Artículos

Los jueces de proximidad como agentes de gobierno: urgencias revolucionarias y construcción de legitimidad en la jurisdicción de Mendoza (Río de la Plata), 1810-1819

Eugenia Molina
Universidad Nacional de Cuyo, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 71, 2021

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 02 Junio 2021

Aprobación: 08 Julio 2021



Resumen: Esta investigación busca analizar la experiencia cotidiana de construcción de legitimidad en el marco del proceso revolucionario y el rol de las prácticas jurisdiccionales en ella. El foco puesto en los jueces de proximidad, es decir, aquellos que debían mediar en los conflictos cotidianos de sus vecinos, permitirá ver cómo se convirtieron también en agentes clave de los gobiernos locales a los fines del reclutamiento, la recaudación fiscal y la vigilancia política. En tal sentido, lograron articular sus funciones judiciales con las de policía, las cuales implicaron una creciente voluntad de control sobre la movilidad de la población de sus barrios junto con los gestos públicos y privados de sus residentes. Para ello se analizan diversas fuentes originales conservadas en el Archivo General de la Provincia de Mendoza.

Palabras clave: Justicia de proximidad, policía, legitimidad, revolución.

Abstract: This research aims to analyse the everyday experience of the construction of legitimacy within the revolutionary process and the jurisdictional practices in it. Focusing on the proximity judges, those who were to mediate in the daily conflicts among neighbours, will allow to show how they also became crucial agents in the local governments in terms of recruitment, tax collection and political surveillance. They managed to articulate their judicial functions with the police ones, which together implied a growing determination for controlling the mobility of the population in their neighbourhoods with both the public and private actions of their residents. Original sources kept at the General Archive of Mendoza are used for this analysis.

Keywords: Proximity justice, police, legitimacy, revolution.

La relevante producción historiográfica vinculada al estudio de las prácticas y representaciones de la justicia en un mediano plazo extendido entre las reformas borbónicas y la configuración de los órdenes políticos post revolucionarios en los territorios rioplatenses,[1] ha llegado a cierto consenso respecto de la persistente continuidad de ciertas instituciones judiciales tanto como de la vigencia de normas y doctrinas de origen indiano, incluso durante las incipientes organizaciones provinciales y aún durante el período constitucional posterior.[2] Así, si bien ya resulta claro que el gobierno por magistraturas (Garriga, 2004; Mannori, 2007) permitió navegar las movidas mareas revolucionarias y las aguas republicanas iniciales, también se ha reconocido que no se trató de una simple supervivencia sino que las resignificaciones introdujeron notables modificaciones en su contenido y en su sentido legitimador. En tal sentido, estudios notables han mostrado cómo el proceso revolucionario y posterior resignificó las instituciones judiciales tardocoloniales bajo un principio de legitimidad diverso, explicando los trayectos delineados en diversos casos provinciales (Barriera, 2014; Tío Vallejo, 1998, 2001). En esta última línea buscamos mostrar cómo el decurionato, instituto mendocino que heredaba la figura del alcalde de barrio de aparición más o menos reciente, adquirió un protagonismo clave para los gobiernos que se sucedieron luego de 1810, en tanto instrumento para la cimentación de la legitimidad de la causa de la libertad en esta jurisdicción.

En un estudio anterior indagamos en los modos en que cotidianamente se construía legitimidad en este territorio periférico de la Monarquía española en el último tramo colonial (Molina, 2014b). Allí pudimos ver que, si bien es indiscutible que la religión católica garantizaba un mínimo de obediencia a las autoridades, en la experiencia diaria, éstas debían negociar la subordinación de vecinos y moradores, acumulando trabajosamente su propio capital político. Ya en ese momento nos quedaron pendientes algunos interrogantes: ¿qué ocurriría durante la revolución, cuando la legitimidad monárquica fuera puesta en discusión, y aún en un momento, resultara decididamente rechazada? ¿cómo se lograría mantener la obediencia de los ciudadanos? ¿qué conceptos o valores servirían para lograr la traslación de la sumisión del rey a los nuevos gobernantes?

La renovación de la historia política aplicada al análisis del proceso revolucionario ha mostrado cómo las estrategias implementadas para convencer a la población de adherir a la causa fueron diversas y complementarias, desde los sermones patrióticos exigidos a los curas, pasando por la difusión y reproducción de formatos literarios de fácil acceso para un público amplio (prensa, catecismos), la conformación de una liturgia específica que fuese fijando la memoria revolucionaria y el estímulo de asociaciones que trabajasen la pedagogía cívica de sus miembros.[3] Junto a estas modalidades civiles, el reclutamiento en fuerzas milicianas o de línea creaba sus propias condiciones de inculcación ideológica; así, tal como han mostrado ciertas investigaciones, la experiencia militar permitió ir configurando una identidad rioplatense, distinta de la americana pero también superadora de las pertenencias locales de la patria chica, además de contribuir en la formación de cuadros políticos (Bragoni, 2005; Morea, 2016; Rabinovich; 2016). Y cuando la persuasión no fue suficiente, la represión hizo su parte, castigando las opiniones y comportamientos opositores, desplazando y recluyendo a los sujetos sospechosos e interviniendo a fin de cortar de raíz las supuestas o reales amenazas internas (Polastrelli, 2019). Lo interesante es que en todas estas estrategias parecen haber estado presentes jueces menores con diferentes jurisdicciones jugando un rol clave para garantizar su ejecución. Ello no es extraño, pues precisamente esto tenía que ver con su responsabilidad como encargados de la tranquilidad de sus cuadros de desempeño dentro de un paradigma jurisdiccionalista; sin embargo, nuestra hipótesis apunta a sostener que también se vinculaba con su propio ejercicio como agentes de los gobiernos de turno.

Nuestro trabajo estará organizado en dos apartados. En el primero de ellos describiremos en qué situación llegó la organización de la justicia menor en Mendoza a los años revolucionarios, y qué modificaciones se introdujeron en esta época en la trama judicial heredada. En el segundo reflexionaremos sobre las expectativas proyectadas sobre decuriones y comisionados a partir de un grupo de causas que fueron seleccionadas porque muestran muy particularmente casos de “mala versación” en el ejercicio del cargo, lo que permite ver qué esperaban de ellos las autoridades, pero también los gobernados. Usaremos documentación original conservada en el Archivo General de la Provincia de Mendoza (en adelante AGPM) en las secciones Gobierno, Poderes Ejecutivo y Legislativo, Sumarios Civiles y Militares, y Judicial Criminal. Se incluirán también fuentes éditas.

Jueces próximos, parcelación del territorio y orden público

Una pluralidad de jueces el gobierno de ciudad y campaña

Desde principios del siglo XVII el control sobre los delitos en los “yermos y despoblados” mendocinos estuvo a cargo de dos alcaldes de hermandad que anualmente eran elegidos por el cabildo. Tenían funciones como auxiliares de justicia en tanto debían llevar a los reos con sus respectivas sumarias hasta los alcaldes ordinarios para que estos les tomaran sus declaraciones, aunque además ejercían una justicia civil de mínimo monto.[4] Por su parte, los crímenes ocurridos dentro del casco citadino quedaban bajo la jurisdicción directa de los alcaldes de primer y segundo voto, quienes cumplían allí su rol como mediadores en las relaciones comunitarias (Sanjurjo de Driollet, 1995, pp. 194 y 201). Sin embargo, sobre el último cuarto del siglo XVIII se introdujo en esta trama judicial a los alcaldes de barrio, instituto que si originalmente había sido diseñado en su modelo madrileño para un ámbito estrictamente urbano como parte de una proyectiva racionalizadora del espacio para optimizar su vigilancia (Marin, 2017),[5] en Mendoza se orientó desde el principio indistintamente tanto a la ciudad como a la campaña.

