Secciones
Referencias
Resumen
Servicios
Descargas
HTML
ePub
PDF
Buscar
Fuente


LA ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA EN SUS PRIMEROS OCHENTA AÑOS: ENTRE TRADICIÓN E INNOVACIÓN
Investigaciones y Ensayos, vol.. 67, 2019
Academia Nacional de la Historia de la República Argentina

Notas y comunicaciones


Aprobación: 09 Septiembre 2019

Resumen: LA ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA EN SUS PRIMEROS OCHENTA AÑOS

I

Agradezco la generosidad del doctor Fernando Barba al haberme invitado a brindar esta conferencia en un evento que es siempre especial en esta Academia, ya que en él, a través de los premios a los egresados con mejor promedio, se renueva idealmente el diálogo de la institución con las jóvenes generaciones. En este caso, además, el evento coincide con los primeros ochenta años de la Academia Nacional de la Historia con esta denominación y todos tenemos una atracción hacia las conmemoraciones o celebraciones que coinciden con una curiosa convención: la de los números que llamamos, imprecisamente, redondos y que son los múltiplos de diez.

Empero, quisiera agradecer también al Dr. Barba porque su invitación produce en mí un juego de espejos, una de esas curiosas simetrías que nos ilusionan acerca de un imaginario orden en el caótico decurso de las cosas. En efecto, hace cuarenta años yo estaba sentado allí con mi madre, mi esposa y mis suegros junto con otros graduados más jóvenes a la espera de recibir la medalla de egresado con mejor promedio, la que me sería entregada por el entonces Presidente de la Academia, el doctor Enrique Barba. Y, conociendo bien la diferencia entre la conferencia y la confidencia, solo diré que recuerdo aquel momento como un episodio grato, aunque yo me hubiese formado con otros profesores (entre los cuales, por cierto, se encontraba Nilda Guglielmi, que integra esta institución) y en otras tradiciones historiográficas. Y creo que lo que percibí como especial ese día fue estar, en esos años tan difíciles y crueles de la Argentina, en un lugar que parecía de otro tiempo o, mejor, transido por otro ritmo temporal que evocaba, a su modo, otras Argentinas pasadas, más apacibles y más gentiles.

Quizás, pienso ahora, es inherente a las Academias el ser reservorios no tanto de épicas gestas o de memorias públicas y/u oficiales sino de memorias culturales, de ideas, de costumbres y estilos de tiempos idos, de aquello que llamamos imperfectamente una tradición. En este sentido, la Academia ha sido un Monumento, es decir un lugar de memoria, aún antes que un lugar de enunciación de un discurso sobre el pasado. En el monumento está el tiempo lento de los procesos civilizatorios, en los discursos la fugacidad del instante.

Bajo ese signo de la continuidad, quisiera recordar aquí a los académicos fallecidos este año que, a su vez, eran eco y perdurabilidad de muchas de las genealogías que confluyen en esta institución que fue y será plural, o no será. El Dr. José María Mariluz Urquijo, académico decano, en el que reverberaba la escuela de historia del Derecho promovida entre nosotros por Ricardo Levene, que brindó decisivos aportes para una mejor comprensión de la sociedad y las instituciones coloniales; el Dr. César García Belsunce, en quien perduraban tantos rasgos de la cultura francesa, incluso más que de la historiografía francesa, y que entre sus múltiples intereses hacia el pasado dedicó una especial atención a los estudios sobre la población argentina, en cuyo campo creó una importante escuela; el Dr. Ezequiel Gallo, amigo y maestro, en quien se vertebraron la tradición argentina de estudios sobre historia social con la cultura historiográfica oxoniense y que tan decisivos aportes hizo para la comprensión de la Argentina moderna; el Dr. José Eduardo De Cara, que cultivaba con esmero y rigor aquella antigua disciplina, la numismática, que tanto había hecho, en especial desde el siglo XVII para combatir el pirronismo histórico. Apenas hace muy poco falleció también el Dr. Marcelo Montserrat, un estudioso de vasta cultura cuya erudición en materia de historia e historiografía argentina y europea era bien reconocida. Fallecieron, asimismo, los académicos correspondientes Arnaldo Cunietti-Ferrando, también destacado numismático, y la Dra. Martha Páramo de Isleño, reconocida estudiosa de Mendoza.

II

Debemos dejar aquí estos rápidos recuerdos y evocaciones a los que la institución dedicará retratos más enjundiosos realizados por plumas más competentes y comenzar a desgranar unos breves apuntes sobre la Academia Nacional de la Historia.

Cuando, en 1938, Ricardo Levene, por entonces en su ya segunda presidencia de la Junta de Historia y Numismática, creada por Bartolomé Mitre en 1893, decidió dar ese paso decisivo de convertir esa libre asociación de estudiosos en algo que iba a llevar el nombre de Academia Nacional, no puede decirse que fuese una iniciativa aislada, ni que fuese un paso sin trascendencia e implicancias. No era aislada, porque puede enmarcarse en un amplio número de creaciones institucionales promovidas por el mismo Levene en esa década, del Centro de Estudios Históricos en la Universidad de La Plata, de 1932, al Instituto de Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, de 1940, pasando por la creación del Instituto de Historia del Derecho Argentino en la misma Universidad, en 1936, que ha sido muy bien estudiado por el Dr. Díaz Couselo.

