Resumen: La historiografía del período 1880-1916 ha transitado en los últimos cuarenta años una importante renovación alimentada por una variedad de temas, miradas y preocupaciones. Sin embargo, ciertas zonas temáticas y nudos problemáticos permanecen relativamente inexplorados. En particular, se requiere indagar en profundidad acerca de las formas y los sentidos de la participación política popular en el marco del denominado orden conservador. Este trabajo analiza el papel que cumplieron las campañas periodísticas y las movilizaciones callejeras en Buenos Aires, entre 1890 y 1903. Se sostiene que la articulación de esas dos instancias de participación produjo una ampliación de la discusión pública y dejó su marca en la dinámica política de aquellos años.
Palabras clave:prensa - movilización - participación política - orden conservador.
Abstract: In the last forty years, the historiography about Argentine politics between 1880 and 1916 has undergone an important renovation on its subjects, perspec- tives and concerns. However, certain topics and problems remain relatively un- explored. For example, it is necessary to dig deeper into the feature and meaning of popular political participation during the so-called conservative order. This paper analyzes the political impact of the press and popular mobilizations in Buenos Aires between 1890 and 1903. I argue that the interaction between them amplified public discussion and affected the political dynamics of the time.
Keywords: Press - Mobilization - Political Participation - Conservative Order.
Dossier: Oligarquía, República y Democracia: debates sobre la vida política
Campañas periodísticas, movilizaciones callejeras y críticas al gobierno. La participación política en el orden conservador
Recepción: 22 Septiembre 2017
Aprobación: 13 Octubre 2017
La historiografía del período 1880-1916 ha transitado en los últimos cuarenta años una importante renovación alimentada por una variedad de temas, miradas y preocupaciones de los autores [3]. Sin embargo, y aunque tracen recorridos diferentes, los nuevos marcos interpretativos privilegian determinadas claves de análisis. Por lo general, el foco de observación está puesto en los conflictos intra e interpartidarios, la competencia entre dirigencias políticas por acceder al poder y conservarlo, y en los condicionamientos mutuos que se generaban entre esas dinámicas y el funcionamiento del sistema institucional [4]. Quisiera aprovechar esta intervención para llamar la atención sobre la existencia de ciertas zonas temáticas que permanecen relativamente inexploradas. En particular, creo que es importante advertir que la cuestión de la participación política, si bien forma parte de la agenda historiográfica, no constituye uno de los núcleos en torno de los cuales se ha organizado la renovación del campo. Persiste el supuesto de que la participación política popular (popular en el sentido de que a través de diversos canales podía incluir a sectores amplios y heterogéneos de la población) tuvo efectos acotados en la definición del rumbo que siguieron los procesos políticos. Sigue proyectándose, por lo tanto, la imagen de una ciudadanía atrapada, según la fórmula de Natalio Botana, en la “escisión” entre, de un lado, los controles electorales que producían la inversión del sistema representativo y, del otro, la participación en el espacio público a través de la prensa y de las movilizaciones colectivas. A pesar de su dinamismo, esta “participación sin votos” chocaba irremediablemente contra la hegemonía de los gobiernos del Partido Autonomista Nacional (PAN) [5].
En mi opinión, la pertinencia de ese supuesto tiene que ser revisada. Es necesario explorar en profundidad los límites pero también los alcances y efectos producidos por una “cultura de participación” (como la denominó Paula Alonso) que pudo desplegarse incluso “dentro del marco de una serie de gobiernos que en su mayoría [...] eran temerosos de la movilización política, que denunciaban públicamente que la agitación pública no era saludable para el crecimiento ordenado del país y que promovían desde las esferas del gobierno una doctrina de orden que se basaba, precisamente, en la desmovilización” [6]. Creo que un primer paso en esa dirección consiste en identificar coyunturas en las que la discusión política se ampliaba más allá de los espacios, protagonistas y esquemas habituales. ¿Qué ocurría cuando determinados temas alcanzaban notoriedad pública y generaban controversia? ¿Qué tensiones surgían cuando el debate político transcurría en la prensa o en las calles, implicando a una multiplicidad de interlocutores y formas de expresión? ¿En qué medida (y de qué manera) esas tensiones alteraban el ritmo y el curso de los procesos políticos, imprimiéndoles cierto grado de incertidumbre y contingencia?
La investigación que llevo adelante intenta responder esas preguntas, para contribuir con ello a diversificar la perspectiva desde la cual se piensa la dinámica política que se desenvolvió durante los años del orden conservador [7]. En las páginas que siguen presentaré algunas de las conclusiones preliminares a las que he podido arribar. El análisis se centra en un espacio en particular, el de la ciudad de Buenos Aires, entre 1890 y comienzos del novecientos. Era allí donde “se ponía de manifiesto la dimensión nacional de la política” [8]. Pero, además, perduraba la impronta dejada por un conjunto de prácticas y representaciones que había alimentado en las décadas previas a 1880 una intensa vida pública y política en el ámbito porteño [9]. El PAN había llegado al poder con la determinación de desarticular esas formas de participación que, se suponía, conspiraban contra la “pacificación” de la república. La década del ochenta parece haber presenciado, en efecto, cierto desgaste de la movilización, pero la revolución y la crisis de 1890 volvieron a activarla [10]. Es en ese punto donde arranca mi investigación. El propósito es examinar el papel que desempeñaron las campañas periodísticas y las manifestaciones callejeras como canales privilegiados a través de los cuales un espectro amplio y variado de actores tomó parte en las discusiones y contiendas políticas que se sucedieron a partir de entonces. Esas instancias de participación (que se vinculaban con la formación y la actuación de la “opinión pública”) [11] eran más fluidas y elásticas que otras; permitían -fundamentalmente- que se incorporaran aquellos que carecían de derechos políticos formales: los jóvenes que no habían alcanzado la edad para votar, las mujeres, los extranjeros. Me interesa observar cómo se articulaban con los conflictos políticos concretos y cuál era su eficacia, tanto en relación con el funcionamiento de la dinámica política como, en lo posible, desde la perspectiva de los propios actores involucrados (sus motivaciones, demandas y expectativas). Tomando la crisis de 1890 como punto de partida, entonces, el análisis distingue dos tramos. El primero abarca los años del llamado “quinquenio difícil”, [12] durante los cuales las bases del régimen del PAN crujieron bajo el impacto de un ciclo de movilizaciones, protestas y levantamientos armados. El segundo momento comprende los primeros años de la década de 1900. Si bien para entonces la agitación de los años noventa se había agotado, la conflictividad política se reconfiguró en torno a nuevos ejes y se vio potenciada por la irrupción de nuevos actores sociales que reclamaban su reconocimiento en tanto actores políticos.
