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Desafíos de la justicia indígena en Venezuela. El caso Sabino Romero*
Erick L. Gutiérrez García
Erick L. Gutiérrez García
Desafíos de la justicia indígena en Venezuela. El caso Sabino Romero*
Crítica y Emancipación, vol. VIII, núm. 15, 2016
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
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Resumen: El artículo busca identificar los desafíos para la justicia indígena en Venezuela, mediante un abordaje que analiza las relaciones de poder en su estructuración étnica, como generadoras de un contexto que permite anular en la práctica el reconocimiento por parte del Estado de su carácter pluricultural.

Para ello se analizarán las actuaciones de la justicia indígena Yukpa y de la justicia estatal, en relación con la resolución de un conflicto local, que fue conocido nacionalmente como el “caso Sabino Romero” (2009-2011), haciendo énfasis en la actuación de la justicia venezolana, a fin de identificar los tipos de presiones que —en relación con dicho caso— se ejercieron sobre la justicia indígena.

Palabras clave: Asimetría de poder, Conflictos de interlegalidad, Diferencia colonial, Subalternidad, Justicia intercultural.

Abstract: The article seeks to identify the challenges for indigenous justice in Venezuela, through an approach that analyzes the relationships of power in its ethnic structuring, as generating a context that allows you to cancel in practice the recognition by the State of its pluricultural character.

To do the activities of the yukpa indigenous justice and state justice will be analyzed in relation to the resolution of a local conflict, which was nationally known as the “case Sabino Romero” (2009-2011), focusing on acting the Venezuelan justice, in order to identify the types of pressures that —in relation to that case— were exercised on indigenous justice.

Keywords: Asymmetry of power, Interlegality conflicts, Colonial difference, Subalternity, Intercultural justice.

Carátula del artículo

Aportes. La nueva agenda de los derechos humanos en América Latina y el Caribe

Desafíos de la justicia indígena en Venezuela. El caso Sabino Romero*

Erick L. Gutiérrez García**
Defensoría del Pueblo, Venezuela
Crítica y Emancipación, vol. VIII, núm. 15, 2016
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
La estructuración étnica del poder

El estudio de la estructura de poder entre el Estado venezolano y sus diferentes pueblos constitutivos se inscribe en la naturaleza de sus relaciones históricas, las cuales han sido frecuentemente conflictivas en razón de la negación por parte del Estado de la pluralidad cultural de la sociedad venezolana, sobre la base de una búsqueda “esencialista” de la nacionalidad, lo cual ha derivado en múltiples procesos de exclusión, discriminación y racismo.

En virtud de este marco ideológico-político, se estableció entonces un concepto de nación bajo un solo ordenamiento estatal y jurídico, edificado sobre la base de una diferenciación étnico-racial, que aseguró históricamente el protagonismo político-social de una etnia dominante (“la elite mestiza”). El resultado es la Constitución política de un Estado monoétnico, cuya elite dominante silencia la diferenciación, encubriéndola en virtud de su hegemonía sociopolítica.

Por ello, a partir de una relación asimétrica de poder, se generó una situación de “colonialismo interno” (o endocolonialismo) para con los pueblos indígenas, que se reprodujo en el periodo post-independentista al interior de la estructura de la república venezolana, que ha justificado e impuesto condiciones de subordinación a los pueblos y comunidades indígenas (Grupo de Barbados, 1971).

A pesar de que en los últimos quince años Venezuela reconoció en su Carta Magna su carácter pluricultural y multiétnico —como expresión del llamado “nuevo constitucionalismo latinoamericano”—, las causas de la persistencia de dicho endocolonialismo se pueden identificar con la estructuración étnica del poder existente a lo interno de los Estados y originada históricamente. Convendrá describir el surgimiento de dicha estructuración para el contexto venezolano, en los ámbitos políticos, jurídicos y socio-territoriales.

Ámbito político

Desde el inicio de la relación de los pueblos indígenas con el Estado republicano venezolano, éste promovió el aumento progresivo de su hegemonía espacial por encima de los territorios previamente reconocidos por la Corona española a los indígenas. En función de ello —a través de sucesivas legislaciones—, el Estado redujo la base territorial de los pueblos indígenas, e impuso una perspectiva liberal e individualista sobre la territorialidad propia indígena.

Como ejemplo de ello, en la Constitución de los Estados Unidos de Venezuela de 1864 se sanciona una norma (Artículo 43) en la que se mencionan por vez primera los “territorios” indígenas, en el que ordena:

“Establecer con la denominación de territorios el régimen especial con que deben existir temporalmente regiones despobladas o habitadas por indígenas no civilizados: tales territorios dependerán inmediatamente del Ejecutivo de la Unión.”

En general, durante todo el siglo XX la relación del Estado con los pueblos indígenas tuvo carácter etnocida, al desconocer su derecho a una existencia diferente, en regiones que consideró necesario “conquistar”. La orientación de la política indigenista mantuvo los derechos territoriales indígenas implícitamente equiparables a los derechos de los “inmigrantes”, y a través de la dominación cultural y utilizando su sistema jurídico (leyes, tribunales y cuerpos armados), hizo pasar a manos del Estado las tierras indígenas, generando mayores pérdidas para los pueblos indígenas, en ocasiones acompañadas de conflictos territoriales, basados en el ejercicio —por parte de los pueblos indígenas— de sus concepciones y prácticas de justicia indígena (Grupo de Barbados, 1977).

Producto de los cambios en las políticas indigenistas del continente en la década del cuarenta, las constituciones venezolanas (de 1945 y de 1961) incluirán disposiciones que —bajo un espíritu integracionista— pretenderán “incorporar al indígena a la vida nacional”, equiparando a la población indígena con la población campesina, posición predominante durante casi cuatro décadas.

Durante todo el periodo republicano, los prejuicios étnicos generados en la sociedad colonial, la discriminación, la segregación y el racismo (implícito o explícito), el menosprecio hacia sus derechos y hacia las formas de justicia indígena se mantuvieron vigentes, condicionando y distorsionando la aplicación de aquellas leyes que pudieran favorecer a los indígenas, y garantizando su incumplimiento. Sólo en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999, el Estado venezolano reconoce —por primera vez en su historia republicana— los derechos territoriales, colectivos y originarios (preexistentes) de los pueblos y comunidades indígenas.

Por otro lado, observando el ámbito indígena en Venezuela, es un hecho vigente que los diferentes pueblos coexisten en un contexto cultural hegemónico ajeno al propio. Las diferentes formas y resultados de su resistencia a la conquista y colonización en los siglos XVI y XVII, han configurado una gran heterogeneidad dentro del marco territorial del Estado venezolano.

La ubicación geográfica, geopolítica y el grado de aculturación de cada uno condiciona las relaciones de los pueblos indígenas con el resto de la comunidad venezolana. Éstos han mantenido durante quinientos años su resistencia cultural, en su mayoría ubicados geopolíticamente en las zonas fronterizas, y utilizando sus propios sistemas jurídicos y sus formas propias de justicia indígena, aún cuando no hayan sido —sino hasta ahora— reconocidas constitucionalmente por el Estado.

En las tres últimas décadas, los indígenas venezolanos empiezan a incorporarse en organizaciones promovidas exógenamente (sea por el mismo Estado nacional, por los partidos políticos o por misiones religiosas). A partir de entonces, se pueden identificar diferentes formas de práctica política indígena. En primer lugar, están sus propias formas ancestrales de organización, de carácter comúnmente asambleario, que responden a los parámetros culturales propios del pueblo indígena, y que forman parte de múltiples expresiones de demo-diversidad.

Asimismo, éstas formas de práctica política son inseparables de sus propias formas de (administración de) justicia indígena. La denominamos política propia. Suelen encontrarse éstas prácticas en la “periferia” política y geográfica del país, en asentamientos fronterizos sumamente inaccesibles o con un relativo grado de aislamiento cultural.

En segundo lugar, existen las formas adoptadas (o impuestas) de organización, promovidas exógenamente, donde los indígenas se capacitan para las luchas reivindicativas en los contextos políticos no indígenas, adiestrándose en la persuasión, la negociación, el establecimiento de alianzas y estrategias efectivas en entornos políticos no indígenas. Su práctica normalmente se encuentra circunscrita a los centros urbanos (nacionales o regionales), y los indígenas a ella adscritos han ido perdiendo gran parte de su arraigo (político y cultural) con sus comunidades —y culturas— de origen. La denominamos política impuesta1.