Asimismo, la misma reconversión de la Junta en Academia no puede aislarse de otras dos iniciativas que a su modo potenciaban e, involuntariamente o no, sesgaban su significado. Una, anterior: esa obra, también ella monumental, que fue la Historia de la Nación Argentina, promovida por la Junta y aprobada y financiada por el Gobierno Nacional en 1934 (cuyas resoluciones y debates parlamentarios pueden consultarse en la misma obra ya que, como buen historiador, Levene creía necesario incluir esas piezas en la misma introducción a la misma). La otra, posterior: la creación de la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos, a instancias del mismo Levene y dirigida también por éste. Y digo que las tres deben ser pensadas en conjunto, en tanto constituían una ambiciosa operación de modelar la memoria pública argentina desde una estrecha asociación con el Estado. El mismo nombre Academia Nacional así lo sugiere, como sugiere todos los problemas implícitos que dichos vínculos pueden conllevar como, por poner un ejemplo modélico, lo mostraba la historia de la Académie Française desde el mismo momento inicial, cuando el Cardenal Richelieu quiso y logró, no sin algunas resistencias, convertir una reunión privada de eruditos en una institución bajo patrocinio y control estatal. Y no deja todavía hoy de maravillarme cómo los historiadores, que deberían ser los más entrenados para reflexionar acerca de la mudanza de las cosas humanas, tomen decisiones que parecen no otorgarle suficiente relevancia. Desde luego, se dirá, asociación con el Estado que se encuentra en una temporalidad diferente y más larga que los gobiernos ocasionales. Sea. Empero, debería admitirse que demasiado a menudo es difícil distinguir un evento de esa importancia de una asociación con un particular gobierno que la hace posible en un también particular momento histórico.

Que de eso se trataba (o que eso podía parecer) lo mostró el acto del 4 de diciembre de 1937 en celebración del homenaje al 75º aniversario del comienzo de la Presidencia de Bartolomé Mitre, en el cual se anunció la inminente Academia y se inauguró además la sala de conferencias del Museo homónimo, en el que funcionaba la Junta. Fue un acto al que concurrieron el Presidente y el Vicepresidente de la Nación, Agustín P. Justo y Julio A. Roca, tres Ministros del gobierno, del cual uno era miembro de la Junta, Miguel Ángel Cárcano, y el Cardenal Primado de Buenos Aires, Santiago Copello. Y los peligros implícitos podían percibirse rápidamente si se contrastaban los discursos que en la ocasión pronunciaron Ricardo Levene y Agustín P. Justo. El primero brindó una exposición rica y mesurada en la cual no solo daba una valoración positiva de las distintas corrientes políticas e intelectuales que conformaban la Argentina moderna, y eso incluía a figuras como Alberdi, Urquiza o incluso Pedro de Ángelis, además -claro está- de Mitre, sino que tampoco olvidaba de sopesar el papel de un filósofo como Charles Renouvier, cuya Uchronia, tendiente a reflexionar sobre lo que pudo haber sido, había interesado ya a Mitre. En cambio, la intervención unilateral y polémica del presidente Justo, además de realizar un panegírico en retórica bastante decimonónica a favor de Mitre, llegando incluso a incluir entre sus grandezas su rostro poético o lírico al alabar “sus poemas inmortales”, tomaba abierto partido por el homenajeado en sus diferencias con Sarmiento y en un modo más controversial, aunque más implícito, en los recordados debates con Juan Bautista Alberdi. Discurso, desde luego, de un político y no de un historiador, y la distinción no debería ni en ese ni en otros casos soslayarse.

Seguramente muchos factores influyeron en esa figura mesurada que era Levene para dar ese paso que colocaba a la Junta en el imaginario público argentino, en la órbita de la Concordancia. Desde luego que sólo podemos conjeturar, pero el historiador no debe privarse de las conjeturas, solo debe indicar que son tales. Ante todo, el contexto y la tradición: por ejemplo, la Real Academia de la Historia Española era una institución desde sus orígenes bajo el patrocinio y protección de la Monarquía, así como el Instituto Histórico y Geográfico de Río de Janeiro lo había sido del Emperador. Y también tenían un carácter público, desde su creación, el Instituto Histórico del Perú y la Academia Nacional de la Historia de Venezuela. Asimismo, eran evidentes las ventajas en recursos materiales que el Estado podía brindar, como mostraba la misma Historia de la Nación Argentina, sostenida generosamente por recursos públicos aprobados luego de un proceso que incluyó un bien iluminador debate parlamentario. Por otra parte, ¿no era Ernest Lavisse, “l’Instituteur National”, como lo llamó Pierre Nora, un modelo inspirador para Levene?

Sea de ello lo que fuere, la decisión no dejó de colocar a la Academia en el fuego cruzado de un debate cultural e ideológico con reflejos historiográficos que iba a surcar con fuerza desde esos años treinta a la Argentina. Como es bien sabido, el revisionismo histórico argentino se organizó en el mismo 1938 como Instituto de Investigaciones, a la vez que el nacionalismo, del que el revisionismo derivaba, agitaba la polémica contra la aparición de cada nuevo tomo de la Historia de la Nación Argentina, dirigida por Levene, desde sus diarios y revistas.

