Aportes. Democracia, participación ciudadana y procesos electorales en Centroamérica

Relectura de la transición a la democracia en El Salvador a la luz de la historia del Partido Demócrata Cristiano (PDC)*

Carmen Villacorta **

Relectura de la transición a la democracia en El Salvador a la luz de la historia del Partido Demócrata Cristiano (PDC)*

Crítica y Emancipación, vol. VIII, núm. 15, 2016

Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales

Resumen: Los antecedentes del sinuoso camino de El Salvador hacia la conquista de la democracia electoral pueden rastrearse en 1948, momento en que una nueva generación de militares intentó modernizar el aparato productivo del país, reformar el sistema político y mejorar las relaciones del Estado con la sociedad civil, sin chocar con los intereses de la oligarquía agroexportadora. Adoptando a la Filosofía de la Realidad Histórica y al método de historización de los conceptos de Ignacio Ellacuría como marco teórico-metodológico, el artículo reconstruye el proceso de transición a la democracia en El Salvador, con especial énfasis en el papel jugado por el PDC.

Palabras clave: Centroamérica, El Salvador, transición a la democracia, Partido Demócrata Cristiano (PDC).

Abstract: The precedents of El Salvador’s winding path to the conquest of the electoral democracy can be traced back to 1948, a moment in history in which a new generation of military tried to carry out a modernization of the country’s productive apparatus, a reform of the political system and an improvement in the relationship between the State and the civil society, avoiding at the same time clashes of interests with the agro-export oligarchy. Embracing the Philosophy of Historical Reality and the method of historization of Ignacio Ellacuría’s concepts as a theoretical-methodological frame, this article aims to reconstruct the process of transition to democracy in El Salvador, with especial emphasis in the role played by the PDC.

Keywords: Central America, El Salvador, democratic transition, The Christian Democratic Party (PDC).

El Partido Demócrata Cristiano (PDC) y la transición a la democracia en El Salvador

En su análisis sobre la compleja y diversa relación de los países de Nuestra América con la democracia, el sociólogo venezolano Edgar Lander, en su obra La democracia en las ciencias sociales latinoamericanas contemporáneas (1996: 19-20), identifica “tres experiencias tipo en relación con los procesos de democratización”: 1. Las de los países con continuidad democrática (Costa Rica, México, Venezuela, Colombia); 2. Las de los países con tradición democrática que retornan a regímenes civiles, después de dictaduras militares (Uruguay, Chile); 3. Las de los países sin experiencia democrática, sin experiencias populistas ni socialdemócratas (El Salvador, Guatemala, Honduras, Haití).

Ateniéndonos a esta descripción, sería pues la de El Salvador una transición a la democracia que se inauguró en la década de 1980, en plena guerra civil, empezando prácticamente desde cero. En esta valoración el autor coincide con politólogos salvadoreños como Álvaro Artiga (2007) y Ricardo Córdova (2007), quienes ubican el inicio de dicha transición en 1983, año en el que una Asamblea Constituyente aprobó la Carta Magna y dio impulso al sistema electoral actualmente vigentes en el país.

Profundizando en la línea esbozada por Lander, el sociólogo guatemalteco Edelberto Torres Rivas (1991) compara las transiciones a la democracia en Sud y Centroamérica. En Sudamérica habría tradiciones democráticas en las que apoyarse, mientras que en Centroamérica la construcción de la democracia encontraría su árido punto de partida en una matriz autoritaria que permea el todo de la sociedad, siendo el autoritarismo un rasgo connatural y orgánico de tales sociedades.

Torres Rivas, entre otros autores (Turcios, 2003; Mayorga, 2012), destaca la incapacidad de los sectores dominantes de países como Guatemala, El Salvador y Honduras para introducir elementos modernizantes en la administración del capitalismo agrario, tendientes a absorber las más acuciantes demandas populares de esos países y a gestionar conflictos sociales y políticos que emergieron y se multiplicaron a lo largo del siglo XX.

La afirmación de la ausencia de democracia en Centroamérica hasta antes del estallido de la “crisis centroamericana”, durante la década de los ochenta, no es pues vana ni infundada. Al contrario, encuentra su razón de ser en el hecho de que la mayor parte de los países del Istmo, Nicaragua inclusive, estuvo ininterrumpidamente gobernada por dictaduras militares o dinastías familiares durante la mitad del siglo pasado.

En El Salvador, la larga noche autoritaria llegó de la mano del general Maximiliano Hernández Martínez quien, después de fraguar un golpe de Estado contra el presidente electo Arturo Araujo e instalarse por la fuerza en el poder, llevó a cabo una de las mayores masacres ocurridas en América Latina, conocida como “la matanza de 1932” y perpetrada contra aproximadamente 20.000 campesinos e indígenas en la zona occidental del país.