En efecto, desde 1773 el cabildo comenzó a nombrar estos jueces, primero para zonas aledañas a la plaza central, y luego para parajes más alejados. Así, de los tres alcaldes para San Vicente (al sur), la Ciénaga (al noreste) y la Cañada a Alto Grande, pasó a elegir hasta nueve, incorporando el barrio de El Infiernillo (al sudeste), lo que luego sería el de San Miguel (al norte), Capilla de Nieva (al este), Chacras de Coria y Rodeo del Medio (ambos hacia el sur y sudeste a más de 15 km del casco). Para 1784, si bien el número había variado intermitentemente, lo mismo que los criterios para distribuirlos en el territorio, el cabildo había logrado un mínimo de equipamiento institucional bajo su propio control, por cuanto los jueces comisionados que podían pulular también por allí siendo designados por él mismo, también podían serlo por el corregidor, el gobernador y hasta el virrey, aunque sólo para tareas específicas en un espacio también puntual. En este sentido, en una política similar a la del ayuntamiento tucumano (Tío Vallejo, 2001, pp. 128-137),[6] el de Mendoza buscó extender sus propios delegados sobre la campaña circundante, remarcándoles en reiteradas ocasiones con motivo de su elección, que eran sus auxiliares y debían colaborar con la labor de mantener la paz y la armonía comunitaria, reprimiendo desórdenes o evitándolos en el mejor de los casos. En este sentido, la designación de los tres primeros sostenía que “por hallarse en los extramuros de esta ciudad muchas poblaciones a que no pueden los Jueces ordinarios y de la hermandad recurrir a reparar y evitar prontamente los desordenes” se les confería “la facultad necesaria para que cele, reprenda y apreenda en todos los casos crimenes los desordenes que se cometiesen”.[7] Sin embargo, desde 1785 la nominación de alcaldes de barrio desapareció de las fuentes (al menos de las actas u otros documentos capitulares), aunque sí puede verificarse que se siguieron nominando jueces territoriales con el título de “pedáneos”, sobre todo para los que ejercían su cargo en parajes alejados del casco urbano. Este fue el caso de José Pescara, quien en 1799 reclamaba al cabildo el pago de los gastos en los que había incurrido al llevar hasta la ciudad a un reo en su calidad de “Juez pedáneo, territorial y comisionado del Valle de Uco”, jurisdicción ubicada a más de 80 km al sur del casco urbano.[8] Del mismo modo, continuaron designándose comisionados tanto por el cabildo como por las otras autoridades superiores intendenciales, usándose a veces el nombre indistintamente con ese otro juez menor (Molina, 2010).

Simultáneamente a ello, en 1788 se iniciaba la refundación de la Villa de San Carlos, próxima al fuerte meridional que servía de vanguardia en la frontera indígena. Para ello se estableció un “juez poblador”, el cual reunía junto a sus funciones judiciales otras de gobierno, hacienda y guerra que debían permitirle el margen de acción necesario para lograr el asentamiento de un núcleo poblacional que acompañase la política de pacificación sostenida por el comandante general de fronteras, Francisco Amigorena. La consolidación de este asentamiento se mostró exitosa en el empadronamiento de fines de 1810, el cual reveló no sólo el establecimiento de un grupo de soldados afincados con sus propias familias, sino también de otro tipo de unidades en las que se practicaba una ganadería extensiva orientada hacia el comercio (Molina, 2008, pp. 10-12).

De hecho, en ese mismo momento, entre octubre y noviembre de 1810, durante la breve gestión del teniente de gobernador Moldes, el cabildo con acuerdo de éste tomó otras medidas que intentaron racionalizar el ordenamiento espacial, volviendo a incluir esta preocupación de equipamiento institucional dentro de la agenda política inmediata. En efecto, si, por un lado, hizo ejecutar el referido padrón de la población ubicada a más de 20 ó 30 km del casco urbano, por otro lado, definió los límites de éste,[9] replanteó las nominaciones de las calles citadinas exigiendo la colocación de carteles con los nombres y propuso el encuadre de la ciudad en cuarteles con alcaldes de barrio a su cabeza “para el mejor arreglo de la Poblacion, y mas pronta administracion de justicia”.[10]

La primera de esas medidas dio cuenta del fortalecimiento de una serie de asentamientos no sólo en el ya citado sur sancarlino, sino también por el este, siguiendo el Camino Real hacia el río Desaguadero, atravesando las postas y villorios que lo salpicaban a ambas costas del río Tunuyán desde La Ramada hasta Corocorto y desde éste hasta aquella vía fluvial que hacía de límite jurisdiccional con San Luis. Del mismo modo, las zonas de Barrancas, Barriales y Reducción, también al sudeste pero más cercanas a la ciudad, mostraban el desarrollo de diversos tipos de unidades productivas que permitían la subsistencia de arrendatarios, inquilinos, pequeños y grandes propietarios. Los territorios al norte y el oeste, en cambio, mostraban una mayor dispersión de moradores y una muy baja densidad demográfica, aunque su relevancia estratégica para el control gubernamental del espacio explicaría por qué, desde esta época, comenzaría a intensificarse también allí la vigilancia (Figura 1).

Parajes y núcleos poblacionales de la
jurisdicción mendocina hacia 1810
Figura 1
Parajes y núcleos poblacionales de la jurisdicción mendocina hacia 1810
Elaborado por el Geóg. Matías Ghilardi

En efecto, en el caso de la zona de Las Lagunas de Guanacache, al nordeste, lugar de tradicional refugio huarpe, la población tenía un tipo de patrón de asentamiento ribereño o costero. Este era disperso como estrategia de adaptación para obtener recursos de subsistencia basados en la caza y la recolección, pues la población originaria había abandonado parcialmente la agricultura en su proceso de aculturación, conservando sólo esas actividades y algunas otras tomadas de la cultura española colonizadora (Prieto, 1997-1998, p. 292). La escasa cantidad de habitantes recogida por el censo llama la atención de cualquier observador si se tiene en cuenta la persistencia con la que las autoridades coloniales habían intentado, sin éxito, integrar en al menos tres poblados a los residentes en ellas durante el último cuarto del siglo XVIII. Por su parte, al oeste, ya sobre la cordillera de Los Andes, existía alguna concentración de trabajadores en torno de la explotación minera, sumado a algunas unidades dedicadas a la ganadería extensiva con escasos residentes con muy débiles vínculos comunitarios. Sin embargo, como espacio de tránsito obligado para el cruce de la cordillera vio intensificada la vigilancia, sobre todo, cuando desde mediados de 1814 la derrota de la causa patriota chilena en la batalla de Rancagua impuso una coyuntura crítica. En tal sentido, recién llegado a Mendoza para asumir la gobernación intendencia, San Martín debió enfrentar la grave situación en la que dejaba a esta jurisdicción aquella derrota, por un lado, al tener que recibir, alojar y alimentar a los exiliados que comenzaron a cruzar la cordillera inmediatamente después de la batalla y en los días siguientes,[11] y por otro, porque a partir de mediados de octubre el derretimiento de las nieves habilitó la posibilidad efectiva de una invasión realista, al menos hasta abril siguiente, cuando nuevamente las montañas se convirtieron en una barrera natural gracias al frío y las nevadas.

La segmentación jurisdiccional de estos espacios alejados de la ciudad para la elaboración del registro de sus habitantes dio cuenta de una primera compartimentación con vistas a equipar territorios, en los cuales habían comenzado a designarse jueces que se encargaran en ellos de las mismas funciones que tenían los alcaldes de barrio, esto es, auxiliares de justicia, control y registro del movimiento de población, mantenimiento de la paz en las relaciones de convivencia, cuidado de la moralidad pública y también, ya desde ese fin de 1810, del reclutamiento y la recaudación, a la par que del control de las opiniones políticas con vista a detectar opositores y acciones subversivas. Así, no resulta extraño que el equipamiento político durante el resto de la década siguiera más o menos esas delineaciones jurisdiccionales utilizadas para designar los comisionados para ese empadronamiento de 1810.[12] En efecto, no sólo se consolidó la progresiva territorialización del Valle de Uco, con centro político en la villa de San Carlos, a cargo primero de un juez político y luego del mismo comandante general de fronteras (Molina, 2014a), sino también la del espacio oriental, por un lado, en torno de Corocorto, en donde también se fundó una villa con su propio juez,[13] por otro, en Barriales, con un equipamiento institucional de características similares (Molina, 2018), y finalmente en la amplia extensión de Las Lagunas (ver Figura 1), en donde se nombraron comisionados regularmente, pues las características de la flora y el relieve favorecían especialmente el ocultamiento de desertores y opositores.

