Dossier La profesionalización del Ejército Argentino en las décadas de 1900-1930

La táctica de la sanidad militar en el proceso de modernización, burocratización y profesionalización del Ejército Argentino a principios del siglo XX

Germán Soprano
Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Investigaciones y Ensayos

Academia Nacional de la Historia de la República Argentina, Argentina

ISSN: 2545-7055

ISSN-e: 0539-242X

Periodicidad: Semestral

vol. 69, 2020

publicaciones@anhistoria.org.ar

Recepción: 27 Marzo 2020

Aprobación: 01 Agosto 2020



Resumen: Entre fines del siglo XIX y principios del XX, el Ejército inició un proceso de modernización, burocratización y profesionalización. La sanción de la Ley Nº2377 Orgánica del Cuerpo de Sanidad del Ejército y la Armada en 1888 fue un hito relevante en ese proceso. El artículo analiza las concepciones sobre la táctica de la sanidad militar producidas por oficiales de ese servicio en las primeras tres décadas del siglo XX, dando cuenta, por un lado, de sus perspectivas acerca de las experiencias de la sanidad militar argentina en las “guerras civiles” y en la “Campaña del Paraguay”; y, por otro lado, sus comprensiones sobre las experiencias de ejércitos de otros países en guerras producidas desde mediados del siglo XIX. A modo de hipótesis sostengo que, en este período, la conducción y oficiales de ese cuerpo del Ejército definieron un corpus de conocimientos y prácticas específicos para la táctica del servicio de sanidad, que tenía por referencia doctrinas y experiencias de las guerras contemporáneas –principalmente de los ejércitos que participaron de la Primera Guerra Mundial- y concepciones estratégicas y tácticas del Ejército en la Argentina de la época.

Palabras clave: Ejército Argentino, Modernización, Sanidad Militar, Táctica.

Abstract: Between the end of the nineteenth century and the beginning of the twentieth century, the Army began a process of modernization, bureaucratization and professionalization. The sanction of Law No. 2377 Organic of the Army and Navy Health Corps in 1888 was a significant milestone in this process. The article discusses the conceptions of the tactics of military health produced by military leaderships and officers in the first three decades of the twentieth century. It giving an account, on the one hand, about their perspectives on the experiences of argentine military health in the "civil wars" and in the "Campaign of Paraguay"; and, on the other hand, their understanding of the experiences of armies of other countries in wars that have occurred since the mid-19th century. I maintain as hypothesis that, in this period, the leaderships and officers of that Army corps defined a body of specifics knowledges and practices to the tactics of the health service. This body referred to the doctrines and experiences of the contemporary wars – mainly from the armies that participated in World War I– and strategic and tactical conceptions of the Army in the Argentine of this time.

Keywords: Argentine Army , Modernization, Military Health, Tactic.

Introducción

Como han demostrado historiadores especializados en el estudio de las Fuerzas Armadas Argentinas, entre fines del siglo XIX y principios del XX, el Ejército inició un proceso de modernización, burocratización y profesionalización (Oyarzábal, 2001; García Molina, 2010; Quinterno, 2014; Dick, 2014; Avellaneda, 2017; Cornut, 2018; Dalla Fontana, 2019). La sanción de la Ley Nº 2377 Orgánica del Cuerpo de Sanidad del Ejército y la Armada del 18 de octubre de 1888 fue un hito relevante en ese.[1] En otro trabajo se abordó la organización de la Sanidad del Ejército entre 1888 y 1938 (Soprano, 2019).[2] En el presente artículo se analizan particularmente las concepciones sobre táctica de la sanidad militar producidas por oficiales de ese servicio en las primeras tres décadas del siglo XX, dando cuenta, por un lado, de sus perspectivas acerca de las experiencias “propias” de la sanidad militar argentina en las “guerras civiles” y en la “Campaña del Paraguay”; y, por otro lado, sus comprensiones sobre las experiencias “ajenas” o de los ejércitos de otros países en guerras producidas desde mediados del siglo XIX. A modo de hipótesis sostengo que, en este período, la conducción y oficiales de ese cuerpo del Ejército definieron un corpus de conocimientos y prácticas específicos para la táctica del servicio de sanidad, que tenía por referencia las doctrinas y experiencias de las guerras contemporáneas –principalmente de los ejércitos que participaron de la Primera Guerra Mundial- y las concepciones estratégicas y tácticas del Ejército en la Argentina de la época. Para dar cuenta de estas cuestiones, me serviré de una metodología cualitativa, centrándome en el análisis de publicaciones institucionales del Ejército Argentino: Anales de Sanidad Militar, Boletín de Sanidad Militar y Revista de la Sanidad Militar.[3]

Experiencias de guerra “propias”: las “guerras civiles” y la “campaña del paraguay”

Como otros ejércitos contemporáneos, los oficiales argentinos de principios del siglo XX consideraban que los saberes teóricos y prácticos comprometidos con la estrategia y la táctica militar al servicio de la defensa nacional debían actualizarse comprendiendo una revisión crítica de las experiencias “propias” y “ajenas” de la guerra. Así pues, en la conferencia inaugural del curso de “Cirugía de Guerra” de 1903, el cirujano de división Nicómedes:

Las lecciones del pasado son siempre provechosas, mostrándonos con los errores y sus fatales consecuencias la necesidad y los medios de evitarlos o indicándonos el camino del adelanto para continuar con él y adquirir el mayor perfeccionamiento […] Si no encontramos entre nosotros los antecedentes que progresivamente nos hayan llevado al adelanto actual, en materia sanitaria, vamos a escudriñar las historias de otros ejércitos para dignificar nuestra misión (Antelo, 1903b:948-1071).

Teniendo en cuenta este presupuesto y comprensión de los asuntos militares, a continuación referiré cómo los médicos militares de principios del siglo XX analizaron las experiencias de guerra “propias” del siglo XIX del Ejército en la Argentina, reconociendo qué comparaciones establecieron respecto de sus saberes y prácticas contemporáneas y qué lecciones extrajeron con vistas a mejorar el servicio de sanidad militar en el presente y en el futuro inmediato. Cabe destacar que no pretendo considerar las descripciones y análisis de estos médicos acerca de los protagonistas y hechos del pasado como interpretaciones historiográficas sobre lo sucedido en la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay o en las denominadas “guerras civiles argentinas”; sino comprendiéndolas como interpretaciones nativas –plausibles- expresivas de las perspectivas con que esos actores sociales reconocían aquellas experiencias precedentes, por un lado, como experiencias decisivas que contribuyeron a forjar el servicio de sanidad militar moderno pero, por otro lado, también como experiencias resultantes de conocimientos y prácticas diferentes de aquellas que demandaba la “guerra moderna” en el siglo XX.[4]

De acuerdo con Antelo, las experiencias de guerra pasadas de la sanidad militar en la Argentina, basando su análisis en documentación y testimonios de protagonistas de las batallas de Cepeda (1859) y Pavón (1861) y de la “Campaña del Paraguay” (1865-1870).[5] Y si bien reconoció antecedentes normativos sobre la organización de la sanidad militar de 1814, 1824 y con la sanción de una ley especial de organización del cuerpo de sanidad de 1865 que estableció jerarquías, sueldos e incorporó a la normativa correspondiente el Montepío, retiro y pensiones; no obstante, sostuvo que hasta aprobación de la Ley Orgánica del Cuerpo de Sanidad del Ejército y la Armada de 1888, las designaciones del personal de sanidad se hacían con nombramientos especiales que duraban el tiempo de las campañas en las que eran empeñados. La precariedad con que funcionaba ese servicio llevó a definirlo como un servicio de “sanidad militar de fortuna”. De modo que: “La improvisación del cuerpo de cirujanos y la falta casi absoluta de recursos sanitarios caracterizaban entonces el estado de asistencia a los heridos en el campo de batalla que en multitud de casos perecían víctimas de la falta de auxilio adecuado o se salvaban mercen [sic] a circunstancias tan casuales como extraordinarias” (Antelo, 1903a:948). Así pues, en la batalla de Cepeda (23 de octubre de 1859):

[…] no se contaba no solo con un cuerpo médico organizado en el ejército de Urquiza, sino que la carencia de camillas era absoluta y los heridos que no podían caminar eran levantados en mantas, o conducidos en brazos hasta los carros que deberían transportarlos más lejos.

Los carros, por supuesto, no eran vehículos especiales que tuvieran ciertos refinamientos actuales como las camillas donde pudiera el enfermo acostarse o los ganchos de suspensión elástica que amortiguan las trepidaciones de la marcha […] En el campo de batalla, en el ejército de Buenos Aires, se habían instalado algunas carpas comunes con tarimas en su interior que funcionaban a guisa de puestos de socorro o de ambulancia […] Para qué hablar de antisepsia o de asepsia? Ni se soñaba en la existencia de los microbios, y no debe parecer extraño entonces que el mejor medio para limpiar las heridas de la sangre u otras sustancias adheridas, para hacer esa limpieza instintiva más que científica, era el agua natural, el agua de la fuente más próxima, pozo, pantano o estero. Y después? Como material hemostático y de curación oclusiva venían las hilas, las célebres hilas que ustedes solo conocen por tradición, elaboradas por las manos abnegadas de todas las damas que enviaban en esa exteriorización de sus piadosos sentimientos, abundantes gérmenes de destrucción y de muerte. Las hilas, asómbrense ustedes, sin preparación alguna, lavaje o desinfección previos, eran aplicadas directamente sobre las soluciones de continuidad, cohibiendo las hemorragias y sembrando la infección purulenta y el tétano.

El cirujano militar de entonces, como el cirujano civil por otra parte, eran un vehículo y una fuente de infección, y hoy, acostumbrados a tomar al pie de la letra aquella frase de que `el pus es la vergüenza de los cirujanos´, se siente mucha dificultad para concebir aquel estado de cosas y el espíritu se sobrecoje [sic] al pensar que para el herido era tal vez mejor la omisión del socorro que le llevaba a la contaminación sin sospecharlo siquiera (Antelo, 1903a: 950-951-952).

En la batalla de Pavón (17 de septiembre de 1861) se repitieron aquellas serias restricciones y deficiencias en las prestaciones del servicio de sanidad militar. En tanto que en la “Campaña del Paraguay” se registraron progresos en la organización del cuerpo sanitario, pero no en la disponibilidad de materiales ni en los conocimientos y prácticas médicas:

A la carencia de material de curación e insuficiencia del número de médicos, se agregaba también la ausencia de un cuerpo de médicos instruidos […] Y a pesar de que los médicos eran escasísimos para atender el excesivo número de bajas, los mismos que asistían a los combates a la par del soldado, continuaban su caritativa misión en los hospitales sin tregua ni descanso. No había, pues, división del trabajo, ni organización sanitaria allí donde todos los escalones se confundían (Antelo, 1903:1068).[6]

Ese panorama de restricciones y deficiencias no era privativo de las fuerzas militares argentinas pues también era la realidad dominante en las guerras europeas, donde “los geniales descubrimientos de Pasteur no habían cambiado aún la etiología de las infecciones, ni Lister había introducido en la práctica su terapéutica de los traumatismos” (Antelo, 1903:1065).

Eleodoro Damianovich había participado en la “Campaña del Paraguay” y desarrolló una notable carrera en la sanidad del Ejército, alcanzando el cargo de inspector general del servicio y fue el mentor de la ley que en 1888 organizó el moderno cuerpo de sanidad del Ejército y la Armada. El Boletín de Sanidad Militar publicó artículos de su autoría –cuando se encontraba retirado del servicio activo- dedicados a las experiencias de la sanidad en la “Campaña del Paraguay”, “guerras civiles” y en la “frontera”. En ellos destacaba la importancia que tuvo la creación del Cuerpo Médico para la “Campaña del Paraguay” por decreto del presidente Bartolomé Mitre del 8 de mayo de 1865. Damianovich recordaba que desde el comienzo de la campaña el número de enfermos fue elevado:

Una vez emprendida la marcha había que organizar el servicio sanitario para conservar en todo lo posible la integridad de sus fuerzas y atender las novedades para que la salud, encomendada al celo del personal sanitario no sufriera algún retroceso con las epidemias o desarreglos higiénicos. Así pues, se adscribió a cada cirujano un número de cuerpos a los que debía pasar vista médica todos los días y averiguar las circunstancias que sobre la salud de las tropas hubiesen podido influir en el desarrollo de las enfermedades, para hacer sus indicaciones a fin de que aquellas no se reprodujeran y mandar al mismo tiempo al Boletín Central las recetas para que los enfermos leves y que podían seguir sus cuerpos, fueran medicinado llenando las más urgentes indicaciones del caso, mientras que los enfermos de cierta consideración y los estropeados, eran conducidos a los carros transporte (Damianovich, 1910:503-504).