Catorce años después, el dictador Martínez fue derrocado por una generación de jóvenes militares que insufló, tanto en el Ejército como en el gobierno, un cierto aire modernizante y desarrollista, propio de la post Segunda Guerra Mundial. El resquicio abierto por esa nueva atmósfera posibilitó el surgimiento de nuevos actores políticos y de un período que hemos dado en llamar “protodemocrático”, en tanto prolegómeno de la transición a la democracia electoral que dará inicio en la década de 1980.

Sin desconocer que El Salvador fue uno de los países centroamericanos en donde predominó el patrón autoritario, expresado en una sucesión de gobiernos militares más o menos flexibles, pero invariablemente convencidos de que era la institución castrense la destinada a controlar los hilos del Estado, este trabajo cuestiona la rápida asociación entre transición a la democracia y conflicto armado, frecuente en la literatura de posguerra.

La adopción de una perspectiva de mediana duración, siguiendo la pista del Partido Demócrata Cristiano (PDC) como un actor relevante en la búsqueda y posterior instauración de la democracia salvadoreña, conduce a matizar la negación taxativa de avances democráticos en el período previo a la guerra civil. El hecho de que el PDC haya jugado un rol protagónico en la democratización del país a lo largo de tres décadas habla de una continuidad insuficientemente enfatizada en los abordajes de la historia política nacional. Indudablemente, la permanencia del mismo actor no significa la rigidización del proceso. Todo lo contrario, da cuenta de notables mutaciones en el seno del partido, las cuales buscan quedar consignadas en el presente trabajo.

Desde el punto de vista teórico, el estudio se apoya en la filosofía de la realidad histórica de Ignacio Ellacuría y en el método de historización de los conceptos, del mismo autor, como herramienta metodológica. Ellacuría no es solo un pensador que aportó a la filosofía de la liberación latinoamericana instrumentos teórico-metodológicos útiles para comprender la realidad de nuestro continente. Además, lo hizo desde la particularidad de la realidad salvadoreña, convirtiéndose esta en el escenario de la puesta en práctica de tales herramientas.

Acudir a Ellacuría ofrece, pues, un doble beneficio: acceder a un instrumento de interpretación que posibilita el diálogo entre la filosofía y la historia, y abrevar en uno de los intérpretes más lúcidos y críticos del objeto de estudio de esta investigación.

Realidad histórica e historización de los conceptos: aportes de Ignacio Ellacuría a la comprensión de la historia política de El Salvador

Inscribiéndose en la tradición fundada por Hegel y Marx, Ignacio Ellacuría (Portugalete, España, 1930-San Salvador, El Salvador, 1989) da centralidad a la historia, considerándola el objeto por excelencia de la filosofía. Corresponde a la filosofía dar cuenta de la realidad allende las apariencias y la realidad es, en esta tradición, eminentemente histórica. Los tres autores coinciden en concebir lo real como un todo sistemático, dinámico y procesual y en otorgar prioridad a la historia.

No obstante, Ellacuría se distancia de Hegel y Marx entre otras cosas en su concepción de lo real como dinámico, antes que dialéctico. Para Hegel y Marx la dinamicidad es intrínsecamente dialéctica. En la propuesta ellacuriana, en cambio, la dialéctica es un aspecto de la dinamicidad, pero esa dinamicidad no se agota en lucha de contrarios. La dialéctica sería un momento del movimiento permanente de la realidad, específicamente de su fase social, mientras que lo dinámico es esencial al todo de la realidad.

Aclarado esto, conviene precisar la caracterización ellacuriana de la realidad histórica como envolvente de todo lo real y, como tal, como objeto de la filosofía. Para dicha caracterización, nuestro autor acude a cinco tesis (Ellacuría, 1981). La primera afirma la unidad física, compleja y diferenciada de lo real. La realidad es unitaria en sí misma, en su “fisicidad”. Esa unidad no es una formalidad de la inteligencia humana, sino un hecho fáctico y complejo. La complejidad de la realidad es unitaria en virtud de la respectividad que vincula a unas cosas con otras. Toda cosa real lo es respecto de otras, de manera que, de un modo u otro, todo está relacionado entre sí, está unido. Lo unitario de la realidad no anula las diferencias, pero esas diferencias —dada su respectividad— no anulan la unidad, sino que la constituyen.

La segunda tesis sostiene la dinamicidad intrínseca de lo real. Como ya se apuntó, esa dinamicidad no proviene ni de la unidad de contrarios, ni de un factor externo del cual provenga la contradicción, sino que la realidad es esencialmente dinámica, en tanto la respectividad en la que consiste la unidad de lo real es dinámica. El movimiento de la realidad es un “dar de sí” o desdoblamiento entre lo que el “sí mismo” puede “dar de sí”, sin dejar de ser “sí mismo”, pero sin ser nunca “lo mismo” (Ellacuría, 1981: 972-973). El dinamismo estructural retoma la identidad de lo real y la transforma, conservándola. La co-determinación de unas cosas por otras, que posibilita el “dar de sí” formas superiores de realidad, es quizá el modo más radical de funcionalidad. Pero la realidad es constitutivamente funcional, en tanto está compuesta por sistemas y subsistemas dinámicos.