El 26 de julio de 1890 estalló en la ciudad de Buenos Aires un alzamiento armado. La revolución de la Unión Cívica (UC), no obstante haber sido derrotada, inauguró un período de profunda inestabilidad política e institucional en el marco del cual (y con la crisis económica como telón de fondo) tambalearon los principios sobre los que se sostenía la legitimidad del régimen del PAN. La bibliografía se ha ocupado de extensamente esta cuestión, considerándola desde diferentes ángulos [13]. Se ha señalado, aunque sin ahondar demasiado, que la fragmentación del escenario político-partidario (el surgimiento de la UC, su posterior escisión y las divisiones dentro del oficialismo) promovió una “intensificación de la actividad cívica” [14] y “convocó la participación política de sectores que hasta entonces habían tenido un desempeño más lateral” [15]. En función de esa caracterización general, en mis trabajos he procurado reconstruir la articulación que se produjo en aquella coyuntura entre discursos periodísticos, demostraciones en las calles y, como complemento de esas dos instancias, los debates que tuvieron lugar en el Congreso Nacional [16]. A través de ese triángulo circularon discursos, imágenes y acciones que fueron ampliando los contornos de la discusión política y que, al mismo tiempo que se inscribían en la crisis de legitimidad del régimen, contribuían a agravarla.
La causa de la revolución ganó popularidad entre la población porteña recién después de que el levantamiento fuera reprimido por las fuerzas gubernamentales [17]. El compás de espera que se abrió entre la capitulación de los rebeldes y la renuncia del presidente Miguel Juárez Celman, el 6 de agosto, creó un clima de gran incertidumbre, en el contexto del cual el Congreso se convirtió en el centro neurálgico de las negociaciones políticas que se hacían para encontrar una salida a la crisis provocada por el estallido revolucionario. Pero el Congreso funcionó también como una usina de proclamas y apelaciones que se convirtieron luego en consignas levantadas en las calles. Una “barra más curiosa que definida” copaba las galerías del recinto y aplaudía rabiosamente los discursos que retrataban un país al borde del descalabro económico, la conmoción política y la descomposición institucional. En la Plaza de Mayo una multitud heterogénea, cuyas dimensiones fueron aumentado con el paso de los días, fluctuaba entre la ansiedad de noticias y una actitud cada vez más desafiante. Mientras estuvo vigente el estado de sitio, la prensa se vio obligada a limitar la información y los análisis sobre los sucesos de la actualidad política. Sin embargo, en cuanto los controles se relajaron los periódicos filiados con la oposición al juarismo (La Prensa, La Nación, El Diario) se apresuraron a intervenir para instalar la convicción de que el gobierno de Juárez Celman -corrupto y despótico- estaba condenado a caer, empujado por “la fuerza poderosa e incontrastable” de la opinión. La renuncia del presidente era la noticia que todos estaban esperando y cuando se supo, finalmente, que la Asamblea Legislativa la había aceptado, las demostraciones de júbilo se sucedieron en la ciudad. Miles de manifestantes celebraron durante ese día y el siguiente la caída del “burrito cordobés”. Una muchedumbre acompañó también, en medio de renovadas expresiones de entusiasmo, la toma de posesión del mando por parte del vicepresidente, Carlos Pellegrini [18].
Las crónicas periodísticas y los testimonios sobre lo acontecido durante aquellos días remarcaban tanto la diversidad del público como la espontaneidad de esa movilización. “Todo el mundo se echó a la calle, sin distinción de nacionalidad, de clase, de sexo ni edades”. La ciudad, se decía, “despertaba alegre y bulliciosa de su letargo anterior” [19]. Algunos indicios sugieren, sin embargo, que tales imágenes deben ser matizadas. En principio, porque las demostraciones de esos días reconocían un antecedente muy cercano en la movilización opositora que había acompañado la formación de la UC tan sólo unos meses atrás [20]. Pero, asimismo, porque detrás del clima de celebración se percibían las huellas que la crisis económica imprimía en la sociedad porteña. Algunos relatos señalaban, no sin inquietud, la presencia de “gente hosca, de lenguaje rudo y aspecto astroso”, sujetos que gritaban contra el gobierno porque “tenían hambre y se creían robados”. No se produjeron incidentes, pero la tensión parece haber estado latente. Vigilantes y bomberos armados ocuparon la Plaza de Mayo e intentaron en vano desalojar a los manifestantes. En el espacio de la calle se superponían intereses y reclamos. No siempre es posible recuperar las voces de quienes los expresaban, pero sí conviene tener presente que el lenguaje político de las demostraciones (en este caso, los vivas a la revolución y los mueras contra el presidente caído en desgracia) era un canal a través del cual podían vehiculizarse esas múltiples reivindicaciones.