Las consecuencias directas más importantes de éstas dos formas de práctica política indígena son las siguientes: en la política propia, al desconocer los indígenas que la practican los mecanismos de comunicación y de acceso a las instancias de poder establecidas en el mundo no indígena, son políticamente invisibles, no son percibidos como actores políticos activos, y por lo tanto son permanentemente excluidos de la toma de decisiones de los asuntos que los afectan más directamente; en tanto que en la “política impuesta”, los indígenas organizados exógenamente, son reconocidos por el Estado venezolano como interlocutores válidos de los pueblos indígenas a quienes “representan”.

En Venezuela, actualmente coexisten éstas dos formas de ejercer la política, que generan procesos alternativos de visibilidad/ invisibilidad política y social respecto a los actores políticos y formas organizativas provenientes del mundo indígena venezolano. En los contextos políticos (estatales e indígenas) anteriormente descritos es que se inserta la situación del pueblo indígena Yukpa y de su líder, el cacique Sabino Romero.

Para comprender dicha situación es pertinente hacer una breve descripción de las formas políticas de dicho pueblo. En su política propia reconocen las instancias del cacique (o cacica) como “autoridad legítima” indígena, así como del concejo general de ancianos y al con- cejo general de caciques, los cuales administran la justicia Yukpa cuando las circunstancias lo ameritan. Como formas de política impuesta, están las figuras de los “caciques” de los denominados “centros pilotos”, creadas gubernamentalmente hace pocas décadas (para la administración de políticas paternalistas en materia educativa y sanitaria), los cuales pretenden ejecutar la distribución clientelar de las dádivas que esporádicamente emanan de la burocracia estatal.

Ambas formas de práctica política fueron impactadas por el proceso constituyente de 1999, en el cual los pueblos y organizaciones indígenas se movilizaron de manera significativa en función de concretar sus aspiraciones históricas colectivas. Como resultado positivo de dicho proceso, al inicio se dio el reconocimiento fáctico —en el ámbito político— de la “autonomía interna” de los Pueblos Indígenas, cuando se reconoce la facultad que los mismos tenían de escoger a sus propios diputados indígenas a la Asamblea Nacional Constituyente.

Entre otras conquistas indígenas está el reconocimiento legal —en el ámbito jurídico— de la autonomía, cuando se reconoce la vigencia de la justicia indígena, con rango constitucional. Para reconocer las limitaciones de dicho reconocimiento político, será importante identificar la estructuración de poder desde lo jurídico.

Ámbito jurídico

El Estado venezolano reconoce la existencia de la justicia indígena, mediante la incorporación de una norma constitucional que otorga implícitamente vigencia al pluralismo jurídico, el cual se ha de desarrollar administrativamente mediante una jurisdicción especial para el ámbito indígena, dentro del sistema judicial hegemónico. Así, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela en su Artículo 260 señala que:

“Las autoridades legítimas de los pueblos indígenas podrán aplicar en su hábitat instancias de justicia con base en sus tradiciones ancestrales y que sólo afecten a sus integrantes, según sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a esta Constitución, a la ley y al orden público. La ley determinará la forma de coordinación de esta jurisdicción especial con el sistema judicial nacional.”

Las implicaciones prácticas de dicho reconocimiento serán detalladas más adelante, pero es conveniente adelantar su análisis vinculándolo con otras dos normas constitucionales que orientan políticamente la limitación que el Artículo 260 ya posee, referida a los “alcances” de su operatividad. Así, en relación epistemológica con los sistemas jurídicos indígenas, el Artículo 119 señala que:

“El Estado reconocerá la existencia de los pueblos y comunidades indígenas, su organización social, política y económica, sus culturas, usos y costumbres, idiomas y religiones […].”

Y vinculado con el alcance de la “autonomía interna” de los pueblos indígenas, el Artículo 126 señala que:

“Los pueblos indígenas, como culturas de raíces ancestrales, forman parte de la Nación, del Estado y del pueblo venezolano como único, soberano e indivisible. De conformidad con esta Constitución tienen el deber de salvaguardar la integridad y la soberanía nacional. El término pueblo no podrá interpretarse en esta Constitución en el sentido que se le da en el Derecho internacional.”

Analizando éstas disposiciones desde el lugar —político y epistémico— de enunciación, se debe tomar en consideración la forma en que el Estado —en tanto poder— configura sus relaciones jurídicas con la justicia indígena.

En primer lugar, conviene recordar que las diferentes formas de justicia indígena de los distintos pueblos indígenas son socio-jurídicamente preexistentes, por lo tanto, el Estado no las constituye, tan sólo las reconoce.

En segundo lugar, las relaciones entre el sistema jurídico dominante (expresado a través del “derecho positivo” y la “justicia ordinaria”) y los sistemas jurídicos indígenas no ocurren en el vacío: están estructuradas históricamente sobre relaciones verticales, sobre una hegemonía fáctica del Estado, de naturaleza eminentemente endocolonial.

En tercer lugar, la concepción que de la justicia indígena —y del “derecho indígena”— se tenga, se encuentra fundamentada en la concepción que sobre “lo indígena” tenga el Estado.

En cuarto lugar, cada sistema jurídico está adscrito epistemológicamente a la cultura que lo genera, pero en contextos de hegemonía jurídica monoétnica, se impone la monocultura del saber dominante.

En quinto lugar, los conflictos de interlegalidad2 que se puedan suscitar ocurren entre sistemas jurídicos en posiciones de poder asimétricas.

De este modo, observamos que en los artículos señalados el Estado venezolano reconoce los usos y costumbres3, o bien las tradiciones ancestrales. Desde una visión monista y etnocéntrica del derecho, el derecho indígena es constitucionalmente minusvalorado como “usos”, “costumbres” y “tradiciones”, reflejando formas de racismo epistémico.

En efecto, desde la ideología jurídica dominante (el “positivismo jurídico”) éstos sistemas normativos se encuentran en desventaja al no estar sujetos a las “formas” dominantes de conocimiento: registro escrito, abstracción lógico-formal, separación de otros ámbitos meta-jurídicos (lo moral, lo religioso), etcétera.

Así, las relaciones asimétricas de poder se reproducen a través de un discurso jurídico que impone una valoración desigual del conocimiento jurídico, generando una forma de integración subalterna o de inclusión excluyente4: se considera que el sistema normativo del “Otro” carece de elementos que lo permitan identificar como sistema jurídico completo, entonces le queda negado dicho carácter.

En consecuencia, esa diferencia entre el sistema jurídico dominante y los sistemas normativos indígenas conlleva una jerarquización que se traduce como efecto de poder en una inferioridad social, política y epistémica: un sistema jurídico subordina a todos los demás que sean diferentes y que coexistan en un mismo contexto territorial. De la misma manera, el orden jurídico dominante universaliza a priori de tal modo su propia visión que no sólo invisibiliza la desigualdad subyacente, sino que la posición hegemónica privilegiada de dicho orden impide que se visibilicen las formas de injusticia cognitiva que reproduce.

También el Estado venezolano señala que los pueblos y comunidades indígenas: “podrán aplicar en su hábitat instancias de justicia […] según sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a esta Constitución, a la ley y al orden público”. Analizando detenidamente cada uno de los términos de la norma constitucional señalada, destaca en primer término la mención acerca de la aplicabilidad de la justicia indígena a partir de “sus propias normas y procedimientos”, lo cual permite identificar a los sistemas normativos indígenas como derecho, desde una perspectiva de pluralismo jurídico.

Se observa que la mención “siempre que no sean contrarios a”, en sí misma es un ejercicio de un poder instrumental, que homogeniza la diversidad jurídico-cultural, promoviendo —según criterios a priori de conformidad/no conformidad— una pretendida conmensurabilidad de las realidades jurídicas, y produciendo inexistencias respecto a los saberes y prácticas jurídicas indígenas “periféricas”. Al no coincidir con el proceso de cientifización jurídica, en tanto patrón oro de medida dentro de la lógica instrumental dominante, el acervo jurídico indígena “no conforme” es expulsado desde el centro a los márgenes5, con el consiguiente desperdicio de experiencia.

Además, el sentido de la mención “siempre que no sean contrarios a esta Constitución, a la ley y al orden público”, puede interpretarse como de efectos negativos para los pueblos indígenas. Aunque la Constitución bolivariana reconoce la interculturalidad, y otorga primacía a la legislación indígena por sobre otras leyes (lo cual es favorable para los pueblos indígenas), resulta contradictorio que en materia de aplicación de la justicia indígena su límite sea precisamente el cumplimiento de sus propias premisas culturales, reconocidas constitucional y legalmente.