La tercera tesis es la de la no univocidad de la dialéctica como expresión de la unicidad, estructuralidad y sistematicidad de la realidad (Ellacuría, 1981: 973-974). Nuestro autor insiste en destacar tres rasgos del dinamismo estructural: i) el carácter unitario y real de cada cosa en tanto que real y en tanto que totalidad; ii) el carácter esencialmente dinámico de la realidad; y iii) el carácter estructural de cada cosa real y de la realidad en su conjunto como constituida por diversidad de sistemas, profundamente diferentes entre sí, pero unidos en virtud de su intrínseca respectividad.

A su juicio, lo específico y formal de la dialéctica no es la unidad de contrarios, sino la predominancia de la negación como principio del movimiento. Es la negación de la negación lo que da lugar a la creación, a la novedad. No obstante, la dialéctica como negación no explica el devenir de la totalidad de la realidad, sino que es un momento de ella. Es en el progreso histórico en donde la lucha de clases adquiere su potencia explicativa. Pero ello no significa que la dialéctica explique la realidad en toda su complejidad y esencial dinamicidad.

La cuarta tesis asegura que el dinamismo estructural es un proceso de realización en el que se van dando cada vez formas más altas de realidad, que retienen las anteriores, elevándolas (Ellacuría, 1981: 975-976). La teoría evolutiva sirve a Ellacuría para ejemplificar esta idea de la realidad como un todo que, en su permanente hacerse a sí mismo, va conquistando estadios más acabados de realidad en el que están contenidos los estadios anteriores. Sin embargo, aún si Darwin no hubiese desarrollado la Teoría de la Evolución, lo que la realidad muestra es ese proceso en el que lo material da lugar a lo animal, lo animal a lo humano, lo humano a lo social y lo social a lo histórico, en una sucesión en la que materia, animalidad, humanidad y sociedad continúan presentes en la historia, constituyen a la realidad histórica.

Arribamos así a la quinta y última de las tesis (Ellacuría, 1981: 977-980): dado su carácter englobante y totalizador, y en cuanto manifestación suprema de la realidad, la realidad histórica es el objeto de la filosofía. La realidad histórica es el summum de la realidad, el ámbito en el cual la realidad ha dado más de sí y es, además, campo abierto de las máximas posibilidades de lo real.

Corresponde a la filosofía ocuparse de lo que la realidad ha dado de sí, configurando al momento presente, pues así accederemos a lo real en su manifestación más acabada y completa. La realidad histórica es el lugar en el que todo lo real confluye y adquiere sentido y conciencia de su respectividad, es un sistema abierto de posibilidades y, como tal, consiste en hacerse a sí misma.

Héctor Samour (2006), filósofo salvadoreño y especialista en el pensamiento ellacuriano, aporta una interpretación sobre el concepto de realidad histórica que abona a la comprensión de ésta como sistema de posibilidades. Cabe subrayar que Ellacuría fue discípulo dilecto y cercano colaborador del también filósofo vasco Xavier Zubiri (1898-1983). Nuestro autor adopta de Zubiri su concepción de la realidad como un conjunto de “notas constitutivas” o elementos constituyentes, que guardan entre sí una relación de respectividad, caracterizada por producir un orden de cosas distinto, “superior” a la mera suma de las partes. De ahí lo estructural, dinámico y abierto de lo real.

Recapitulando, cada una de las notas o elementos que constituyen la realidad forman parte de un sistema, es decir, son elementos cuya existencia sólo puede concebirse “respecto de” otros. La interacción entre esos elementos consiste en un dinamismo que va dando de sí lo que conocemos como real. La materia es el sustrato a partir del cual se van generando sistemas y subsistemas cada vez más y más complejos, hasta llegar a la realidad humana como momento último de tal complejidad.

Lo distintivo del ser humano, en relación con las demás formas vivientes, es que sus respuestas ante los estímulos presentes en el medio no están fijadas, no son necesarias, no tienen que seguir una única ruta trazada. Son, más bien, contingentes, pueden ser de un modo, pero también pueden ser de otro. Esa apertura propia de lo real llega a su máxima plenitud en el quehacer humano o praxis histórica.

Ahora bien, así como la naturaleza va dando de sí y desarrollándose, respondiendo a un determinado orden, así también la actividad del ser humano en el mundo se encuentra condicionada por las decisiones tomadas por sus predecesores. Esto quiere decir que la apertura inherente a la realidad no es arbitraria. Ni en la naturaleza ni en la historia la realidad se construye a sí misma arbitrariamente. Si en la naturaleza predominan ciertas leyes físicas, químicas y biológicas, en la historia las decisiones de las personas y de los cuerpos sociales van configurando lo que Zubiri y Ellacuría denominan “sistemas de posibilidades”. Tales sistemas suponen la apropiación de ciertas capacidades y nuevas posibilidades y, a su vez, la obturación de otras. Así se va trazando el cauce por el cual va transcurriendo el devenir histórico.