El cirujano de cuerpo Agustín F. Lázaro contabilizó entre las enfermedades que causaron enormes bajas en la “Campaña del Paraguay” a la fiebre tifoidea, disentería, paludismo, cólera; también las infecciones y el tétano. Damianovich sostenía que los antídotos contra aquellos males eran elementales: el consumo de yerba mate contribuyó a que la tropa ingiriese agua previamente hervida, evitando así contaminación por cólera; también cumplió una función útil la distribución de jabón entre la tropa para mejorar la higiene personal. Contra el paludismo se adoptó una medida tomada de la experiencia de la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, cual era prescribir diariamente cinco gramos de quinina diarios a cada soldado (Damianovich, 1910:503-504).[7] El traslado de enfermos y heridos se hacía por tierra en “carretas tucumanas” y por río en barcos; estos últimos eran la más rápida vía de evacuación que se disponía para remitir aquellas bajas desde los campamentos o el frente de combate hacia los hospitales existentes en los centros urbanos más cercanos o en Buenos Aires; no obstante, reconocía que:

La implantación de los hospitales no respondió a un plan determinado de antemano, sino que se llevó a cabo en la zona de operaciones según se presentaban las conveniencias estratégicas; y la guerra obligaba a aceptar su formación en puntos que más consultaban su eficacia que las reglas que la higiene imponía. Pero con todo, se instalaron hospitales fijos, hospitales temporarios, hospitales de evacuación y de etapas (Damianovich, 1910:523).

El aprovisionamiento de materiales sanitarios y medicamentos se hacía a través de la comisaría de guerra (intendencia). Como ésta no contaba entre su personal con médicos o farmacéuticos, Damianovich recordaba que las provisiones solían hacerse de forma deficiente o adquiriendo los medicamentos a elevados precios y en ocasiones de mala calidad. Los proveedores de medicamentos, alimentos y otros insumos eran agentes privados que abastecían a los Cuerpos de Ejército:

En el Hospital-ambulancia de cada Cuerpo de Ejército, había un empleado más o menos adiestrado en Contabilidad que con el título de Ecónomo, se entendía ya con el Proveedor, ya con la Comisaría, según, el artículo que sugestionaba se refiera a alguno de los depósitos de cualquiera de las dos reparticiones. Este empleado era el encargado de obtener y hacer despachar los pedidos que el Hospital o que el Cirujano de cada cuerpo hacía para atender las necesidades de sus respectivos servicios. Él era el que recababa la correspondiente orden del Jefe de las fuerzas, previo el conforme del Jefe Médico del Hospital o del Cirujano de las tropas. Y una vez despachados, los hacía conducir a su destino, y recababa el recibo correspondiente como ahora lo efectúa la Intendencia en su cuerpo administrativo (Damianovich, 1910:514).

La Proveeduría aportaba –entre otras- un componente fundamental para la dieta de la tropa: la carne vacuna fresca:

Nuestros soldados, alimentados de carne fresca, a la que estaban acostumbrados, pues ella es el medio nacional de alimentación más abundante y nutritivo, recibían un alimento de primer orden para su organismo, sosteniéndose así en buen estado de fuerzas para luchar con las fatigas de la campaña. El suculento churrasco era bien digerido y no traía trastornos intestinales que produjeron después los titulados víveres secos (carne salada, galletas, o porotos y grasa) (Damianovich, 1910:512).

Cuando las tropas avanzaban sobre territorio interior del Paraguay, las capacidades logísticas se veían limitadas por las demoras, restricciones o directamente por la imposibilidad de trasladar rápidamente por río los materiales y equipos para la instalación de los hospitales de campaña; en tales circunstancias:

Cada cirujano o practicante adscripto a una división o a un cuerpo fue provisto de un saco con hilas, vendas, tijeras, pinzas, etc. ¡Qué diferencia mirado desde esta época! […] Solo se hicieron operaciones de urgencia si la vida peligraba o era intransferible el paciente; y estas operaciones, como se comprenderá bien, por la deficiencia de los medios eran hechas al aire libre y sin ninguna comodidad (Damianovich, 1910:505-506).

Asimismo -de acuerdo con Antelo- el respeto por la vida del médico militar por parte del enemigo no era un valor practicado en la “Campaña del Paraguay”:

La cruz roja no era un símbolo de neutralidad o de inviolabilidad y más de una vez, el cirujano debió defenderse revolver en mano del atropello armado de un enemigo herido a quien había recogido para restañar la sangre. El fanatismo del tiempo explica esas aberraciones y la singular situación del médico que alternativamente coloca apósitos y se defiende (Antelo, 1903b:1066-1067).

Y los procedimientos empleados en aquella guerra para la evacuación de los heridos del campo de batalla y su atención en los hospitales en la retaguardia eran por demás elementales:

Después del 24 de mayo en Tuyutí, los heridos fueron transportados por tierra hasta Itapirú y desde allí por agua hasta Corrientes. Muchos de ellos fueron alojados en el Convento de la Merced donde los cirujanos procedieron a intervenir de la siguiente manera: primer día, extracción de balas; segundo día, amputaciones […] De igual manera, en las intervenciones del segundo día se veía pasar de mesa a mesa operatoria la única esponja de que se disponía en el hospital, cruzando rápidamente por el aire el espacio intermediario, a cada requisición de los operadores, la sierra sangrienta que unía así, más de una vez la sangre de dos beligerantes y las diversas piezas del arsenal de cirujía [sic] (Antelo, 1903b;1067-1068).

Damianovich concluía que en la “Campaña del Paraguay”, el Ejército se fue organizando y desarrollando tomando medidas ad hoc y, en este sentido, la sanidad militar no había sido una excepción. Decía que no se habían aprovechado las experiencias de guerra contemporáneas vividas por los ejércitos de Estados Unidos, Prusia, Austria, Rusia, Francia, Inglaterra.[8] Así, por ejemplo, en relación con la autonomía administrativa y funcional y la adecuada coordinación de las competencias del servicio de sanidad e intendencia:

Creemos oportuno a este respecto transcribir el siguiente párrafo, traducido de la Chirugie Militaire, de Leon Le Fort: `Cuando se estudia la organización de los hospitales militares, se encuentra en presencia de tres sistemas principales. En el 1.º la autoridad está dividida: el médico tiene la dirección de todo lo que se refiere a la medicina y la higiene, el ecónomo regla lo que tiene atingencia con la atención del `menage´ hospitalario y la buena conservación del establecimiento. En el 2.º, el agente administrativo es el jefe único del establecimiento, que él dirige en nombre y bajo la vigilancia de la intendencia que él representa; el médico no tiene más que un rol obscuro, él viene al hospital para hacer sus prescripciones médicas y operaciones, pero sin tener acción directa sobre la conservación del establecimiento, aun en lo que concierne a los cuidados que ha de dar a los que se esfuerza en curar. En el 3.º sistema al contrario, la dirección está confiada al médico, bajo las órdenes del cual están colocados, más o menos inmediatamente, los agentes administrativos (Damianovich, 1910:525-526).

Rusia y Austria habían adoptado el primer sistema, Francia el segundo y Prusia, Gran Bretaña y Estados Unidos el tercero. Para Damianovich el tercer sistema era el que mejor se adecuaba a una buena administración. Por ello, destacaba que en el servicio de sanidad británico los médicos militares eran “reyes en su dominio”, a diferencia de lo que sucedía en el ejército francés donde sus pares estaban subordinados al “absolutismo administrativo de la Intendencia Militar” (Damianovich, 1910:526-527-530). La sanidad militar en la Guerra de Secesión de los Estados Unidos se había basado en un sistema similar al británico:

1.º El servicio sanitario forma un cuerpo separado del ejército con su propio Jefe, que está colocado directamente bajo las órdenes del Ministro de Guerra y tiene una dirección del todo independiente. 2.º Cada soldado que cae enfermo o herido y que así no está en estado de hacer servicio, es como salido de su Cuerpo. Desde el momento en que es recibido en el hospital o que cae herido sobre el campo de batalla, el Oficial de sanidad le da todos los cuidados. Es este quien manda los transportes de los enfermos y quien dirige la alimentación y el tratamiento médico. Él mantiene la disciplina militar en toda su extensión, en una palabra, él tiene todas las atribuciones de un Comandante de Cuerpo. 3.º La dirección y establecimiento de las ambulancias, los transportes de los enfermos, en una palabra, toda la administración del servicio está colocada bajo las órdenes del Médico en Jefe, de suerte que todos los empleados están obligados a obedecerle a él exclusivamente. 4.º El médico militar es Oficial del Ejército. Él lleva las mismas distinciones y tiene los mismos derechos y obligaciones que los otros funcionarios militares (Damianovich, 1910:527).

De acuerdo con Damianovich, las deficiencias del sistema de sanidad militar argentino en el siglo XIX se fueron resolviendo paulatina y espontáneamente -“tal vez sin sospecharlo”- con arreglo al sistema prusiano que, como el norteamericano y el británico, otorgaba mayor autonomía al médico:

Todas estas analogías de organización y funcionamiento han sido impuestas por las circunstancias, creo, más que debidas a un sistema puesto en ejecución; creo, digo porque no me es posible afirmar que entre los jefes médicos, algunos de los cuales se instruyó en Europa, no haya consultado los reglamentos sanitarios que hacía dos años estaban en vigencia, cuando se empezó nuestra campaña en el Paraguay. Pero, con todo, aunque así fuera, y a pesar de las deficiencias de nuestros elementos, nos aproximamos al organismo sanitario más avanzado de aquellos tiempos (Damianovich, 1910:530).

Las similitudes entre el sistema orgánico-funcional de la sanidad militar prusiana y argentina podían reconocerse en los siguientes rasgos:

Cada ejército en su país tiene un Médico en Jefe (Armee Arzt) que se entiende directamente con el Comandante en Jefe del Ejército, como el Cirujano Mayor nuestro debe haberse entendido en la campaña del Paraguay con el General en Jefe, y en sustitución de él, los Cirujanos Principales que desempeñaban sus funciones ante los Comandantes en Jefe de los Cuerpos de Ejército, por intermedio de los Estados Mayores respectivos, poniendo además la atribución de comando de las ambulancias que el decreto de organización del Cuerpo Médico les daba en su artículo 4.º. La analogía subsiste también con nuestro servicio por la circunstancia de estar el Ejército prusiano dividido en Secciones de Cuerpo de Ejército, como lo estaba el nuestro en aquella guerra, teniendo cada uno su Cirujano Principal (Corps Arzt) que estaba encargado de la dirección del servicio médico de cada una de las secciones (1º y 2º cuerpo de ejército en el nuestro).

Además los Médicos de División (Divisions-Arzt), tenían en nuestro Ejército como en la Prusia, a su cargo el arreglo del Servicio Sanitario de la división, aunque diferenciándose en el título; pues los Cirujanos que cumplían ese encargo en el nuestro tenían la jerarquía facultativa de Cirujanos de Ejército, con iguales atribuciones, si bien los nuestros disponían de más positiva autoridad que los de Prusia, donde no se les atribuye más derecho que el de presentación (Wahl-Act). Esta diferencia va en favor del alto concepto con que se nos distinguía, dejando a un lado la restricción de criterio que aún se cernía en la generalidad de los ejércitos respecto de la autoridad de que debían rodear a los médicos en los medios militares.

Y por último, la jerarquía de Cirujano de Regimiento, de Prusia, era en el nuestro equivalente a Cirujano de Cuerpo, denominación que se adaptaba más a las funciones que desempeñaban estos Cirujanos, ya en un batallón, ya en un regimiento de Caballería o Artillería, donde podían tomar ese título desde que el decreto de organización nuestro se lo da también, coincidiendo en ser la escala, en una parte, como en la otra, la más inferior de que en ambos ejércitos estaban investidos.

Creo que con mucha previsión adscribe el servicio sanitario prusiano un considerable número de cirujanos a cada regimiento pues la subdivisión de la artillería en secciones o baterías, hace necesaria la presencia de alguno, desde que tengan que operar a distancia las unas de las otras. En este sentido, nuestra deficiencia era notable, porque nuestro personal de cirujanos y practicantes era muy limitado.