Decuriones y comisionados: múltiples funciones en un contexto de revolución y guerra

Esa otra medida dispuesta durante la gestión del teniente de gobernador Moldes, la cual dividió a la ciudad en cuarteles a cargo de alcaldes de barrio, resultó fundamental y novedosa. Por una parte, porque hasta ese momento ésta había estado a cargo, como dijimos, de los dos alcaldes ordinarios; así, se tomaba una medida para miniaturizar el espacio urbano con vistas a una más eficaz vigilancia. Por otra, porque reintroducía un instituto que precisamente había sido proyectado en sus orígenes para optimizar el control de la población en sus más diversos aspectos, desde los sanitarios y morales, hasta los más vinculados con la movilización política. En sintonía con ello, un bando de octubre de 1810 ya había apuntado a estos aspectos al incluir la prohibición (con cierta insistencia) de los juegos de azar, galopar por las calles, portar armas y, por otro lado, la exigencia de presentarse al gobierno por parte de forasteros y transeúntes, de limpiar veredas y blanquear frentes.[14] En este sentido, es curioso que al poco tiempo de haberse establecido la alcaldía barrial, ella misma se hubiese convertido en protagonista de una efervescencia pública que mostraba cómo la revolución en esta periferia se hallaba muy conectada con el proceso político regional.

En efecto, para mayo de 1811 ya se había consolidado esa división citadina en cuarteles con alcaldes de barrio a sus cabezas, quienes para entonces parecían haber comenzado a designarse con un sentido sinonímico como “decuriones”, un nombre de clara ascendencia romana que daba cuenta de la referencia al discurso republicano (Molina, 2007, p. 275). El paso por la ciudad de Mendoza de algunos de los ex vocales de la Primera Junta, los cuales eran trasladados a sus lugares de confinamiento en calidad de presos, disparó una movilización que amenazó con adquirir tintes similares a la ocurrida en Buenos Aires los días previos del 5 y 6 de abril (González Bernaldo, 1990; Polastrelli, 2019, pp. 145-153). En tal sentido, un grupo de vecinos buscaron canalizar sus opiniones contrarias a la junta subalterna local a través de los decuriones de sus respectivos cuadros, generando una serie de rumores que terminaron con un sumario informativo (Martín, 1963). Lo interesante del suceso, no obstante, es que esos alcaldes que debían cuidar el orden en sus respectivos espacios de ejercicio se habían convertido ellos mismos en cabeza de una acción "subversiva" en la opinión de las autoridades superiores. Y si bien esta denuncia fue rotundamente negada por quienes fueron llamados a declarar, no deja de ser sugerente respecto del nivel de efervescencia pública de la jurisdicción, por lo que no es casual que un bando de comienzos de 1812 intentase mitigarla, a través de esos mismos jueces menores.

De tal forma, ese año comenzó con el dictado de una norma capitular en la que además de requerirse el cumplimiento de órdenes ya repetidas sobre el control de las relaciones comunitarias, se prohibía recoger firmas en el vecindario a favor de cualquier individuo o del cabildo, pues se estipulaba que ello debía hacerse por intermedio del síndico procurador; no obstante, también se enumeraba una serie de acciones que pasaban a considerarse opositoras o al menos sospechosas: hablar mal del gobierno, criticar sus medidas, brindar por los enemigos, hacer reuniones o juntas. En él ya aparecía el binomio “orden público” con un sentido que si remitía al “Gobierno político de esta Ciudad”, es decir, al sentido tradicional de "policía" como cuidado y buen mantenimiento de sus condiciones materiales, sanitarias y espirituales, ya introducía una alusión clara a la movilización pública generada por la revolución.[15] Así, sostenía que “deceando remediar en lo posible aquellos males que invertiendo el orden publico de esta Ciudad, son de peores resultas à la Sociedad” (el subrayado nos pertenece), precisando en los puntos 14 y 17 el control sobre las reuniones, las opiniones y las acciones vinculadas a los asuntos públicos.[16] Semanas después, un reglamento establecía disposiciones que, si en algunos puntos retomaban las viejas reglas de convivencia que venían exigiéndose desde la colonia (registro de residentes, ocupaciones, control de la movilidad de las personas, abasto de aguas), en otros daban cuenta del nuevo contexto político (entrega de armas, rondas nocturnas, evitar reuniones de los “enemigos del Estado”), reiterando expresamente el cumplimiento del ya citado bando de enero (Cit. en Acevedo, 1979, pp. 42-43). De hecho, otro documento del teniente gobernador Bolaños de abril de ese mismo 1812 volvía sobre la prohibición de “corrillos”, exhortando a la unión de españoles y americanos e imponiendo una estricta vigilancia sobre los discursos públicos, en el que además sostenía que, como era común la estrategia de muchos denunciados por los opositores de desdecirse ante el juez competente, estuviesen “entendidos que en asuntos de la Patria no seran tolerados por que la presuncion y los antecedentes de su ingrata conducta los acusa”.[17] Y todo este control era encargado al celo de los decuriones como responsables directos del cumplimiento de lo ordenado, a quienes, además, se les precisaban funciones de justicia de mínima cuantía limitadas a demandas verbales hasta $50, las cuales fueron confirmadas por el reglamento de 1815 sobre la capacidad jurisdiccional del decurionato (Acevedo, 1979, p. 49).

Pero a diferencia de otros contextos rioplatenses, en donde se mantuvo una distinción institucional según el territorio sobre el que se aplicaba, en la jurisdicción de Mendoza pronto se produjo una uniformización de las funciones y hasta del uso indistinto de decurión, alcalde de barrio y hermandad, para los jueces menores que ejercían su cargo en cuadros urbanos, aledaños a la ciudad o mucho más alejados de ésta.[18] En este registro, su número y ordenamiento espacial parece haberse estabilizado hacia 1814, tal como lo revela el censo realizado por orden del cabildo (Molina, 2008), tanto como el listado que aquel envió a San Martín en setiembre, en el que ya aparecían consolidados los 11 cuarteles urbanos con sus respectivos decuriones y los 37 de extramuros y campaña, entre los cuales se contaban desde los correspondientes a barrios cercanos como Infiernillo o San Vicente, hasta Barriales y Valle de Uco, bastante más distanciados (Acevedo, 1979, pp. 47-48), a los que hay que agregar los alcaldes de las Lagunas y Corocorto que no aparecieron en esa nómina pero se designaron regularmente desde mediados de 1815.[19] Sin embargo, a la par de estos alcaldes o decuriones se siguieron designando comisionados, cuya jurisdicción se definía a partir de la tarea específica encomendada y/o el espacio acotado sobre el cual debían desempeñarla. De tal forma, si en ese listado elevado al flamante gobernador a su llegada en 1814 aparecían consignados al final 8 comisionados con la especificación de sus respectivos barrios o parajes de ejercicio, también a fines de 1815 se designaba otro para el Valle de Uco, con amplias atribuciones y bajo dependencia inmediata al comandante general de fronteras (Instituto de Investigaciones Históricas y Disciplinas Auxiliares, en adelante IIHDA, 1942, p. 646).

Para entonces era claro ya cómo la revolución no sólo atravesaba las prácticas judiciales y las representaciones que las sustentaban, sino que las utilizaba como recurso de disciplinamiento en el marco de un contexto de guerra. En este registro, vimos cómo desde 1812 los tenientes de gobernador encargaron a los decuriones la vigilancia de las opiniones, los gestos y los comportamientos opositores. A su vez, un bando de Nazarre de enero de 1813 reiteró el control de gestos y discursos en relación con la causa, sosteniendo que en tanto el “espíritu publico se halla casi extraviado, y aniquilado por la diversidad de opiniones entre si contrarias, y destructoras del Systema de la libertad nacional”, determinándose que ningún individuo, de cualquier clase que fuera, podía “atacar la justicia de nuestra Causa, por hallarse ya sancionada por la opinion de las naciones imparciales, y por lo general de la America, bajo la pena de ser tratado como reo de estado”.[20] Además, de modo creciente los decuriones debieron informar sobre la opinión de los vecinos de su cuartel cuando las autoridades superiores lo solicitasen (IIHDA, 1950, p. 13). Así, la función de policía que también debían desempeñar ya no sólo tenía que ver con el sentido tradicional de “tranquilidad” sino con el nuevo sentido que “orden público” comenzaba a tener (Godicheau, 2017), pues se trataba de evitar reuniones que pudiesen desestabilizar las situaciones locales, incluso por medio de la palabra, tal como muestran los esfuerzos desesperados por mantener monopolizada la circulación de la información y el temor que despertaban los rumores como potenciales factores de desequilibrio político.[21] Se intentaba mantener al tanto a la población con la difusión oficial de noticias que dieran cuenta de la marcha de la guerra para evitar versiones contrarias, tal como un bando de noviembre de 1814 dictado por San Martín a fin de dar a conocer las victorias en el Perú, sosteniendo que “no queriendo privar a los abitantes de este Pueblo generoso de las dulces Sensasiones que sentirian con noticias tales”, y agregando que “los que quieran saber el por menor de las precitadas noticias ocurran a las diez de esta mañana a las Casas Consistoriales donde permaneceran los originales, y que sacandose copias autorizadas se fixen en los lugares de estilo”.[22] En este registro también, Geneviève Verdo (1998) ha analizado cómo un hecho que pudo haber sido anecdótico se convirtió en un delito procesado judicialmente, cuando un vecino comentó en voz baja y se burló en plena misa dominical de las exhortaciones del sacerdote a apoyar a las autoridades porteñas.

