando “una progresiva emancipación de la economía de sus tradicionales ataduras políticas, éticas y culturales” (Bauman, 2005a). Como vemos, esta alienación en principio estructural y material, es rápidamente trasladada a las relaciones humanas y personales que se configuran en derredor a la producción, y lo que se busca ahora es solo una cooperación eficiente, indiferente de que exista entre los trabajadores algún intercambio afectivo o alguno de los rasgos de la familiaridad. Así, tiene lugar una inversión de la pauta cultural precedente; si en la comunidad los intereses colectivos o grupales absorbían a los individuales, las nuevas relaciones, tras caer los antiguos lazos de lealtad, no son más vínculos de mercado, exclusivamente económicos.

Este nuevo individuo siente menos afecto tanto por sus jefes, -frente a los que no se siente vinculado-, como por sus vecinos, los cuales no son tales en el sentido social, muchas veces ni tan siquiera conocidos. Esto, sumado a la ausencia de la anterior red de contención, redunda en un creciente individualismo que dispone “a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus semejantes y a retirarse con su familia y amigos; de tal modo que, después de haber creado así una sociedad a su estilo, abandona de buena gana a si misma a la gran sociedad” (Chevallier, 1989).

Incluso, “la conversión de las relaciones humanas en mecanismos económicos objetivos daba al individuo, al menos en principio, cierta independencia” (Horkheimer, 1973); el relajamiento y pérdida de poder de las agrupaciones institucionales y sociales propias del feudalismo, abría el campo hacia una transición desde un pensar basado en autoridades externas tradicionales hacia un modo de pensar más autónomo e individual. La Modernidad puso, en un solo movimiento “la ‘liberación’ a la cabeza de su programa de reforma política y la ‘libertad’ a la cabeza de su sistema de valores” (Bauman, 2005a); los usos y costumbres, las célebres lealtades personales tradicionales, y los lazos comunales con sus consecuentes derechos y obligaciones; no eran ya más que grilletes que constreñían el libre desempeño de la propia iniciativa; principalmente la libertad individual de elegir y actuar. Surge entonces como consecuencia superestructural, tal como hemos señalado, una exacerbación de la idea de libertad, una reivindicación del sujeto como existencia independiente y como agente libre.

Vemos aquí la manera en la que el capital produce sus propios tipos subjetivos, que no son otra cosa que el resultado de su modo producción. Es en este sentido que al hablar de sociedad capitalista lo hacemos teniendo en cuenta que es una sociedad de dominación en tanto estructura las prácticas, altera las relaciones y las subjetividades.

Afectos

Los individuos devienen tales, y, por tanto, comienzan a reclamar una opinión, un querer y una conciencia propios; independientes de las consideraciones patrimoniales. Más aún, en ausencia de las guías de actuación propias de las redes de parentesco, las decisiones han de originarse necesariamente en estos últimos. Subvirtiendo el orden anterior, la Modernidad coloca al individuo tanto por sobre los parientes, la familia y la sociedad toda.

Es así que durante la Modernidad surge, tal como venimos señalando, una disminución del peso de la tradición, lo cual se traduce inmediatamente en una mayor autonomía: “el sentido del cambio se produce en términos de una pérdida de la tradición, de la comunidad y de la costumbre, y en nombre de la elección individual” (Bestard, 1998), al punto en que “la modernidad reemplaza la heteronomía del sustrato social determinante por la obligatoria y compulsiva autodeterminación” (Bauman, 2005a). La otra cara del individualismo es entonces la independencia responsable.

En la época moderna, el capitalismo y su correspondiente sistema de libre contrato en las relaciones laborales, adelantaron un sistema análogo en el ámbito de las relaciones de pareja, pues “se veía cada vez con mayor frecuencia a las relaciones humanas en términos económicos, gobernadas por las reglas del mercado libre” (Stone, 1989). La libertad de elección amorosa entonces bien puede ser vista entonces como un reflejo ideológico del surgimiento del libre mercado. Tal como dice Taylor:

“Desde este período, y en adelante, se produce la constante decadencia del poder que hasta entonces habían ejercido los padres y otros grupos más extensos de parentesco en la elección del cónyuge, y la elección pasa a ser progresivamente asunto de la pareja. Como siempre, el acento en la individuación y el compromiso personal colocan un lugar de mayor importancia el acuerdo contractual” (Taylor, 2006)

El matrimonio, tras la caída de las comunidades naturales, heredadas y dadas, pasa a estar basado en dos de las piedras de toque del ethos moderno; el contrato y el consentimiento entre individuos libres e iguales. La autonomía es colocada en un lugar central, por lo que los ideales del amor romántico no hacen sino reflejar a la perfección los valores emergentes de libertad y autorrealización.