También la Institución de Cirujanos Consultantes (Consultierend-Chirurgen) que la Prusia estableció entre el servicio sanitario, tiene alguna atingencia con la de la Comisión Sanitaria que en nuestro país funcionaba en aquel tiempo, y a cuya cabeza se encontraban médicos y cirujanos notables del gremio civil (Damianovich, 1910:529-530).

Ahora bien, a pesar de las importantes experiencias adquiridas por los médicos y practicantes argentinos en la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, cuando ésta concluyó, el cuerpo de sanidad del Ejército se desmembró y desorganizó, los médicos pidieron la baja o bien fueron dados de baja del servicio activo y, en consecuencia, un amplio, variado y complejo repertorio de saberes y prácticas “propias” desarrolladas en tiempos de guerra quedaron activos solo en algunos pocos médicos que continuaron sus carreras como militares. Como decía Antelo, si en los años que siguieron a la “Campaña del Paraguay” no hubo sanidad militar, por el contrario, sí, hubo cirujanos militares: “Debe honrarse su memoria. Si no nos legaron ciencia, nos dejaron en herencia un ejemplo –el de la consagración completa al servicio del ejército para dignificar nuestra misión” (Antelo, 1903b: 1070-1071).

La cirugía de guerra: ciencia, táctica y operaciones de “guerra moderna”

La formación moderna del oficial médico del Ejército requería no sólo preparar a los futuros cirujanos militares en conocimientos teóricos y prácticos de la ciencia médica, sino en aptitudes militares y administrativas necesarias para afrontar los desafíos de una profesión que se desarrollaría en unidades, hospitales y salidas al terreno en tiempos de paz y en campañas y en el campo de batalla en tiempos de guerra. En 1903, Antelo decía que:

La noción científica pura podrá no ser llevada a la práctica en forma absoluta y es precisamente ahí donde toca las grandes dificultades de estas ciencias de aplicación, el higienista o el cirujano militar, que debe armonizar términos aparentemente en conflicto, pesando y midiendo la importancia de las medidas que aconseja o subordinando muchas veces las prescripciones de la ciencia a las exigencias de la táctica y de las operaciones de guerra […] Hay que pensar que más tarde o más temprano, la escena especial en que va a actuar con toda la intensidad de su inteligencia y de su energía es el campo de batalla o generalizando, si ustedes lo prefieren, el teatro de la guerra.

El objetivo único, exclusivo de una fuerza armada de un país debe ser ese: el de prepararse a combatir con los elementos y métodos que la ciencia moderna le proporciona.

El fin que debe perseguir también la Sanidad Militar con empeño y al que deben converger todos sus esfuerzos es el de estar en condiciones de dar socorro oportuno y adecuado al combatiente que cae herido en la lucha.

Y si es cierto que su influencia se hace sentir durante la paz y que la cirujía [sic] y la higiene actúan diariamente en la esfera de su jurisdicción, no debe olvidarse que el ejército es un instrumento para hacer la guerra y que su existencia en la paz sólo se concibe por la posibilidad de la guerra, por más remota que ella sea […] Así pues, el trabajo en la tranquilidad fecunda de la paz tiene por objeto la preparación para la guerra (Antelo, 1903a: 937-938).

Por tal motivo, los conocimientos teóricos y prácticos del médico militar eran unos que debían ponerse en práctica en medio de la incerteza y en las contingencias mortales a las que se exponen los hombres en el combate durante la guerra:

Es por eso que la cirujía de guerra es una cirujía de urgencia. El criterio clínico para apreciar justamente las lesiones observadas debe estar madurado desde antes y tener los caracteres de rapidez y precisión, exigidos de las circunstancias premiosas del combate.

El herido necesita un cuidado inmediato, ser levantado, transportado, evacuado, curado, según las lesiones que ofrezca. Y la decisión a instituirse se desprende directamente del diagnóstico, del diagnóstico [sic] sobre el terreno, que no admite aplazamiento ni deja intervenir las deducciones de la reflexión reposada, ni espera la consulta con el colega o con el libro. De ese diagnóstico depende la suerte del herido tanto como del carácter de la primera curación o intervención quirúrgica […] Recordad, por otra parte que el medio ambiente no es el más a propósito para la serenidad del juicio y para el desenvolvimiento normal del raciocinio.

El puesto socorro, el relevo de ambulancia, la ambulancia misma, están en la zona útil o eficaz de los proyectiles de fusil o de cañón y es allí, en medio del cuadro desolador de los combatientes que caen por centenares, de los ayes [lamentos] sin consuelo, del estruendo atronador de millares de bocas de fuego, en medio de esa mezcla de vértigo homicida y de nobleza de impulsos, de sed de sangre y de abnegación patriótica, es allí donde el cirujano militar debe acallar los estímulos de su ardor pasional, permanecer como indiferente a la lucha y al estrago para proceder con entera libertad de criterio al socorro de las víctimas […] Por eso su arsenal científico debe ser sólido y abundante y tan seguro, que las circunstancias del combate, aun en medio de los trastornos inherentes a su desarrollo, no sean susceptibles de alterar la claridad oportuna de sus aplicaciones; y por eso también el hábito de los simulacros en el programa de sus trabajos […] La repetición y la costumbre, en este como en otros casos, disminuyen la reacción emotiva, deduciéndose en consecuencia la utilidad del fogueo de las tropas, de los jefes y oficiales y de los miembros de la sanidad militar, que pueden descartar así, poco a poco, esa causa de tensión y de alteración nerviosa, fatal e inevitable en los comienzos (Antelo, 1903a: 939-940-941).

En el campo de batalla o en el hospital de campaña instalado en la retaguardia, la curación antiséptica era la base de la atención primaria de los heridos; esta concepción y práctica de los médicos militares de principios del siglo XX, desde su propia perspectiva, era completamente diferente de aquellas concepciones y prácticas empleadas en las campañas del siglo XIX –como la del Paraguay- cuando las heridas de los soldados eran lavadas con cualquier fuente de agua cercana y limpiadas con elementos no esterilizados. Por el contrario, los ejércitos modernos habían desarrollado un “paquete de curación individual” que contenían las piezas de curación necesarias para la aplicación de uno o dos apósitos en estado estéril. Así todo, estos recursos materiales no estaban libres de inconvenientes si no eran empleados correctamente, cuestión sin dudas sumamente difícil en medio de las contingencias y peligros vividos en combate:

[…] la aplicación correcta, en absoluto, de esa curación, no podría hacerse allí en debida forma dado que las manos del soldado o del camillero que lo atiende estarán inevitablemente sucias, así como los tejidos circunvecinos de la herida.

El paquete que asimismo posee ventajas indiscutibles, pues es una curación oclusiva y su material es garantido, es impotente para realizar el principio de la antisepsia en todo su valor y más que en su acción y beneficio la suerte del herido está en relación de su levantamiento del terreno y de su transporte hacia las formaciones que están más a retaguardia. Puede decirse entonces que la antisepsia del campo de batalla es función de los escalones de vanguardia, de su dotación en material de transporte y de las disposiciones tomadas para la instalación de los diversos servicios sanitarios […] De todas maneras, todos aceptan que la actividad organizadora de los cirujanos militares deberá tender siempre a sustraer a los heridos del terreno para asegurarles un tratamiento más eficaz, para evitarles la repetición de lesiones susceptibles de acaecer en medio de esa epidemia de traumatismos, y también para ahorrar al que continúe combatiendo el espectáculo doloroso de ver al camarada inutilizado por plomo del adversario (Antelo, 1903a: 942-943).

Para atender a las necesidades de la organización moderna de la sanidad militar en tiempos de paz y de guerra, fue preciso definir cómo debía estar conformado y cuál sería el material sanitario de campaña que debía disponer el Ejército. El inspector general de Sanidad, Francisco de Veyga publicó en 1908 un artículo sobre el tema con el objetivo explícito de facilitar el estudio de la táctica sanitaria de campaña, haciendo accesible su conocimiento al personal de sanidad en actividad y de reserva y también al personal de las armas de combate. El contenido de ese artículo estaba basado en el del Reglamento para el Servicio de Sanidad en Campaña del 30 de mayo de 1895, redactado por el propio de Veyga. Eleodoro Damianovich decía que ese reglamento debía ser puesto en práctica en la instrucción y adiestramiento del personal de las unidades militares en tiempos de paz, ensayando todas sus prescripciones en una “época tranquila”: formación, transporte de heridos al punto de socorro, curación, ficha de gravedad para el transporte a la ambulancia, curación provisoria, transporte al hospital divisionario y curación definitiva en el hospital fijo y evacuación (Damianovich, 1910:580-581).[9]

El Reglamento para el Servicio de Sanidad en Campaña de 1895 estableció que las unidades del servicio de sanidad militar en tiempos de guerra comprendían: 1) servicio regimentario (de regimiento) para prestar primeros auxilios a enfermos y heridos en las marchas y acantonamientos, y a heridos en primera línea y puestos de socorro en el campo de batalla; 2) ambulancias para asistir a los regimientos en las marchas y acantonamientos, recibir heridos del campo de batalla hacerles curaciones complementarias o rectificaciones respecto de los primeros auxilios prestados en los puestos de socorro, y evacuar a los heridos transportables a los hospitales; 3) hospitales de campo que reúnen y continúan el tratamiento de heridos y enfermos; 4) hospitales de campo temporariamente inmovilizados en los que se tratan heridos y enfermos no transportables a hospitales permanentes o auxiliares, o bien que funcionan como lazaretos para reunión de enfermos contagiosos; 5) hospitales de evacuación dispuestos en la línea de comunicación del ejército para reunión transitoria de heridos y enfermos hasta su envío a destinos definitivos; 6) enfermerías de estación y de caminos establecidas en las vías de comunicación para prestar asistencia a convoyes de paso; 7) transportes de evacuación compuestos por trenes sanitarios o convoyes de evacuación organizados por vías terrestres, marítimas o fluviales; 8) depósitos y almacenes sanitarios para provisión de materiales, alimentos y vestuario de reserva del servicio de sanidad; 9) depósitos de convalecientes y estropeados dispuestos a lo largo de las vías de marcha o de evacuación para atender a heridos y enfermos que no pueden continuar con su traslado; 10) hospitales y hospicios permanentes en las líneas de operaciones o territorios ocupados militarmente; 11) hospitales auxiliares instalados por las sociedades de socorro a los heridos, sociedades de beneficencia o autoridades civiles para auxiliar al servicio de sanidad militar. Asimismo, dicho Reglamento disponía, por un lado, cuál era el material sanitario de campaña que debían disponer las unidades del Ejército: medicamentos, desinfectantes, útiles de farmacia, instrumentos de cirugía, instrumentos y aparatos clínicos, material de curación, material hospitalario, impresos y útiles de escritorio, material especial de campaña y el tren (medios transporte); y, por otro lado, los tipos de medicamentos y cantidades que debían disponer el servicio de sanidad regimentario en las unidades de infantería, caballería y artillería, en las ambulancias de división, brigada y de cuerpo de ejército, en los hospitales de campaña, e individualmente en la bolsa de curación de enfermeros y camilleros y en la mochila o alforja de los combatientes (de Veyga, 1908:145-154).

En 1913, a efectos de determinar cuál sería la función del Cuerpo de Sanidad del Ejército en tiempos de guerra, se aprobó un nuevo Reglamento del Servicio Sanitario en Tiempo de Guerra, que formulaba especificaciones relativas a: 1) La previsión, preparación y ejecución de las medidas de higiene y profilaxis. 2) Los cuidados a los enfermos en marcha y estacionamiento. 3) El primer tratamiento en el combate, levantamiento, transporte y evacuación de los heridos propios o enemigos. 4) La hospitalización en el mismo sitio de los enfermos y heridos leves y de los temporariamente no evacuables. 5) El reemplazo del personal y el reaprovisionamiento de los cuerpos y de las formaciones sanitarias. 6) El tratamiento hasta la curación definitiva de los enfermos y heridos evacuados (Brollo y Berri, 1922: 265). De acuerdo con este nuevo reglamento, en las zonas de operaciones de guerra, los médicos cumplían funciones técnicas y administrativas de acuerdo con su jerarquía y puesto como: cirujano jefe de servicio en un cuerpo o regimiento de tropas, cirujano jefe de formación sanitaria, cirujano de división de ejército, cirujano de división de reemplazo, cirujano de etapas y cirujano inspector general. En esos puestos, el cirujano militar asesoraba a sus superiores en todo lo concerniente al servicio de sanidad militar y obedecía e impartía órdenes de acuerdo con su jerarquía en la cadena de mando y su esfera de competencia, esto es, en lo relativo al material y personal de sanidad. Por ende: “Los oficiales de sanidad deben poseer además la aptitud de mando, esto es, condiciones para ejercerlo puesto que tendrán que mandar personal y formaciones de sanidad y muchas veces agrupaciones de heridos, etc., sin contar que son los instructores del personal sanitario de tropa” (Brollo y Berri, 1922:267-268). Esto último no debe olvidarse, pues los médicos, farmacéuticos y dentistas del cuerpo de sanidad poseían “estado militar” conforme a ley orgánica de 1888.