Samour ofrece un contrapunto esclarecedor entre la concepción ellacuriana de realidad y la filosofía de Hegel. Frente a Hegel y su apuesta por un espíritu absoluto o conciencia suprema que va desenvolviéndose a sí misma a lo largo del tiempo, Ellacuría defenderá el carácter materialista de lo real. La realidad no proviene de una conciencia superior en la que se encontraría dado de antemano el germen de todo el porvenir, tal como lo postulaba Hegel. La realidad es una creciente complejización de sí misma, a partir de elementos presentes en su propia esencia, capaces de generar innovaciones condicionadas.

Cuando Samour hace referencia a la “metafísica intramundana” de Zubiri está hablando precisamente de eso: aquello que hace que la realidad sea lo que es, no se encuentra afuera de la realidad, sino dentro de ella. Lo transcendental no remite en este caso a ninguna entidad extramundana, sino a las propiedades mismas de la realidad en cuanto unidad estructural, dinámica y abierta, como posibilitadoras de todo lo existente. La historia es la realidad más trascendental, pues en ella las propiedades de la realidad se manifiestan más plenamente.

Ellacuría ve en Hegel y en Marx a las últimas expresiones del pensamiento moderno iniciado por Descartes, y se ubica a sí mismo como parte de esa tradición, pero en un momento posterior, superador de las limitaciones propias de los dualismos modernos. Es el sentido que Samour da al término “posmoderno” para referirse al aporte filosófico ellacuriano.

De Hegel, Ellacuría recupera la densidad metafísica que el filósofo alemán dio a la historia. Si bien desecha el idealismo hegeliano, reconoce que en Hegel la historia de la filosofía da un salto cualitativo al abandonar las explicaciones naturalistas o fisicistas de la realidad, para ubicar a la historia como el lugar privilegiado de manifestación de lo real. Por su parte, Marx se encuentra, en la lectura de Ellacuría, mucho más cerca que Hegel del horizonte de la filosofía contemporánea y, en particular, de la metafísica zubiriana, en virtud de su crítica al idealismo y de su concepción materialista de la historia.

De Marx, Ellacuría recupera dos elementos fundamentales. En primer lugar, el materialismo histórico, el cual reconoce la centralidad de la historia avizorada por Hegel, pero busca explicarla desde un punto de partida materialista y no idealista. Esto quiere decir que Marx reconoce la procedencia física, natural de lo histórico, pero asume la conciencia como rasgo específico del ser humano, que lo ubica en un plano diferente, en tanto le posibilita decidir sobre la realidad y, en cierta medida, construirla. Al subrayar la importancia de la praxis, desembocando en el análisis político y económico del sistema capitalista como etapa actual del devenir histórico, Marx se aproxima mucho más a la comprensión de la realidad histórica como objeto de la filosofía.

En palabras de Samour: “Para Marx, la forma plenaria en que se da la realidad es el hombre social en su proceso histórico; él es el principio de la realidad y, por tanto, el lugar al que hay que acudir para explicar todo lo demás. La realidad se da plenamente en la historia y en ella está el principio que explica toda la realidad” (Samour, 2006: 197).

El segundo elemento marxiano que deja su impronta en Ellacuría es la prioridad epistemológica otorgada a las mayorías populares, pues sólo a partir de su situación de privación, enajenación y dominación se logrará un fecundo camino hacia el desvelamiento de la verdad liberadora y hacia la superación de la injusticia y la mentira ideologizante. Si lo más real de la realidad se encuentra, de acuerdo con Ellacuría, en la historia, son los ámbitos sociopolítico y económico los lugares en los que ha de dirimirse la lucha por la emancipación, la transformación y la mayor plenitud de la humanidad. En ellos se define la obturación y apertura de posibilidades para las mayorías.

Sin embargo, es el pensamiento zubiriano el que ofrecerá a Ellacuría la forma más acabada de conocimiento filosófico, dado su potencial explicativo en el plano metafísico. Insatisfecho con el “trascendentalismo” propio de las posiciones idealistas, pero también con el “inmanentismo”, propio de las posiciones materialistas, por considerar que ninguna de las dos da cuenta cabal de la realidad en cuanto tal, Ellacuría encuentra en Zubiri la concepción unitaria de la realidad.

En dicha concepción, las dicotomías tradicionales inteligencia-sensibilidad, alma-cuerpo, humanidad-animalidad, realidadser, naturaleza-historia, trascendencia-inmanencia, quedan resueltas como momentos de una única estructura dinámica que exige todas estas notas para conformar lo real. La relación entre ser y saber, propia de la conciencia humana y su historicidad, es más compleja de lo que Marx vislumbró. Zubiri ahonda precisamente en tal complejidad.