Empero, y más allá de esas y otras polémicas provenientes de grupos pese a todo algo marginales, ¿que era la Junta convertida en Academia por entonces? Mucho más un espacio de encuentro de la cultura letrada argentina que solo de la historiografía argentina. No era ya la Junta de los orígenes que había colocado a la historia en un diálogo con la numismática, por un lado, y con las nacientes ciencias sociales, por el otro, ni era tampoco la academia profesional posterior. Repásense los nombres y se verá rápidamente el cuadro de situación. Ahí están entre los miembros de número de la Academia por nacer figuras relevantes de las letras argentinas como Arturo Capdevilla, Enrique Larreta, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas o un ensayista, artista y crítico como José León Pagano o un destacado crítico teatral como Juan Pablo Echagüe. Y todavía se podría recordar entre los correspondientes a los nombres de Alfonso Reyes, Max Henríquez Ureña y ¿por qué no? el de ese extraño ensayista y escritor que era Cunninghame Graham. Y aunque se dirá que todos ellos hicieron trabajos sobre el pasado, es difícil negar (creo) que lo que los connotaba no era su labor como historiadores como tampoco lo hacía con la de Carlos Ibarguren, elegido Presidente de la Academia de Letras, desde 1935 hasta su fallecimiento en 1956 (con excepción del breve interregno en que las academias estuvieron clausuradas entre 1953 y 1955). Y además se podría agregar a ellos los nombres de destacados políticos y ensayistas como José Luis Cantilo y Carlos Alberto Pueyrredón, en los que la historia no era el principal rótulo identificador que un observador externo les hubiese asignado espontáneamente.

Esquemáticamente podría decirse que las energías que Levene dedicó a esta Academia, de la que sería Presidente hasta su muerte en 1959, estuvieron orientadas a preservarla por una parte y a reorientarla, por la otra. Acerca de lo primero, aplicó a ello sus mejores esfuerzos y habilidades que, a su modo, intentaban resolver las implicancias no deseadas de aquella decisión de 1938 – y ellas se convirtieron en muy necesarias con el advenimiento del primer peronismo, en 1946. Desde luego que, como mostraron las celebraciones Cervantinas de 1947, el nuevo régimen podía colaborar en sus inicios sin dificultades con algunas Academias, por ejemplo la de Letras presidida por un Carlos Ibarguren que, más allá del distanciamiento posterior, cultivaba por entonces buenas relaciones con el peronismo. En el caso de la Academia Nacional de la Historia también podría recordarse que al menos tres académicos de la misma tenían estrechas relaciones con el gobierno peronista: el mismo Ibarguren y José Torre Revello, que no dejaron incluso de escribir a favor de la reforma constitucional de 1949 (y Torre Revello, además de dirigir la Comisión Nacional de Monumentos y Lugares Históricos) o José Imbelloni, Director del Museo Etnográfico. Además, quizás, no eran pocos los casos de aquellos que, sin simpatizar con el peronismo, se avenían a participar en iniciativas “oficiales”, en ámbitos provinciales: y pienso aquí en Leoncio Gianello, que en la vecina provincia de Entre Ríos fue desde miembro del jurado del premio histórico “Urquiza” hasta colaborador de Tellus, la revista de la Dirección de Cultura de esa provincia, o incluso en alguien a priori tan alejado como Enrique de Gandía que, sin embargo, fue nombrado en 1948 director del neonato Museo Municipal Cornelio Saavedra, que surgía de la fusión de dos instituciones precedentes. A veces eran las coincidencias en el hispanismo y el catolicismo las que tenderían puentes, entonces y luego, en este terreno.

Por otra parte, Levene y la Academia lograron sortear de modo razonable el momento de 1950 y los festejos del año sanmartiniano, en los que si bien ni la Academia ni su Presidente ocuparon un lugar destacado sí pudieron publicar dos voluminosos tomos de homenaje con las ponencias, aunque incluyendo en ellos, en palabras del Presidente de la Academia, el “conceptuoso” discurso del presidente Perón en el acto de clausura del año sanmartiniano en Mendoza. En cualquier caso, como es conocido, las amenazas se habían expresado en ese mismo año de 1950 en la Ley de Reglamentación de las Academias Nacionales y más aún en el debate parlamentario, en el que diputados del oficialismo como Filippo o Cooke apelaban contra ellas con argumentos diferentes en su calidad y en su procedencia ideológica. Aquellas se concretarían algo más tarde, en el decreto de reglamentación de las Academias Nacionales sancionado 1952. Este, que comportaba una decidida intervención sobre todas las Academias, aunque en mayor grado sobre las públicas (y ese dato no es irrelevante), con el establecimiento de la potestad del Ejecutivo de designar a los presidentes, participar en el nombramiento de nuevos académicos de entre ternas propuestas por las Instituciones, así como jubilar compulsivamente a aquellos mayores de 60 años. No llegó a ser necesario: las Academias fueron cerradas en 1953.