Por otra parte, es importante advertir que en las crónicas la preocupación por subrayar el carácter heterogéneo de la multitud coexistía con el esfuerzo por subsumir esa diversidad bajo la figura unificadora del “pueblo”. La operación discursiva no era nueva, [21] pero en aquel contexto adquirió un significado específico: la revolución que había sido derrotada en el terreno de las armas devenía un movimiento más amplio, incontenible y profundo que auguraba el comienzo de una etapa: “el pueblo ha sufrido, ha luchado y triunfado al fin, y ahora vuelve a abrirse para él una época de reparación y de vida institucional. [...] Los gobernantes argentinos no se atreverán ya en adelante a marchar contra la opinión pública, a falsear la ley y a pervertir la moral” [22]. Un conjunto de sentidos cristalizó, por lo tanto, durante la semana transcurrida entre la derrota de la revolución y la dimisión del presidente. Los debates parlamentarios y los artículos periodísticos confluyeron en la denuncia contra un gobierno presuntamente dominado por camarillas de funcionarios corruptos, aislado de la opinión y nocivo para las instituciones de la república. Esos motivos, por lo demás, nutrieron una movilización de la que tomaron parte diversos actores y que, cuando se trasladó a las calles, moduló un lenguaje político muy explícito. La ciudad se convirtió en una fiesta porque Juárez Celman (“el presidente aborrecido por el pueblo”) había tenido que renunciar.
La efervescencia de aquellos días, sin embargo, se disipó rápidamente. La gestión de Pellegrini al frente del gobierno nacional estuvo marcada por la agitación política que promovían distintos sectores de la oposición (desde dentro y fuera del PAN) y por los efectos de la crisis económica, que seguían sintiéndose con fuerza [23]. En ese panorama incierto la movilización del público urbano encontró un nuevo impulso. Sobre el horizonte de las frustradas expectativas de cambio, la idea del triunfo moral conquistado por el pueblo no desapareció, pero fue dejando lugar a otra noción que demostró poseer también el potencial de ampliar los espacios y los protagonistas de la discusión política. Esa noción era la de una revolución inconclusa que debía retomar cuanto antes su curso para consumar la obra de “reacción contra la oligarquía oficial y sus creaciones espurias” [24]. El momento de mayor convulsión política llegó a mediados del año 1893. Pellegrini había sido sucedido en la presidencia por Luis Sáenz Peña, un viejo dirigente porteño que carecía de capital político propio y cuya elección, en abril de 1892, había sido duramente cuestionada por el sector más intransigente de la oposición, la Unión Cívica Radical (UCR). La inestabilidad político-institucional se agravó considerablemente durante el mandato de Sáenz Peña. Asediado por la impugnación de los radicales (que reivindicaban la legitimidad del recurso a las armas para combatir a un gobierno que consideraban ilegítimo), el presidente ensayó sucesivos cambios ministeriales con el propósito de reforzar su endeble base de apoyos. El nombramiento de Aristóbulo del Valle como ministro de Guerra y Marina, el 6 de julio de 1893, significó el giro más audaz en esa dirección [25]. Del Valle era uno de los principales referentes de la oposición al régimen político impuesto por el PAN y resultaba así, imprevistamente, ungido como el nuevo hombre fuerte del gabinete presidencial. Su llegada al gobierno de Sáenz Peña fue celebrada desde las páginas de los periódicos más influyentes. “La revolución”, afirmaba La Prensa, “ha penetrado en la Casa Rosada, llevada por la fuerza de los acontecimientos” [26].
Aristóbulo del Valle estuvo al frente del gabinete nacional tan sólo treinta y un días. Consiguió inicialmente “algunos éxitos en la formación de una transitoria mayoría parlamentaria, y adquirió una significativa popularidad en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires” [27]. En función de esos apoyos, encaró una serie de reformas políticas, institucionales y financieras con el propósito de desmantelar las bases de sustentación que tenía el régimen, especialmente en las provincias. Ese fue el contexto en el cual se reactivó en la ciudad la participación política montada sobre el triángulo que formaban la prensa, el Congreso y la calle. El periodismo se ocupó de proyectar con insistencia la idea de que se estaba produciendo una revolución en y desde el poder. El estilo político de Del Valle no hizo sino reforzar esa imagen, viabilizando la articulación entre debates legislativos y movilización popular. Las primeras semanas de su ministerio transcurrieron, de hecho, entre nutridos actos oficiales, manifestaciones callejeras y agitadas sesiones parlamentarias [28]. En su condición de virtual jefe de gabinete, acudió en reiteradas oportunidades al recinto para defender frente a los legisladores las posiciones del Poder Ejecutivo. Cuando eso sucedía, las “barras” hacían su bulliciosa entrada en escena. “Desde muy temprano, [...] los alrededores del Congreso se hallaban ocupados por numeroso público que pugnaba por ocupar los asientos de las tribunas”. La participación popular incluía también a otra gente que reunida en la Plaza aguardaba el resultado de las sesiones [29]. La información que brindan las crónicas no permite determinar con precisión los contornos ni la composición de esta “masa numerosa de pueblo” que acompañaba y aplaudía cada aparición pública del ministro Del Valle. Al igual que en las demostraciones de agosto de 1890, la heterogeneidad parece haber sido una característica saliente de los manifestantes. Sin embargo, dos aspectos sobresalen y permiten conjeturar algún grado de organización, así como la operatoria de determinadas redes de vínculos entre quienes se movilizaban. Por un lado, los relatos destacan la participación de estudiantes universitarios que en más de una ocasión se concentraron para marchar hasta la casa particular de Aristóbulo del Valle, en la avenida Alvear. Del Valle recibió y “saludó a cuantos se le acercaron”. Por el otro, se señalan también las aclamaciones que los manifestantes hacían a “la UCR y a sus líderes”. La efervescencia callejera llegó a su punto más alto el 30 de julio. Ese día una multitudinaria demostración (varios miles de personas, según las notas periodísticas) ocupó el centro de la ciudad para recordar un nuevo aniversario, el tercero, de la Revolución del Noventa. No era la primera vez que se efectuaban actos conmemoratorios de aquel acontecimiento, pero en esta oportunidad el clima parece haber sido distinto. No se trataba únicamente de homenajear a la rebelión, sus mártires y sus banderas; se estaba celebrando además que “la gran revolución hecha desde abajo” había hallado por fin “un hombre arriba, en el Poder, que confiese lealmente su programa y se comprometa a hacerlo efectivo, como doctrina y como propósito gubernativo” [30].