Sin embargo, a la par de estas responsabilidades sumaron otras. Una de ellas fue reclutar periódicamente hombres para las fuerzas de línea: a fines de 1816 los decuriones enviaban la lista de los no enrolados de su cuartel y los exceptuados (IIHDA, 1950, pp. CCXVIII-CCXXI), teniendo que perseguir a los desertores y convencer a la población del patriotismo requerido (IIHDA, 1950, p. LXXXIX). También fueron encargados de ejecutar los bandos que reprimían la traición a la causa o el colaboracionismo con el enemigo y recaudar los cánones exigidos por los gobiernos de Buenos Aires o por San Martín para la formación y mantenimiento del Ejército de los Andes (IIHDA, 1950, p. XC).[23] Incluso, desde 1815 asumieron un rol protagónico también en las prácticas electorales, siguiendo lo estipulado por el Estatuto de ese año, luego ratificado por el Reglamento de 1817, respecto de la elección de capitulares y diputados para el Congreso por medio de un sistema indirecto. En ese año y los siguientes encabezaron las mesas de las secciones que fueron diseñadas agrupando los cuarteles urbanos y algunos de extramuros, las que solían funcionar en la casa misma de alguno de los decuriones. En efecto, la nominación de los diputados provinciales en 1815 no sólo cumplió los requisitos de organizar el territorio en secciones, con mesas presididas por un capitular y los respectivos jueces menores, sino que se respetaron también los pasos siguientes de la normativa: reunión de electores en la sala capitular, elección de presidente y selección de diputados a simple pluralidad. También las votaciones para oficios concejiles respetaron las reglamentaciones, logrando una regularidad notable en 1818 y 1819 (Molina, 2015).

De decir justicia a ejecutar mandatos

Sin embargo, todas estas nuevas responsabilidades que los decuriones debieron cumplir los colocaban cada vez más bajo la subordinación de los tenientes de gobernador primero, y los gobernadores intendentes después. En este sentido, si bien es claro que eran elegidos anualmente por el cabildo y eran dependientes de los alcaldes ordinarios en materia judicial, y aun en algunas de las tareas que podían calificarse de policía en su sentido más tradicional (sanidad, limpieza, aguas, moralidad, registro de la población y control de peones), también es cierto que las exigencias de conseguir hombres para las fuerzas, recaudar cargas impositivas y vigilar opiniones y comportamientos políticos los colocaron bajo la égida gubernamental.[24] De hecho, conviene anotar que cuando el cabildo propuso a fines de 1810 el “acuartelamiento” de la ciudad y la designación de alcaldes de barrio, dejó planteados los carriles de esta subordinación, pues estableció que al teniente de gobernador correspondía dictar la instrucción que reglase a estos jueces y las facultades que habrían de otorgárseles.[25] Incluso, en la misma opinión de quienes ejercían el cargo parecía evidente que su decurionato era de una naturaleza distinta a la alcaldía de barrio que se había ejercido antes de 1810. Uno de ellos, quejándose ante el gobernador de que los alcaldes ordinarios les dieran órdenes, sostenía que la función de aquélla era de auxiliar de los alcaldes “en defecto de tropa, citan, aprenden, amarran”, por ello “se echaba mano de sugetos de escasos principios, y mas bien guapetones, que de conocidas obligaciones”, pero no era lo mismo con los decuriones, “porque se ve que han sido nombrados, a lo menos dentro de la Ciudad, sugetos de consideración”, y como los alcaldes estaban acostumbrados a tratarlos como mandatarios, hacían lo mismo con los decuriones, siendo eso “una humillación”.[26]

En este sentido, si la aceleración del proceso político iniciado en 1810 favoreció este desplazamiento de la subordinación desde el cabildo hacia el gobierno, la gestión sanmartiniana terminó por consolidarlo. Fue San Martín quién en el contexto de organización de la defensa ante una potencial invasión realista desde Chile primero, y de la formación del Ejército de Los Andes después, terminó por convertir a los decuriones en agentes gubernamentales. Así, a comienzos de 1816 dejó en claro algunos puntos al respecto en un oficio al cabildo sanjuanino en respuesta a una consulta que éste le había hecho sobre los límites de la jurisdicción de su regidor juez de policía. Allí sostuvo, habiendo consultado al asesor letrado, que “reuniéndose la autoridad en el teniente gobernador el conocimiento de las 4 Causas, es indudable que a este corresponde el ramo de policía, y que los jueces de él, aunque facultados, y con jurisdicción son dependientes de aquel”. Incluso, iba todavía más allá al sostener que “Debe conferirse a la Sociedad unos brazos auxiliares de los Gobiernos que aunque con extensa jurisdicción estén ceñidos al discernimiento del Superior o primer Gefe de aquella”, fundamentando esta cadena de mando en que “Seria muy funesto si en una asociación y cerca de un mismo objeto se multiplicasen las jurisdicciones iguales y reunidas: es preciso haya su escala para que oyendo a los agraviados se contenga la arbitrariedad” (IIHDA, 1950, pp. 28-29). Y si bien aquí se refería en específico al caso sanjuanino, es claro que también lo aplicaba por extensión al mendocino, más aún cuando aquí residía no un delegado sino el gobernador intendente mismo.

De este modo, como vimos, hasta en materia judicial dejaba abierta la puerta para exigir la dependencia de los decuriones como auxiliares en delitos que estuviesen determinados por cuestiones de interés para la guerra (ocultación de armas,[27] discursos subversivos, albergue de desertores y opositores), tanto como en casos criminales que, dada la amplitud del fuero militar debido a la incorporación progresiva de la población masculina en las fuerzas de línea o miliciana,[28] hacía que cada vez más un creciente elenco de vecinos y moradores debieran seguir los cauces de una justicia que pasaba al auditor de guerra y, en última instancia, recalaba en la máxima autoridad gubernamental.[29]

De hecho, semanas después de ese oficio al cabildo sanjuanino, en la reprimenda que San Martín hizo al mendocino por su atraso en el envío del listado de decuriones de 1816, despejó cualquier duda respecto de la vinculación de éstos con la esfera del gobierno, al sostener que sin la sanción de éste el nombramiento capitular no era efectivo. De tal forma, afirmaba que él no podía impartirles las órdenes por ignorar en qué sujetos había recaído la designación, habiendo pasado ya dos meses de su elección y cuando “sus facultades son quimericas no habiendo recivido la sancion del nombramiento por este Gobierno” (IIHDA, 1950, p. 100).

En este marco, los libros copiadores conservados hasta hoy dan cuenta de una regular correspondencia, casi diaria en algunas coyunturas, a través de la cualSan Martín primero y Luzuriaga después, detallaron a los decuriones las tareas que debían cumplir en cada una de sus jurisdicciones (IIHDA, 1950, pp. 25, 77, XCI-XCII), los reprendieron por sus faltas en forma personalizada, les exigieron el mayor celo en sus labores (IIHDA, 1950, p. LXXXIX.) y los comisionaron, a su vez, para cuestiones específicas, ya fuera auxiliar al constructor del batán del ejército (IIHDA, 1950, p. 13), colaborar con la obra de una acequia (IIHDA, 1950, p. 76), o enviar gente a charquear carne para el ejército (IIHDA, 1950, p. 79).