Cuando las Academias fueron reabiertas con un decreto del 30 de noviembre de 1955, en la de la Historia, en un acto presidido por el Ministro de Educación Atilio dell’Oro Maini, a la celebración de la reapertura se le agregaba un nuevo homenaje a Mitre. Levene pronunció entonces otro discurso que yo encuentro memorable en su prudente sobriedad. Lejano de triunfalismos comenzó sencillamente así: “Reanudamos nuestra tarea, conforme al Decreto-Ley dictado por el Gobierno de la Revolución Libertadora” y tras algunas palabras acerca de la renovada égida de la libertad, acometió su exploración, nuevamente de Mitre “en la historia de las ideas argentinas”. Ciertamente, hubiera podido comenzar, al igual que Fray Luis de León, “como decíamos ayer” que a su vez procedía del latín dicebamus hesterna die o el similar heri dicebamus, que por lo demás había usado Croce al colapsar el fascismo en Italia. En Levene era, quizás, la idea de que la Academia siempre había estado allí y siempre estaría allí, al igual que Mitre, fuese en 1893, en 1937 o en 1955. Tres años después fallecería, siendo siempre Presidente de la Academia.

Sin embargo, la Academia que dejaba en 1959 era muy distinta de la de veinte años antes y la mano de Levene podía verse en muchos lugares, desde la apertura al interior, vía la expansión de las Juntas o la designación de académicos de número procedentes de las provincias, hasta esas sólidas raíces que estableció con una red de eruditos locales, en especial en la provincia de Buenos Aires. Con todo, quizás la diferencia mayor estaba en que ahora los profesionales de la historia eran en la Academia ampliamente mayoritarios y dentro de ellos, además de los historiadores del interior, se recortarían dos conjuntos destinados a continuar la herencia de Levene en la institución: la escuela de Historia del Derecho de Buenos Aires y la Escuela Histórica de La Plata, emblematizadas en aquellas figuras que las representarían más acabadamente (ambos elegidos académicos a fines de 1955): Ricardo Zorraquín Becú y Enrique Barba. El primero presidiría la institución alrededor de diez años, el segundo doce y moriría en el cargo. No se trata simplemente de los años en el cargo o de las redes que se eslabonaban desde ellos sino de que ambos a su vez potenciaron el legado de esas dos escuelas que habían vertebrado la obra historiográfica de Levene y brindaron un fundamental aporte a la historiografía argentina, desde la historia de las instituciones, una, sobre todo desde la historia política, la otra.

Al hacer un balance bien podría proponerse otro recorrido, menos atento a las instituciones y más a las ideas históricas y a los climas culturales. En este sentido, cuando Levene creó la Academia Nacional de la Historia lo hizo desde un bagaje historiográfico y una idea de la profesión que tenían sus raíces tanto en la historiografía francesa de comienzos de siglo XX, como en la española de entreguerras y que reposaba sobre una noción evolutiva de los procesos históricos y de las narraciones sobre los mismos, que encontraba su unidad de sentido en la nación, entendida como un orgánico conjunto de significados, que servía tanto para estructurar los contenidos como para brindar una explicación suficiente de los mismos, aunque la misma no fuese inmediatamente evidente para el lector. Esa estrategia, que se hacía con fuertes apelaciones a la verdad objetiva, solo era posible en tanto existiesen en la opinión pública consensos acerca de un rumbo, porque era el consenso sobre el futuro, en este caso el futuro de la grandeza del país, el que sostenía el consenso sobre el pasado. Las cosas eran, sin embargo, mucho más problemáticas en 1938 y si bien ello no suprimía ni subalternizaba el relato que Levene y la Academia promovían sí afectaba su posición como relato que, aunque no uniforme, aspiraba a ser unificador.

Por difícil que fuesen las cosas ya en esos años de fines de la década del treinta, estaban destinadas ulteriormente a empeorar. Y bien podría haber recordado Ricardo Levene en la tormenta de los años por venir una de esas expresiones tan al uso de Paul Valery: “el futuro ya no es lo que era”. Por lo demás, la Guerra Civil Española estaba produciendo exasperaciones considerables en el clima cultural argentino y daños profundos a la historiografía española, que era la principal interlocución exterior de la Academia, con el exilio de figuras como Rafael Altamira, que tanto había influenciado a los jóvenes de la Nueva Escuela, o la desorganización y luego clausura del Centro de Estudios Históricos, con el exilio de Claudio Sánchez Albornoz, de Américo Castro o de José María Ots. Y todavía podía agregarse el nombre de Amado Alonso -llegado algo antes-, ese destacado filólogo que fuera también académico correspondiente, mientras dirigía el Instituto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Un nombre muy relevante, porque si algo renovó la historiografía basada en los documentos escritos, desde el siglo XIX, no fue ya la epigrafía o la numismática sino la filología, tan ausente no solo en la Academia sino en la historiografía argentina toda.

Empero, había más, ya que esos años de la crisis del mundo de entreguerras, que no ha faltado quien la definiera como los más fecundos en el debate de ideas del siglo XX, alentaban una crisis de certezas y a la vez una crisis de las estrategias de investigación, aunque todavía in nuce, que eclosionarán luego de la Segunda Guerra Mundial.