Ahora bien, ciertamente los médicos del cuerpo de sanidad del Ejército eran militares; sin embargo, no se formaban en el Colegio Militar de la Nación como los oficiales de las armas y, en consecuencia, cuando iniciaban su carrera sus conocimientos teóricos y prácticos militares eran por demás elementales y, en consecuencia, éstos continuaban incorporándolos de un modo eminentemente práctico en las unidades operativas, institutos, hospitales y comandos a los que eran destinados en los años siguientes. En 1922 se publicó “Preparación militar de los oficiales de sanidad”, escrito en co-autoría por el teniente coronel Basilio Brollo –destinado en el Estado Mayor General del Ejército- y el cirujano de regimiento Carlos P. Berri –profesor de Higiene Militar de la Escuela Superior de Guerra-. Los autores concebían la defensa nacional y el diseño del instrumento militar terrestre conforme a la noción de “nación en armas”, es decir, asumiendo que la guerra moderna requería el concurso de todas las “fuerzas físicas y morales del país”, la “nación armada” del “pie de paz al pie de guerra”. En esa concepción, el servicio de sanidad militar cumplía con un rol fundamental en tiempos de paz cuidando la salud del ciudadano-soldado y previniendo enfermedades, en tiempos de guerra curando sus heridas y devolviéndole su aptitud para el combate, y una vez concluida la guerra restituyéndolo sano o por lo menos capaz para reinsertarse en la vida civil. Y los profesionales del servicio de sanidad militar debían prepararse en tiempos de paz para cumplir con sus tareas en tiempos de guerra, pues para ellos también valía el aforismo que rezaba: “si vis pacem para bellum” (Brollo y Berri, 1922:262-263).

¿Cuáles eran esos conocimientos teóricos y prácticos militares básicos que debían adquirir en tiempos de paz, tanto fuera en institutos como en unidades militares operativas? Por un lado, conocimientos sobre organización general y sanitaria, táctica general y táctica sanitaria, conocimiento y apreciación del terreno, lectura de cartas y orientación en terreno; y, por otro lado, desarrollar diversas aptitudes militares, tales como montar a caballo, resistencia a la fatiga, condiciones para el ejercicio del mando. Dichos conocimientos teóricos y prácticos podían aprenderlos no sólo en el estudio sino efectuando trabajos tácticos con oficiales de las armas, viajes de estudio, participando de juegos de guerra, en ejercicios de Estado Mayor, ejercicios en el terreno con tropas y, además, como cursantes en Escuelas de Guerra y escuelas especiales de otros países como las de Francia, Alemania y Japón (Brollo y Berri, 1922:268-269). Aquellos saberes adquiridos mediante la educación e instrucción en tiempos de paz serían empeñados en tiempos de guerra. ¿Cómo? Por ejemplo:

En el combate, tanto en las marchas de aproximación como en el combate mismo, su actividad y movilidad son sumas [sic]. Para el reconocimiento del terreno, donde se instalarán los puestos de socorro y formaciones sanitarias, según las exigencias de la situación táctica, necesita tener movilidad a caballo, resistencia a la fatiga, conocimiento del terreno, saberlo apreciar y utilizar desde el punto de vista de las tareas del servicio de sanidad, en estrecha relación con las exigencias tácticas del combate, saber leer la carta y orientarse. Para hacer apreciaciones juiciosas sobre el empleo, agrupación o repartición de las formaciones de sanidad en las diversas situaciones del combate (ataque, defensa) o en particulares situaciones (combate de noche, etc.), en la persecución o retirada, necesita, además, tener conocimientos generales de la táctica, de organización del servicio en campaña y del funcionamiento de otros servicios de las tropas (bagaje, parque y trenes, alimentación, etc.) con los cuales el de sanidad está en relaciones de servicio. Así estará en condiciones en toda situación, de prever y proponer con tiempo, para ejecutar después con decisión. Pero para poder prever hay que saber; para saber hay que estudiar, prepararse (Brollo y Berri, 1922:267).

En síntesis, la preocupación de la Inspección General de Sanidad Militar por enfatizar la dimensión militar de la educación y la profesión de médicos, farmacéuticos y dentistas en el Ejército, no parecían ser para las autoridades castrenses de la época una cuestión baladí. En la década de 1930 el término “asimilados” continuaba suscitando connotaciones negativas entre oficiales del cuerpo comando para referir a médicos, dentistas, farmacéuticos y veterinarios incorporados como oficiales del cuerpo profesional del Ejército (Pasqualini, 1999).

Experiencias “ajenas”: la primera guerra mundial

El inspector general de sanidad Nicomedes Antelo destacaba las habilidades organizacionales y dotes administrativas y de mando que debía poseer el médico militar para saber optimizar los recursos que le proveía el Ejército para atender al personal a su cuidado, especialmente, en tiempo de guerra. Es por ello que la comparación con las experiencias de los ejércitos de Francia y de Alemania ofrecía algunas previsiones que debían ser tenidas en cuenta por el personal de la sanidad militar argentino:

[…] el especialista en cirujía de guerra no es aquel que solo se limita a conocer las armas de combate y sus efectos sobre el organismo, las indicaciones terapéuticas acerca de esos traumatismos y los medios de satisfacerlas, sino que además conoce a fondo el mecanismo sanitario, con sus escalones de vanguardia, su manera especial de entrar en función, sus recursos peculiares, el monto de su rendimiento, etc, y también y muy especialmente los procedimientos y formaciones sanitarios de fortuna […] Se puede apreciar como base de apreciación de las pérdidas en las luchas modernas un término medio de 18% o sea para una división de infantería de 15.000 hombres una cifra de 2.700 heridos. Asegurar el levantamiento, curación, evacuación rápida del campo de batalla u hospitalización sobre el mismo lugar en que están los heridos, tal es la obra ardua del servicio de vanguardia. Para precisar ulteriormente las líneas principales no hay más que retener que sobre estos 2.700 heridos: un cuarto o sea 675 serán heridas de gravedad. Tres cuartos o sea 2.025 serán heridas relativamente ligeras. La mitad o sea 1.350 deben ser transportados y la otra mitad podrán marchar por sí mismos, contándose entre estos últimos no sólo los que pueden ser evacuados sobre la retaguardia el mismo día del combate sino todos aquellos que pueden dirigirse a pie desde el puesto de socorro hasta la ambulancia o hasta un punto de reunión […] 2.700 heridos repartidos en 18 médicos, a 190 heridos por médico, tal podría ser el rendimiento del servicio sanitario reglamentario. En Francia se estima en 15 minutos el tiempo necesario a un médico para practicar una curación, englobando en esta duración media las curaciones simples y las curaciones complicadas. En Alemania se han clasificado juiciosamente los heridos en dos categorías: leves y graves. Para los primeros la curación necesita un tiempo de 5 minutos y 20 para los otros, resultando 12 o 3 curaciones por hora. Pero en el puesto de socorro no se practicarán más que curaciones simples, definitivas o provisionales, según la mayor o menor gravedad de la lesión. Limitándonos a estas condiciones de apreciación, las más favorables, se deduce que: 12 horas de trabajo sin interrupciones de todos los médicos, practicando exclusivamente curaciones simples son apenas suficientes para asegurar los primeros auxilios en el puesto de socorro. Pero hay más todavía. Si la victoria nos deja dueños del campo, hay que tener en cuenta también el número de heridos del enemigo, los dos tercios, o sea 1.800, que hacen un total de 4.500. En esta feliz alternativa, 20 horas, (y no 12 solamente) será el número irreductible de tiempo necesario para la sola aplicación de los apósitos (Antelo, 1903a:941-942).

Sin duda, como revela el pasaje anterior, las guerras “ajenas” eran un indispensable laboratorio del cual extraer aprendizajes para la organización del servicio de sanidad propio. Pero aquellas lecciones no debían ser leídas e incorporadas sin las debidas mediaciones locales. En 1922 se publicó en la Revista de la Sanidad Militar un artículo sobre el “Rendimiento del servicio sanitario argentino en las zonas de operaciones durante las marchas y el estacionamiento”; su autor era el cirujano de regimiento Carlos P. Berri. Este médico militar planteaba que las organizaciones francesas y alemanas no podían tomarse como un modelo a reproducir mecánicamente debido a que la guerra en Sudamérica no tendría la estabilidad que tuvo en las trincheras europeas en la Gran Guerra y porque los teatros de operaciones eran completamente diferentes. En relación con el servicio de sanidad de campaña en tiempo de guerra decía:

[…] es de tener presente que si las operaciones se desarrollan en nuestro territorio o en el de los países vecinos, y a proximidad de las fronteras, no será posible trasladar hasta las grandes ciudades del interior o a la Capital Federal una gran cantidad de enfermos o heridos que exijan un tratamiento especial y que le debe ser prestado a proximidad de las zonas de operaciones (Berri, 1922:287).

Berri sostenía que el Reglamento del Servicio Sanitario en Tiempo de Guerra de 1913 debía ser reformado para adecuarlo a las características de la guerra moderna y a las prescripciones del Reglamento de Servicio de Retaguardia que estaba organizado por “ejércitos”. Consideraba que la sanidad del Ejército Argentino tenía semejanzas con la del ejército de Francia antes de la Gran Guerra y con la del ejército de Alemania, pero que en otros respondía a necesidades e historia propias. Más específicamente, decía, el Reglamento del Servicio de Sanidad en Tiempo de Guerra de 1913 era una adaptación del reglamento francés, en tanto que el Reglamento de Servicio en Campaña de 1919 se asemejaba al alemán. Esta mixtura –que no había sido debidamente calculada- daba lugar a disposiciones inconsistentes debido a que los modelos de organización de la sanidad militar francesa y alemana eran diferentes.[10]

Entre las reformas que cabía promover, Berri destacaba la organización de un servicio de previsión de epidemias desde el inicio de las hostilidades, tanto en territorio propio como en el enemigo, pues –decía- “la estadística demuestra que en la guerra la mortalidad a causa de las enfermedades puede llegar muchas veces a ser superior a las originadas por efecto de las armas” (Berri, 1922:285). A su entender, esta reforma era absolutamente necesaria, ya que el Reglamento del Servicio Sanitario en Tiempo de Guerra de 1913 se había establecido para atención y evacuación de enfermos y heridos y, salvo los lazaretos y la sección de desinfección de la compañía de camilleros, no existían otras formaciones encargadas de prevenir enfermedades en la sanidad de campaña tales como: a) tifus, viruela; b) disentería, cólera, tifus exantemático, paludismo; c) enfermedades infecciosas como el sarampión y la parotiditis; d) enfermedades venéreas. Para Berri:

La expansión de las [enfermedades] clasificadas en a) es en general evitable por medio de las vacunas preventivas, pero el servicio de sanidad en la zona de guerra no puede contar con la inmunidad que se obtiene con ella, su acción debe salvar el radio del servicio directo de la tropas para llegar al de la población misma, sobre todo en forma preventiva, es decir que la tarea principal deberá consistir en evitar la epidemia, aislar los focos que se produzcan y dotar a las tropas y poblaciones de socorros sanitarios.

Iguales o semejantes consideraciones se podrían hacer con respecto a las enfermedades indicadas en los párrafos b) y c), la organización del servicio respectivo debe hacerse pues en forma amplia y comprender dos partes: la primera a desarrollar desde el momento de la movilización con elementos, etc. agenos [sic] a las tropas, y la segunda con personas y elementos militares entre las cuales habrá que contar laboratorios bacteriológicos, de ejército y de división, secciones de desinfección especiales, fijos y móviles (Berri, 1922:285).