Como se ha visto hasta aquí, el decurionato nacido dentro de un paradigma de “gobierno de jueces” comenzó a transitar trayectorias novedosas, tanto en su línea de dependencia jerárquica como en el contenido de las responsabilidades que se le sumaron a las de justicia y policía que ya ejercía, incluso resignificando esta última función. Toda esta trama de cargas que los decuriones debieron cubrir durante los años que transcurrieron entre fines de 1810 y 1819, tendría que ver, no obstante, con un elemento clave para el éxito de la causa revolucionaria: la construcción de su legitimidad.

Urgencias de guerra, control de los discursos públicos y “buen orden”: el poroso límite entre el cumplimiento del oficio y el abuso de autoridad

La progresiva militarización de la sociedad local, acelerada desde mediados de 1814 por la derrota patriota chilena que amenazó con traer el escenario de la guerra al lado oriental de Los Andes, generó un complejo problema para la construcción de legitimidad a los gobiernos revolucionarios.[30] En este sentido, si la vigencia de un paradigma de “gobierno por magistraturas” seguía vigente, del mismo modo que también persistía una concepción estamental de la sociedad en la cual la calidad socioétnica definía el status jurídico de las personas, ello estuvo atravesado por la consolidación de una por momentos novedosa noción de “orden público”, conectada con la creciente tendencia a concebir el poder gubernamental como una capacidad ejecutiva que buscaba imponer sus ordenanzas sobre un determinado cuerpo social.[31] Es claro que se trató de una situación de emergencia dada por un contexto de guerra que requería ingentes cantidades de hombres, dinero y artículos para sostener las fuerzas militares y formar los cuadros milicianos. Sin embargo, no se puede dejar de marcar cómo, al menos desde 1812 y con mayor sistematicidad desde 1814, las sucesivas autoridades locales intentaron controlar opiniones públicas y privadas, las conductas y la circulación de la información con vistas a fortalecer la credibilidad de la causa de la libertad y, con ella, obtener la obediencia de una población cada vez más afectada por los enrolamientos y el pago de cánones diversos. Y para ello apelaron a los jueces menores, quienes debido a su proximidad a la gente estaban habilitados para una vigilancia más eficiente[32] para el cumplimiento de las órdenes del gobierno (Barriera, 2019, pp. 695-736). En este sentido, aplicando al contexto revolucionario lo que Jaime Valenzuela Márquez (2001) ha planteado respecto del régimen colonial, no se trataba sólo de vivir dentro de un nuevo orden político (pp. 101-102), el cual por momentos se decía republicano y por otros prefería más insistir en su ruptura con el pasado español,[33] sino de hacer creer en el poder de quien lo detentaba y en la legitimidad con la cual lo ejercía.

En este marco, hemos seleccionado tres expedientes judiciales que se iniciaron a partir de sucesos ocurridos en cuarteles rurales, esto es, alejados en mayor o menor medida del casco urbano, con el objeto de mostrar que la incidencia de la vigilancia ejercida por los decuriones era constante también en territorios distantes de la sede del gobierno intendencial, en la medida en que éste mantenía un control regular sobre estos agentes subalternos. El análisis busca dar cuenta de varias cuestiones a las que nos hemos venido refiriendo: por un lado, el rol clave que seguían teniendo esos jueces menores y comisionados en la trama de las relaciones comunitarias, vinculado con el sentido tradicional de “pública tranquilidad” y “buen orden”, función que había decidido la implementación de la alcaldía de barrio tanto a nivel local como en otros ámbitos hispanos y americanos (Godicheau, 2017; Marin, 2017), y cómo quedaba aquí reconfigurada en el decurión revolucionario; por otro lado, ayudará a mostrar en qué medida las cargas que la guerra impuso a la población en general, y a algunos sectores en particular, generó quejas que hacían temer una crisis de legitimidad, y con ella de la obediencia; y por último, observar de qué forma las responsabilidades de estos jueces menores creaban ciertos márgenes de acción que habilitaban conductas abusivas, las cuales aún denunciadas por las víctimas no dejaron de ser consideradas correctas por aquéllos en cuanto estaban convencidos de que estaban cumpliendo con su deber, y si bien es claro que pudo haber en esto algo de estrategia de defensa judicial, los vericuetos de los sumarios muestran algo más que esa simple conclusión.

Haremos, entonces, una breve descripción de los casos tomados como observatorio, primero, para después intentar reflexionar sobre los aspectos enunciados.

Reclutamientos negociados, una joven desenfrenada y una acequia desbordada

En diciembre de 1815 se inició una causa al decurión del cuartel rural número 2, Norberto Álvarez, al teniente de alguacil de la ciudad, Damián Álvarez, y al comisionado Manuel Toledo por “mala versación en sus empleos”, la cual fue llevada en el marco de la justicia militar con sentencia final del auditor de guerra.[34] Se los acusaba de haber cambiado un “hombre de bien”, “vezino” de la ciudad y “útil al Estado”, Robustiano Lezcano, por un vago y malentretenido, “mediando una corta gratificación” cuyo cobro generó problemas debido a la resistencia del beneficiado al pago de su rescate. Pero el asunto implicó también al alcalde de segundo voto, quien exigió el saldo de la deuda y finalmente la prisión de aquel por la continuidad de su renuencia a cumplir con el compromiso. Más allá de las diversas versiones que presentaron cada uno de los reos, y aún los testigos (entre ellos el teniente de decurión del cuartel rural número 17), salta a la vista una serie de puntos sobre los cuales debemos prestar atención.

En primer lugar, hay que marcar el hecho de que, según las confesiones, parecían comunes estos intercambios de reclutas sin conocimiento de la superioridad ni órdenes previas. De tal forma, el decurión Álvarez había ido inicialmente al cuartel a liberar a un peón de su cuñado cuando se encontró con la mujer que le solicitó llorando su mediación para sacar a su yerno; pero también el teniente de alguacil se había acercado por otro encargo de salvataje que no se había concretado sólo porque ya el sujeto en cuestión había logrado salir del servicio. De hecho, en uno de los traslados del proceso, el primero alegó como argumento que él era decurión y, como tal, estaba facultado para reclutar vagos, con cuyo pretexto pudo tomar “iguales arbitrios sin necesidad de valerme de otros”; es decir, que se hallaba convencido de que podía hacer estos cambios apoyándose en su propia jurisdicción.

En segundo lugar, conviene atender a que si, por un lado, el decurión y el teniente de alguacil decían estar convencidos de que con estos reemplazos de hombres cumplían con sus obligaciones, por cuanto no disminuían la recluta asegurando al mismo tiempo que los hombres de familia fueran reemplazados por ociosos, por otro lado, evidenciaron en sus testimonios la sospecha de que sus conductas, quizá correctas desde el punto de vista de la armonía comunitaria, no se ajustaban a las normativas vigentes. En este registro, era claro que una acción podía ser considerado legítima no siendo legal, si entendemos esto último como estipulado por la ley o la norma dictada. Así, podía basarse en la costumbre del lugar y las prácticas habituales, en cuanto si bien la ley se iba muy lentamente imponiendo como principal fuente de derecho, seguía negociando con otras fuentes su primacía sobre el cuerpo social. En el argumento del decurión y el alguacil el bien público se ubicaba por encima de cualquier bien particular, de allí que consideraran más beneficioso restituir un hombre honrado a su familia aún a costa de actuar sin ordenanza previa. En palabras del segundo de ellos en uno de los traslados de la causa: si bien se decía que él había presionado para que el recluta pagara por su libertad y así que se veía “suena un delito”, solicitaba que “desmembremos el suceso”, sosteniendo que, visto con detalle, trocar un hombre que podía ser útil a la sociedad sin ser soldado por otro más propio para ese destino, no parecía ser un crimen sino una virtud. Y si se puede alegar que con ello sólo buscaba defenderse en el teatro judicial, el hecho de que también quedase implicado un alcalde de segundo voto que no obtenía nada del cambio de reclutas, da cuenta de que esa confusión entre lo legal y lo legítimo estaba en el ambiente, lo que claramente se vinculaba con las nociones vigentes sobre lo justo y lo injusto atravesadas por el discurso revolucionario (Brangier, 2013). Cuando el alguacil Álvarez intentó convencer al comisionado Toledo de repartir el monto convenido con Lezcano por la entrega de un vago para reemplazarlo, aquel le había dicho que “si en ello no le deparaba un perjuicio podría acceder à su empeño”, a lo que aquel respondió que asumía la responsabilidad y “que nada temiese”; de hecho, el mismo alguacil en su interrogatorio sostuvo al comienzo la inferencia de que su prisión se debía al trueque de un vago por un honrado avecindado que había realizado, pues se persuadía “de que no había permiso para esos cambios”.