Ciertamente, Levene tenía buen olfato para abrir a las novedades, al menos en lo que concernía al mundo exterior. Así, la Academia supo albergar como correspondientes a cuatro de los cinco estudiosos españoles apenas nombrados, que desde luego no lo eran o habían sido dados de baja de la Real Academia de la Historia Española (a excepción de Altamira), pero también y, desde antes, a alguien como Albert Mathiez y con él a una de las vertientes más radicales de la tradición jacobina de estudios sobre la revolución, y, aunque esto es menos sorprendente, a Benedetto Croce. Sí es inesperado descubrir, en cambio, que la Academia hiciera miembro correspondiente a Fernando Braudel en 1947 (año de su visita a Buenos Aires), aún antes de que este publicara La mediterranée…. Sin embargo, que ello reposaría sobre algunos equívocos lo exhibiría el número doble de Annales de 1948, realizado por iniciativa de Braudel, pero bajo los auspicios de Lucien Febvre y en el que colaborarían desde Marcel Bataillon hasta Pierre Vilar, entre otras primeras figuras de la historiografía francesa de posguerra. Si en 1930 Lucien Febvre podía otorgar un rol central a Levene en una recensión en el número 2 de Annales ahora ese lugar no le era concedido y tampoco a la Academia. Para la Argentina descuella ante todo el nombre de un ensayista de la crisis, Ezequiel Martínez Estrada, y detrás de él los del arqueólogo Fernando Márquez Miranda, que escribe en el volumen, y del filósofo Adolfo Sánchez Reulet, exiliado por entonces en los Estados Unidos.

Y no se trata aquí ni de juzgar ni de mirar a través de ojos franceses sino apenas de tomar nota de que ya entonces, más allá de la querella del peronismo, otros vientos surcaban en la historiografía europea y americana en la posguerra, que no necesariamente eran opuestos pero sí distintos de los que predominaban en la Academia. Surcaban aquí y en otras partes: pensemos en Italia, caso que conozco algo mejor, donde Croce y la herencia croceana luchaban para sobrevivir en un mundo no mejor pero sí nuevo (y lo lograrían, al menos en Nápoles, hasta hoy). En este sentido, la profesionalización que Levene alentó iba a revelarse una y no la única de las posibles. Y, por otra parte, en aquella anti-Francia que era Alemania, historiografía guía en los años de la entreguerra, ¿cuántos habían tomado nota por acá de un nombre como el de Friederich Meinecke y su Ideengeschichte, epígono de un historismus ya en la segunda posguerra algo crepuscular? Cierto, aquí me imagino la voz irónica de Tulio Halperin aseverando que solamente él lo había leído con atención (y que había leído muchas cosas con atención, incluido Meinecke, lo muestran sus recensiones en Imago Mundi), por no preguntar por Max Weber. Si, en cambio, nos mudamos a Inglaterra es difícil creer que autores como Lewis Namier, por un lado o Richard Tawney, por el otro, o más allá aún el de John Clapham, que moriría apenas terminada la segunda guerra, significaran algo por estas partes. Dicho esto, sin considerar ese convidado de piedra de la segunda posguerra que era en Gran Bretaña la revista Past and Present y el marxismo historiográfico. En cualquier caso y con excepciones y variantes nacionales, empujaban en esos años de la segunda posguerra los vientos de las ciencias sociales y del diálogo de la historia con ellas, en especial por entonces con la economía y la sociología que no eran el andarivel por el que la Academia transitaba. No siempre eso significaba desconocimiento. Levene, por caso, conocía muy bien a Emile Durkheim o a Marcel Mauss y a tantos otros sociólogos, solo que no creía que sus enseñanzas fueran aprovechables por los historiadores, y ello era así por la propia imagen que había construido de la profesión, su forma de ejercerla y sus deslindes.

Volvemos a observar que todo esto no está dicho para polemizar desde la llamada omnipotencia de la posteridad, o desde una visión etic contra una visión emic, en la conocida dicotomía de Kenneth Pike. Por el contrario, la Academia siguió batallando con brío en aquellas áreas en las que era históricamente fuerte. Con todo, y más allá de las dimensiones publicitarias en los medios de comunicación (alimentadas por cierto por algunos académicos entonces y luego), el conflicto profundo no era tanto con el revisionismo sino con las nuevas corrientes historiográficas. Más allá de Julio Irazusta y de Enrique Zuleta Álvarez, otras relevantes figuras que pertenecían a la tradición hispanista y nacionalista fueron incorporadas a la Academia en esos y en otros años posteriores y creo que si no fueron más se debió, como me lo sugirió una vez Irazusta, a una querella en torno a modales y estilos de intervención intelectual ya que, entre otras cosas, nunca existió (creo) una mirada uniforme en la Academia hacia el revisionismo. Los consensos hacia el interior de la corporación académica tenían que ver con ciertas ideas sobre la forma de trabajo y sobre los modos narrativos de enunciación que podemos llamar eruditos (aunque no siempre fuesen estrictamente consecuentes), formas y modos a los que, se pensaba, no parecían adecuarse sus contradictores. Empero, bien podría recordarse que algunas otras connotadas figuras del llamado revisionismo no dejaron de participar de los Congresos organizados por la Academia como, por ejemplo, Vicente Sierra.