Las experiencias de combate en la Primera Guerra Mundial habían dejado otra lección: el recurso a los gases como arma de guerra debía ir acompañado de la organización de capacidades en la sanidad militar del Ejército a fin de atender a su empleo por parte las fuerzas propias y enemigas y sus consecuencias en la salud de los soldados y también de la población civil no combatiente que podían ser afectada por los mismos. Cabía prever la protección de los soldados contra los gases (careta o máscara protectora) y la atención de las afecciones causadas por los gases y en las heridas expuestas a aquellos. Así pues –continuaba Berri- un servicio de sanidad del Ejército Argentino preparado para atender a las necesidades y demandas de la guerra tal como se había librado recientemente en Europa requería una organización compleja como la que había contado el VI ejército francés: por un lado, 2 centros para atención de fracturas, 1 centro neuro-psiquiátrico, 1 centro médico legal, 2 centros de atención de intoxicados por gases, 1 servicio maxilo-facial, 1 servicio principal de otorrinolaringología, 1 servicio principal óculo orbitario, 1 servicio de urología, 1 servicio de dermatovenerología y 3 servicios de enfermos leves; y, por otro lado, puestos con materiales especiales: 20 radiológicos, 7 laboratorios de bacteriología, 7 puestos de esterilización central, 16 de desinfección, 100 autoclaves de servicio operatorio, 18 grupos de lavaderos enjuagadores y 2 coches para hielo (no estaban consignados en esa nóminas los elementos dependientes de los cuerpos de ejército, divisiones y grandes establecimientos centrales franceses). No se trataba de copiar esa organización extranjera sin las adecuaciones necesarias y, por ello, Berri consideraba que en el caso argentino algunos de esos elementos no estarían establecidos en la zona de operaciones sino en la zona de etapas y en la zona del interior (Berri, 1922:286-287).[11]

Berri también consideraba, en primer lugar, que el personal técnico y de oficiales asignado a la III Sección (sanidad, intendencia y veterinaria) del Cuerpo General del Ejército –Cuartel General del Ejército Argentino- era “absolutamente insuficiente”, “menor que el establecido en Francia” antes de la Primera Guerra Mundial.[12] En este último caso, los autores franceses habían determinado que

Con un órgano tan reducido no se podía ejercer sino un control limitado, debiendo renunciarse a toda actuación directa. Se pensaba que el servicio sanitario de los cuerpos de ejército estaba dotado para satisfacer en principio todas las necesidades. En el escalón Ejército, se decía: sólo se necesita un jefe del servicio de sanidad para repartir, según los acontecimientos, los pocos recursos de que disponen los cuerpos de ejército empeñados. En realidad no se había previsto –lo mismo que para la artillería y las municiones- las grandes necesidades creadas por la batalla moderna. La proposición [proporción] inesperada de las pérdidas fue una revelación (Berri, 1922:289).

En el Ejército Argentino las insuficiencias eran aún mayores. Por tanto era preciso, por un lado, integrar al jefe de la sanidad militar al Estado Mayor General del Ejército para que pudiera asesorar en los aspectos relativos a su campo de competencia al jefe del mismo en la toma de decisiones durante las operaciones. Por otro lado, había que dotar de personal técnico –cirujanos y farmacéuticos- a la sección de sanidad del Estado Mayor para que pueda controlar los órganos subalternos del servicio. Y, por último, incorporar elementos de movilidad a la sanidad militar, toda vez que se preveía que la guerra de posiciones librada en el Frente Occidental durante la Gran Guerra europea sería una excepción en Sudamérica, en tanto que la guerra de movimiento sería la regla en este último caso. En la Argentina, a su vez, el personal de sanidad también era insuficiente en la División de Ejército, tanto en el Cuartel General y en los regimientos de infantería, caballería, artillería, batallones de zapadores pontoneros, el servicio telegráfico, el tren de sanidad y el parque. A nivel de las Divisiones la necesidad de un incremento era indispensable debido a que –decía Berri- como en el Ejército Argentino no existía el Cuerpo de Ejército, el cirujano de división debía cumplir con funciones más complejas que sus pares franceses, tanto en la marcha como en el combate (Berri, 1922: 290-291-292).[13] Veamos esta cuestión con más detalle.

En relación con el personal disponible a nivel de regimiento de infantería, Berri destacaba que un médico para atender las mil plazas que componían un batallón era insuficiente, incluso considerando que el mismo pudiese estar asistido por un auxiliar de sanidad: “La realidad nos enseña que tales cabos enfermeros son incapaces de desempeñar medianamente sus funciones en tiempo de paz, por lo tanto hay que contar que en campaña no lo harán mejor” (Berri, 1922: 295). Por tal motivo, resultaba necesario dotar a estas unidades de un estudiante del último año de la carrera de medicina con experiencia hospitalaria. No sólo era necesario más personal para asistir a los infantes en combate, sino en las marchas en el curso de las cuales muchos quedaban “estropeados”, pues aun cuando la infantería del Ejército estuviera bien entrenada, “que no lo está”, decía, “la naturaleza de los caminos y el calzado reglamentario influirán para que los lastimados en los pies superen todas las previsiones. Es de considerar que en nuestro territorio, aun con tiempo bueno, el soldado se mojará siempre los pies al cruzar pequeñas corrientes de agua y los pantanos, que salvo en épocas de sequías excepcionales, se encuentran en todos nuestros caminos” (Berri, 1922: 295). Durante las marchas debía organizarse la revista de los pies por parte de los jefes directos de los soldados y por un enfermero, quienes controlaban también el estado del calzado y de las medias y verificaban que los soldados no se curen a sí mismos. Los médicos asistían esas revistas por turnos sin invadir con esa intervención la jurisdicción de los jefes y oficiales con mando en la tropa (Berri, 1922: 322-323). A su vez, las compañías de ametralladoras también estaban disminuidas en personal de sanidad: contaban con dos camilleros y cuánto menos debían ser cuatro, pues aunque el número de hombres en esos elementos era menor que en las compañías de infantería, su decisiva participación en el combate moderno –Berri reconocía una tendencia a reemplazar una compañía de infantería en cada batallón por una de ametralladoras- requería de una asistencia sanitaria acorde con su importancia; y en caso que las compañías de ametralladoras se agregaran a los batallones de infantería, el servicio sanitario de estos últimos debía contar con al menos dos médicos (Berri, 1922: 295).

En los regimientos de caballería del Ejército Argentino, Berri estimaba que la cantidad de médicos debía elevarse de uno a dos, considerando que la caballería en los ejércitos sudamericanos desempeñaba y desempeñaría –según entendía- funciones más amplias y más diversas que en Europa (Berri, 1922:296). Del mismo modo, en los regimientos de artillería debían introducirse incrementos, pues aunque el personal de los mismos era significativamente menor al de los regimientos de infantería y sus bajas en marcha o en combate también lo eran –“como lo prueba la experiencia”-. No obstante ello, agregaba:

[…] normalmente, el grupo marcha fraccionado, pues, su columna ligera de munición lo hace por regla general o a la cola de la vanguardia o de la infantería de la división, de modo que debiera haber por lo menos un cirujano para las tres o cuatro columnas que marchan reunidas. Además, la artillería tiende hoy a combatir en agrupaciones más separadas que antes, lo que obliga a aumentar el número de cirujanos de modo que cada grupo cuente con dos. Este aumento debiera hacerse tanto en artillería montada como a caballo, de obuses y montaña. El número de camilleros por batería debe ser de cuatro o sea el conveniente para el transporte de un herido delicado (Berri, 1922:296).

Los batallones de zapadores pontoneros debían incorporar más personal de oficiales y auxiliares de sanidad, aun cuando Berri no ofrecía detalles al respecto; por el contrario, si se detenía en el caso del servicio telegráfico de la división de ejército, sobre todo, porque su creación había sido posterior al reglamento del servicio y, por tanto, su organización no estaba contemplada en el mismo. Preveía que en la medida en que este elemento contaba en el Ejército Argentino con unos 250 hombres entre oficiales y tropa, podía ser atendido por un médico. Sin embargo, consideraba que la Primera Guerra Mundial había demostrado que debían potenciarse los elementos de comunicaciones en los ejércitos, por tanto, auguraba que este tipo de organización “posiblemente no subsistirá mucho tiempo”. Mientras tanto, consideraba que como el servicio telegráfico de la división de ejército debía subdividirse para las marchas y era muy dudoso que pudiera reunirse diariamente, concluía que: “por lo menos en los períodos de marchas, convenga que se la dote de suboficiales enfermeros o sea dos para la compañía de enfermeros y uno para cada una de las dos secciones, o bien darle un practicante” (Berri, 1922:297).

De acuerdo con Berri, las estimaciones de bajas en las marchas tomadas de los manuales del ejército francés sólo resultaban útiles a condición que se las considerase como una base, pues si se atendía a las determinaciones geográficas, la disponibilidad de infraestructura de transporte y vial, el equipamiento y grado de instrucción de la tropa, el porcentaje de “enfermos y estropeados”, por ejemplo, en la infantería debía ser mayor en el Ejército Argentino que en el de Francia, esto es, alrededor de un 4 o 5% del efectivo de guerra debería ser evacuado diariamente y un 10 o 12% de efectivos no podrían o no deberían continuar con la marcha. A su vez, también en el caso argentino, la caballería debería evacuar diariamente alrededor del 4 o 5% del efectivo de guerra y las otras armas un 2%. Por cierto, tales porcentajes de evacuaciones podían disminuirse si se mejoraba la instrucción y el adiestramiento de la tropa. Pero así todo ¿qué cabía hacer con los evacuados? A diferencia de lo que sucedía en Francia o en Alemania, en la Argentina era posible recorrer 200 o 250 kilómetros sin encontrar una sola localidad de cierta importancia donde enviar a los evacuados. Por tal motivo, era preciso que el cuerpo de sanidad militar organizase depósitos para “enfermos y estropeados”, pues había que descartar la posibilidad –más bien excepcional en muchas partes del territorio nacional- de dejarlos a cuidado de las autoridades civiles en un centro urbano (Berri, 1922:315-317).

Como puede apreciarse, la estimación de bajas –enfermos, heridos y muertos- en las marchas y en el combate era una cuestión decisiva del planeamiento de la sanidad militar y, por consiguiente, del planeamiento del comando de un ejército. En 1925, el cirujano de ejército Pio Isaac Acuña efectuó estimaciones con arreglo a las experiencias bélicas y de los servicios de sanidad de ejércitos de otros países del mundo. Advertía que las comparaciones no siempre eran factibles, pues la información producida no había sido elaborada con base a los mismos criterios metodológicos y porque las particularidades históricas de cada caso gravitaban en los resultados, cálculos y propuestas. Acuña recordaba que los ejércitos en campaña debían enfrentar dos tipos generales de bajas: las causadas por enfermedades no traumáticas y aquellas producidas por las armas en el combate. Antes de la Guerra Franco-Prusiana de 1870-1871, decía, las enfermedades causaban bajas diez veces superiores a los heridos y muertos alcanzados por armas de fuego; pero la proporción se fue modificando. Desde entonces las relaciones proporcionales entre bajas por heridas traumáticas causadas por armas y las bajas por enfermedades no traumáticas era la siguiente: 1 x 3,8 en el ejército británico y 1 x 3,5 en el francés en la Guerra de Crimea (1854-1856); 1 x 6 en los ejércitos norteamericanos en la Guerra de Secesión (1860-1865); 1 x 1,3 en ejército prusiano en la Guerra Austro-Prusiana (1966); 1 x 0,53 en el ejército prusiano en la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871); 1 x 2,7 en el ejército ruso en la Guerra Turco-Rusa (1877-1878); 1 x 3,3 en el ejército japonés en la Guerra Chino-Japonesa (1894-1895); 1 x 5,6 en el ejército norteamericano en la Guerra Hispano-Americana (1898-1899); 1 x 0,25 en el ejército japonés en la Guerra Ruso-Japonesa (1904-1905); y 1 x 0,10 en el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial (1914-1918). A su vez, en la Gran Guerra las estimaciones globales –según Acuña- determinaban bajas por heridas traumáticas por alrededor de 8 millones de muertos por armas y 3 millones por enfermedades no traumáticas. En tanto que la relación entre los muertos y los heridos por armas en combate entre 1854 y 1918 era: 1 x 3,5 en la Guerra de Crimea; 1 x 5,8 (ejército francés); 1 x 4,2 en la Guerra Austro-Prusiana; 1 x 4,2 (ejército prusiano) en la Guerra Franco-Prusiana; 1 x 2 en la Guerra Turco-Rusa; 1 x 5,7 en la Guerra Hispano-Americana; 1 x 4,9 (ejército ruso) y 1 x 5,7 (ejército japonés) en la Guerra Ruso-Japonesa; y 1 x 4 (ejército francés) en la Primera Guerra Mundial. Acuña afirmaba sin sombra de duda que la incorporación de las modernas armas de fuego en esta última guerra no había tenido consecuencias más mortíferas que las precedentes, tal como podía concluirse en la comparación con las guerras ocurridas desde mediados del siglo XIX, dado que la relación entre muertos y heridos por armas –tanto a nivel global como considerando las batallas en particular- se mantuvo en un promedio de 1 x 5,6 (la proporción era de 1 x 9 por fuego de artillería y de 1 x 5,4 por fuego de infantería) (Acuña, 1925:8-9-10).[14]

Ahora bien, teniendo en cuenta estos diagnósticos y análisis ¿Cómo debía quedar idealmente conformado el servicio de sanidad de una división de ejército para poder atender adecuadamente a las necesidades y demandas del Ejército en campaña y en tiempo de guerra? Sin computar a los especialistas, según Berri, su composición ideal se correspondía con la que se presenta en la Tabla 1.