Por lo tanto, el sentido real del límite se revela cuando se entiende a “la ley” como equivalente a “derecho positivo” (sistema jurídico dominante). En la práctica, esto significa que se permitirá que se considere como “derecho” a los usos, costumbres y tradiciones, siempre y cuando no sean incompatibles con la Constitución. De este modo, establecer éstas normas —de impronta cultural occidental dominante hegemónica— como límite unívoco para la expresión de la diferencia cultural, es un fundamento ideológico para justificar y legitimar la dominación sobre los pueblos indígenas. Así, se “esencializaría” la cultura dominante, disolviendo la diferencia (lo particular, lo contingente, lo periférico).

Igualmente, si bien en el enunciado constitucional se presenta a “la ley” como una entidad abstracta, neutral y aséptica (política y culturalmente), dicho discurso oculta su carácter etnocéntrico y su finalidad colonialista. En efecto, la subordinación a “la ley” (entendida como sistema jurídico dominante) vaciaría de contenido, significado y operatividad el reconocimiento constitucional del pluralismo jurídico. En consecuencia, se otorga reconocimiento a la justicia indígena siempre y cuando respete la jerarquía política y epistemológica dominante: es una forma de subalternizar la diferencia y de imponer subrepticiamente el sistema jurídico hegemónico.

En todo este contexto debe quedar claro que las diferentes formas de “derecho indígena” (sistemas jurídicos autóctonos) tienen importancia en tanto son los modos de regulación de sociedades diversas que se sirven de ellos, y no por el valor (o comparación) que le otorguen otras culturas “desde afuera”.

En todo caso, en contextos endocoloniales, en la oportunidad de existencia de una indefinición o contradicción entre el sistema jurídico dominante y cualquier sistema jurídico indígena, se verificará la imposición del dominante, reforzando así su posición hegemónica y aumentando la vulnerabilidad y exclusión del sistema subalterno, minándose también incluso las condiciones de existencia y continuidad del sistema jurídico indígena (y en ocasiones, hasta del pueblo indígena mismo): dicho conflicto de interlegalidad hará evidente las relaciones asimétricas de poder.

En el límite del conflicto, la denominada costumbre no podrá ser nunca contraria a la ley escrita (“positiva”), porque generará la activación de los dispositivos políticos para la represión o criminalización de las prácticas “contrarias a la ley” o contra legem.

Por otra parte, también “la ley” sólo permitirá la diferencia en cuanto “no sea contraria al orden público”. Así, el Estado sólo respetará la diferencia indígena que sea inocua, insustancial, aséptica, que manteniéndose dentro de los límites de tolerancia dominantes, no indigne la conciencia de la cultura mestiza dominante: es decir, la diferencia cultural “enmarketable” en los rígidos recuadros del folklore, el exotismo étnico y el localismo provincial.

Por último, la mención del Artículo 126 antes referido hace referencia a las cuestiones de “soberanía” como límites constitucionales a la justicia indígena. A partir de éstos límites la administración de justicia indígena —y los sistemas jurídicos indígenas— eventualmente colisionarán con la ideología dominante de la Soberanía. Desde este espectro de soberanía los cursos de acción serán definidos por el sistema hegemónico, donde se le negará a los sistemas normativos indígenas el carácter jurídico por razones —no jurídicas sino— netamente políticas.

No obstante, atendiendo a los postulados de la misma Constitución bolivariana sobre “pluriculturalidad”, “multietnicidad”, “soberanía” e “interculturalidad”, existen criterios filosófico-políticos constitucionales que hacen necesario el cuestionamiento político-conceptual de dicha ideología dominante. En efecto, en el Preámbulo de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela se señala que:

“El pueblo de Venezuela, con el fin supremo de refundar la República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado, que consolide los valores de la justicia social y a la igualdad sin discriminación ni subordinación alguna [...]”

Y en el Artículo 5 constitucional señala que: “la soberanía reside intransferiblemente en el Pueblo [...]”, pero cuando dicho “Pueblo” está constituido por un universo de varios Pueblos diferentes, cuyas culturas son iguales entre sí —como lo reconoce el Artículo 100 ejusdem6— entonces la composición heterogénea de la sociedad venezolana es pluricultural; por lo tanto, el depositario de la soberanía reside en una noción de “pueblo” pluricultural, por su diversa composición sociocultural, y entonces el titular de la soberanía del Estado es culturalmente heterogéneo.

Éste carácter aparentemente contradictorio del sistema jurídico dominante, que admite la existencia del sistema jurídico indígena, pero simultáneamente niega la alteridad de su diferencia jurídico-cultural mediante una eventual subordinación tutelar, además de visibilizar la diferencia colonial, permite describir al modelo de interlegalidad venezolano como un multiculturalismo liberal de tendencia progresista, que se expresa a través de una forma de pluralismo (jurídico) céntrico estatal del Estado.

Ámbito socio-territorial

A principios del siglo XX, el Estado venezolano le entrega cuatro mil quinientas hectáreas de superficie en el piedemonte de la Sierra de Perijá (área fronteriza con la República de Colombia) a diferentes colonos, con indígenas, bosques y ríos incluidos, para proceder posteriormente a sucesivas entregas a otros grupos privilegiados. Durante dicho siglo el sector ganadero, con la connivencia de los gobiernos de turno, se encargó de despojar “a sangre y fuego” a los pueblos originarios bajo la excusa del desarrollo agropecuario, rompiendo de múltiples formas la resistencia indígena; fueron violentamente invadidos y despojados, y progresivamente expulsados a las inhóspitas zonas altas de la Sierra.

En general, durante todo éste siglo, el Estado mantuvo una relación asimétrica con los pueblos indígenas basada en la dominación física, y mediante la cual el pueblo yukpa —al igual que otros pueblos indígenas de la región: barí y japreria— fue despojado de casi la totalidad de su territorio, y su población diezmada por la violencia, el hambre, las enfermedades y el abandono (Grupo de Barbados, 1977).

Llegado el siglo XXI, con las expectativas generadas por la participación de los pueblos indígenas en el proceso constituyente de 1999, así como las esperanzas generadas por el nuevo articulado constitucional7, generó la percepción en los pueblos y comunidades indígenas de que sus históricas reivindicaciones territoriales serían plenamente satisfechas, y que sus derechos colectivos de propiedad originaria estarían garantizados.

Sin embargo, luego de quince años la inseguridad territorial de los pueblos y comunidades indígenas venezolanos persiste, ya que ninguno —de los más de cuarenta pueblos autóctonos existentes en el país— ha recibido títulos territoriales (en tanto pueblos), y menos de cincuenta comunidades indígenas lo han recibido (de casi tres mil existentes), originando distintos conflictos políticos y culturales —por situaciones de invasión y despojo territorial— con el mismo Estado venezolano y/o con terceros (empresas, terratenientes, colonos). Además, mediante actos estatales el Estado venezolano ha ejercido —en nombre del “interés nacional”— una relación de dominación sobre los pueblos indígenas, mediante el control y la subordinación territorial de los pueblos indígenas, ya que el Estado conserva sus prerrogativas de “soberanía” sobre las “riquezas” del suelo y el subsuelo venezolano8.

Ante tal circunstancia, y considerando criterios de justicia indígena en el ámbito territorial, una autoridad legítima del pueblo yukpa, el cacique Sabino Romero, se propone continuar la lucha de recuperación territorial protagonizada —décadas atrás— por los líderes ancestrales del pueblo yukpa (denominados atancha), y decide promover dentro de su pueblo una estrategia de fortalecimiento cultural9, expresada espacialmente mediante el “despojo al invasor”, expulsándolo de las tierras de sus ancestros. En un lapso perentorio lidera junto a otros líderes (como el cacique Olegario Romero) el proceso de descenso desde las partes altas de la Sierra de Perijá donde subsistían, hacia las tierras bajas —invadidas por los watía (o “criollos”)— originarias del pueblo yukpa según el derecho yukpa, para retomar sus modos de vida ancestrales, para beneficio colectivo.

Éste derecho originario de los pueblos indígenas de Venezuela obtuvo reconocimiento en la Constitución bolivariana, en su Artículo 119, el cual expresa que:

“El Estado reconocerá la existencia de los pueblos y comunidades indígenas, [...] así como su hábitat y derechos originarios sobre las tierras que ancestral y tradicionalmente ocupan y que son necesarias para desarrollar y garantizar sus formas de vida.”

Desde la perspectiva cultural yukpa, éste reconocimiento de los derechos originarios de los pueblos indígenas sobre sus territorios ancestrales fue interpretado como un mensaje desde el mundo watía acerca de la legitimidad de las reivindicaciones territoriales largamente luchadas por los ancestros yukpa durante décadas, como expresión de su resistencia cultural milenaria.