En tercer lugar, sí fue indubitable la gravedad con la que estos comportamientos fueron evaluados por la superioridad, por cuanto los interpretaron como conductas que desacreditaban la autoridad que conferían las jurisdicciones que ejercían, poniendo con ello en entredicho la justicia de la causa y la legitimidad del orden político que la revolución intentaba construir para reemplazar al régimen colonial. Tal como decía el fiscal en su primer dictamen,

si los ejes para la conservación del orden publico se corrompen, y en su tiempo; no se les aplica el deseable remedio de la corrección; la salud comun no menos que la buena opinión del que debe cuidar de ella seguiran seguramente los males que se dexan veer bien a las claras.

De tal modo, sostenía que debía reconvenirse al decurión Álvarez para que en el futuro se abstuviera de hacer “propuestas” que “no debe desconocer subersivas del orden è injuriosas a la recta administración de justicia”. Con esta amonestación, el castigo del alguacil y el comisionado[35] creía el fiscal que el “Publico quedara satisfecho del escrupuloso zelo del Gobierno y rectitud de sus intensiones”. Sin embargo, en un segundo dictamen, el fiscal a cargo contextualizó políticamente el delito de prevaricación y su castigo con la exoneración del cargo, situándolos dentro de un régimen republicano; de tal forma, afirmaba que en tanto la infamia sobre la opinión del ciudadano era más intensa en éste que en uno monárquico, debía moderarse la punición de los jueces implicados. De todos modos, el auditor de guerra los consideró “corruptores de la magistratura que desempeñan” y, por tanto, acreedores a 15 días de servicio en el fuerte de San Carlos más el pago de una multa que se entregaría a Lezcano “en reparación de los perjuicios” sufridos, debiendo llamarse la atención al alcalde de segundo voto, quien no sólo no dijo nada sobre los reemplazos no autorizados, sino que incluso llegó a apresar a aquél recluta por no pagar su rescate, sirviendo esta reprimenda para que en adelante “regle mejor sus conceptos” dada su jerarquía judicial.

Muy pocos días después del inicio del proceso anterior, en enero de 1816, una serie de sucesos en la villa de Corocorto también fueron objeto de un sumario, en el cual si, por un lado, se denunciaron los dichos escandalosos contra la causa manifestados por una joven doncella, por otro, se dejó abierta la sospecha acerca de los posibles abusos del juez de ese paraje. En efecto, en un oficio dirigido al cabildo en ejercicio de la gobernación, el alcalde Juan Díaz daba cuenta de varios hechos ocurridos en su jurisdicción, entre ellos, las declaraciones sumariadas de la conducta del europeo Ramón Mayán y su hija Lucía, la cual había vertido palabras delante de él y otros, y a pesar de sus reconvenciones había persistido en sus dichos, por lo que le parecía que su delito era “ya de mas Cuerpo”. Además, el juez agregaba su opinión de que a los españoles sólo debía dejárseles los bienes estrictamente necesarios para su subsistencia, pues de lo contrario “todo lo quieren componer con regalos” y no permiten los azotes, cuando “conozco Señor que para estos irreconciliables enemigos no hay medio de humanidad, y buen trato” para atraerlos a la causa ni para contenerlos.[36] ¿Qué había ocurrido?

Al parecer el problema había comenzado cuando una conversación sobre cierta carga de tejidos que venía desde San Luis provocó los polémicos comentarios de Lucía; así, al decir uno de los concurrentes que creía que aquella tenía contribuciones para el gobierno, la joven había respondido que ya éste le había quitado a su padre unos potreros y que a los “sarracenos” se les robaba. Ante esto, uno de los asistentes le había replicado que también los americanos pagaban sus cánones, lo que aquella negó rotundamente, generando la intervención del alcalde Díaz, quien intentó aplacarla, aunque provocando el efecto contrario, pues la chica sostuvo que nadie la hacía callar y que aun cuando la ahorcasen no cerraría su boca. Y no resulta un dato menor que todo esto ocurriera en plena calle. De hecho, siguió firme en su posición, en tanto en su testimonio afirmó que sus dichos contra la patria y el gobierno los había expresado “de su propio motivo”, no por consejo o enseñanza de algún europeo o americano . Frente a esta situación, el citado alcalde la condenó a 25 azotes, y su padre para evitar su aplicación intentó conmutar la pena por unos animales,[37] asegurando a algunos interlocutores que si Díaz no aceptaba el arreglo iría ante el gobierno para dar cuenta de que éste intentaba castigar a su hija solo porque la andaba “solicitando”, hecho del cual ya se había quejado ante el cura. Lo cierto es que llegaron ante el cabildo tanto la querella de don Ramón denunciando al juez de Corocorto de intentar seducir a la joven “escandalizando aquellas gentes”, como la sumaria de éste, quien había logrado adelantarse para limpiar su nombre antes de que llegara la acusación, todo lo cual pasaba a manos del gobernador intendente para que dispusiese lo que creyese conveniente.

En este caso, también hay varias notas para marcar que son pertinentes a nuestro objeto. Por una parte, muestra cómo las contribuciones eran materia de conversación pública y de discusiones para criticarlas o para sostener su legitimidad como medio necesario para defender a la “patria”, convirtiéndose en piedra de choque de la resistencia de los vecinos y moradores a obedecer los reiterados llamados al sacrificio común. Por otra, revela que el mutuo control de las opiniones se había convertido en una práctica comunitaria habitual, ya que los testigos intentaron definir su postura frente a los dichos subversivos de Lucía, sobre todo el alcalde Díaz, quien por su cargo debía vigilar con celo este tipo de discursos y estar atento a la detección de verdaderos opositores más allá del acaloramiento de una discusión. Finalmente, esta causa da cuenta de que el mismo orden revolucionario fue generando intersticios por los cuales los sujetos pudieron desplegar sus estrategias para lograr fines personales o públicos; así, si don Ramón había pensado negociar la conmutación de la pena con el juez intercambiando animales por azotes, éste mismo, “prevalido mas de la autoridad que del cariño”, pudo quizá intentar usar su vara para obtener el beneplácito de una doncella, además de apelar a la amenaza de aquel castigo para presionar al padre a fin de que denunciase una trama de traidores que suponía se escudriñaba en una carta hallada en su poder. En definitiva, las necesidades de la patria parecían autorizar una serie de conductas cuya legitimidad resultaba dudosa para los mismos que las ejecutaban o las sufrían.

El tercer expediente en análisis se inició varios años después de los dos anteriores, a mediados de 1819, cuando la causa parecía ya consolidada.[38] También en este caso se trataba de salir al cruce de palabras injuriosas al gobierno en un contexto semipúblico e intermediando la presencia de un juez menor, en este caso un comisionado cuya jurisdicción, sin embargo, no fue puesta en duda ni disminuida por ninguno de los implicados; por el contrario, todos reconocieron el ejercicio y portación de su vara. El conflicto que generó la denuncia, la cual quedó como las otras bajo la esfera del gobernador intendente, había ocurrido en la flamante Nueva Población establecida en Barriales, cuando un vecino llamó al juez para que contuviese la inundación de la acequia a la altura de su casa y, presentándose éste, solicitó a los asistentes que colaborasen para frenar el derrumbe que amenazaba con extender las aguas por los alrededores. En este contexto, el teniente comisionado, José Vargas, luego de intentar convencer por las buenas a Teodoro González (un prisionero chileno destinado a ese lugar) de que ayudase en la reparación de la toma y el tapiado, intentó forzarlo y como éste se resistiera con arma en mano, lo amarró. Luego de estos sucesos, el vecino José Salomón, bajo cuya subordinación estaba el chileno al parecer, intervino a favor suyo, desatándolo mientras gritaba “Viva el Rey” y profería insultos contra las autoridades. De hecho, volvió a defenderlo en una contienda que se planteó más tarde con un soldado, complicando aún más la mala opinión con la que ya contaba en el vecindario, sobre todo cuando unos momentos antes había celebrado las expresiones del chileno cuando dijo “me cago en la Patria, en el Juez y Cabos” (o “en la patria y los que gobiernan” según otros testimonios).