Composición ideal del personal de sanidad militar de una división de
ejército.[15]
Tabla 1
Composición ideal del personal de sanidad militar de una división de ejército.[15]

El servicio de sanidad de campaña o en operaciones debía contar, además, con una dotación mínima de especialistas que por entonces solo estaban disponibles en el Ejército Argentino en los hospitales, tales como dentistas o estudiantes de odontología, masajistas y pedicuros:

Así, por ejemplo, toda extracción de muelas la habrá de ejecutar el cirujano, pues en todo el servicio de la división no existe un solo dentista. Es natural que este servicio no puede tener un gran desarrollo en la zona de operaciones, pero tampoco es admisible que una muela careada, etc. obligue a extracciones por personal poco práctico o evacuar al paciente […] Se indica que se adscriba a este personal a las compañías de camilleros porque solo así estará siempre disponible en los vivaques, pues si marchara en el tren de sanidad, no lo estaría, ya que dicho tren sólo se pone en contacto inmediato con las tropas, en el combate o en vísperas del mismo. Para atener el servicio en las secciones de sanidad serían necesarios dos dentistas más, uno en la primera y otro en la tercera sección de sanidad (Berri, 1922:297-298).

Berri criticaba algunos aspectos organizativos prescriptos en el Reglamento del Servicio de Sanidad en Tiempo de Guerra de 1913:

El reglamento dice que en infantería y en artillería los cirujanos de batallón y grupo marchan a la cola de su unidad con los enfermos y que sólo en caso de fraccionarse el batallón o grupo estos últimos acompañan a las compañías y baterías.

En artillería el procedimiento reglamentario no es mayormente molesto, pero en infantería es inconveniente. El enfermero de compañía no tiene nada que hacer en las marchas junto al cirujano que ya lleva a su lado al cabo enfermero, y que en caso extremo y por poco tiempo puede llamar al enfermero de la compañía más próxima; en enfermero de la compañía no está simplemente para ayudar al cirujano; el contenido de su caramañola y la poción cordial que lleva, le permiten atender a individuos que empiecen a sentirse indispuestos. Es pues necesario modificar esto; lo mejor es que en todas las armas cada enfermero marche con su unidad (Berri, 1922:318).

Otro problema que Berri reconocía en el Reglamento er

Otro problema que Berri reconocía en el Reglamento era que no aludía a la específica prestación del servicio de sanidad en el arma de caballería.[16] En particular, los escuadrones de caballería que operaban en la vanguardia de los ejércitos lo hacían a una considerable distancia de las divisiones de infantería y de sus propios regimientos. En los ejércitos europeos –decía- aquellos escuadrones contaban con un cirujano y, adicionalmente, podían servirse de la asistencia de médicos civiles. En la Argentina, sin embargo, dichos elementos no disponían de cirujano propio y tampoco podían recurrir al apoyo civil porque –como ya se dijo- en amplios espacios del territorio nacional la población era escasa y, más aún, en muchos casos pobremente dotada de recursos sanitarios. De modo que, si cada regimiento de caballería contaba con dos médicos, pues uno estaría en condiciones de desplazarse con el escuadrón de exploración y otro permanecer asistiendo a la unidad (Berri. 1922:319).

La Primera Guerra Mundial había demostrado que debía incorporarse al ejército en campaña o en operaciones la figura de un bacteriólogo que atendiese a las enfermedades de la tropa y de las poblaciones civiles emplazadas en el teatro de operaciones, así como un perito en gases que actuase junto a los médicos en la atención de los gaseados. Por último, en el parque o arsenal debía haber un cirujano por grupo, pues:

El parque marcha generalmente subdividido en dos escalones, con frecuencia en tres; después de una batalla este fraccionamiento puede aumentar aún. Es necesario pues, atender a la forma normal de marcha, para ello se necesita un cirujano jefe de servicio en el parque y dos cirujanos de menor graduación. Estos últimos no deben estar adscriptos a cada grupo de parque aun cuando así se movilicen, sino que el jefe de servicio indicará uno para cada uno de los escalones de marcha, el que no sólo atenderá el servicio del grupo de parque sino también el de las columnas de subsistencia, etc. (Berri, 1922:297-299).

Por último, Berri proponía que la plana mayor del servicio de sanidad debía proveer a cada jefe de servicio de sanidad –además de los suboficiales enfermeros- un escribiente, pues en los breves tiempos en que se detuviese las marchas o no se estuviera entrando en combate, dicho jefe no podía distraer su atención de la atención de los enfermos para concentrarlas en la cumplimentación de formularios administrativos y llevar estadísticas, sin dudas necesarias, pero subsidiarias al buen empleo de los oficiales médicos (Berri, 1922:297-299).

Ahora bien, a pesar de la importancia atribuida por los militares argentinos de las armas y del cuerpo de sanidad de la época a las experiencias “ajenas” en la “guerra moderna” como medio fundamental para el aprendizaje “propio”, en 1921, el coronel José E. Rodríguez sostenía críticamente –respecto de sus contemporáneos- que en el curso de la Primera Guerra Mundial el Ejército Argentino había perdido la oportunidad de destinar a oficiales de sanidad militar y de la administración militar como observadores en los ejércitos que combatieron en Europa. Se trataba de un hecho deplorable pues, decía, hubiera permitido estudiar en detalle, directamente y en la práctica en los teatros de operaciones los procedimientos tácticos de la organización sanitaria y de subsistencia. En este sentido, concluía amargamente: “Otros ejércitos sudamericanos han sido más previsores que nosotros” (Rodríguez, 1921b:843).

Relaciones entre estrategia, táctica de las armas y táctica de la sanidad militar

En 1921, el inspector general de Sanidad, Nicómedes Antelo, ordenó publicar en la Revista de la Sanidad Militar un artículo del coronel José E. Rodríguez (1921a) sobre táctica general en el Ejército. Antelo buscaba impartir conocimientos teóricos y prácticos de estrategia en la guerra y de táctica específica de las armas a los oficiales de sanidad -particularmente a los oficiales subalternos- para que comprendieran cuál era el funcionamiento de conjunto y de los distintos componentes del instrumento militar terrestre en las guerras contemporáneas. Es por ello que se consignaba al inicio del artículo que se publicaba dada la importancia que tiene su conocimiento para los oficiales de sanidad.[17]

El coronel Rodríguez sostenía que los conocimientos que disponían los combatientes en una guerra eran definidos como un “saber ejecutar”. Y, en este sentido, el oficial de sanidad como todo soldado debía asimilar esos saberes prácticos en tiempos de paz para poder aplicarlos desde su jerarquía, función y destino específico en las contingencias de una guerra. El artículo comenzaba definiendo una cuestión muy básica: ¿Qué era la guerra?

La guerra se produce, cuando las aspiraciones y tendencias políticas de una o más naciones divergen hasta tal punto que un arreglo pacífico se hace imposible. La guerra es, entonces, la acción de fuerza que los pueblos emplean para realizar sus aspiraciones políticas, o para conservar sus territorios y derechos.

El objetivo inmediato y más importante en la conducción de la guerra es la derrota de las fuerzas enemigas y la destrucción de sus medios de subsistencia.

Una vez que el más fuerte haya logrado imponer su voluntad al enemigo, obtendrá la realización de sus aspiraciones, esto es, logrará el fin que se ha propuesto al iniciar la guerra, aunque las operaciones militares no se hayan ocupado directamente con ese objetivo (Rodríguez, 1921a:583).

También explicitaba las diferencias entre ataque y defensa, dos formas fundamentales de concebir y hacer la guerra en el nivel estratégico y/o táctico que, decía, podían combinarse de forma desigual en cada uno de esos dos niveles.[18] “El ataque, en general, persigue un fin positivo, la destrucción de las fuerzas enemigas por medio de la agresión. La defensa, en cambio, busca en primer lugar un fin negativo, la conservación de las fuerzas propias sin detrimento de su composición y calidad” (Rodríguez, 1921a:585). Ambas conllevaban ventajas. La guerra ofensiva:

1º. Elección libre del objetivo, anticipándose a las operaciones enemigas. 2º. Abastecimiento del ejército con los recursos del país enemigo. 3º. La posesión territorial producida de hecho. 4º. El país propio no sufre bajo la ocupación enemiga. 5º. Posibilidad de aprovechar la fuerza armada propia hasta su último extremo, movilizando todo el material de hombres disponible en el transcurso de la guerra. 6º Impresión producida en el extranjero. Su eventual influencia sobre la actitud de los vecinos y sobre el crédito de la nación propia (Rodríguez, 1921a:586).

Y la guerra defensiva ofrecía como ventaja:

1º. Posibilidad de fortificar con anticipación puntos estratégicos determinados, o de sacar ventajas de las fortalezas existentes. 2º. Mayor facilidad de operaciones en un teatro de guerra conocido. 3º. Mejor servicio de reconocimiento y seguridad (cooperación de los habitantes). 4º. Posibilidad de recurrir en último caso al levantamiento en armas de toda la población. 5º. Como último medio, la guerra de recursos (guerra dislocada) (Rodríguez, 1921a:586).

El coronel Rodríguez consideraba que la ofensiva estratégica aportaba ventajas a una fuerza militar fuerte; en tanto que las ventajas de una actitud defensiva en el nivel táctico habían aumentado en las últimas guerras por efecto del alcance, precisión y rapidez de tiro de las armas modernas. A su vez, la ofensiva táctica tenía por ventaja el estímulo moral en la propia tropa frente a la actitud negativa que presuponía la defensa táctica; también suponía la libertad de acción que ofrecía de envolver las posiciones enemigas o atacarlas en sus puntos más débiles. En suma: “La conducción hábil, el número suficiente y una preparación sólida de las tropas, siempre serán un estímulo fuerte para la ofensiva, mientras que cierta debilidad relativa induce a la defensa, reforzando por medio del terreno las fuerzas de acción disponibles” (Rodríguez, 1921a:586-587).

El artículo también buscaba demostrar a los oficiales subalternos de sanidad que cada una de las armas “principales” respondían a lógicas y prácticas de combate específicas:

1. La infantería. - Ella es el arma más independiente y de empleo más general. La infantería se presta igualmente para el ataque como para la defensa, para el combate a distancia y para la lucha cuerpo a cuerpo. El infante conduce todo lo que necesita para el combate. Su movimiento se ve libre de las restricciones a que se hallan sometidas las otras armas, porque su acceso al terreno más accidentado se halla solamente limitado por la imposibilidad material que oponen obstáculos insuperables a la acción humana. Por esta razón siempre será el arma principal en los combates, aunque la perfección del arma de artillería llegue todavía a un grado mucho mayor del actualmente obtenido. La decisión de los combates se produce generalmente por su esfuerzo.

2. La caballería. – Sus cualidades principales, la rapidez y la fuerza en el choque, la destinan principalmente al combate cuerpo a cuerpo, esto es, a la carga. Sus armas de fuego perfeccionadas la habilitan asimismo al combate a distancia, cuando lo exigen las circunstancias. El empleo de la caballería como arma montada depende de la configuración del terreno. Movimientos en orden cerrado de fracciones mayores se restringen a un terreno poco accidentado. Las pequeñas patrullas, en cambio, lo mismo que el jinete aislado, pueden moverse casi en cualquier terreno (exploración). El éxito de la caballería en el combate contra otras las armas, depende ante todo de dos factores: a) de la débil explotación de la sorpresa; b) de las condiciones morales y materiales en que se encuentren las fuerzas del contrario.