Discursos y acciones convergían, por lo tanto, en torno de aquella idea: la revolución inconclusa era empujada ahora desde arriba, desde el poder. Esa concepción y la movilización política que alentaba eran, en sí mismas, disrup- tivas de la noción de orden como principio de legitimación del régimen. Los propios contemporáneos así lo advertían:
El ruidoso éxito parlamentario del Ministro de Guerra tiene por razón de ser la proclamación del programa reaccionario, con que estalló la revolución y con que ha continuado hasta hoy la resistencia popular y social al viejo régimen, a la política de orden y de paz con que se viene burlando al país [31].
El momento del control, sin embargo, no tardó en llegar. La revolución se trasladó a las provincias. La sucesión de rebeliones en San Luis, Santa Fe y Buenos Aires tuvo el efecto de diluir el poder que Del Valle parecía haber acumulado en pocas semanas. Alarmados por el rumbo que tomaban los acontecimientos, diversos sectores políticos se unieron en el Congreso para presionar al presidente y forzar la salida del ministro. A partir de entonces, se puso en marcha la represión de los alzamientos. La estabilidad pudo ser restaurada, pero la crisis del gobierno de Luis Sáenz Peña era terminal. En enero de 1895, cuando todavía faltaban tres años para el fin de su mandato, presentó la renuncia ante el Congreso y en su lugar asumió el vicepresidente, José E. Uriburu. Se reiteraba así la misma dinámica del Noventa. En el lapso de poco más de cuatro años, dos presidentes habían abandonado el cargo anticipadamente, sin completar sus mandatos [32].
Visto el proceso retrospectivamente, es claro que la renuncia de Luis Sáenz Peña marcó el cierre de un ciclo. En términos de Botana, la brecha producida por la impugnación revolucionaria de 1890 había conseguido poner en cuestión la legitimidad del régimen político del PAN, pero sin provocar la ruptura del orden prevaleciente. La figura de Julio Roca se recortaba como el garante de ese equilibrio. La proclamación de su candidatura presidencial para los comicios de 1898 parecía señalar que “había llegado el momento de la recuperación del orden quebrado en 1890” [33]. Sin embargo, desde otra perspectiva es posible detectar un recorrido diferente. En Buenos Aires, la impronta dejada por una movilización política que se había extendido a través de diversos espacios involucrando a sectores amplios y diversos de la sociedad porteña perduró más allá del agotamiento del ciclo revolucionario de los noventa.
La segunda presidencia de Roca se inició en un contexto de apaciguamiento de las disputas que habían marcado la dinámica política de los años anteriores. El PAN emergía fortalecido gracias a la alianza sellada entre sus dos principales dirigentes: el propio Roca y Pellegrini. La oposición, en tanto, se encontraba atrapada en una profunda inercia que parecía confinarla, como en los ochenta, a una situación de marginalidad en la escena política [34]. En ese contexto de aparente calma, sin embargo, comenzó a gestarse en la ciudad un nuevo ciclo de movilizaciones y protestas que alcanzó el momento de mayor intensidad en julio de 1901, cuando el rechazo suscitado por un proyecto del gobierno para la reestructuración de la deuda externa derivó en manifestaciones (algunas de ellas violentas) que se sucedieron a lo largo de varios días. La mecánica de esas protestas se montaba sobre las campañas de acusaciones que efectuaban los diarios denunciando arbitrariedades, ineficiencia y procedimientos ilícitos por parte de quienes manejaban los asuntos públicos. Los periódicos apuntaban, en particular, contra la figura de Roca, a quien se le recriminaba su incapacidad para escuchar los pareceres y los reclamos de la opinión pública. Roca era, se decía, un gobernante “ensoberbecido” que, no contento con violentar la voluntad del pueblo en las urnas, desoía sus expresiones también en otros ámbitos. La injerencia política que tenían los diarios se veía potenciada por la modernización que experimentaba en esos años del cambio de siglo y que, especialmente en el caso de La Prensa y La Nación, aumentaba su capacidad de influir sobre un público amplio y heterogéneo.