Por otro lado, ante la organización racional de los asuntos públicos que hemos descrito, ante el dominio individualista e instrumental del trabajo, la economía y la sociedad en general; tiene lugar un deseo de arraigo en vistas a conseguir la coherencia y estabilidad perdidas; es así que lentamente, “la familia va camino de convertirse en el ‘refugio en un mundo desalmado’” (Taylor, 2006).

Ante la necesidad de “proteger a alguna porción de la humanidad contra esta fragmentación del alma, contra este poder absorbente del ideal burocrático de vida” (Giddens, 1977); el espacio conyugal se convierte en el lugar donde puede expresarse con mayor respetabilidad el sentimiento. La familia se erige como un recinto de amor y cuidados; como un espacio reservado a la afirmación emocional, al desarrollo de la calidez, un dominio donde es posible recibir apoyo y desarrollar sentimientos de seguridad en un mundo, por lo demás, cada vez más frío.

Esta erosión de apoyos externos implicó un mayor alejamiento de la familia central de la interferencia o apoyo tanto de los parientes como del resto de la comunidad, una reducción de la esfera de sociabilidad, de los contactos y lazos emocionales con personas fuera del grupo central. Las relaciones de parentesco adquirieron entonces un carácter exclusivamente personal, surgió aquí entonces una familia autoenclaustrada, que como contrapartida implicó un aumento en la lealtad en lo interno.

Así, es la propia esfera privada la que se convierte en el ámbito en el cual se pone en juego la realización personal; casarse –a la manera moderna- se convierte en un medio de afirmación de independencia y autonomía, de forjar una identidad. Por todo esto, la felicidad personal comienza crecientemente a buscarse en la intimidad doméstica.

Este tipo de matrimonio, era hijo del primer capitalismo, en tanto se lo pensaba, al igual que a las relaciones entre capitalistas y trabajadores, a la manera de un contrato vitalicio. Incluso, el horizonte de la vida marital de alguna manera se extendía más allá de la duración de la propia existencia, ya que justamente, la familia conyugal era pensada como el principal mecanismo a través del cual lograr continuidad en un mundo formado por individuos.

Capitalismo Tardío

El capitalismo, sobre la base de sus propias leyes de funcionamiento económico, amplía cada vez más la escala y el ritmo productivos; expandiendo consecuentemente los mercados. A través de la libre circulación de capitales, fuerza de trabajo y mercancías, ha conseguido la conquista de nuevos territorios, arrastrando hacia un mismo sistema social y económico –e incluso a veces hacia un mismo mercado de trabajo-, a los más diversos grupos culturales e incluso nacionales que existen. Su avance no se detiene hasta que no haya más mundo que volver capitalista. “El capital, movido por sus propias legalidades y necesidades internas, motoriza una historia progresiva hacia la mundialización” (Algranti, 2001), tal es así que “la expansión de la economía capitalista ha alcanzado finalmente la extensión global” (Bauman, 2005b).

Bajo estas influencias, los individuos concretos comienzan a verse crecientemente sojuzgados y sometidos por un poder extraño a ellos; que se revela en última instancia como el mercado mundial. Su propia capacidad de acción se ve mermada y arrollada por macroprocesos sobre los que no tienen ningún control. La individualidad pierde entonces su anterior base económica, pues el sujeto actual se atestigua como integrado a estructuras colectivas o institucionales más grandes.

Es así que nos encontramos en un estado de vulnerabilidad universal, la inseguridad y la fragilidad son parte del mundo que todos habitamos. Tal como afirma Elias,

“avanzamos a lo largo de la historia humana como los pasajeros de un tren que corre cada vez más rápido, sin conductor y sin posibilidad de ser controlado por los viajeros: nadie sabe hacia dónde es el viaje o cuándo será el próximo choque, ni qué se puede hacer para controlar mejor el tren” (Elias, 2000).