En otro orden de cosas, la Academia fue capaz todavía de importantes iniciativas. Así, en 1966 nacía una revista, Investigaciones y Ensayos, en cuya presentación en el número 1, Ricardo Zorraquín Becú tomaba nota de los signos de los tiempos y, a la vez, señalaba que la misma “no aspiraba a reemplazar a otras publicaciones especializadas” y sostenía que sería una revista abierta “a muchas novedades que en materia historiográfica han de elaborar los cultores de la disciplina”, y en la que tendrían espacio “todas las opiniones y los temas más variados siempre que se ajusten naturalmente a los cánones científicos”. ¿Se sentía aquí, tal vez y al menos idealmente, el comienzo de la nueva estructuración del campo científico en la Argentina que había provocado la creación pocos años antes del CONICET, institución que pronto contaría entre sus miembros a José María Mariluz Urquijo? Es bien posible, pero también puede observarse que en la apertura formulada por Ricardo Zorraquín Becú existía también una prevención y, recientemente, sobre este tema ha vuelto Isidoro Ruiz Moreno. En este sentido, podría sugerirse que si la Academia era ella misma una instancia de legitimación de sus miembros ¿cómo podría compatibilizarse con otras fuentes de legitimación profesionales externas?

También en ese año de 1966 la Academia organizó el Tercer Congreso Internacional de Historia de América (el segundo se había llevado a cabo en 1937), que tenía como imaginario contradictor historiográfico (y no solo) al Congreso Internacional de Americanistas de Mar del Plata del mismo año, con el trasfondo del golpe militar de Onganía y de la “Noche de los Bastones Largos”. Víctor Tau Anzoátegui participó en el primero y Roberto Cortés Conde en el segundo y ambos podrían brindar imágenes más pertinentes que las mías, que recuperasen la perspectiva de los protagonistas. Desde una mirada exterior y posterior, bien puede proponerse que ambos estuvieron a la altura (aunque no se trata de convertirse en un jurado que pone puntajes). Veamos algunos nombres de extranjeros que participaron en el de la Academia que es nuestro tema aquí: Magnus Morner, James Scobie, John Lynch además de Pedro Laín Entralgo, un falangista algo frondista -quizás como todo buen falangista-, y Arnold Toynbee.

El caso de Toynbee es particularmente interesante. Invitado por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Onganía, pronto entró en conflicto con aquellos sectores más ultramontanos dentro de los que lo habían invitado, en especial en universidades católicas, al argumentar acerca de la paz, el diálogo entre las religiones, al definirse como ciudadano del mundo o al sostener que China y Vietnam no eran regímenes comunistas sino nacionalistas. Difíciles épocas aquellas, de un lado y de otro. Baste recordar que el agobiante clima cultural e institucional durante el peronismo fue reemplazado por otro en el que las tensiones y conflictos no disminuyeron sino que se multiplicaron. De ese modo, aunque una convergencia entre las no tantas personas razonables (y competentes) era potencialmente posible, hubo que esperar veinte años, hasta 1986, para comenzar un deshielo que debió empezar (creo) mucho antes. Aunque, como bien se sabe, la ideología como argumento y el vasallaje como práctica suelen ser instrumentos muy extendidos. Baste quizás un ejemplo aunque no sea de un historiador. El notable filósofo italiano Rodolfo Mondolfo, que llegó a estas tierras en 1939, padeció bastante los años del peronismo, primero en Córdoba y luego, tras un interludio apacible, también en Tucumán. Caído el régimen, llegó la hora del reconocimiento y las celebraciones para Mondolfo y, sin embargo, este no dejaba de observar consternado en una carta a su amigo Renato Treves que en la Argentina, en la vida universitaria y no solo en ella, “la mentalidad de comité político con sus odios y sus vendettas partisanas y sus nepotismos está demasiado radicada en las tradiciones” (traducción nuestra). Y pronto estaría Onganía ad portas y luego más allá otras variaciones sobre la intolerancia.

Sea de ello lo que fuere, la Academia Nacional de la Historia siguió organizando sus congresos americanos, nacionales y regionales, aunque crecientemente recortados sobre el vínculo perdurable con los espacios regionales y locales. Así llegó la democracia, con sus promesas de que todo iba a cambiar -y algo o mucho efectivamente cambió- y, aunque de modo tan imperfecto como puede ocurrir en la Argentina, ella perduró, como perduraron los espacios institucionales, o se crearon otros (un ejemplo: crecientes carreras universitarias de historia en el interior del país, por lo demás desiguales entre sí). En cualquier caso, los nuevos climas, aperturas y retornos y la multiplicidad de instituciones reconfiguraron drásticamente el campo académico y obligaron, volens nolens, a una convivencia. Uno de los efectos que el nuevo clima produjo en la Academia fue la aceleración de la incorporación de académicas mujeres que habían registrado, por muchos años, la solitaria presencia de la Dra. Beatriz Bosch, elegida miembro correspondiente en 1964.