3. La artillería. – Ella posee una gran potencia de fuegos. Su eficacia en el combate arraiga en el fuego a grandes distancias y en el efecto destructor de sus proyectiles. Esta arma es entonces de gran importancia para la preparación del combate, para su apoyo, para la persecución y para el caso de una retirada. La artillería no puede combatir a cortas distancias, y por eso no le es posible entrar aisladamente en acción. Su importancia consiste en la cooperación con las otras armas (Rodríguez, 1921a:592-593).[19]

El coronel Rodríguez destacaba que el accionar de las armas “principales” –infantería, caballería y artillería- en el nivel táctico se complementaba con elementos de infantería montada, los grupos de ametralladoras y tropas técnicas auxiliares:

4. La infantería montada. – Esta tropa combate del mismo modo como la infantería no montada, utilizando el caballo para obtener mayor rapidez en las marchas y movimientos en el campo de batalla. En la exploración puede cooperar con la caballería, dándole así mayor robustez e independencia por medio del combate de fuegos (exploración).

5. Las ametralladoras. – Su acción es similar a la de la infantería, pero su facilidad para operar en suelo accidentado es menor. Se emplean en el campo de batalla para obtener éxitos rápidos y decisivos, en momentos precisos y en puntos determinados. También pueden cooperar con la caballería, para darle mayor robustez e independencia (exploración) y sirven para proteger a la artillería.

6. Las tropas técnicas. – Ellas son fuerzas auxiliares de las armas de combate. Su destino es, aumentar la facilidad de operar y vigorizar la eficacia de estas armas. Estas tropas ejecutan los trabajos mayores de fortificación, cooperando con la infantería, proveen la construcción de puentes y pasos, la compostura de caminos, los trabajos de destrucción, la comunicación por medios técnicos especiales y la exploración utilizando el globo fijo o dirigible. Las tropas técnicas se componen de los ingenieros, tropas ferrocarrileras, de telégrafo de campaña, telégrafo inalámbrico, heliógrafo, secciones aéreas, palomas mensajeras, secciones de fotografía militar, etc. (Rodríguez, 1921a:593-594).

Esta sintética y elemental exposición sobre las armas principales y auxiliares de los Ejércitos se acrecentaba en ese artículo con la referencia a dos innovaciones empleadas en la Primera Guerra Mundial: el aeroplano y el tanque. Del primero Rodríguez decía que cumplía funciones de exploración como la caballería, pero en los ejércitos modernos desempeñaba también otras decisivas como el bombardeo de posiciones y poblaciones enemigas y el combate aéreo contra otros aeroplanos. Por el contrario, preveía que el tanque –al cual definía como “batería de artillería ambulante”- “no tendrá mayor aplicación” en los ejércitos sudamericanos, pues las guerras en esta región “no serán de trincheras sino de movimiento”; no obstante ello, consideraba que cada división de ejército debía contar con un par de tanques “para destruir las alambradas” (Rodríguez, 1921a:594).[20]

Detengámonos en esta última expresión según la cual las guerras en Sudamérica –a diferencia, por ejemplo, de lo sucedido en el Frente Occidental durante la Gran Guerra en Europa- “no serán de trincheras sino de movimiento”, pues también fue una definición dada por otros militares argentinos en la inmediata posguerra mundial. El cirujano de regimiento Carlos P. Berri decía que sólo en apariencia:

La última guerra [Primera Guerra Mundial], para aquellos que no han podido seguir las operaciones sino por las noticias de los diarios o por relatos de colegas que han servido en Francia o Italia, podrían hacer creer que en el futuro las marchas dejarán de ser lo que fueron en el pasado: regla general en las guerras, y la actividad bélica más común (Berri, 1922:310).

Contra esa incorrecta creencia de pretensiones universales según la cual las nuevas guerras serían “de trincheras”, en la Gran Guerra el Frente Oriental –en Rusia, Rumania, Serbia- había probado contundentemente la vigencia de la “guerra de movimiento”. No obstante ello, Berri asumía, pues, que la estabilización de las operaciones en la “guerra de trincheras” constituía una situación más favorable para el servicio de sanidad militar, dado que permitía que su organización detrás de las posiciones del frente de combate se consolide como sucedía con una “gran plaza fuerte sitiada”. Por el contrario, la organización y exigencias del servicio de sanidad en la “guerra de movimiento” eran muy diferentes:

El ejército alemán que atravesó Bélgica a una velocidad extraordinaria, haciendo jornadas diarias e ininterrumpidas de 30 kilómetros más, ha debido sufrir, no obstante su entrenamiento, muy considerables bajas en las marchas (sin contar las de los numerosos combates). La evacuación del personal incapacitado para seguir a las tropas, no ha debido ser con todo muy difícil, en primer lugar por la bondad de los servicios de retaguardia, favorecido por una de las redes de comunicación mejor desarrolladas del mundo, luego porque operaba a través de un territorio de una densidad de población de más de 100 habitantes por kilómetro cuadrado donde todo se simplifica; en este caso, el servicio de retaguardia avanza a poca distancia de las tropas, los enfermos se entregan a los hospitales civiles bajo la responsabilidad de las autoridades hasta que lleguen los órganos de etapas, los reaprovisionamientos de los medicamentos, etc. se obtienen por requisición, la que proporciona, además, numerosos vehículos de tracción a sangre y automóviles (Castro, 1931:319).

Tomando como principal referencia las experiencias del servicio de sanidad del ejército francés en la Primera Guerra Mundial, el cirujano de regimiento Pedro R. Castro sostenía que la “guerra moderna” requería de un servicio de sanidad divisionario “flexible, ligero y siempre listo” para cumplir funciones de apoyo de combate, especialmente, cuando su organización y funciones se desplegaban en las condiciones impuestas por la “guerra de movimiento” que, como se observara más arriba, era aquella que los militares argentinos reconocían como la forma que asumirían los conflictos bélicos en los escenarios en que el Ejército Argentino empeñaría sus elementos.[21] El servicio divisionario dependía del servicio del cuerpo de ejército, que fijaba su misión en el marco del planeamiento general; su prestación de servicios en el combate se producía exponiéndose en la zona de fuego enemigo:

Por esta causa el servicio sanitario de la división, se presenta durante el combate, como coordinador y sostenedor del regimentario, al cual presta su ayuda natural y necesaria, en los primeros cuidados a los heridos y en su levantamiento en el campo de batalla; y con los medios de transportes a sus órdenes, establece la evacuación de los mismos, hasta las formaciones sanitarias de tratamiento; asegurando de esta manera el vaciamiento permanente de los puestos regimentarios (Berri, 1922:310).

Para el teniente primero Carlos Rabellini Pizarro, la “guerra de movimiento” en el siglo XX imponía la necesidad de disponer un servicio de sanidad en condiciones de asistir operaciones activas en los frentes de combate, avances y retiradas en gran escala de las fuerzas beligerantes propias y enemigas, breves períodos de estabilización que debían aprovecharse para concentrar las tropas y elementos:

[…] en ella todo es transitorio, imprevisto, desconocido; el suceso de hoy puede transformarse en el desastre de mañana; la zona de acción es constantemente nueva o por lo menos inestable y el razonable empleo del personal y de los medios con que se cuenta, la iniciativa y el aprovechamiento del terreno y de sus recursos, tiene mayor margen e importancia que en la guerra estabilizada […] ¿Cómo colocar a pocos kilómetros del frente, hospitales de muchos miles de camas, con pabellones para cirujía [sic], clínica, especialidades, etc., cuyo establecimiento o repliegue empleará varios días de trabajo, quedando expuestos a avances o retiradas imprevistas, bombardeos diarios y todos los demás peligros inherentes a los establecimientos que son situados dentro de una zona de fuego? (Rabellini Pizarro, 1930a:291-292).

Considerando la extensión del territorio y geografía de la Argentina, la existencia de amplias zonas con escasa población, déficits de infraestructura y vías de comunicación rápidas, Rabellini Pizarro preveía que en caso de conflicto bélico no existiría como sucedió en el Frente Occidental europeo en la Primera Guerra Mundial una concentración de grandes ejércitos unidos unos con otros en un frente continuo. Esta situación aumentaría aún más las dificultades del servicio de sanidad del Ejército, pues debería atender un frente en el que habría divisiones y destacamentos que actuarían independientemente unos de otros y los regimientos se encontrarían con que los puestos secundarios de socorro y los hospitales de campaña estarían alejados de la línea de fuego. Estas complicaciones, a su vez, se verían acrecentadas por la escasez de medios y de personal técnico. La forma en que esos déficits podían ser compensados radicaba, a su entender, en el fortalecimiento de las capacidades logísticas de transporte:

Hace pocos días estudiaba la carta de una de nuestras fronteras, de la que conozco personalmente mucha parte y calculaba las enormes dificultades que tendría que vencer el servicio sanitario, para atender los enfermos y heridos en caso de que actuáramos en ella; un frente enorme, bastante accidentado, sin poblaciones importantes, a 300 k. de la estación terminal del único ferrocarril que existe en la zona, de vía simple y poco segura, con un rendimiento diario que no sé si bastaría para las necesidades vitales de un ejército, en hombres, material y alimentos; en todo el trayecto de este ferrocarril, hasta llegar a las provincias pobladas, no hay ningún centro de población para establecer en edificios existentes, un hospital completo y de capacidad suficiente, lo que equivale, como he dicho anteriormente, a que tendremos que improvisar todo y asegurar el transporte de los heridos a centenares de kilómetros (Rabellini Pizarro, 1930b:528-529).[22]

¿Qué medios de transporte permitirían salvar esas grandes distancias? Descartaba los carros hipomóviles que disponían las divisiones de ejército, pues –decía- por su velocidad y rendimiento nos darían resultados desastrosos. Recordaba que Francia había iniciado la Gran Guerra con esos carros y en el curso de la misma fue reemplazándolos por automóviles, dejando los carros traccionados por animales sólo para acompañamiento de columnas en las marchas, particularmente, porque su lento andar se adecuaba bien a los ritmos de avance de la infantería. Proponía que cada división contara con secciones propias de automóviles-sanitarios o ambulancias –vehículos livianos de motor poderoso para los caminos difíciles y vehículos pesados donde hubiese redes de caminos-. La aviación podría prestar –a pesar de que continuaba siendo un medio de transporte inseguro- servicios en casos de heridos o enfermos graves; no obstante, reconocía que este recurso sería limitado, no sólo por las limitaciones en la disponibilidad de aviones sino de pilotos. Y la red ferroviaria podría ser utilizada en algunos casos. Por último, Rabellini Pizarro destacaba cuán importante era que la Argentina contase con una fábrica de aviones –creada en 1927-, con talleres de construcción y reparación de ferrocarriles y con fábricas que “provean el lubricante de óptima calidad y lo que es más importante, yacimientos y destilerías de petróleo que nos darán la nafta imprescindible para su marcha” (Rabellini Pizarro, 1930b:530).

Retomemos, por último, el artículo del coronel Rodríguez, del año 1921, quien advertía que las definiciones y prescripciones expuestas para una mejor organización y funcionamiento del servicio de sanidad militar del Ejército Argentino no debían ser leídas ni incorporadas por los oficiales de modo dogmático, pues en el “arte de la guerra” no era posible “encuadrar” las contingentes realidades del combate “en el marco de reglas fijas”. Por tal motivo, era preciso “saber aplicar estas enseñanzas a los variados accidentes y condiciones” y “comprender rápidamente y con acierto una situación de guerra, resolver con vigor y prontitud, ejecutar con energía y conservar un espíritu imperturbable cuando sobrevienen grandes desastres o éxitos sorprendentes”. Tales eran, en definitiva, el “conjunto las cualidades inherentes a los grandes capitanes de todos los siglos” (Rodríguez, 1921a:584). Otro tanto señalaba, en 1929, el cirujano de ejército Alberto Levene (1922), quien consideraba que desde la “Campaña del Paraguay” el Ejército había hecho importantes progresos en la organización y funcionamiento del servicio de sanidad militar, en la adecuación de su doctrina, táctica y técnica a los desafíos que se le imponían a este cuerpo en tiempo de paz y en tiempo de guerra; pero al mismo tiempo advertía que en la organización del servicio de campaña debía excluirse toda fórmula rígida para dar cumplimiento a las dos principales misiones que debe cumplir en la guerra: la preservación y recuperación de los efectivos.

Conclusiones

La sanción de la Ley Nº2377 Orgánica del Cuerpo de Sanidad del Ejército y la Armada en 1888 fue un hito fundacional en la organización y el funcionamiento del moderno servicio de sanidad del Ejército en el marco del proceso de modernización, burocratización y profesionalización experimentado en esa Fuerza entre el cambio del siglo XIX y el XX.