El dictamen final sostuvo que un “tan grave delito” como el de González no era excusable por la embriaguez que decía tener al proferir los dicterios; era necesario imponerle, entonces, una pena arbitraria que sirviese de escarmiento a los individuos de “esta Nueva Población”, ya que “estando en los principios de su creación debe organizarse estableciendo el mejor y mas imponente orden”. En virtud de ello establecía que debía ser paseado por la calle de la villa por espacio de dos cuadras con una mordaza en la boca, reforzándosele el servicio al que estaba sometido por su calidad de prisionero, y precisándose que el juez debía ejecutar la sentencia en presencia de todo el vecindario y del resto de los presos para que les sirviera de prevención. El sentido ejemplificador de este castigo era claro, pues usaba como escenario a las calles de la villa en vías de construcción y apelaba al sentido literal de la mordaza como censura de discursos indeseables.[39] En cuanto a Salomón, debido a la odiosidad a la que se había hecho acreedor y a su conducta en este hecho puntual, lo mandaba a salir de aquélla, “donde la uniformidad y unión de sus vecinos debe reglar sus operaciones”.

Como muestra este caso, el rol de los jueces menores ya no sólo tenía que ver con mantener la paz de las relaciones comunitarias (la cual Salomón reiteradamente había afectado tal como demostraban las quejas de sus vecinos recabadas por el juez territorial de la Nueva Población), y la buena conservación de los lugares comunes (en este caso el derrumbe inminente de la acequia). En efecto, tenían un papel clave también en la construcción de un orden político en el que la patria y la justicia conformaban los fundamentos de la legitimidad que sostenía al gobierno, por esto, defender ambas no sólo en los hechos sino también en las palabras era su responsabilidad, en tanto en ello se jugaba la obediencia de quienes se debía gobernar.

Sin embargo, estos tres casos han mostrado algo más, esto es, que precisamente esa obediencia debía ser negociada más allá de las declaraciones rimbombantes de bandos y reglamentos. De tal forma, queda evidenciado como la coacción no garantizaba la subordinación de la población. Los jueces menores debían prever que su ejecución de las órdenes o el cumplimiento de sus tareas podía generar rechazos abiertos o tácitos, evasión o simplemente indiferencia, desplegando su agencia a partir de una evaluación de todos estos posibles efectos según la trama de factores sobre la cual debían actuar.[40] En tal registro, fueron reiterados durante la década los intentos de las autoridades superiores por dotar de prestigio “desde arriba” a este instituto; así, si a comienzos de 1812 se recordaba en un bando que “la persona de los Decuriones será respetada y considerado con respeto al distinguido cargo que exercen de veladores de la salud publica”,[41] tres años después el cabildo incluía en su reglamento para los decuriones un artículo específico al respecto, en donde sostenía que,

Para que en todo tiempo conste el distinguido mérito que contraen los decuriones desempeñando con eficacia las pensiones que demanda la presente Instrucción (el que a más de atraerse la estimación de los demás ciudadanos, ratifica el apreciable distintivo de un buen vecino amante de su Patria) se asentarán por acuerdo en los libros del cabildo los nombres de los individuos que hayan servido a satisfacción tan importante cargo anualmente (Acevedo, 1979, pp. 49-50).

Consideraciones finales

La continuidad del paradigma jurisdiccional durante los años siguientes a 1810 resulta hoy indiscutible, tal como el consenso historiográfico ha sostenido al respecto. Este trabajo se integra en él pues nuestro análisis ha intentado mostrar cómo, si la justicia había sido durante el orden político colonial el engranaje que lo sostenía, justificaba y reproducía, aquella siguió siendo clave durante la esforzada configuración del régimen revolucionario. Sin embargo, creemos que ello no quiere decir que no se produjeran transformaciones, tanto a nivel de las prácticas como de las representaciones, en la medida en que las relaciones sociales se hallaban atravesadas por muy diversos procesos (entre ellos una amplia militarización), que hacen impensable considerar que el “gobierno de jueces”, tal como había sido heredado, persistiría con las mismas características.

En efecto, los anteriores alcaldes menores, rebautizados como decuriones (nombre de aire clásico que en sí ya mostraba el impacto del discurso republicano reflotado por la retórica revolucionaria), desempeñaban funciones de policía y justicia de mínima cuantía que remitían a la noción de armonía comunitaria y regulación de las relaciones cotidianas, pero que ya habían reflejado el intento por organizar mejor la vigilancia de la población, el cual impulsado por las reformas borbónicas, continuó durante el contexto posterior a 1810. Sin embargo, había dos cuestiones en las que las varas de estos jueces menores se vieron afectadas por la marcha política de un tiempo en el que la aceleración de la movilidad espacial y social de la población se incrementó.

Por otro lado, si bien los decuriones siguieron siendo elegidos por el cabildo, progresivamente pasaron a desempeñarse dentro de la esfera del gobernador, en cuanto éste utilizó su gestión como medio para lograr que sus disposiciones llegasen a conocimiento de todos y fueran cumplidas también por todos. La nutrida correspondencia cotidiana de San Martín, pero también de Luzuriaga, revela el estrecho lazo que unía la trama de jueces menores con quien ejerciera el gobierno. Todo ello contribuía a fortalecer la noción de orden público vinculado con un poder que intentaba y lograba con diverso éxito imponer sus medidas a todo el cuerpo social, el cual seguía conformado por sujetos cuyo status jurídico dependía de su calidad socioétnica y cuyas tramas relacionales les otorgaba diferentes capitales sociales, pero que de a poco comenzaba a ser integrado en un inédito proyecto político mediante la persuasión o la fuerza.

De tal forma, los esfuerzos por construir legitimidad realizados por las autoridades revolucionarias tuvieron en los jueces menores un recurso fundamental por cuanto su cercanía a la población les permitía un conocimiento concienzudo de las relaciones comunitarias, en las que el impacto de la revolución y la guerra fue rotundo, lo cual conformaría una pesada herencia para los gobiernos provinciales posteriores a 1820.