Sin embargo, la confianza originalmente depositada en el Estado venezolano, a raíz del apoyo público del gobierno del presidente Hugo Chávez Frías a los derechos históricos de los pueblos autóctonos, se fue minando progresivamente por la persistencia de conflictos territoriales locales con los factores de poder de la región (sector ganadero, militar, y burocracia gubernamental regional y local), junto a la falta de una adecuada y oportuna respuesta a dichos conflictos por los entes estatales responsables, y la desidia de la clase política nacional en la expedición de las normativas que garantizasen la seguridad territorial indígena.

Sin dejar de exigir el compromiso legal y político del Estado en materia territorial indígena, en medio de dichos conflictos surgió la iniciativa de las comunidades yukpa de realizar la inmediata “ocupación fáctica” de varias haciendas (o “fundos”) existentes en su territorio ancestral —de conformidad con el proyecto de autodemarcación territorial que dicho pueblo venía impulsando (como forma de protagonismo colectivo indígena y de delimitación territorial autónoma desde abajo)— acciones lideradas por el cacique Sabino Romero, y acompañadas por otros caciques indígenas (entre ellos, Olegario Romero).

Dichas “recuperaciones” fueron progresivamente respaldadas por sectores sociales diversos (académicos universitarios, organizaciones ambientalistas, colectivos populares y de derechos humanos, agrupaciones artísticas, medios de comunicación comunitarios, etc.), que durante décadas se han percibido a sí mismos como aliados de las legítimas luchas indígenas, tanto a nivel regional como nacional.

Simultáneamente, el gobierno nacional decide promover el proceso de demarcación territorial del pueblo yukpa10, planificado unilateralmente desde arriba —repitiendo “arraigados” estilos de proceder—, bajo criterios de ordenación territorial que respetasen los derechos de los “terceros” (hacendados, parceleros, concesionarios), y trasladando físicamente a los yukpas de las partes altas de la Sierra para “liberar” dichos espacios, en función de planes estratégicos del Estado en las áreas militar, energética, minera y agroindustrial. Para la ejecución local de dicha planificación, el gobierno buscó incorporar a los caciques yukpa que designó como coordinadores de los denominados “centros piloto”, así como a los indígenas yukpa pertenecientes a la burocracia gubernamental.

Desde la perspectiva oficial, la ocupación de haciendas por parte del cacique Sabino Romero y sus aliados indígenas, así como el apoyo otorgado a éstas acciones por sectores aliados externos, fueron consideradas como acciones violatorias de los derechos de los “terceros” (entre ellos, la “propiedad privada”), y por lo tanto, lesivos de la ordenación territorial previamente proyectada.

Como respuesta del gobierno a los conflictos territoriales generados, se implementaron acciones que buscaron el debilitamiento de la resistencia cultural del pueblo yukpa, tales como cooptación del liderazgo local a través de la política de las prebendas y su incorporación en la “nómina” burocrática estatal, campañas a través de los medios para resaltar las bondades de los planes gubernamentales para la región (que a la vez, invisibilizaban a los actores conflictivos, sus argumentos y demandas), militarización de las áreas indígenas bajo conflicto, y criminalización de las luchas de los principales líderes yukpa impulsores de la recuperación territorial. Éste es el contexto en el cual se origina el conflicto que da origen al denominado “caso Sabino Romero”.

Podemos afirmar entonces que dicho “caso” se enmarca en una asimétrica estructuración étnica del poder, en la cual una exigencia de “justicia territorial” indígena derivó en un conflicto de interlegalidad entre dos sistemas jurídicos —por un lado, la justicia indígena yukpa (subalterna) y por el otro, la justicia estatal (hegemónica)—, en el cual se manifestaron distintos tipos de presiones, que responden por un lado a colonialidades profundas presentes en los planes de desarrollo para la zona; y por otro lado, a formas de resistencia a la edificación de una “nueva estatalidad pluricultural”, cuestiones que más adelante serán analizadas.

El caso Sabino Romero

Para realizar el análisis del conflicto de interlegalidad en el “caso Sabino Romero” es importante hacer una breve crónica de los hechos y procesos ocurridos que originan y desarrollan dicho conflicto. Dentro de las luchas contemporáneas recientes del pueblo yukpa por la recuperación territorial, los caciques yukpas Sabino Romero y Olegario Romero representaron en determinado momento los rostros “visibles” del liderazgo local que enfrentó los planes impuestos exógenamente para la región de Perijá, y dentro de ellos, al proceso de demarcación territorial impulsado burocráticamente. Igualmente lideraban el proceso de impugnación de los derechos e intereses de los “terceros” en dicha región. Asimismo, en sus discursos públicos denotaban explícitamente su motivación por la recuperación de la cultura ancestral yukpa, sus modos de vida, de relación, de sus valores y prácticas sociales, económicas y ambientales.

En el contexto de una reiterada criminalización del líder Sabino Romero —nuevamente acusado infundadamente de abigeato por miembros del sector ganadero—11 que afectase su liderazgo colectivo dentro del pueblo yukpa, y agotados los intentos por parte de un sector de la burocracia estatal de cooptarlo mediante su política de prebendas, el cacique señala su intención de seguir aplicando la “justicia yukpa” mediante la recuperación de tierras, ilegítimamente ocupadas por hacendados, si sectores del gobierno nacional12 siguen sin reconocer la autodemarcación yukpa, en la fecha en que éstos pretenden otorgar los “títulos de demarcación” para algunas comunidades yukpa: el 12 de octubre de 2009 (oficializado por el gobierno venezolano como “día de la resistencia indígena”).

Los factores de poder en la zona, aprovechando la coyuntura de la criminalización realizada por ganaderos de la región, a partir de un antiguo conflicto interpersonal entre miembros de las familias de los caciques Sabino Romero y Olegario Romero, promovieron un hecho de sangre, que generó el conflicto de interlegalidad entre los sistemas jurídicos indígena y estatal.

El cacique Sabino Romero, como parte del procedimiento de resolución de conflictos fundamentado en el derecho yukpa, se dirigió —el 13 de octubre de 2009— junto con su familia (siguiendo sus reglas culturales) a la comunidad del cacique Olegario Romero, a indagar las razones por la cuales —siendo ambos amigos y parientes políticos— éste se había hecho eco de las previas acusaciones ganaderas sobre abigeato, a fin de resolver pacíficamente dicha desavenencia. En un confuso incidente, ocurrieron disparos13 entre miembros de ambas familias, dejando un saldo de dos indígenas muertos (Mireya Romero, esposa embarazada de Alexander Fernández, y hermana de Olegario Romero; y Ever Romero, yerno de Sabino Romero), y varios heridos (el propio cacique Sabino Romero; y la niña Amarily y el niño Edixon, hija y sobrino de Sabino, respectivamente). A partir de este grave incidente, se desarrollan las dinámicas respectivas entre los sistemas jurídicos indígena y estatal, y sus respectivos actores.

Sin entrar a detallar las numerosas, graves y reiteradas violaciones a los derechos humanos (incluso desde la perspectiva hegemónica) de este caso, debe señalarse que la primera presión de los factores de poder de la región fue “cerrar” el lugar de los hechos para impedir el rescate médico de los heridos, lo que según confesión de los funcionarios de la policía científica impidió llegar al lugar de los hechos, por lo que las comunidades yukpa y sus aliados, ante el grave riesgo existente para la vida del cacique Sabino Romero, decidieron generar una presión regional y nacional, cuya consecuencia fue su traslado urgente al hospital militar, bajo fuerte custodia policial y militar, donde es detenido arbitraria e ilegalmente, e incomunicado.

Al día siguiente de los hechos, la policía científica hace un levantamiento pericial en la zona de los hechos, y representantes del gobierno nacional celebran una reunión con los representantes yukpa de los “centros piloto”, en donde éstos aceptan que la “justicia estatal” resuelva el conflicto presentado, posición confrontada a la de los otros caciques yukpas, que demandan la aplicación autónoma de la “justicia yukpa”, generando una primera división política y social entre el pueblo yukpa.

Mientras al cacique Sabino Romero se le va abriendo un expediente judicial, el cacique Olegario Romero acude con representantes gubernamentales a la televisión nacional, para responsabilizar al cacique Sabino Romero y a sus aliados de los hechos (enmarcándolos en la comisión de varios hechos delictivos). Sin embargo, posteriormente el cacique Olegario Romero también es detenido por orden judicial, y junto con Sabino Romero y el indígena wayuu Alexander Fernández14, enfrentan una acusación de carácter penal por parte de la fiscalía pública y los funcionarios policiales, quienes evidencian en sus actuaciones un marcado interés en condenar a los indígenas acusados15.