No entraremos aquí en los matices del pensamiento zubiriano. Baste con arriesgar la afirmación de que es la conjunción entre el análisis histórico y socio-económico marxista, por un lado, y la metafísica y epistemología zubirianas, por otro, lo que da de sí, en el pensamiento de Ellacuría, a la filosofía de la realidad histórica. La inteligencia sentiente que, de acuerdo con Zubiri, nos constituye como seres humanos no nos viene de ningún lugar que no sea el propio dinamismo de lo real. Ahora bien, el hecho de ser “realidades físicas abiertas” (Samour, 2006: 156) nos distingue de los demás seres vivos, forzándonos a tomar decisiones respecto de cómo actuar frente a lo dado. Esas acciones que decidimos emprender constituyen la praxis histórica. Precisamente porque somos seres práxicos, que participamos activamente en la realidad transformándola, somos inteligencias sentientes, o viceversa. He aquí la afinidad entre Marx y Zubiri.

Dentro del marco hegeliano, el quehacer subjetivo estaba prefijado de antemano. No había, pues, libertad de movimiento para personas ni cuerpos sociales, porque el acontecer histórico estaba ya definido por el espíritu absoluto. En contra de esta idea, Ellacuría reivindica el concepto de persona, en tanto que agente con capacidad y libertad de decisión. Somos las personas y las sociedades quienes construimos la historia, con base en los sistemas de posibilidades abiertos por las generaciones que nos precedieron.

No se trata de defender ningún voluntarismo, sino de afirmar el hecho de que los seres humanos, individual y colectivamente, participamos en el devenir histórico activamente, por medio de nuestra praxis. La más importante consecuencia de esto es que sobre nosotros recae la responsabilidad de la realidad histórica. Nadie más puede hacerse cargo de lo que ha sucedido, sucede y sucederá en la historia.

Las palabras del propio Ellacuría son estimulantes en ese sentido: “La historia está completamente abierta al mundo. No tiene ningún empeño especial en mantener las estructuras, de las cuales vive justamente en un presente; podrá en un futuro cambiarlas, podrá arrojarlas por la ventana, pero ello será siempre operando sobre las posibilidades que ha recibido […] En la historia, que incluye y supera la evolución, es donde la realidad va dando cada vez más de sí […] Por eso el que vive al margen de la historia vive al margen de la filosofía […] De ahí que el logos más adecuado para ahondar en lo más real de la realidad sea un logos histórico, que asume y supera al natural” (Ellacuría citado en Samour, 2006: 162).

Ya explicado sintéticamente el concepto de realidad histórica ellacuriano que orienta teóricamente el presente trabajo, resulta fácil entender por qué el método usado por nuestro autor está tan estrechamente vinculado con la historia. Historización de los conceptos como método de desideologización es la propuesta de Ellacuría para el ejercicio de un filosofar liberador. Es importante subrayar que nuestro autor adopta el punto de vista de las mayorías oprimidas como criterio ético, político y epistemológico a la hora de construir conocimiento.

La realidad histórica es el objeto primordial de la filosofía y en la realidad histórica hay opresión, marginación y exclusión de las mayorías, para beneficio de las minorías. Los sistemas de posibilidades en los que transcurre la marcha de la historia se fundan sobre la base de una situación de injusticia estructural que anula las posibilidades de desarrollo, reproducción de la vida y disfrute para la mayor parte de los seres humanos.

Tarea insoslayable de una filosofía de la liberación1 será, entonces, contribuir a la superación de la opresión. Ellacuría es enfático al afirmar que la filosofía per se no es factor de transformación social, ya que sólo las organizaciones sociales, en tanto fuerzas que constituyen la sociedad, pueden hacerlo. No obstante, otorga al filosofar un lugar protagónico en el ámbito de la conciencia. La filosofía puede o bien ser funcional a los poderes fácticos y fungir como discurso justificador de la injusticia, o bien contribuir a la concientización de las masas y a la clarificación de la dirección que deben tomar los cambios requeridos, cumpliendo así un papel en las luchas por la liberación.

La historización es el método ellacuriano de llevar a cabo la función crítica, creativa y desideologizadora que le corresponde al filosofar liberador, tal como él mismo lo explicita en su artículo “Función liberadora de la filosofía” (Ellacuría, 1985). Consiste en dos procedimientos: 1) verificar en qué medida se está dando real, concreta e históricamente aquello que se propugna como “deber ser”; y 2) coadyuvar en la realización de las condiciones materiales, institucionales y legales necesarias para que el “deber ser” se dé históricamente. La historización sirve para desenmascarar la mistificación, ideologización y falsedad de discursos que anuncian bien común mientras en la práctica el bien común está siendo negado para las mayorías populares.

El uso metodológico del marxismo, sus lecturas de la teoría de la dependencia y la recuperación de la filosofía y la teología cristianas salen a relucir en la explicación dialéctica que ofrece Ellacuría de la existencia de oprimidos y opresores, así como de Tercer y Primer Mundo. Hay opresión porque hay opresores, hay subdesarrollo porque hay países sobre desarrollados. En ambos casos se da una apropiación abusiva de los bienes que pertenecen a la “aldea global”, a la totalidad de la sociedad, a la humanidad en su conjunto. Así lo explicita nuestro autor en su artículo “La historización del concepto de propiedad como principio de desideologización” (Ellacuría, 1976).