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Notas

[1] La Historia de la justicia ha tenido en las últimas décadas un importante desarrollo, diversificándose en nuevas líneas de abordaje y entrando en proteicas relaciones tanto con la Historia del Derecho como con la renovada Historia Política. Darío Barriera (2019) ha reconstruido los trayectos de esos encuentros dentro del campo historiográfico argentino, marcado por muy diversas coyunturas político-ideológicas y por diferentes experiencias institucionales (pp. 43-213). Las potencialidades explicativas ofrecidas por la vía de la justicia a los análisis de lo social, a su vez, han sido analizados por Tío Vallejo (2011).
[2] Las persistencias jurídicas y judiciales indianas articuladas de diversos modos con las novedades revolucionarias y posteriores, ya en el marco de las configuraciones provinciales, han sido remarcadas por minuciosos trabajos de Alejandro Agüero (2010,2011). También Romina Zamora (2019) ha abordado cómo los lenguajes y las representaciones del orden jurisdiccionalista se conjugaron con el discurso constitucional.
[3] Sería imposible dar cuenta en una nota de la enorme producción en torno de Mayo, el proceso revolucionario y la independencia en sus diversas líneas de abordaje, estimuladas, aún más, por los debates de los bicentenarios. Un interesante balance en Ternavasio (2016).
[4] Un análisis exhaustivo de este instituto ha sido realizado por Barriera (2019, pp. 341-386), mostrando cómo se desplegó desde su origen español, su aplicación en los territorios rioplatenses hasta su desaparición con los cabildos en el período pos revolucionario. Su análisis parte de una lectura que, sin perder de vista el estudio de caso sobre Santa Fe, no deja de establecer una clave comparativa con los rasgos que asumió en otros contextos.
[5] Godicheau (2017) ha mostrado cómo la experiencia en Cuba en años anteriores pudo servir como laboratorio para verificar el uso de institutos judiciales menores a los fines de la vigilancia social en el marco de cuadros barriales de ejercicio, dando cuenta de una efectiva circulación de modelos institucionales al interior de la Monarquía.
[6] En el caso del cabildo santafesino, el nombramiento de alcaldes de hermandad y otros comisionados fue estratégicamente utilizado para generar o confirmar derechos jurisdiccionales sobre los territorios disputados por los gobiernos bonaerenses (Polimene, 2011).
[7] AGPM, colonial, carp. 22, doc. 10 y 11.
[8] AGPM, colonial, judicial criminal, carp. 2-G, doc. 7. En otras jurisdicciones rioplatenses fue clara desde el comienzo de su implementación la diferenciación entre alcaldía de barrio para el casco urbano y pedánea para el territorio rural (Díaz Couselo, 2002; Romano, 2004; Tío Vallejo, 2001, pp. 116-137).
[9] AGPM, colonial, carp. 18, doc. 11.
[10] AGPM, colonial, carp. 18, doc. 11.
[11] AGPM, independiente, carp. 283, doc. 11.
[12] Seguimos aquí las consideraciones de Darío Barriera (2009; 2014) respecto de que, por un lado, el equipamiento institucional de una extensión permite convertirla en espacio político y, por otro lado, que el mismo concepto espacio puede distinguirse del de territorio en la medida en que éste último implica una trama de relaciones entre el suelo, la población que se ubica en él y las autoridades que ejercen funciones del cuerpo político con el que aquella se identifica.
[13] AGPM, independiente, carp. 1, doc. 5; carp. 493, doc. 10; carp. 237, doc. 45, 46 y 53.
[14] AGPM, independiente, carp. 198, doc. 1.
[15] Se han analizado las tramas semánticas en las cuales el término “policía” se desplazó desde las reformas borbónicas a la revolución, marcándose cómo si en las primeras se vinculaba con la noción de “quietud” propia del ideal de armonía comunitaria, luego de 1810 tendió a relacionarse con la de “seguridad” como referencia al peligro externo a la comunidad (Casagrande, 2015).
[16] AGPM, independiente, carp. 4, doc. 3.
[17] AGPM, independiente, carp. 4, doc. 4.
[18] Para diciembre de 1814 San Martín se dirigía a los “Decuriones de los Quarteles de la Ciudad, y Suburbios” para organizar la aplicación de la vacunación antivariólica. AGPM, independiente, carp. 283, doc. 22.
[19] Luego de los primeros pasos en la fundación de la villa el comandante de Susso proponía como juez de ella a Juan Díaz el 4 de setiembre de 1815, opinión que fue traducida en la confirmación de su nombramiento, tal como se ve en la nota en la que se informaba la persecución que realizó de un desertor unos pocos días después. AGPM, independiente, carp. 237, doc. 52 y 53. De hecho, a comienzos de 1816, tuvo problemas con un español que lo acusó de abuso de autoridad ante el gobierno, como veremos en el último apartado del trabajo. AGPM, independiente, carp. 443, doc. 16; e incluso todavía era alcalde en 1817, cuando fue acusado ante de Susso de dar protección a unos desertores en enero de ese año. AGPM, independiente, carp. 493, doc. 10. No obstante, conviene marcar que la misma jurisdicción de Corocorto parece haberse segmentado por cuanto además del juez o alcalde de la villa, también se designaron otros subordinados a él en jurisdicciones más acotadas; así, Las Catitas contó con su propio juez comisionado, subordinado directo a aquél, tal como se evidencia en un sumario realizado a Pedro López por haber dejado escapar unos desertores, quien se declaró “ayudante de posta de Las Cartitas y actual Juez Comisionado del mismo partido”. AGPM, independiente, carp. 443, doc. 19.
[20] AGPM, independiente, carp. 4, doc. 7.
[21] Si bien para un periodo inmediatamente posterior y otro contexto territorial, Facundo Nanni (2013) ha marcado una similar voluntad de control de la circulación de la información que apuntaba como blanco privilegiado a la represión de los rumores.
[22] AGPM, independiente, carp. 283, doc. 18
[23] AGPM, independiente, carp. 4, doc. 31.
[24] El campo historiográfico en torno de la policía, sus agentes, sus atribuciones y su legitimidad en clave histórica ha generado una enorme producción que sería imposible hoy incluir en una cita. A modo de referencia respecto de los modelos de policía y la “tecnología del poder” implicada en su conceptualización ver Galeano (2007). Allí, este autor insiste en que la falta de especialización de las labores policiales y su complejo vínculo con lo judicial se halla en su propia ontología (pp. 121-122).
[25] AGPM, colonial, carp. 18, doc. 11.
[26] AGPM, independiente, carp. 235, doc. 7.
[27] En un sonado caso por ocultación de armas dos decuriones debieron elaborar un informe sobre su inspección. AGPM, independiente, carp. 441, doc. 10.
[28] El parte dado por un decurión al entregar un sospechoso de robo y homicidio derivó más tarde a la justicia militar por tratarse de un desertor. AGPM, independiente, carp. 442, doc. 2.
[29] Luzuriaga dictó una norma respecto de la distinción de las partidas de cívicos y de vecinos para evitar estas confusiones jurisdiccionales. AGPM, independiente, carp. 287, doc. 5. De hecho, un grupo de decuriones solicitaron ser exceptuados del servicio tal como disponía tanto la “ley superior” como “el bando de buen gobierno”. AGPM, independiente, carp. 235, doc. 18. Esta extensa militarización no sólo generó problemas en Mendoza, sino también en otros territorios. En Salta y Jujuy, por ejemplo, la extensión dada al fuero por Güemes, no sólo provocó conflictos al sustraer una enorme cantidad de habitantes de la jurisdicción civil, sino que después de su muerte, su suspensión se convirtió en un obstáculo de gobernabilidad para las élites que intentaron heredar la hegemonía política (Paz, 2008).
[30] Entendemos por legitimidad el acuerdo entre gobernantes y gobernados respecto de las reglas que rigen el ejercicio y la transferencia del poder, la cual es en algún punto necesaria para la reproducción de un régimen político (Weber, 1969, p. 170).
[31] Godicheau (2013) sostiene que los acontecimientos franceses y la lucha contra los motines populares con posterioridad al de Esquilache, pesaron en la configuración española del concepto de “orden público”, pues la aplicación del principio de necesidad para la defensa del Estado, de la seguridad de las personas y la propiedad, otorgaron un sentido más político al binomio, aún en el marco todavía vigente del jurisdiccionalismo (p. 130).
[32] También en el caso de los alcaldes de barrio madrileños se pensó que la residencia en el cuartel de ejercicio otorgaba beneficios para el cumplimiento de la labor, dados por la inmediatez a los posibles conflictos, el conocimiento previo de los sujetos y de las redes relacionales en las que estaban insertos (Marin, 2003, pp. 87-88).
[33] Los discursos revolucionarios oscilaron entre diversas referencias a formas de gobierno que podían servirles de modelo, y esas referencias, a su vez, fueron variando según las coyunturas políticas (Goldman, 2008; Ternavasio, 2007).
[34] AGPM, independiente, carp. 443, doc. 13.
[35] El fiscal pidió que el alguacil fuera privado del empleo y remitido por un mes a Uspallata, mientras que el comisionado también fuera exonerado del cargo, debiendo devolver a Lezcano el dinero que le cobró.
[36] AGPM, independiente, carp. 443, doc. 16.
[37] Las conversaciones que Ramón Mayán tuvo con varios interlocutores dan muestra de su intento por solucionar por vías extrajudiciales el entredicho con el alcalde Díaz y los exabruptos de su hija. Estas modalidades de arreglos que apelaban a la trama de vínculos comunitarios revelaban la persistencia de modos negociados de tramitar la justicia (Mantecón Movellán, 2011).
[38] AGPM, independiente, judicial criminal, carp. S-1, doc. 27.
[39] Sobre esta escenificación de la punición la historiografía ha discurrido ampliamente, no obstante, el consenso apunta a considerar la tendencia durante la modernidad a la privatización, individualización y espiritualización del castigo, con una clara disminución de la violencia física, incluida la limitación de la pena de muerte (Mantecón Movellán, 2005).
[40] La reconstrucción de los modos a través de los cuales se ha producido la negociación de la obediencia en diversos contextos históricos permite observar las tensiones dinámicas entre las agencias individuales o colectivas y las estructuras respecto del ejercicio del poder (Zúñiga, 2013).
[41] AGPM, independiente, carp. 4, doc. 4.
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