La entrada en este sistema macroeconómico global de interacciones más abierto y complejo, provoca, como dijimos, la entrada a un mundo económico cada vez menos previsible; al punto en que en nuestros días “el porvenir del individuo depende cada vez menos de su propia previsión y cada vez más de las luchas nacionales e internacionales libradas por los colosos del poder” (Horkheimer, 1973). La capacidad de realizar predicciones, formular hipótesis, o realizar previsiones económicas declina.

Es así que somos una generación signada por la constante “experimentación subjetiva de sentimientos de desprotección, abandono, incertidumbre e inseguridad” (Levita, 2001). La “precariedad, inestabilidad, vulnerabilidad son las características más extendidas (y las más dolorosas) de las condiciones de vida contemporáneas” (Bauman, 2005b). Estamos frente a un “enclave social desregulado, fragmentado, mal definido, de baja resolución, imprevisible, dislocado y ampliamente descontrolado” (Bauman, 2005b). Estos procesos “alimentan la incertidumbre y hunden a los sujetos en un ambiente social fluido y signado por el cambio” (Levita, 2001).

Pero este tipo subjetivo no está restringido a la competencia exclusiva del ámbito laboral, sino que en general, a lo largo y ancho del mundo posmoderno, el “pensamiento a largo plazo (y más aún las obligaciones y compromisos a largo plazo) se perfila efectivamente como ‘sin sentido’” (Bauman, 2005b), lo cual se extiende hacia todas las relaciones posibles; “la probabilidad de que uno encuentre mañana el propio cuerpo inmerso en una familia, un grupo de trabajo, una clase y un vecindario muy diferentes o radicalmente cambiados resulta hoy mucho más creíble” (Bauman, 2005a), generando un carácter cada vez más temporal, intercambiable y voluntario de todas las relaciones posibles.

Afectos

El lapso de una vida por lo tanto se fragmenta en una mera secuencia de episodios que son manejados de a uno por vez, pues. Y es por todo esto que las perspectivas concretas tienen una duración cada vez más breve, el futuro ocupa un lugar cada vez más chico dentro de las consideraciones personales. Asistimos al hecho de que la “‘precarización’ llevada adelante por los operadores del mercado de trabajo se ve auxiliada e instigada (y en sus efectos reforzada) por las políticas de vida” (Bauman, 2005a), justamente, las estrategias y los planes de vida se vuelven cortoplacistas, transitorios, versátiles y volubles, sin un alcance que exceda el de las próximas jugadas.

Es por todo esto que coincidimos con Bauman en que

“en la actualidad las cosas han cambiado, y el ingrediente crucial de este cambio multifacético es la nueva mentalidad ‘a corto plazo’ que vino a reemplazar a la mentalidad ‘a largo plazo’. Los matrimonios del tipo ‘hasta que la muerte nos separe’ están absolutamente fuera de moda y son una rareza” (Bauman, 2005a).

Cada vez resulta más difícil procurar que las relaciones salgan adelante en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad. Lo que prima es “el carácter temporario de la cohabitación y la posibilidad de que esa sociedad pueda romperse en cualquier momento y por cualquier motivo una vez que el deseo o la necesidad se hayan agotado” (Bauman, 2005a). Por esto, “la lealtad mutua y el compromiso tienen pocas posibilidades de brotar y echar raíces” (Bauman, 2005a). El amor confluente del que nos habla Giddens; “es un amor contingente, activo y, por consiguiente, choca con las expresiones ‘para siempre’, ‘solo y único’ que se utilizan por el complejo del amor romántico” (Giddens, 1995).

Apartado Final

Vemos aquí entonces la manera en la que el capital produce sus propios tipos subjetivos que no son otra cosa que el resultado de su modo producción. Es en este sentido que al hablar de sociedad capitalista en este trabajo lo hemos hecho teniendo en cuenta que es una sociedad de dominación no sólo en momentos puntuales sino en tanto estructurante, en tanto altera las prácticas, las relaciones y también altera los tipos subjetivos.

Bibliografía

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Weber, M. (1964) Economía y Sociedad, México, FCE.



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