La protesta contra la llamada unificación de la deuda fue, como ya indiqué, el episodio más resonante en ese sentido. A mediados de 1901 empezaron a difundirse noticias sobre un arreglo que el gobierno tramitaba, por intermedio de Pellegrini (que entonces era senador nacional), con los acreedores extranjeros de la deuda argentina. El objetivo era canjear las múltiples emisiones de empréstitos en circulación por un único título, con plazos y condiciones supuestamente favorables para el país. El convenio incluía una cláusula de garantía según la cual los nuevos títulos serían respaldados con las rentas de la Aduana. El Congreso debía ratificarlo y convertido en ley, pero para entonces la prensa ya había lanzado una dura campaña contra “el affaire de la unificación”. Los diarios señalaban no sólo las supuestas inconsistencias del proyecto financiero, sino también -y fundamentalmente- la grave afrenta que, según ellos, entrañaba para el honor y la soberanía nacionales:
[...] con excepción de El País, periódico del doctor Pellegrini, y la Tribuna, órgano del gobierno, toda la prensa de la ciudad, incluyendo La Prensa y La Nación, [.] fueron unánimes en su oposición a la ley, que denunciaban en términos violentos y con epítetos ofensivos [35].
La Prensa fue todavía más allá; además de las críticas, realizó una vehemente exhortación a que el repudio contra el acuerdo se expresara bajo la forma de “una explosión ruidosa de la indignación pública [36]. Y, en efecto, la protesta contra el plan de unificación de la deuda no tardó en ganar las calles. Los estudiantes universitarios tomaron la iniciativa. Convocaron a un mitin en la Plaza de Mayo para exigirle al Congreso que rechazara el proyecto del Poder Ejecutivo. La manifestación se llevó a cabo el 3 de julio de 1901 y transcurrió en orden, sin que se produjeran incidentes. Pero al finalizar el acto, “un grupo numeroso de estudiantes, reforzado por otro no menos numeroso de pueblo” organizó una nueva demostración que atacó las imprentas de los diarios oficialistas, la residencia particular del presidente Roca y la casa de Pellegrini. A partir de entonces la dinámica de la protesta cambió. Durante dos días varios cientos de manifestantes se enfrentaron con la policía al grito de “abajo con la unificación” y “abajo con el Presidente”. Un grupo intentó, derribar las vallas que protegían la Casa de Gobierno. Ante la dimensión que tomaban los hechos, el gobierno solicitó al Congreso autorización para instaurar el estado de sitio y, a continuación, dispuso una serie de medidas para reprimir la movilización. Los choques entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad dejaron numerosos detenidos, varios heridos e incluso algunas víctimas fatales. Finalmente, la protesta se apagó. Pero entonces, sorpresivamente, el gobierno comunicó la resolución de dejar sin efecto el cuestionado arreglo. El plan financiero se había vuelto “bandera ostensible de movimientos tumultuosos y hasta criminales”, sostenía el presidente Roca, y era, por lo tanto, irrealizable. La prensa opositora no dudó en festejar aquel “triunfo espléndido de la soberanía popular” [37].
La decisión de abandonar el proyecto de reestructuración de la deuda desató un grave conflicto dentro del oficialismo. Pellegrini objetó en muy duros términos el giro presidencial, rompiendo a partir de entonces la sociedad que había armado con Roca y que, si bien había demostrado ser muy productiva, se hallaba atravesada por tensiones cada vez más profundas. La bibliografía ha tendido a subsumir el análisis de la movilización en el marco de esos conflictos y del proceso por el que comenzaba a acentuarse en el interior del grupo gobernante el “clivaje roquismo/antirroquismo” [38]. Desde esa perspectiva, el efecto convulsivo que pudo haber tenido la protesta de julio de 1901 terminó por licuarse en el contexto de los realineamientos políticos que se estaban operando dentro del régimen y que habría de llevarlo, finalmente, a su transformación.
En mis trabajos he procurado ofrecer un enfoque alternativo que, en lugar de subrayar los límites de la movilización, se interrogue sobre sus alcances, y que permita -por lo tanto- rastrear las marcas que dejaron los acontecimientos de esos días en la dinámica política más amplia. Me interesa rescatar aquello que hubo de impredecible en las formas que tomó la protesta, sus resultados y los sentidos que produjo [39]. La magnitud de la oposición que despertó la operación financiera sorprendió, en primer lugar, a sus artífices. La práctica de ofrecer garantías especiales para refrendar arreglos con acreedores externos no era nueva. Pero en aquella oportunidad se transformó en el motivo que activó el descontento contra la unificación: el “enfeudamiento de las rentas aduaneras” rebajaba al país al nivel de una “factoría” y colocaba en manos de un “sindicato de banqueros extranjeros” la facultad de disponer de recursos esenciales [40]. El contexto internacional era propicio para la formulación de ese tipo de denuncias. Habían recrudecido en los últimos meses las disputas con Chile por la demarcación de límites y la eventualidad de que se desencadenara un enfrentamiento bélico creaba un clima de exaltación nacionalista. En la Facultad de Derecho, donde se inició el movimiento, hubo intervenciones impregnadas de ese tono, como la que realizó José Terry desde su cátedra de Finanzas. Muy rápidamente, sin embargo, la movilización adquirió otro significado, que trascendía la discusión en torno a la cláusula de garantía del acuerdo. La solicitud que los estudiantes universitarios firmaron en contra del proyecto de unificación objetaba “la voluntad sin límites del general Roca y de sus copartícipes en el gobierno [que] juegan y negocian con la opinión y el crédito”. Fueron todavía más explícitos: “digamos claramente que lo queremos es combatir al gobierno actual” [41].
