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OTRA MIRADA SOBRE EL MUNDO VIVO
Another point of view of the living world.
Estudios Rurales. Publicación del Centro de Estudios de la Argentina Rural, vol.. 9, núm. 18, 2019
Universidad Nacional de Quilmes

Debates Agrarios Contemporáneos


Recepción: 07 Agosto 2019

Aprobación: 11 Septiembre 2019

Palabras clave: destrucción; ciudadanía; Amazonía; incendio

Keywords: destruction; citizenship; Amazon; fire

NOTA DE OPINIÓN

Hay una conexión intrínseca entre una tribu perdida en la Amazonia que habla un idioma que jamás ha sido (o será) traducido y nosotros, habitantes de un gran espacio urbano llamado Buenos Aires. Y esta relación está dada no sólo por nuestra humanidad común, sino por el agua. El agua que existe aquí porque existe la selva allá. La selva y todos sus habitantes: sus microbios, sus hongos, su inimaginable cantidad de bichos, sus árboles, enredaderas, flores… Esa gran masa biológica llamada Amazonia es la que hace posible chapotear en un charco en la vereda, que el productor alce su cosecha o que, por ejemplo, exista el Río de la Plata.

Y eso es así porque estamos todos enlazados por una amalgama de relaciones físicas y biológicas que se dan entre el suelo, la atmósfera y el océano. Cuando destruís una, alteras todas, como si de repente, le cortaras la pata a una silla: capaz que te podes sentar, pero seguro que te vas a caer. Antonio Nobre, investigador del Instituto Nacional de Pesquisas da Amazonia (INPA), dice que el 70 por ciento del PBI de América del Sur ocurre en el territorio que se ve beneficiado por la humedad que produce la selva (la llama “ríos voladores”), un acto maravilloso que sucede gracias a un trabajo mancomunado de todos sus seres vivos, empezando por sus árboles: cada uno de ellos lanza al espacio mil litros de agua diarios, que en combinación con las pequeñas partículas, como las fragancias que produce la vegetación (o “polvos de hadas”, como dice el investigador), se convertirán en semillas de nubes, que luego serán lluvias.

Hay otros servicios ecosistémicos que presta el Amazonas, entre ellos, que no haya vientos huracanados en esta región del mundo. Por esa razón sola, deberíamos estar muy agradecidos, sentirnos de verdad bendecidos.

Por eso, cuando un productor, digamos, en el remoto estado de Rondonia, alentado por la arenga de su presidente, Jair Bolsonaro, decide arrasar mediante el fuego toda presencia vital en el territorio amazónico, ya sea para meter vacas o plantar soja, no sólo está eliminando millones de años de evolución en un instante, sino que también se está metiendo con nosotros, los que vivimos en esta parte del mundo. En otro lugar que no es, precisamente, la Amazonia.

Así como un ave que migra desde el Ártico a la Bahía de Samborombón no necesita visa para atravesar el cielo de Norte a Sur, el resto del ambiente tampoco conoce las fronteras. Las delimitaciones geográficas que aprendemos en la escuela son invenciones relativamente modernas, que le sirven solamente a los hombres para verse representados en organizaciones llamadas arbitrariamente países. Pero ese es un problema nuestro, un problema humano, no del resto de las especies. Y mucho menos de las relaciones físicas que ocurren en la atmósfera o en los océanos.

Por eso, la noción de “soberanía”, que tanto nos puede emocionar en un partido de futbol, se da de bruces cuando hablamos de la destrucción de un ecosistema que no sólo es vital para América del Sur sino también para el planeta entero. Si ese orgullo patrio sirviera solamente para ser custodios de un territorio fundamental para la existencia de todos los demás, no sería un problema. Pero si sólo se lo usa para alentar su destrucción, entonces, estamos hablando de una cosa completamente distinta.

La alarma de la ciudadanía mundial, expresada mediante las redes sociales, hizo que el asunto de la quema de la Amazonia se metiera en la agenda geopolítica mundial, cuando el presidente francés, Emmanuel Macron, la llevó al seno del G7. Esa sola advertencia política se sintió como un cimbronazo en Brasil. Y bienvenido sea. Aunque, luego, la oferta de “ayuda” económica para reforestar la selva hayan sido migajas.

Que la geopolítica se haya cruzado con el ambiente no es una casualidad: estamos al límite. Al límite de verdad. Por la manera que tenemos de producir, entre otras cosas, alimentos, estamos poniendo en riesgo de desaparecer a un millón de especies: nada más drástico desde que un enorme bólido impactó la Tierra hace 65 millones de años, eliminando a los dinosaurios, por ejemplo. Por la sistemática transformación del suelo, como ocurre con los incendios en la Amazonia, estamos degradando al planeta a un punto de no retorno, en el que va a ser imposible seguir produciendo. Un ciclo de retroalimentación no virtuoso.

Puede molestarnos que el Norte global, en este caso, el G7, venga a decirle al Sur lo que tiene que hacer. Pero lo que más debería molestarnos es que no sean los propios políticos del Sur los que entiendan que la destrucción no es sinónimo de producción sino todo lo contrario.

Son los propios científicos sudamericanos los que están alertando sobre las graves alteraciones en nuestros ecosistemas vitales, como lo han hecho en el último informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) sobre Uso de la Tierra y en el informe de la Plataforma Intergubernamental de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES). Y entre esos ecosistemas hay que incluir, como mínimo, al Gran Chaco y la Mata Atlántica, que han sido destruidos como si fueran territorios mágicamente infinitos: un concepto que existe solo en nuestra imaginación.

El capitalismo ya atravesó todas las fronteras naturales. La degradación de todos los sistemas boscosos del mundo y la desaparición de las superficies congeladas del Ártico, la Antártida y de las masas glaciares, demuestran que ya hemos llegado a una crisis que, sumada al aumento de la temperatura planetaria, la sobre pesca y la acidificación de los océanos, puede no tener vuelta atrás. Y que los que hoy son jóvenes o niños están siendo condenados por nosotros, los adultos.

De aquí en más, el ambiente y la política internacional tendrán una relación cada vez más estrecha. Por eso, el Acuerdo de París figura como una cláusula fundamental para las relaciones comerciales entre la Unión Europea y el Mercosur. No puede ser de otra forma. Ya hay grandes empresas que, después de estos incendios, no quieren abastecerse de cueros en Brasil. Y fue por decisión propia, no porque los haya empujado ningún gobierno. Es porque los consumidores del Norte, aunque sean los de elite, están a empezando a entender que no quieren productos de lugares devastados. Pero esta no es una moda de ecologistas hippies sino de supervivencia para todos. Tenemos que aprender a tener otra mirada del mundo vivo. En un planeta muerto nadie podrá producir comida, hacer negocios, ni ponerse orgulloso del territorio en el que está parado con la camiseta puesta y el corazón hinchado de orgullo.



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