Se presenta una discrepancia en la defensa legal, pues existen presiones desde el Estado para que los indígenas acepten una defensa pública, pero el cacique Sabino Romero y el indígena Alexander Fernández optan por una defensa privada (realizada por los abogados Ricardo Colmenares y Leonel Galindo), la cual inmediatamente solicita como cuestión previa la declinación de la “justicia estatal” (jurisdicción penal ordinaria) en favor de la “justicia indígena” (jurisdicción especial indígena), contemplada en la Constitución bolivariana, al cumplirse sus supuestos fácticos.

Es importante destacar que aunque los caciques Sabino Romero y Olegario Romero se encontraron —en virtud de los hechos de violencia acaecidos— en posiciones frontalmente antagónicas, y estando totalmente incomunicados entre sí, coincidieron espontáneamente al inicio del juicio en exigir la aplicación de la justicia yukpa basada en el derecho yukpa y en las autoridades propias yukpa, para dilucidar el conflicto entre ellos y sus familias.

Al continuar con el proceso penal ordinario, y en fase de sentencia, los abogados defensores de Sabino Romero reiteran a la primera instancia penal la declinatoria de su jurisdicción por la justicia indígena, solicitud que fue negada, siendo condenados los indígenas yukpa por delitos de agavillamiento y homicidio, con las calificaciones penales más agravantes, en una suerte de linchamiento jurídico.

Posteriormente los abogados de la defensa apelan dicha sentencia, la cual es ratificada por el tribunal de alzada (segunda instancia de revisión), quedando la decisión condenatoria como cosa juzgada, sin posibilidad de revisión (por casación) ante el Tribunal Supremo de Justicia (máxima instancia de justicia nacional).

Es importante destacar que ambas instancias judiciales (primera y segunda instancia de la “justicia ordinaria” penal) negaron la aplicación de la “justicia indígena” bajo los argumentos de que la misma “no opera para delitos de homicidio”, o “a favor de narcotraficantes”, o de que los hechos “no ocurrieron en un territorio declarado como indígena”16.

Cabe destacar también que, ante la imposibilidad de la defensa privada del cacique Sabino Romero de poder tener plena comunicación con su defendido, éste asumió su propia defensa en el juicio penal en éstos términos:

“Todo viene a echar culpa a Sabino es porque está peleando por tener la tierra y no se ha vendido con los ganaderos, siempre yukpa tiene que comer malanga con sal y no tiene escuela para los niños, o cuando picada de culebra o mujer embarazada no hay quien curara, siempre ganadero tiene arrechera con Sabino, ellos quieren cortar cabeza y pagar mucho cobre para matar a mí”.

Es importante señalar que otras presiones en contra de la aplicación de la “justicia indígena” la constituyeron las formas de censura permanente, a través de los medios de comunicación (públicos y privados), desplegadas en contra de la campaña nacional que comunidades indígenas yukpa —y sus aliados— desarrollaron (con numerosas manifestaciones pacíficas de calle), para presionar públicamente por la implementación de la justicia indígena.

Ante la ausencia de otros recursos jurídicos a los cuales acudir, los abogados de la defensa de Sabino Romero y Alexander Fernández introdujeron un recurso de amparo constitucional (basado en el Artículo 260 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela) ante la sala constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, que sólo tras las presiones de las comunidades indígenas, de las familias indígenas y de sus aliados fue “decidido”.

Es importante destacar que durante el proceso de lucha por la aplicación de la justicia indígena se generaron procesos de “acercamiento y apoyo mutuo” entre las familias de los indígenas Sabino Romero y Olegario Romero, que constantemente fueron deteriorados mediante diferentes tipos de interferencias ejecutadas por los representantes yukpa de los “centros pilotos” (subordinados a las instrucciones de los operadores de la burocracia indígena gubernamental). Ello llevó inclusive a la esposa del cacique Olegario Romero a reiterar públicamente ante los medios de comunicación que “su esposo se tenía que quedar en la cárcel, pero con los otros dos indígenas también”.

La sentencia sobre el amparo constitucional finalmente dictaminó la improcedencia de dicho recurso, ordenando la remisión del juicio a otro tribunal penal, así como el traslado de los acusados a otro recinto penitenciario alejado geográficamente de la Sierra de Perijá, dificultando las labores de presión indígena sobre la “justicia ordinaria”, así como el apoyo prestado por los abogados, aliados y familiares a sus defendidos indígenas.

Debe destacarse que la jueza que originalmente conocía del caso en el estado Zulia, previamente había suspendido el juicio a la espera del dictamen de la sala constitucional, dejando entrever públicamente y por escrito, la posibilidad de aplicación de la jurisdicción especial indígena al caso por ella ventilado.

Posteriormente, la defensa del cacique yukpa Olegario Romero la asume el representante legal del sector ganadero, a cambio de la promesa —por parte de aquél— de “devolver” la hacienda “invadida” por su comunidad indígena a los anteriores ocupantes ganaderos, por lo que logra que se pague a favor de él su libertad bajo fianza. A los indígenas Sabino Romero y Alexander Fernández la justicia ordinaria también les plantea la posibilidad de la libertad bajo fianza, pero ésta debía ser garantizada con dos fiadores no indígenas (“criollos”), y por montos millonarios, bajo el argumento de que los indígenas yukpa: “por su naturaleza vengativa se pueden fugar” o “matar entre sí”.

Una vez pagada dicha fianza en las condiciones planteadas, Sabino Romero y Alexander Fernández obtuvieron su libertad provisional condicionada. Simultáneamente, hacia el entorno social nacional empieza una importante presión colectiva desde las comunidades yukpa para que el juicio penal sea trasladado a la “justicia indígena”.

En este contexto, un reconocido aliado histórico de los pueblos indígenas de Venezuela (el anciano jesuita Jesús María Korta) junto con otras dos personas, se declaran en “huelga de hambre” frente a la Asamblea Nacional, solicitando explícitamente un pronunciamiento del Estado, a través del Presidente de la República, a favor de las demandas indígenas de inmediata liberación de los caciques, y de urgente implementación de la demarcación territorial indígena a nivel nacional, con lo que obtienen gran solidaridad de amplios sectores sociales aliados —nacionales e internacionales— a favor de dichas exigencias. En una carta pública al presidente venezolano Hugo Chávez, el padre Korta señala que:

“En este caso, que se encamina ya a la sentencia, queda claro también que lo menos importante es quiénes dispararon contra quiénes en un ambiente de conflicto promovido por los ganaderos y funcionarios. El objetivo verdaderamente importante es que el cacique Sabino resulte encarcelado por largos años para que queden bien protegidos los intereses que se defienden”.

Finalmente, luego de un juicio plagado de irregularidades procesales, exabruptos jurídicos y manifestaciones de abierto racismo por parte de los operadores de la justicia ordinaria, los indígenas acusados son declarados “inculpables”, por lo que se decreta su libertad plena.

Una vez ocurrida ésta, y trascurridos pocos días, se instala en la comunidad yukpa de Tokuko (de la Sierra de Perijá), la “instancia” de justicia indígena yukpa, constituida por una asamblea de autoridades legítimas yukpa (ancianos y ancianas, sabios y sabias, y caciques mayores) la cual —luego de escuchar a cada uno de los involucrados, a sus testigos y los demás indígenas yukpa interesados, y después de deliberar por dieciocho horas— sentencia la inocencia del cacique Sabino Romero y la de Alexander Fernández, así como la culpabilidad de Olegario Romero y de otro indígena —hijo de Sabino Romero— que nunca fue mencionado durante el proceso celebrado ante la justicia watía (que duró dieciocho meses).

Las presiones sobre la justicia indígena

La existencia de una voluntad política estatal —expresada en el proceso constituyente— de reconocimiento de los derechos históricos de los pueblos autóctonos, se confrontó con la realidad fáctica de una estructuración étnica del poder y la presencia hegemónica de una monocultura del saber (“mestiza”) en la cultura política y jurídica dominante, la cual presionó a la justicia indígena de diferentes formas.

Realizando un análisis desde una visión crítica-constructiva del caso reseñado17, en el contexto de las diferentes asimetrías de poder, observamos que la omisión del Estado en garantizar la seguridad territorial al pueblo yukpa generó para este sector popular18 una situación de mayor vulnerabilidad política y exclusión social.

De este modo, la primera presión que podemos identificar es la que ejerció (y continúa ejerciendo) la cultura hegemónica —a través del sistema jurídico dominante— sobre la territorialidad originaria indígena, que —en tanto matriz cultural— ha sido ontológicamente19 convertida en “periférica”. La resistencia cultural surge como respuesta, mediante la afirmación autónoma de la vigencia del derecho indígena, manifestada a través de la “justicia territorial”. Su expresión dentro del pueblo yukpa la constituyen las acciones colectivas lideradas por el cacique Sabino Romero —cuando independientemente de lo que el Estado resuelva realizar en materia territorial— decide recuperar las tierras de sus ancestros, enfrentando las presiones políticas y económicas en contrario, provenientes de los factores de poder y de la burocracia gubernamental.