Consecuente con su priorización de la realidad histórica como el lugar de mayor condensación de realidad, atravesado por determinaciones e ideologizaciones que compete a una filosofía liberadora desenmascarar, adopta un hecho de la realidad salvadoreña como punto de partida de su reflexión: la oposición de la gran empresa a la iniciativa del gobierno del general Arturo Armando Molina (1972-1977) de impulsar una reforma agraria en el país. Cabe resaltar la importancia de su decisión metodológica: es un hecho real, que en virtud de un exhaustivo análisis político se valora como de trascendencia histórica para El Salvador, lo que motiva al diálogo con las tradiciones filosófica y cristiana de Occidente.

La trascendencia de la propuesta de reforma agraria viene dada porque el proceso socioeconómico salvadoreño se desarrolló sobre la base de la injusta distribución de la propiedad de la tierra y su consiguiente resultado de opulencia de un pequeño grupo en contraste con la extrema pobreza de las mayorías populares. Se deducen de ello dos premisas del modo ellacuriano de construcción de conocimiento: 1) la realidad tiene prioridad sobre la teoría; 2) los pobres son criterio primordial, tanto de la comprensión del mundo como del modo en que debe organizarse la sociedad; es decir, son tanto criterio epistémico como ético.

La primera premisa rebasa el orden epistemológico e interviene en el político-ideológico cuando Ellacuría emite duros juicios condenando a ciertas posiciones de la izquierda radical (sin especificar cuáles) por considerarlas pseudocientíficas, dogmáticas, mecanicistas, catequistas, ávidas de poder, rayanas en el idealismo y, en esa coyuntura, coincidentes con la ideología dominante que decían combatir (Ellacuría, 1976). De sus airadas críticas se deduce que, a juicio de Ellacuría, tales posiciones malinterpretan el marxismo, uno de cuyos ejes fundamentales es la historicidad de todo proceso y concepto. Ellacuría defiende el marxismo como herramienta metodológica, rechazando el uso doctrinario que, según su criterio, de él se hacía en ciertos ámbitos que perseguían el poder antes que la verdad.

Historizar los conceptos significa entonces someterlos a escrutinio para verificar su concreta incidencia en la realidad histórica. “Bien común”, “justicia social”, “derechos humanos”, “Estado”, “Nación”, “Democracia”, etc., son conceptos que evocan inclusión, justicia y equidad. Pero ¿son realmente justos los Estados latinoamericanos? ¿Son incluyentes nuestras naciones? ¿Son justas nuestras sociedades? Las más de las veces, esos grandes conceptos sirven para perpetuar las condiciones de opresión que discursivamente anuncian combatir. La historización de los conceptos busca develar los verdaderos intereses que subyacen bajo el velo de discursos ideologizadores o ficciones encubridoras de lo que en realidad sucede y, especialmente, de en qué medida ese acontecer perjudica o favorece a las mayorías populares.

En el presente trabajo el concepto a considerar es el de democracia. El trabajo se propone historizarlo, desde la perspectiva de su centralidad en el discurso y la praxis política de la Democracia Cristiana en El Salvador. Actor protagónico en la construcción de la democracia del país, el PDC ha sido, sin embargo, poco estudiado. Premisa de este trabajo es la convicción de que el estudio del partido en cuestión abona a la comprensión de la naturaleza de la democracia salvadoreña.

En la construcción del relato de las tres décadas en las que el PDC jugó un papel fundamental en la vida política del país se verá cómo la aspiración democrática que caracterizó el accionar del partido durante los años sesenta y setenta debió enfrentar el desafío del recrudecimiento del patrón autoritario y del ejercicio sistemático de la represión y el terrorismo de Estado. Factores históricos y condicionamientos ideológicos condujeron al adelgazamiento del concepto de democracia del que adoleció la Democracia Cristiana salvadoreña durante la década de 1980. En tal período, signado por la guerra civil, el PDC relegó su propio proyecto subordinándose a la estrategia contrainsurgente implementada por Estados Unidos.

Tratándose de un intento por poner en práctica la filosofía de la realidad histórica de Ellacuría, este trabajo ofrece una reconstrucción de la historia política de El Salvador, adoptando como hilo conductor el desenvolvimiento de la Democracia Cristiana en el país. Los hechos resultan, pues, fundamentales.

La investigación se apoya en testimonios, análisis y textos de los propios demócrata-cristianos salvadoreños y centroamericanos, así como en los escasos estudios que sobre el PDC se hicieron. Igualmente importantes son las investigaciones históricas de diversos autores (algunas de ellas tesis de posgrado) que dan cuenta del acontecer nacional a lo largo del arco temporal observado. Fuente privilegiada es la Revista de Estudios Centroamericanos ECA, la cual contó con Ellacuría como uno de sus principales autores y editores y recogió análisis de opinión, artículos de los más destacados intelectuales de El Salvador y documentos publicados en la prensa local por los más relevantes actores políticos del país.