Paralelamente, ya desde aquellos años setenta estaba cambiando la historiografía. Ya lo estaba haciendo en el momento en que yo, tardíamente, me recibía, y aún desde antes con la apertura al diálogo con la antropología, con las críticas a la cuantificación, con el retorno -con otros nombres- de la tradición hermenéutica, con una nueva historia política o institucional, con el giro lingüístico, anticipado ya por Roland Barthes en 1967 y consolidado por Hayden White en un tan célebre como discutible libro de 1973. Y todavía debería llegar la moda de la historia cultural, que traía de nuevo al centro a eminentes estudiosos de la entreguerras, como Johann Huizinga y todavía más acá, por poner un solo ejemplo, una palabra a la moda para obtener subsidios: transnacionalismo. Dígase aquí que finalmente, hemos debido admitir, la historia se hace de muchos modos y las legitimaciones son sectoriales, no generales.

Los sectores más innovadores de la Academia tomaban nota de esas transformaciones que más allá de sucesivos diagnósticos de “crisis” proponían diferentes retornos, entre ellos a una nueva historia institucional. Anoto al pasar que en 1972 comienza la publicación de los Quaderni Fiorentini, dirigidos por Paolo Grossi y orientados a un nuevo diálogo entre historia social e historia institucional, y en los cuales aparecen ya colaboraciones argentinas desde 1979 (una nota de Ricardo Zorraquín Becú a un libro de Víctor Tau Anzoátegui). Empero, repasando sus páginas, se descubre que ya en los primeros números escribe Bartolomé Clavero, cuyo fundamental libro El código y el fuero es de 1982, así como el Vísperas del Leviathan, de Antonio Hespanha (también colaborador más tarde de la revista), será de 1989. Obras que, a su modo, instauraban un diálogo con las antiguas posiciones de Ricardo Levene, que era así traído él también, nuevamente, al centro de la escena, casi como para demostrar cuan errada es la idea de vanguardia en la profesión y hasta qué punto, aquí en disidencia con Popper, es difícil postular un progreso lineal en una disciplina tanto o más hecha de corsi e ricorsi, de redescubrimientos, que de perpetuas innovaciones. Y si me he detenido aquí en la escuela histórica del derecho es porque ella tiene o tuvo una homogeneidad de propósitos e intentos, de estar a la altura de los tiempos mayor, que en las otras genealogías, aunque la escuela de La Plata pudo promover la emergencia de un historiador de la jerarquía de Carlos Mayo, para no citar a otros que están aquí presentes y que, por ejemplo, han venido justamente a recordarnos cuánto debe la historiografía argentina a un sociólogo como Gino Germani. O, quizás, porque de aquella Facultad procedieron mayoritariamente los presidentes de esta casa, con Levene, pero también después de Levene. En efecto, durante un 68% de los años la Academia fue presidida por alguien procedente en su formación de grado de la Facultad de Derecho (y nunca por alguien egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires). O quizás mi debilidad hacia la escuela histórica del derecho derive de que recuerdo todavía hoy los gestos amistosos y generosos de Víctor Tau y Eduardo Martiré cuando me incorporé a esta casa (y aún desde antes) haciéndome sentir, aunque sea ilusoriamente, como se dice at home.

Van recordadas todavía otras iniciativas, al filo del milenio, como el importante emprendimiento que fue la Nueva Historia de la Nación Argentina, que implicó en la selección de los colaboradores y en los temas una voluntad de apertura de la Academia más allá de los propios claustros. También puede recordarse aquí la importante participación de la Academia en la organización del “XIII International Economic History Congress”, que tuvo lugar en Buenos Aires y fue presidido por Roberto Cortés Conde. La historia subsiguiente es demasiado reciente y todos los académicos aquí presentes tienen una propia experiencia, una propia mirada sobre ella, así que no trataré de superponerles mis argumentos.

Entrados en el siglo XXI, por lo demás, la historiografía occidental, mirada en conjunto y hasta donde llegan mis conocimientos, empezó a relevar signos preocupantes de fatiga y no se refieren a la pérdida de peso en el curriculum escolar o a los sucesivos “giros” de las vanguardias que revelan muchos desconciertos y un afán inexplicable por las efímeras modas. Incluso en algunos ámbitos, como los Estados Unidos, se nota una alarmante caída del número de graduados en historia como comprueba un estudio de Benjamin Schmidt de fines del 2018 publicado en Perspectives on History, el newsletter de la American Historical Association. En mi perspectiva, más preocupante es, en primer lugar, la expansión ilimitada de la producción académica y no académica, que solo el narcisismo de los historiadores impide percibir. De los varios datos que he reunido en otro lugar solamente recogeré uno: hay 3.500.000 followers de la voz “historia” en academia.edu y hay 777.000 papers que contienen la voz “Argentina”. ¿Que se hará con esta crisis de superproducción, por así llamarla? ¿Seguirá teniendo sentido publicar en revistas con referato grandes cantidades de artículos que muy pocos leen, como modo de hacer una carrera académica, como si el referato y la carrera fuesen un fin en sí mismos, y no la propia vocación o los propios interrogantes? A veces en el afán de seguir las modas se corre el riesgo además de llegar demasiado tarde…

Otros piensan que apelar a los medios de comunicación es la solución: estos multiplicarían, aunque quizás ilusoriamente, el impacto de los discursos. Y digo ilusoriamente porque el lector, bombardeado de imágenes y mensajes, al día siguiente ya se ha olvidado de ellos, salvo aquellos que ya están convencidos precedentemente de lo que el autor ha dicho, y por ende dirá, y que vuelven una y otra vez a la búsqueda no de nuevas perspectivas sino de validar sus certezas preexistentes. Lecturas identitarias, no críticas. Sea como fuere, y admitiendo que hoy cada uno sigue sus propias convicciones, tengo para mí el consejo de ese viejo profesor y amigo, Ruggiero Romano, que esta profesión no fue ni será para grandes audiencias y que el que así lo cree está en la profesión equivocada. En cualquier caso, los tiempos cambian y antes que deplorarlo debemos tomar nota de ello. Para el historiador la comprensión del problema, creo, debe preceder al juicio.