Los estudiantes llevaron a las calles la protesta contra la unificación y asumieron un papel protagónico en el movimiento. La Universidad de Buenos Aires experimentaba entonces, a comienzos del novecientos, transformaciones importantes. Los cambios en la composición social del alumnado, aunque todavía incipientes, coincidían con el incremento de la militancia en las aulas, la formación de centros de estudiantes y la intensificación de los reclamos a favor de la modernización del sistema universitario [42]. Los eventos de julio de 1901 sugieren que la capacidad que estaban adquiriendo los estudiantes de organizarse para reclamar y presionar en el ámbito universitario operaba también en la escena política, a veces, incluso, con formas violentas. Pero las crónicas de esos días indican, asimismo, que “otros elementos” se sumaron a las demostraciones, “grupos de pueblo” que marcharon con los universitarios. ¿Quiénes eran? Se habló en aquel momento de agitadores y “elementos mal avenidos con el orden social” que, presuntamente, se habían confundido en la multitud para fomentar el desorden [43]. La prensa socialista y anarquista se apresuró a desmentir esas afirmaciones. Y, de hecho, la evidencia disponible (escasa y fragmentaria) apunta en otra dirección, permite entrever la presencia de gente que transitaba a diario el universo abigarrado de las calles en la ciudad: “hombres de trabajo”, “pilletes”, “grupos de desocupados”, “individuos mal trazados”, “descamisados”. Resulta difícil precisar sus identidades y motivaciones. Los relatos hostiles se ocupaban de subrayar que “no gritaban contra el gobierno ni la unificación sino contra la policía, su enemigo natural”. Nuevamente, en el espacio de la calle confluían diversos actores y se condensaban múltiples reclamos [44].
La movilización en rechazo de la renegociación de la deuda comenzó, por lo tanto, como una iniciativa motorizada por estudiantes universitarios, pero prontamente alcanzó una dimensión impensada. La aceleración de la protesta y el sentido político que revistió fueron, en gran medida, el resultado de la intervención de la prensa. El periodismo porteño se hallaba embanderado en la oposición al régimen y, en particular, al gobierno de Roca y a su figura. Ese posicionamiento reconocía en algunos casos la influencia de una determinada adscripción político-partidaria, pero se nutría -sobre todo- de la concepción según la cual la prensa tenía la misión de defender los intereses de la opinión pública frente a los gobernantes insensibles y arrogantes [45]. El diario La Prensa era, por lo general, quien imponía el tono y el grado de intensidad de las campañas contra el gobierno. La campaña contra la unificación mutó, como ya señalé, desde la defensa del honor nacional hacia la impugnación política en un sentido más general. Las acusaciones sobre “presupuestos oligárquicos”, “gestiones desordenadas” y “negociaciones clandestinas” involucraban un reproche más profundo acerca de la incapacidad de los gobernantes “obcecados” para medir “la transcendencia y la responsabilidad de sus actos, en relación con la fortuna y los destinos presentes y futuros de la república” [46]. Esa prepotencia, se decía, era la que terminaba engendrando la reacción violenta de aquellos cuya voluntad era transgredida en los comicios y desdeñada en las calles. Los discursos periodísticos moldearon, por lo tanto, el lenguaje político la protesta. Los blancos del repudio y de la acción de los manifestantes fueron políticos: Roca, Pellegrini y los periódicos oficialistas (la “prensa claudicado- ra” que no dudada en respaldar las medidas más impopulares). Y los diarios se constituyeron en referencias políticas, pero también físicas de la protesta. Las redacciones eran lugares de reunión, asamblea y refugio de los manifestantes [47].
La declaración del estado de sitio y la represión policial fueron los instrumentos a los que acudió el gobierno para controlar los desbordes que se producían en las calles. Pero no era posible intervenir por la fuerza sobre los sentidos que adquirió la protesta. Más allá de las motivaciones facciosas que probablemente pesaron en la decisión de que tomó Roca de retirar el proyecto, esa medida fue celebrada como una victoria por los mismos que habían impulsado la movilización opositora: los diarios. El gobierno había tenido que retroceder con una medida controvertida e impopular. El desenlace no podía ser más favorable: “se puede decir sin metáfora que el país se ha salvado en la calle durante los días ardientes que [...] impusieron el retiro de la Unificación” [48]. Reaparecía, por lo tanto, la idea de un triunfo conquistado en las calles por la movilización popular. La Prensa fue explícita al evocar, los sucesos del Noventa:
Se hizo la revolución sin armas ni sin legiones, reproduciendo el período que siguió del 26 de julio de 1890 al 6 de agosto, el pueblo asumió de improviso la dirección de su causa, con energías de señor despojado que reconquista sus dominios [49].
Lo cierto es que, en el transcurso de aquellos días, el recuerdo del levantamiento armado sobrevoló en más de una oportunidad la escena política. Tanto por parte de quienes sostenían que “el período revolucionario abierto en 1890 no se ha clausurado ni se clausurará mientras su programa de restauración institucional no se cumpla”, como por parte de aquellos que denunciaban conspiraciones políticas y “explosiones peligrosas” que podían estallar en cualquier momento [50]. Es evidente que los acontecimientos de julio de 1901 no pueden ser equiparados con la insurrección que la UC había liderado once años atrás. Sin embargo, es posible afirmar que la protesta contra la unificación de la deuda dejó algunas marcas en la dinámica política que se desenvolvía en la ciudad del novecientos.