Han pasado 23 años desde la firma de los Acuerdos de Paz en El Salvador (en 1992) y 25 desde el asesinato de Ellacuría y sus compañeros, a manos del Ejército salvadoreño (en 1989). Intensos años en los que el ingreso del FMLN al sistema de partidos y la consolidación de la democracia electoral marcharon paralelamente a la implementación del modelo neoliberal en el país. Cambios de hondo calado se han producido en la sociedad salvadoreña, sin que haya logrado resolverse la crisis estructural en la que tanto insistió Ellacuría a lo largo de las décadas de 1970 y 1980, en sus editoriales y artículos de ECA.

Cabe entonces la pregunta acerca de las posibilidades abiertas por el PDC para la construcción de la democracia en El Salvador y de en qué medida la democracia instaurada coadyuva u obtura el mejoramiento de las condiciones de vida de las mayorías populares, aún empobrecidas y atravesadas por la violencia.

¿Cuáles son las principales características de las décadas previas a la guerra civil en El Salvador en términos de la construcción de la democracia en el país? ¿Qué devela el análisis del PDC salvadoreño en tanto eje articulador de las décadas 1960, 1970 y 1980? ¿Qué papel jugó el PDC en la transición a la democracia en El Salvador? ¿Qué democracia se construyó y qué democracia pudo haberse construido en El Salvador? Son preguntas que animan estas líneas.

El surgimiento del PDC y la implementación del sistema de representación proporcional como puntos nodales del período “protodemocrático”

El derrocamiento de la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez (1882-1966), en octubre de 1944, y el desplazamiento de sus continuadores por medio de un golpe de Estado, en diciembre de 1948, permitió el arribo al poder de una nueva generación de militares autoproclamados “revolucionarios”. La denominada “Revolución del 48” en El Salvador consistió en la puesta en marcha de un programa modernizante y desarrollista, acorde con el contexto de la post Segunda Guerra Mundial y a tono con experiencias similares en otros países de América Latina. El proyecto buscaba prevenir el surgimiento de focos subversivos vía el mejoramiento de las condiciones de vida de las masas.

El desafío de estos jóvenes militares fue impulsar cambios en esta dirección, sin afectar los intereses de la oligarquía agroexportadora, cuyas fortunas se amasaban en torno del cultivo y exportación del café (y, en menor medida, del algodón, la caña de azúcar y otros productos agrícolas).

Cabe subrayar que el establecimiento de la democracia no era un punto en la agenda de estos “revolucionarios”, cuyo mesianismo les impedía pensar seriamente en entregar el control del Estado a los civiles. Sin embargo, la Alianza para el Progreso (ApP), impulsada por Estados Unidos durante la presidencia de John F. Kennedy (1961-1963), condicionaba la entrega de recursos a los países latinoamericanos a la implementación de medidas democráticas. Los militares salvadoreños se vieron entonces en la necesidad de abrir el blindado espacio político a la participación de cierta oposición2.

Ese nuevo margen de maniobra posibilitó el surgimiento del que se convertiría en el principal partido opositor de los gobiernos militares: el Partido Demócrata Cristiano (PDC). La institución castrense generó, a su vez, un nuevo instrumento partidario: el Partido de Conciliación Nacional (PCN). Se trató de los dos polos dominantes dentro de un espectro ideológico estrecho, que, no obstante, dio cabida a opciones más izquierdistas (como el Partido Acción Renovadora, PAR, ligado al Partido Comunista), y más derechistas (como el Partido Popular Salvadoreño, PPS, ligado a la gran burguesía).

El PCN sustituyó al Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD), fundado por los “revolucionarios del 48”. El líder de la “revolución”, el mayor Oscar Osorio, se inspiró para la fundación del PRUD en el Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano. Las razones que llevaron a los militares a crear sus propios instrumentos partidarios, influenciados por el priismo, dan cuenta de su mentalidad estratégica, pragmática y autoritaria, antes que democrática.

En primer lugar, contemplaron las ventajas de un instituto político que aglutinara en torno suyo a diversos sectores y capas sociales bajo un mando vertical (Gordon, 1989: 80-81). En segundo lugar, vieron en el PRUD la posibilidad de superar la inestabilidad política propia de los recurrentes golpes de Estado, al tiempo que garantizaban su permanencia en el poder, dado que el mismo partido gobernaba siempre (Gitiliz, 1966: 49-50). En tercer lugar, el partido oficial buscaba legitimidad, moderación y cohesión nacional, en el marco del discurso modernizante propio de los “revolucionarios” (Webre, 1985: 46).