Lo que se evidencia en ésta situación es, por un lado, la persistencia implícita de las relaciones de poder y de los conflictos interculturales subyacentes y, por otro, el carácter de “sujetos de derecho” que se atribuyen los propios indígenas, al identificar con cuál sistema jurídico (derecho) tienen relaciones de pertenencia, y cuál es la administración de justicia que desean que se aplique para resolver situaciones conflictivas.

Como ésto es percibido como una afrenta para sectores del “estamento” político dominante, ello ayuda a entender la razón por la cual, a pesar de existir derechos y garantías constitucionales para la aplicación de la “justicia indígena”, el sistema jurídico hegemónico continúa juzgando penalmente a los indígenas por “atreverse” a aplicar su propio derecho en detrimento de la estructuración étnica de poder vigente. Como reacción en contrario, los factores de poder deciden buscar la activación del poder punitivo del Estado, para lo cual inventan constantemente situaciones que justifiquen la aplicación del sistema jurídico dominante sobre las autoridades indígenas de las comunidades.

Así, el escenario de pluralismo jurídico en el que operan los diferentes sistemas jurídicos no es un plano vacío del espacio: cada uno de ellos se encuentra particularmente posicionado, en base a una estructura jerárquica de poder y a una clasificación epistemológica dominante, que han construido históricamente las relaciones y percepciones mutuas entre dichos sistemas, que operan encuadradas en los contextos políticos, jurídicos y socioterritoriales arriba descritos, y que van a determinar las condiciones sociales y culturales asimétricas en las cuales las reglas de cada sistema jurídico serán aplicadas e interpretadas.

Por dichas razones cada actor social acude al sistema jurídico al que culturalmente se considera arraigado, cuya puesta en funcionamiento en este caso refleja —a un nivel profundo— diversos conflictos20, cuyo escenario se encuentra previamente configurado por las relaciones de dominio estructural.

Un resultado de dicha relación, y que puede identificarse como una segunda presión identificable, es sobre las identidades subalternas, cuya heterogeneidad se busca disolver, o que deriva incluso en el surgimiento de subjetividades indígenas que le son consustanciales —el denominado sujeto colonial de Spivak (Spivak, 1999)— que para el caso concreto es representado por los indígenas responsables de los “centros pilotos” y la burocracia indígena gubernamental.

Debe tenerse presente que los indígenas (individual o colectivamente) están sometidos a una confluencia de opresiones de distinta naturaleza (opresión política, étnica, sexista, clasista, epistemológica, religiosa, mediática, etc.) que determina su condición indígena subalterna, y que simultáneamente refuerza la hegemonía de cultura dominante (y de sus parámetros identitarios).

De este modo, a la subordinación impuesta sobre la identidad indígena, le es correlativa la inferiorización de las formas de pensamiento y de acción jurídica autóctonas, como expresión de discriminación epistémica emanada desde la sociedad (o desde el Estado). Se identifican aquí otras dos presiones que son simétricas entre sí: una presión sobre el sistema jurídico indígena, destinada a desconocer su existencia, y otra presión de los factores de poder de la zona perijanera sobre el Estado, cuyo objetivo es que éste imponga su poder punitivo sobre los indígenas.

Cuando el cacique Sabino Romero y su familia acuden a la comunidad del cacique Olegario Romero a resolver un conflicto interfamiliar (e intercomunitario), lo hacen en función de observar las normas que su sistema jurídico yukpa establece para estos casos. Como en algún momento aclaró en el juicio ordinario el cacique Sabino: “yo me fui con todos, con la familia, para resolver la cosa como yukpas”.

La negativa de la justicia estatal en admitir la realización del “informe sociocultural” —establecido en la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas— impidió visibilizar éste rasgo cultural de “conducta colectiva” como algo propio de la sociedad yukpa, promoviendo una forma de inexistencia.

En contraposición, la presión del sector ganadero sobre el Estado —cuyo objetivo era culpabilizar individualmente a los caciques yukpas por su accionar colectivo—, derivó en que los fiscales públicos la interpretaran etnocéntricamente, impulsando contra el cacique Sabino una acusación por “agavillamiento”, criminalizando así uno de los procedimientos indígenas para la resolución pacífica de conflictos.

De este modo, desde una razón indolente instrumental, a éstas prácticas colectivas contingentes —que son acciones concretas, registradas oralmente, codificadas en sus costumbres ancestrales— se les aplicó jurídicamente un discurso de verdad hegemónico, cuyo efecto de poder es el ocultamiento de la diferencia indígena, con el consiguiente desperdicio de experiencia; y su penalización, conforme a las normas del sistema jurídico dominante.

De esta manera, una racionalidad y praxis dominante se impone sobre las formas de reflexión y de acción colectiva propias de un pueblo indígena, a través de una acción estatal que responde a la estructuración étnica del poder ya descrita.

En este sentido, resulta aparentemente contradictorio que posteriormente al conflicto entre las comunidades de los caciques Sabino y Olegario, los representantes indígenas de los “centros piloto” admitiesen declinar su capacidad autónoma de conocer del mismo, pero se pudiera interpretar dicho comportamiento no como una “abdicación” de la justicia yukpa a favor de la “justicia watía”, sino como una forma de utilizar tácticamente al sistema jurídico dominante, en función de los intereses político-estratégicos del pueblo yukpa, dentro de un contexto de interlegalidad.

Otra presión identificable, que podríamos denominar epistemológica, es aquella que surge cuando la diferencia indígena es utilizada para justificar una situación de subordinación de la “justicia indígena” respecto de la “justicia estatal”, lo cual queda evidenciado cuando ésta última —en las dos primeras instancias judiciales que conocieron de los hechos violentos ocurridos en la Sierra— argumentaron que la justicia yukpa “no operaba para delitos de homicidio” o que los hechos “no ocurrieron en un territorio declarado como indígena”.

Dicha pretensión de verificación —acerca del valor o nivel de competencia material (es decir, de los asuntos que puede conocer) o espacial (sobre qué ámbitos territoriales se puede aplicar) que puede atribuirse la justicia indígena— por parte del sistema jurídico dominante, atenta en sí misma contra cualquier propósito político —o jurídico-constitucional— de reconocimiento de la diferencia cultural.

Rastreando el origen de tal pretensión, la ubicamos en la ideología jurídica dominante —el “positivismo jurídico”— cuyos cánones epistemológicos establecen que los “usos y costumbres”, milenariamente practicados por los pueblos y comunidades indígenas (con demostrada eficacia sociocultural), no tienen ninguna garantía de validez jurídica ni permiten acceder a la verdad de los “hechos” por ser equiparadas a opiniones no profesionales, o incluso inferiorizadas al nivel de conjeturas indemostrables, generando relaciones de injusticia cognitiva.

Así, desde una posición etnocéntrica, se expropia al pueblo indígena de su capacidad de determinar por sí mismo qué es “derecho”, que en tanto sujetos de derecho determinan autónomamente la “arquitectura” de su propio sistema jurídico (autonomía jurídica), siendo “reducidos” a la condición jurídica de objetos de derecho. El sistema jurídico dominante se convierte entonces en el dispositivo que permite disolver la diferencia indígena, asegurando su hegemonía jurídico-cultural. De este modo, como señala Hamel: “En las leyes se cristalizan y se expresan las relaciones de poder existentes en una sociedad” (Hamel, 1990).

Las presiones mencionadas eventualmente pueden derivar hacia la estigmatización misma de la diferencia indígena, bajo la cual son clasificados axiológicamente en una escala inferior, utilizada para estatuir una subordinación social sobre ellos. Cuando los operadores judiciales en el caso mencionado señalan que la justicia indígena no opera “a favor de narcotraficantes”, el etnocentrismo cultural deviene en racismo no sólo epistémico sino también social.

Un correlato de ésta presión racial sobre la justicia indígena se presenta cuando la justicia estatal pretende imponer una suerte de tutelaje patriarcal (o patriarcado blanco) sobre las condiciones de ejercicio de la autonomía jurídica indígena, lo cual se manifiesta cuando las instancias de justicia watía, en ocasión del otorgamiento de la fianza personal garantizada por gente no indígena —bajo montos exorbitantes— como condición para otorgar la libertad condicional de los indígenas yukpa, señalan el argumento de que: “por su naturaleza vengativa se pueden fugar” o “matar entre sí”.