La definición de un conjunto sistemático de conocimientos y prácticas que orientaran el accionar del cuerpo de sanidad en el nivel táctico –la táctica de la sanidad- constituyó un importante desafío que afrontaron las conducciones castrenses y los médicos militares en las tres primeras décadas del siglo XX. Su definición no se produjo ex nihilo, sino incorporando repertorios de saberes y experiencias de guerra “propias” y “ajenas”.

Entre las primeras –de acuerdo con aquellos médicos militares- contaban algunos aprendizajes hechos en las “guerras civiles” de la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX y de la “Campaña del Paraguay” que, no obstante el carácter precario del servicio de sanidad desplegado en las mismas y los conocimientos limitados que dispusieron los médicos de la época, sin dudas, ofrecieron la oportunidad de poner a prueba las capacidades de orgánico-funcionales de las conducciones del Ejército para conformar dicho servicio en un breve período de tiempo –en ocasiones de un día para el otro- y forjar a una generación de médicos y de practicantes argentinos que vivieron personal y directamente la experiencia de prestar sus servicios en combate acompañando o integrando las unidades operativas y en las duras condiciones impuestas por la guerra en los hospitales de campaña.

En tanto que las experiencias de la sanidad militar en las guerras “ajenas” incluían las denominadas “guerras modernas” producidas desde mediados del siglo XIX- la Guerra de Crimea, de Secesión Norteamericana, Austro-Prusiana, Franco-Prusiana, Turco-Rusa, Chino-Japonesa, Hispano-Americana y Ruso-Japonesa- y la Primera Guerra Mundial. Como bien advertían los médicos militares argentinos mencionados en este artículo, la lectura, interpretación y apropiaciones de los saberes y prácticas obtenidos de aquellas experiencias de guerra “ajenas” no podía producirse sin las debidas mediaciones y/o adecuaciones a las condiciones orgánico-funcionales, doctrinarias y, sobre todo, a los escenarios en que era previsible el empeñamiento de los elementos del Ejército Argentino en los conflictos bélicos del siglo XX. En este sentido, es que ponderaban la necesidad de contar con un servicio de sanidad “flexible, ligero y siempre listo”, que se adecuara convenientemente al tipo de “guerra de movimiento” que –presuponían- se libraría en Sudamérica; en otros términos, era preciso definir un diseño orgánico-funcional y concepciones de la táctica de la sanidad militar acordes con o en correspondencia con el diseño orgánico-funcional y concepciones doctrinarias estratégicas y tácticas del instrumento militar terrestre –y sus componentes específicos- de la Argentina en el marco de hipótesis de conflicto vecinales, principalmente, con Chile y Brasil.

Asimismo, los médicos militares argentinos advertían sobre las inconsistencias orgánico-funcionales existentes en el cuerpo de sanidad militar del Ejército Argentino resultantes de una configuración institucional que había sido modelada por la ley orgánica de 1888 y su reglamentación, pero que en su implementación efectiva acabó combinando influencias diversas –ya sea intencionalmente buscadas o espontáneamente adquiridas- de modelos de sanidad militar diferentes, especialmente, de la sanidad del ejército prusiano-alemán y del francés. Y también destacaban los problemas y deficiencias impuestas a la prestación de un adecuado servicio en el Ejército Argentino como consecuencia de las limitaciones existentes en este último en la disponibilidad de recursos materiales y en la dotación de personal técnico. En relación con esto último, llamaban la atención sobre una cuestión que persiste en todo el período objeto de estudio del artículo: el problema de garantizar que los médicos militares tuvieran una educación, instrucción y adiestramiento como médicos y como soldados.

Finalmente, como se ha señalado en otro trabajo de referencia para el estudio del tema (Soprano, 2019), el año 1938 delimita un nuevo hito en la historia del servicio de sanidad del Ejército Argentino. Por un lado, porque en ese año se produjo una reorganización del diseño orgánico-funcional de esta Fuerza. Y, por otro lado, porque el inicio de la Segunda Guerra Mundial marcó una nueva referencia en el proceso de lectura, interpretación y apropiación de saberes y prácticas de la táctica de la sanidad militar en tiempo de guerra que los médicos militares argentinos siguieron con atención y que, eventualmente, redundaron en la promoción de cambios el instrumento militar terrestre de la Argentina. Esta nueva etapa será objeto de otro trabajo.

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Soprano, G. (2019). El servicio de sanidad militar en el proceso de modernización, burocratización y profesionalización del ejército argentino (1888-1938). Salud Colectiva 2019;15:e2160. doi: 10.18294/sc.2019.2160, 1-18.

Vargas Belmonte, A. (1933-1934). Servicio de sanidad en tiempo de guerra. Revista de la Sanidad Militar, XXXIII, 73-77.

Whigham, T. (2011). La Guerra de la Triple Alianza. Asunción: Taurus. Vol.II.

Notas

[1] La Ley Nº2377 tuvo por antecedente el Reglamento Provisorio del Cuerpo Médico Militar de 1881 y fue reglamentada el 24 de octubre de 1891 dividiendo el servicio en tiempo de paz en una Inspección General, Servicio en las Unidades y Servicio en los Hospitales. Asimismo, el 30 de mayo de 1895 se aprobó el Reglamento para el Servicio Sanitario en Tiempo de Guerra, reformado luego en 1913.
[2] Como se señaló en Soprano (2019), el estudio de la sanidad militar en el proceso de modernización, burocratización y profesionalización del Ejército Argentino entre fines del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX constituye un área de vacancia del campo de la historia militar, la historia de la medicina, la historia social de la salud y enfermedad y, más ampliamente, los estudios sociales del Estado.
[3] Dichas publicaciones fueron consultadas en la Biblioteca Nacional Militar del Círculo Militar.
[4] Para una interpretación historiográfica sobre la organización y funciones del servicio de sanidad militar de las fuerzas de guerra argentinas en la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay: De Marco (1998).
[6] Este diagnóstico de déficits ha sido reconocido por la historiografía actual. Miguel Ángel de Marco señala que al comenzar aquella guerra no había suficiente instrumental, ni ambulancias, ni experiencia y, por tanto el tratamiento de las heridas y las técnicas quirúrgicas se reducían a extraer balas, amputar brazos y piernas, y suturar heridas. “En cuanto a los medios terapéuticos para conjurar los riesgos de las afecciones agudas, eran reducidos y poco eficaces. Para todo se aplicaban las difundidas sanguijuelas y los purgantes, con la idea de que purificaban la sangre. Las boticas de los hospitales los contaban entre sus elementos más preciados, y tanto se los recetaban para los ataques apopléticos como para `curar´ el tifus y la disentería, dolencia intestinal entonces gravísima. La ingestión de carne cansada podía ser fatal y los enfriamientos preludio de serios trastornos y aun de una dolorosa muerte, y cualquier enfriamiento derivar en pulmonía sin que hubiese cómo detenerla”. Miguel Ángel De Marco, cit. pp.159-160. El historiador Thomas Whigham efectúa un balance relativamente más positivo; por ejemplo, en relación con la batalla de Estero Bellaco –una de la más cruentas de aquella guerra- dice: “Considerando el terreno, la ausencia de medicinas y la escasez general de personal calificado, las unidades médicas aliadas hicieron un trabajo sorprendentemente bueno en el tratamiento de los heridos” (Whigham, 2011: 84-85-86-87).
[7] También trató el tema el cirujano de cuerpo Agustín F. Lázaro en: Lázaro (1928).
[8] Por ejemplo en la Guerra de Crimea (1853-1856), Guerra de la Sesión de los Estados Unidos (1861-1865), Guerra Austro-Prusiana (1866).
[9] Simultáneamente con la elaboración del Reglamento para el Servicio de Sanidad en Campaña se había avanzado en el diseño de un proyecto de reglamento para la instrucción y maniobras de los camilleros militares, a cargo del cirujano de división José A. Salas.
[10] Desde comienzos de la década de 1930, el servicio de sanidad militar del ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial fue objeto de varios artículos: Barbieri (1932a, 1932b, 1932c). En este último artículo, Barbieri concluía: “La sanidad argentina en materia de organización tiene mucho que copiar de la alemana, no servilmente, sino adaptando las prácticas que en la gran guerra constituyeron el éxito de los alemanes a las condiciones de terreno y a las características fisiológicas y patológicas de los habitantes, las medidas de carácter higiénico, terapéutico y para el transporte de los enfermos y heridos” (Barbieri, 1932c:241). Este médico militar argentino también tradujo del alemán dos artículos: Instituto de Higiene del Ejército (1932) y Brescher (1932). Sobre el servicio de sanidad del ejército francés se publicó la traducción de un artículo de un médico militar francés (Mignon, 1932). Asimismo, se tradujo y publicó otro artículo de un oficial médico del ejército de los Estados Unidos (Love, 1932).
[11] La zona de guerra incluía a la zona de operaciones y la zona de etapas.
[12] De acuerdo con Berri: “Es sabido que entre nosotros el estado mayor de división es muy semejante al de los cuerpos de ejército alemanes, sin embargo hace muy poco se ha creado en nuestro país el puesto de subjefe del estado mayor para dirigir los servicios de la Sección III (intendencia, sanidad, veterinaria) esperando así subsanar la falta de preparación del personal directivo de estas secciones. No tenemos mayor fe en esta medida, y para nosotros la solución está en la ya indicada, participación de los oficiales de sanidad en ejercicios, etc. y también lo mismo para los oficiales combatientes, en la realización de más ejercicios finales y más maniobras” (Berri, 1922:289-303-304).
[14] Unos años después se publicó otro artículo en el cual las experiencias de la Primera Guerra Mundial eran analizadas por un oficial del cuerpo comando para determinar estimaciones de bajas en operaciones militares. Mayor Aristóbulo Vargas Belmonte (1933-1934).
[15] Tabla 1 de elaboración propia en base a información consignada en: Berri (1922:300).
[16] Cuando Berri escribió este artículo el servicio de sanidad funcionaba orgánicamente separado del servicio de veterinaria y remonta, por ende, no refiere aquí al papel de los médicos veterinarios.
[17] En 1921 también se publicó un artículo del coronel Ovidio Badaró (1921) sobre táctica de la artillería de campaña, acompañado de la indicación: “La Redacción de la Revista ha pedido su publicación al autor porque considera que su conocimiento es muy útil para los oficiales de sanidad” (Badaró, 1921:595).
[18] Rodríguez no definía cómo debía abordarse el estudio de la estrategia, pero sí el de la táctica, quizá atendiendo al hecho de que los destinatarios del artículo eran oficiales subalternos de sanidad militar que debían conocer de táctica de las armas para cumplimentar sus funciones y destinos en unidades operativas y en interacción con jefes tácticos y oficiales subalternos de las armas de combate. Consideraba que el estudio de esta última se dividía en tres partes principales: táctica elemental (es decir, el conocimiento de las formaciones reglamentarias en que se subdividen, evolucionan y combaten las diferentes armas); táctica aplicada al servicio de campaña (esas formaciones elementales en el espacio de tiempo que precede o sigue a la acción armada); y conducción del combate (las formaciones elementales en su relación con las fuerzas enemigas y el terreno para producir por medio de ella la decisión) (Rodríguez, 1921a:588).
[19] La infantería como “alma madre de los ejércitos” mereció atención en otro artículo del coronel Rodríguez dedicado especialmente a esta arma, en el cual se analizaba sus relaciones con la sanidad militar en el nivel táctico; su exposición seguía las prescripciones del Reglamento para el Servicio de Sanidad en Campaña de 1895 (Rodríguez, 1921b).
[20] El modo en que el coronel Rodríguez (1921a) definía el empleo del tanque en la “guerra moderna”, evidentemente, revelaba un uso limitado del poder de fuego de esta arma que había sido probada en la Primera Guerra Mundial.
[21] Una división de ejército era una “gran unidad de combate” conformada por unidades de todas las armas y servicios.
[22] En 1931 el cirujano de cuerpo Ricardo Luis Huidobro (1931) publicó un artículo en el que se analizaba la organización y funcionamiento del servicio de sanidad militar a nivel de la división de ejército, regimiento y batallón.
[13] “En este último país [Francia] la división es unidad táctica y dispone de más reducidos elementos, en consecuencia, el jefe de su servicio es ante todo asesor técnico del comando, le corresponde, pues, funciones que se desarrollan casi independientemente de los servicios operativos que estén en manos del jefe de servicio de la unidad operativa o sea del cuerpo de ejército, siendo nuestra división a la vez unidad táctica y operativa, caben al cirujano de división las funciones correspondientes a ambos” (Berri, 1922:292-294).
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