Esas marcas se perciben, en primer lugar, en los debates tuvieron lugar en el Congreso Nacional, en 1901 y 1902 [51]. Asomaron entonces inquietudes y dilemas que siguieron luego recorridos diversos. Por un lado, la persuasión sobre la necesidad de regular la capacidad que tenía la prensa de moldear a la opinión pública y movilizarla en contra de las medidas del gobierno. Según Joaquín V. González, ese poder “tan grande como peligroso” se fundaba en “la facilidad con que la palabra de la prensa diaria es trasmitida a todas las clases más numerosas, más pobres y desvalidas de la sociedad” [52]. Por el otro, la convicción cada vez más fuerte de que se requería habilitar canales para la expresión pacífica del disenso y, especialmente, encarar modificaciones en el sistema electoral que permitieran dar cuenta de la diversidad de intereses y opiniones que coexistían en la sociedad. En el Senado, Carlos Pellegrini llamó la atención sobre la necesidad de:
[...] enseñar a la juventud que no se combaten las ideas rompiendo a pedradas los vidrios de una imprenta, ni insultado impunemente a la autoridad y los adversarios, que su acción no es digna en esa forma, en esos lugares, sino en los atrios, yendo a votar para hacer triunfar sus opiniones por medio de la única arma legal del ciudadano [53].
La causa de la reforma electoral, de la cual Pellegrini se convirtió en ferviente abanderado, encontró una traducción concreta en el proyecto diseñado precisamente por Joaquín V. González y aprobado por el Congreso en diciembre de 1902. Esa parte de la historia es conocida, como así también el relativo fracaso de la nueva ley, que sólo reguló los comicios de 1904 y fue derogada al año siguiente [54]. Sin embargo, y ya para concluir esta intervención, me interesa retomar ese otro relato, más pequeño, sobre las oposiciones que se plantearon en la calle y a través de las campañas organizadas por la prensa, para señalar un último capítulo. En octubre de 1903 se reunió en Buenos Aires una “Convención de Notables” organizada por el PAN para designar al candidato que habría de suceder a Roca en la presidencia. El trasfondo de esa iniciativa estaba dado por la división, cada vez más visible, entre roquistas y anti-roquistas, De hecho, lejos de poder imponer un sucesor a su medida, Roca tuvo que contentarse con bloquear las aspiraciones de Pellegrini y aceptar la candidatura de Manuel Quintana [55]. Esas maniobras, que no hacían sino reflejar -en palabras de Martín Castro- el proceso de fragmentación de los grupos dirigentes, se transformaron, sin embargo, en el pretexto de una nueva movilización opositora que se desplegó en la ciudad. La dinámica de la protesta replicó en muchos aspectos lo ocurrido en julio de 1901: denuncias de la prensa sobre los artificios que efectuaba la “casta gobernante” para delegarse el mando en “una sucesión sin término”, estudiantes universitarios que se organizaban para repudiar a quienes pretendían erigirse en “tutores” de la soberanía popular, manifestaciones en las calles entre “gritos hostiles a la convención y al régimen actual” [56]. Y, de hecho, hubo quienes -como La Prensa-expresamente actualizaron la impronta de los sucesos de 1901 con el propósito de animar la protesta contra la Convención de Notables:
Recuérdese cómo murió el proyecto de unificación de los empréstitos exteriores, náufrago devorado por una grandiosa borrasca popular. ¿Por qué el proceso deprimente de las candidaturas no habría de desprender, como solución final, una conmoción imponente de ese género? [57]
En rigor, la movilización de octubre de 1903 estuvo atravesada por otros elementos que daban cuenta de importantes cambios que se producían en el panorama político y que habrían de tener consecuencias en el corto y mediano plazo. También en esta ocasión los universitarios fueron quienes materializaron las acusaciones periodísticas bajo la forma de manifestaciones en las calles. Sin embargo, intervinieron asimismo otros actores: dirigentes y militantes de los “partidos de la oposición”, como los denominaban las crónicas. En los meses previos a los comicios legislativos y presidenciales de 1904, el movimiento partidario empezaba a activarse, la oposición se reorganizaba para salir del aislamiento y tomar parte en la contienda electoral. El mitrismo (reconvertido en Partido Republicano), la UCR (comandada por Hipólito Yrigoyen) y el Partido Socialista hacían su ingreso en la escena política, acentuando la segmentación originada por las divisiones dentro del grupo gobernante [58]. En ese contexto, la protesta contra la designación del candidato presidencial en la Convención del PAN, aunque no fue más allá de unas ruidosas demostraciones callejeras, tuvo el efecto de transparentar la contradicción entre las promesas de apertura que traía consigo la reforma electoral y los mecanismos de reproducción del régimen que -en medio de tensiones y conflictos internos- seguían operando. Retomando una expresión de Botana, puede sostenerse que la movilización hizo más manifiesta y palpable la ambivalencia del orden [59].
¿Qué nos dice todo lo que expuesto hasta aquí sobre el problema enunciado al comienzo de estas notas? Es decir, acerca de la cuestión de los límites, pero también los efectos y los sentidos de la participación política popular en Buenos Aires, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Al enfocar el análisis en la articulación entre conflictos políticos concretos, de un lado, y formas de expresión y de movilización en el espacio público urbano, del otro, intenté mostrar cómo esas formas de intervención política que tenían una larga tradición en Buenos Aires adquirieron significados y modalidades diferentes en los años noventa. La actuación de la prensa y la práctica de las manifestaciones colectivas habían funcionado anteriormente, como canales eficaces de interlocución entre gobernantes y gobernados, que contribuían a la legitimación del poder político y que para la población porteña resultaban instancias de participación significativas [60]. Sin embargo, en el nuevo escenario creado por el afianzamiento del régimen impuesto por el PAN y, luego, por la crisis que a partir de 1890 experimentó la noción de orden como uno de sus fundamentos, la participación a través de la prensa y en las calles revistió otras modalidades y otros significados. El motivo central (dentro del cual quedaban englobados múltiples reclamos y reivindicaciones) pasó a ser la confrontación con unos gobernantes a los que se acusaba de corruptos, deshonestos y arrogantes. Ese antagonismo alimentó una movilización política amplia que, con flujos y reflujos, se extendió hasta comienzos del novecientos.