Ésta actualización de regímenes regulatorios para asegurar una relación “tutelar” sobre los pueblos indígenas, en las cuales las prácticas culturales indígenas son rebajadas a condiciones de “minoridad”, son reflejo estructural de herencias coloniales, que reproducen relaciones subjetivas colonizadoras de matriz eurocéntrica.

Sin embargo, ésta diferenciación epistemológico-racial debe ser enmarcada también en el terreno político, ya que las diferencias entre los sistemas de justicia indígena y estatal son producto del posicionamiento asimétrico de los pueblos indígenas como clases subalternas, a través de una jerarquización impuesta por las élites mestizas —mediante las diferentes formas de colonialidad—, dentro de la estructura étnica de poder vigente.

En tal sentido, no deben tampoco obviarse —como elementos causales de dicha estructuración— los nexos existentes entre la dominación política y la dominación económica. La denuncia hecha por el padre Korta —y otros aliados de la lucha yukpa— en el transcurso del juicio contra los indígenas yukpa, nos permite identificar una determinante presión económica sobre la justicia indígena que impide su existencia, ya que la “ceguera epistemológica” ejercida sobre la justicia yukpa fue causada también por los poderosos intereses económicos exógenos existentes sobre el territorio indígena —en el cual dicha justicia se ha ejercido milenariamente— vinculados con los globalismos localizados (Stavenhagen, 1987; Santos, 1999; Dávalos, 2010).

Por último, que después de determinada la ineficacia del sistema de justicia estatal para deslindar las responsabilidades por los hechos punibles ocurridos —dado que después de dieciocho meses declaró la “inculpabilidad” de sus supuestos autores— haya sido la justicia indígena yukpa la que resolviera en dieciocho horas satisfactoriamente —dentro de lo que sus parámetros culturales establecieron— el conflicto presentado; significó una afirmación para éste pueblo indígena de la importancia de preservar, aplicar y desarrollar autónomamente su justicia indígena como forma de resistencia autóctona y fortalecimiento de su cultura ancestral, que representa una forma de construcción desde abajo del Estado pluricultural y multiétnico en Venezuela.

Reflexiones finales y propuestas

El estudio del caso del cacique yukpa Sabino Romero permitió realizar un análisis de los conflictos de interlegalidad que el pluralismo jurídico venezolano presenta, a partir de un contexto configurado por relaciones asimétricas de poder, producto de una histórica estructuración étnica del mismo. En este sentido, pudo develarse el rol que los factores de poder jugaron en el sostenimiento de la estructura de poder asimétrica, vinculada a las dinámicas capitalistas del Estado en un contexto de globalización hegemónica.

Como resultado del análisis fue posible identificar al menos seis distintas presiones —cultural, identitaria, jurídica, epistemológica, racial, económica— sobre la justicia indígena, que demostraron su subalternización e invisibilización, más no su anulación como mecanismo autónomo de resolución eficaz de conflictos entre miembros del pueblo indígena.

Las tensiones generadas por el conflicto de interlegalidad suscitado entre la justicia estatal y la justicia indígena, muestran el carácter céntrico estatal de pluralismo jurídico existente en Venezuela, y que lejos de reflejar la diversidad cultural existente y una pluriculturalidad intercultural en el Estado, manifiestan una forma de multiculturalismo liberal de tendencia progresista.

Mediante el análisis de la estructuración étnica del poder, se puede verificar que en el ámbito político, las presiones de la estructura estatal sobre la autonomía jurídica indígena se manifestaron a través de operadores indígenas que —en tanto sujetos coloniales— desempeñaron un rol en la transferencia del “caso Sabino” de la justicia indígena a la estatal. No obstante, la justicia indígena aunque temporalmente desplazada, no perdió su capacidad para conocer y juzgar finalmente dicho caso.

En el ámbito jurídico, identificando el lugar político y epistémico de enunciación, se impuso —desde una monocultura del saber— el discurso jurídico dominante, que reflejando formas de racismo epistémico, realizó una “inclusión excluyente” del sistema jurídico indígena, y que se expresó en el “caso Sabino” en una subordinación tutelar, que hizo visible la existencia de una “diferencia colonial” dentro del pluralismo jurídico venezolano.

En el ámbito socio-territorial, se evidenció cómo el intento de aplicación de la justicia indígena en el ámbito territorial (o “justicia territorial indígena”) —como forma de resistencia cultural de éste sector subalterno— generó como respuesta la activación de la justicia estatal punitiva, como forma de garantizar la hegemonía sociocultural de los factores de poder, dentro de una configuración monoétnica del Estado refractaria al cambio constitucional planteado desde 1999.

Un elemento que sería recomendable visibilizar en posteriores aproximaciones a casos semejantes son las “presiones de género” que se ejercen sobre la justicia indígena, desde la justicia estatal patriarcal, que pudieran eventualmente afectar la situación social entre mujeres-hombres (o entre adultez-adolescencia-niñez), fomentando o aumentando desigualdades u discriminaciones de género (dentro o fuera del mundo indígena), o endureciendo la posible “división sexual del trabajo” previamente existente.

Todas éstas reflexiones permiten visibilizar las dificultades de intentar descolonizar al Estado —al Derecho y la institucionalidad— desde el mismo Estado, en función de la construcción de relaciones interculturales entre el Estado y los pueblos indígenas. A fin de promover un nuevo modelo, sustentado en nuevos conceptos y nuevos modos de relación, que contribuyan a hacer realidad la interculturalidad, se plantean las siguientes propuestas:

Primera. Un derecho pluricultural para una justicia intercultural: una justicia adecuada y apropiada para un Estado pluricultural, pasa necesariamente por una reconstrucción plural del campo jurídico, que supone una nueva noción del “derecho” construida colectivamente desde abajo y desde la diversidad cultural.

Esto supone respetar como imperativos los principios de afirmación cultural y complementariedad recíproca, de tolerancia intercultural, bajo los cuales se garantice el derecho a la igualdad jurídica entre culturas distintas y, por ende, a la equiparación cultural entre sistemas jurídicos.

Como consecuencia de ello, debe abolirse toda subordinación cognitiva entre tales sistemas, reconociéndose la existencia dentro del pluralismo jurídico nacional de formas igualitarias de derecho escrito y derecho no escrito. En tal sentido, una epistemología de la visión permitirá la edificación al interior del mundo jurídico de una democracia epistémica, que promueva la transformación de las estructuras-relaciones-instituciones en función de una democracia cultural amplia y abierta.

Se promovería una “convergencia intercultural jurídica”, la cual surgiría a partir de diálogos simétricos entre sistemas jurídicos, respetando el principio de igual autoridad cognitiva de cada sistema, en función de la construcción de un nuevo tejido epistemológico en el campo jurídico, y para garantizar en todos los contextos la justicia cognitiva.

La ecología de los saberes puede contribuir en ésta tarea de cimentación de una “nueva hermenéutica pluralista”, asumiendo la precariedad epistémica de los distintos saberes jurídicos-culturales. Antes, se deberá asumir a cada “derecho” como inscrito dentro de su contexto socio-cultural en su “radical pertenencia”.

Ello supone darle visibilidad y valor a lo contingente y respetar la condición de sujetos de derecho de las actoras y actores sociales a partir de sus propias premisas culturales. En consecuencia, cada sistema jurídico tiene el derecho propio de sancionar los actos punibles cometidos por sus miembros, de conformidad con la plena autonomía de su propio sistema jurídico, respetándose el principio de no interferencia en la jurisdicción de cada pueblo indígena. Es lo que André Hoekema denomina pluralismo jurídico formal igualitario (Hoekema, 2006).

Sin embargo, para asegurar la simetría de los respectivos diálogos interculturales —en función de un pluralismo jurídico profundo o radical— en contextos político-sociales de asimetría de poder, deben ser garantizadas ciertas condiciones:

  1. a| Asumir la interpelación cultural mutua, a partir de la contextualización de los saberes y desde un pensamiento divergente, y una autolimitación y evaluación crítica de la propia cultura, para definir principios jurídicos (sustantivos y adjetivos) compartidos;

    Igualmente, se realizaría la resignificación reflexiva de cada sistema jurídico, que genere formas de pluralismo jurídico transdisciplinario, que epistemológicamente contemplen la multilinealidad, la complejidad, la incertidumbre y la incompletud de cada mundo jurídico;

  2. b| Admitir que las identidades, además de ser fluidas, deben ir unidas a proyectos culturales emancipadores. Esto implica un marco de pluralismo jurídico (y de construcción subjetiva de conocimiento jurídico) que privilegie la autonomía jurídica indígena, su derecho de autodeterminación y que reivindique la justicia histórica propia de los pueblos;

  3. c| Generar espacios de intercambio en situaciones de equilibrio, igualdad y humildad. Para ello es necesaria la transformación intralegal del derecho estatal, para disolver la asimetría epistémica y suprimir su hegemonía cultural respecto a los derechos (sistemas jurídicos) indígenas;

  4. d| Construir espacios y relaciones de coordinación intercultural, lo que significa la transformación de los escenarios donde coexisten político-territorialmente las diferentes culturas jurídicas; así como la construcción intercultural de mutua confianza jurídica, a través de mecanismos igualitarios y equilibrantes para los diálogos jurídico-culturales, en forma —como lo plantea Kimberly Inksater— de configuración intercultural circunferencial (Inksater, 2006);

  5. e| Luchar por la consecución de un orden social y económicamente justo —a nivel nacional e internacional—, lo que implica un compromiso a favor de una ética de la responsabilidad.