Producción excesiva y desordenada, interferencia o endiosamiento de los medios de comunicación, desconcierto epistemológico, infinita variedad temática, pérdida de rigor, alejamiento de las fuentes primarias y pérdida de los instrumentos para lidiar con ellas, fariseísmo creciente inherente a una sociedad del espectáculo ¿anuncian una catástrofe inminente? Ante todo, algunas cosas no son tan nuevas: ya José María Ramos Mejía, ilustre miembro de la Junta, hablaba en 1904 de la simulación del talento como una estrategia de supervivencia en la lucha por la vida. Otros, como D´Alembert en la Encyclopédie en 1751, o un preocupado y joven Benedetto Croce, en diálogo con su maestro Antonio Labriola a mediados de la década de 1880, reflexionaban acerca del exceso inabarcable de producción de libros y discursos… Las preguntas quizás son otras: en las condiciones presentes de abundancia y disponibilidad de acceso a muchos materiales ¿cambiará la forma de practicar la disciplina histórica? ¿Desaparecerá el culto intensivo del archivo? O, en los ritmos actuales de la temporalidad académica, surcados por la dromomanía intelectual, ¿habrá tiempo para ejercer la profesión como en un tiempo que fue?

En los orígenes de la historiografía argentina Paul Groussac (quizás alguien lo recuerde o recuerde que lo recordó esa persona tan talentosa que fue Rómulo Carbia), se refirió a una célebre polémica nuestra con su sarcasmo habitual y dijo: el que tenía talento no tenía el archivo y el que tenía el archivo… (puntos suspensivos pero el sentido es obvio). No pocos en esta institución y fuera de ella han pensado luego en términos de esa dicotomía. Y, sin embargo, la cuestión está (me parece) mal planteada. No se trata de que el historiador deba necesariamente trabajar en los archivos, ayer u hoy. Hay historiadores de archivos e historiadores de bibliotecas, desde el origen de la historiografía moderna. No tiene que ver con la necesidad metodológica sino más a menudo con la vocación o con el placer de hacerlo. Escuchemos brevemente a Leopold von Ranke, en 1829, en carta a su hermano desde el verano romano (el ejemplo lo ha recordado Anthony Grafton):

“Las tardes y noches frescas y silenciosas son un verdadero placer. El Corso [la vía] está atestado hasta la medianoche. Los cafés están abiertos hasta las dos o tres de la mañana y el teatro no cierra antes de la una y media. Entonces uno va a cenar. Yo no, claro está. Me apresuro a irme a la cama porque quiero estar en el Palazzo Barberini a las siete de la mañana siguiente. Utilizo un cuarto que pertenece al bibliotecario que recibe la tramontana: allí están amontonados mis manuscritos (…). Con cuanta rapidez se pasa el día de estudios”.

Un testimonio que rezuma felicidad. A la vez sugiere una alternativa, entre el lugar del pasado y el lugar del presente, si se quiere entre el archivo y la vida. Una dicotomía quizás engañosa. Tengo para mí que solo una vida rica genera obras históricas interesantes y que solo el interés por el presente legitima el interés por el pasado. Lo otro es algo muy respetable y previo, pero distinto: la anticuaria. Así, yo me atrevería primero a reformular la alternativa así: no el archivo o la vida, sino el archivo y la vida, y sin necesidad de recordar nuevamente aquí el conocido consejo de Henri Pirenne a Marc Bloch en Estocolmo... Sin embargo, no intentemos, en todo caso, ni uniformizar ni prescribir. Con archivo o sin archivo, practicada de un modo o de otro habrá historia e historiadores mientras haya placer o haya voluntad de saber o conocer o comprender el pasado. Baste recordar y respetar, nuevamente, que las formas de ejercer la profesión (si es una profesión) son múltiples y las inquietudes que las impulsan, también.

Todo esto lleva muy lejos, volvamos a la Academia para concluir. ¿Sabrá ella superar los desafíos por venir? Para hacerlo deberá encontrar (conjeturo) un equilibrio entre la rica tradición evocada aquí rápidamente y los desafíos de los nuevos tiempos. Equilibrio que a la vez que primero preserva, operación memorial, luego indaga, operación histórica e historiográfica. Conservar, innovando; o innovar, conservando. Cada uno tendrá sus propias respuestas y sus propios dosajes. Y es bueno que así sea.

A modo de augural ejercicio: un brindis imaginario por los próximos ochenta años. Gracias



Buscar:
Ir a la Página
IR