Pero no se trataba solamente de viejas tradiciones políticas resignificadas en un nuevo contexto. Creo que hay elementos suficientes para plantear que el ejercicio de la “ciudadanía participante” (para utilizar, una vez más, una fórmula de Botana) era el mecanismo fundamental por medio del cual muchos se incorporaban a la vida política, construían sus ideas, representaciones e identificaciones políticas, y actuaban en consecuencia. Cuántos, quiénes era esos muchos y cuáles eran sus motivaciones específicas son preguntas que, en gran medida, permanecen sin responder. Por supuesto, no será una tarea sencilla hacerlo y las respuestas que puedan obtenerse serán parciales, fragmentarias, incluso inciertas. Sin embargo, es un compromiso que vale la pena asumir, para eludir el riesgo de pensar la vida política del período tan sólo en la clave de los conflictos que involucraban a pocos, a una minoría (la clase gobernante, la elite política, los grupos oligárquicos, como sea que se elija nombrarlos).
Evidentemente, estas cuestiones se ligan con el interrogante acerca de la eficacia o trascendencia que tenían estas formas de participación. En relación con ello, gravitan en la historiografía dos supuestos. Por un lado, la afirmación -nuevamente en términos de Botana- de que el ejercicio de las “libertades públicas” chocaba con los controles que impedían el ejercicio pleno de la “libertad política”. Por el otro, la presunción de que las luchas facciosas dentro de los grupos dirigentes determinaban el pulso de los procesos políticos, limitando así la influencia de que podía tener la intervención de otros actores y sus modalidades de acción. Como indiqué anteriormente, creo que ambos supuestos pueden ser revisados. En primer lugar, porque los documentos sugieren que desde la perspectiva de los actores el hiato entre libertades públicas y libertad política tendía a borrarse. Y esto no sólo porque existían también controles que restringían, por lo menos en algunas circunstancias, la participación en el espacio público (la imposición del estado de sitio, la represión policial), sino porque la dinámica política funcionaba para ellos en términos, esencialmente, de oposición entre el pueblo -o la opinión- y los gobernantes “ensoberbecidos”. Para aquellos que se movilizaban y protestaban (entre los cuales, recordemos, se advierte la presencia de muchos que carecían del derecho al voto), los atropellos contra la libertad y contra la transparencia del sufragio que realizaban los gobiernos del PAN se inscribían en una larga lista de abusos y arbitrariedades cometidos por quienes, básicamente, se negaban a escuchar las diferentes opiniones, intereses, objeciones, demandas, etcétera [61]. En cuanto a los límites que los conflictos “intraoligárquicos” pueden haber trazado a la capacidad de presión y a la productividad de la -para decirlo brevemente- participación popular, parece importante tener presente que, en un sentido inverso, esas formas de intervención más amplia (con otros actores, en otros espacios, con sus propias inflexiones) dejaron también sus marcas sobre la dinámica política, a través de la cristalización de diversos dilemas, inquietudes y aspiraciones que, cada vez con más fuerza, asaltaban a los grupos dirigentes. El Congreso, por definición lugar del disenso y el debate, se recorta como un espacio fundamental para indagar en torno a esos cruces e influencias mutuas. Era allí donde las iniciativas del gobierno eran examinadas y evaluadas, en el contexto de una controversia que despertaba por lo general la atención pública. Las “barras” presenciaban las sesiones desde las galerías, la multitud aguardaba en la Plaza de Mayo, la prensa amplificaba las repercusiones de lo que se debatía en el recinto, y de esa manera la discusión política traspasaba los límites (en la dirección inversa) para incorporar nuevos interlocutores, canales de expresión y ámbitos de acción. Se requiere, por lo tanto, profundizar una línea de análisis que vincule la política en las calles con los debates en el Congreso, para continuar así con el trabajo de desmenuzar y matizar la mirada sobre la política del llamado orden conservador [62].
Y se necesita también, en un sentido más general, flexibilizar los enfoques y los abordajes para construir de ese modo una nueva agenda de temas, problemas e interrogantes que nos permitan captar la complejidad, la incertidumbre y la intensidad vida política de aquellos años. Ello supone, indefectiblemente, enunciar la pregunta acerca de qué significaba la política para la gente, para las mayorías, para los actores difusos y escurridizos sobre cuya presencia no dejan de alertarnos las fuentes. E implica asimismo diseñar perspectivas de análisis en las que la participación (las formas de intervención y de movilización en la escena pública, pero también la participación electoral) no sea pensada como un aspecto secundario o marginal de la dinámica política de este período, ni tampoco como una brecha abierta en un sistema de controles que sin embargo lograba sobreponerse a los desafíos. La participación en la vida política formaba parte de la existencia y del quehacer de las personas y debe ser estudiada, por lo tanto, como un componente insoslayable de la construcción, el ejercicio y la legitimación (o no) del poder político.