Segunda. Para trascender los “nudos críticos” que la pretendida “universalidad de los derechos humanos” podría eventualmente suscitar, un principio de universalismo crítico-constructivista garantizaría el derecho a la diferencia cultural dentro de los sistemas jurídicos, a partir de lo que Herrera Flores denominó un universalismo de llegada que asuma el “vértigo de la pluralidad y la incerteza de la realidad”. A partir del principio de unidad en la diversidad, correspondería la reconstrucción intercultural de los discursos sobre los “derechos humanos”.

Tercera. Frente a las tradicionales objeciones político-epistemológicas de los Estados monoétnicos frente a la vigencia de la justicia indígena, edificar bajo el imperativo de solidaridad intercultural el principio de soberanía jurídica compartida interculturalmente, lo cual implica el apoyo colectivo a la construcción de contrahegemonías transmodernas, es decir a favor de nuevas hegemonías populares, mediante una transferencia y redistribución equilibrante de poder entre sistemas jurídicos históricamente desiguales.

Material suplementario
Información adicional

Cómo citar este artículo [Norma ISO 690]: GUTIÉRREZ GARCÍA, Erick L. Desafíos de la justicia indígena en Venezuela: el caso Sabino Romero. Crítica y Emancipación, (15): 469-502, primer semestre de 2016.

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Notas
Notas
* Este trabajo fue seleccionado entre los ganadores del concurso CLACSO-FIBGAR “La nueva agenda de los derechos humanos en América Latina y el Caribe” realizado por CLACSO en junio de 2015.
1 De hecho, la habilidad política de los indígenas adscritos a las organizaciones indígenas de carácter nacional, permitió aprovechar la coyuntura del proceso electoral de 1998 para lograr participar en la Asamblea Nacional Constituyente, donde estableciendo alianzas políticas, logran que en la Constitución nacional de 1999 se reconozcan sus derechos históricos.
2 Conflicto de Interlegalidad: “Consiste en la coexistencia, dentro de un mismo territorio geopolítico, de un ordenamiento jurídico estatal moderno, occidentalizado, oficial, con una pluralidad de ordenamientos jurídicos locales, tradicionales o recientemente desarrollados, no oficiales, de raigambre comunitaria —en otras palabras, la situación convencional de la pluralidad jurídica” (Santos, 1999).
3 Aunque el Estado reconoce la existencia del “derecho indígena” (o sistema jurídico indígena) en la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas y a través de la suscripción de la Declaración Universal sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, basamos nuestro análisis en la norma constitucional, por ser la de mayor rango legal, y por representar el sentido político-filosófico que el Estado le otorgó a la justicia indígena.
4 Margaret Davies en Inksater (2006: 8).
5 Como ocurrió efectivamente, en términos físico-territoriales, con los mismos pueblos indígenas de Venezuela: de los espacios centrales del país fueron “expulsados” hacia las actuales fronteras —o “márgenes” geográficos— del Estado venezolano.
6 Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (Artículo 100): “Las culturas populares constitutivas de la venezolanidad gozan de atención especial, reconociéndose y respetándose la interculturalidad bajo el principio de igualdad de las culturas”.
7 La disposición transitoria duodécima de la Constitución señaló como lapso para realizar la demarcación territorial indígena el de dos años contados a partir de la fecha de entrada en vigencia de la misma, en el año 2000.
8 Artículos 11, 12, 13 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
9 Al respecto, Kimberly Inksater señala: “La necesidad de usar la violencia o la fuerza legal es también indicativa de la fuerte resistencia de las naciones indígenas. En Bolivia y Colombia la recuperación de territorio ha sido crucial para el proceso de descolonización y reconstitución de la identidad indígena, incluyendo el derecho indígena” (Inksater, 2006).
10 Según la normativa constitucional (artículo 119), corresponde al gobierno prerrogativas en materia de demarcación territorial indígena: “[…] Corresponderá al Ejecutivo Nacional, con la participación de los pueblos indígenas, demarcar y garantizar el derecho a la propiedad colectiva de sus tierras, las cuales serán inalienables, imprescriptibles, inembargables e intransferibles de acuerdo con lo establecido en esta Constitución y la ley”.
11 Ya en otras oportunidades el cacique Sabino fue acusado de abigeato sin demostrarse nunca tales hechos, y también fue reiteradamente objeto de amenazas de muerte, y sufrió heridas por atentados armados en más de una ocasión. De hecho, el anciano padre de Sabino (José Manuel Romero, de más de cien años de edad) fue asesinado por una golpiza que recibió, en una refriega de ganaderos de la región con la comunidad del cacique, caso en actual estado de impunidad, bajo conocimiento de los mismos fiscales que posteriormente ejercerían la acusación en contra de Sabino.
12 Sectores dentro del mismo gobierno que no han internalizado los valores de justicia histórica y social para los pueblos indígenas reiteradamente planteados por el presidente Hugo Chávez, contenidos en los mandatos constitucionales y desarrollados legalmente.
13 Los indígenas yukpas por lo general portan armas de fuego (generalmente escopetas), porque en su cultura se mantiene la caza de animales silvestres, y para protección personal frente a posibles ataques imprevistos de agentes armados “irregulares” (venezolanos o no) que transitan por la zona fronteriza colombo-venezolana.
14 El indígena wayuu Alexander Fernández denunció durante el juicio que se le siguió en la “justicia ordinaria” el haber sido torturado por agentes de la policía científica para confesar su culpabilidad en las muertes, e involucrar como promotor de las mismas al cacique Sabino Romero.
15 La fiscalía destinó siete fiscales para realizar la acusación penal, la cual hicieron en un escrito de noventa y nueve folios, coordinados por el fiscal que archivó el caso del homicidio cometido contra el padre de Sabino, José Manuel Romero. Uno de los funcionarios que actuó en las labores periciales sobre los hechos durante el juicio ordinario, afirmó: “Es que Sabino sin lugar a dudas es culpable”.
16 Argumento posteriormente apropiado por uno de los magistrados de la sala constitucional en su voto salvado sobre el dictamen del amparo constitucional: “[…] el lugar del suceso no está perfecta y legalmente determinado o delimitado como un hábitat o territorio indígena… pues se trata de tierras en litigio entre particulares que no pertenecen a la etnia yukpa” (Tribunal Supremo de Justicia, 2010).
17 “Desarrollar el pensamiento crítico exige entender la crítica en su sentido afirmativo como acción constructiva útil para el reimpulso y el cambio” (Herrera Flores, 2000).
18 En el sentido que al término popular le otorga Helio Gallardo (Gallardo, 2006).
19 En el sentido que al término ontología le otorga Echeverría (Echeverría, 2003).
20 Contradicciones históricas de variable profundidad salen periódicamente a la superficie de la coyuntura social en forma de conflictos jurídicos, políticos y culturales.
Notas de autor
** Defensor especial en materia de pueblos indígenas (Defensoría del Pueblo). Investigador y docente de la fundación “Juan Vives Suriá” (Defensoría del Pueblo). Secretario ejecutivo de la Plataforma Interamericana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo (2003). Magíster Scientiarum en evaluación de impactos en salud y ambiente (2003) y Especialista (2001), ambos del Centro de Estudios del Desarrollo de la Universidad Central de Venezuela. Abogado egresado de la Universidad Central de Venezuela (1992).

Special Advocate on Peoples Indigenous peoples (Defensoría del Pueblo). Researcher and teacher of the foundation “Juan Vives Suriá”). Executive Secretary of the Platform Inter-American Commission on Human Rights, Democracy and Development (2003). Master Scientiarum in impact assessment In Health and Environment (2003) and Specialist (2001), both of the Center for Studies Of the Development of the Central University from Venezuela. Attorney graduated from Central University of Venezuela (1992).

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