Las notables diferencias entre el PRUD y el PRI, señaladas por Webre (1985: 32), sin duda contribuyeron a su pronta erosión. El primero estaba liderado por militares y excluía a los campesinos, población mayoritaria del país, de la participación política. El partido mexicano estaba, en cambio, bajo mando civil y contaba con fuertes bases en el campesinado, en virtud de lo cual se arrogaba la representación de los intereses de la nación y, especialmente, del ideario de la revolución de 1910.

El legado del PRUD fue, no obstante, la aprobación de una nueva Constitución, en 1950. La nueva Carta Magna modificó la impronta liberal de la anterior, tendiente a limitar la intervención del Estado en la economía, otorgando un mayor protagonismo al rol estatal. El espíritu de tal legislación delineó el perfil desarrollista de los gobiernos militares de la década del cincuenta. Durante dicho período, la institución castrense cobró mayor autonomía respecto de la oligarquía; impulsó la diversificación de la producción, con especial énfasis en el desarrollo industrial; aprobó leyes laborales proclives a la sindicalización de los trabajadores urbanos y tomó diversas medidas en favor del mejoramiento de las condiciones de vida de la población en las ciudades; amplió y mejoró los mecanismos de funcionamiento del Estado; aumentó la recaudación tributaria y el gasto público; e introdujo reformas a la legislación electoral, favorables a la generación de fuerzas opositoras.

La instauración del sistema electoral con base en el modelo de “representación geográfica” habilitaba al partido que obtuviera mayor cantidad de votos a asumir la totalidad de los curules en la Asamblea Legislativa y la jefatura de todas las alcaldías. Fue el modo en que los militares intentaron legitimar el ejercicio autoritario del poder. De ahí el epíteto de “apertura restrictiva” otorgado por el académico salvadoreño Gerardo Monterrosa (2012) a las reformas políticas impulsadas por los gobiernos del periodo.

No fue sino hasta 1963, durante la administración del coronel Julio Rivera (1962-1967), cuando una reforma electoral puso en funcionamiento otro sistema eleccionario, el de “representación proporcional”, marcando con ello un punto de inflexión en la historia política del país. La implementación del sistema de “representación proporcional” habilitó a los partidos de oposición para ocupar escaños asamblearios y administrar municipios, en proporción al número de votos obtenido en elecciones.

Fundadores del PDC han considerado ese momento como el inicio de una “era democrática” (Rey Prendes, 2008: 149) que, en definitiva, respondió a presiones iniciadas por su partido. El PDC fue inaugurado en noviembre de 1960 por grupos de profesionales procedentes de la Universidad de El Salvador (UES) y por participantes activos en clubes de servicio, como la Cruz Roja, los Boy Scouts o el 20/30. Algunos años antes de la fundación del partido, una primera generación de abogados había empezado a reunirse semanalmente para el estudio minucioso de la Doctrina Social de la Iglesia (encíclicas papales, documentos episcopales, etc.). De ese grupo emergieron destacados cuadros y líderes del PDC, como Abraham Rodríguez y Roberto Lara Velado.

El PDC surgió en el seno de la reducida clase media de San Salvador, ciudad capital en la que rápidamente encontró simpatizantes, adherentes y comprometidos militantes, deseosos de cambios en la estructura política, económica y social del país. Como ejes de su discurso, la defensa de la dignidad de la persona y la lucha pacífica por la justicia social se expresaron en la consigna “revolución en libertad” o “revolución democrática” (tomada de la Democracia Cristiana chilena). La consigna remite a la impronta ideológica del partido: compartía la crítica marxista a la extrema desigualdad, a la concentración de la riqueza y al individualismo propio del liberalismo, pero se alejaba diametralmente de la apuesta por la violencia como método de transformación social3.

Si bien los partidos políticos que adoptaron la Doctrina Social de la Iglesia y las ideas del socialcristianismo europeo como brújulas de su accionar en América Latina se declararon no confesionales, pluralistas y respetuosos de los diversos credos religiosos, tanto como de la diversidad de posturas políticas, el catolicismo es inherente a su naturaleza. Esa naturaleza explica, en gran medida, su apuesta pacifista, gradualista y reformista, su rechazo al marxismo, por considerarlo ateo y contrario al ideal católico de la solidaridad entre las clases sociales, y su oposición al comunismo, al que tildaban de totalitarismo, atentatorio contra la libertad y violatorio de la dignidad humana.

Así lo explica Napoleón Duarte, quien llegó a convertirse en el máximo líder del PDC salvadoreño: “Nosotros, los demócrata cristianos, nos oponíamos a las mismas fuerzas hegemónicas que la izquierda atacaba [en el caso de El Salvador, la oligarquía, la Fuerza Armada y los Estados Unidos], pero planteábamos una solución distinta. Nuestra ideología se fundamenta en una revolución democrática. Los cambios habrían de ser graduales y selectivos, eliminando todos los aspectos perjudiciales y perniciosos del statu quo al tiempo que se reformasen los elementos reaccionarios. La economía se basaría en los principios de la libre empresa y de la libre asociación, siendo el gobierno el director y promotor de una sociedad más justa para todos, incluidos los trabajadores y los campesinos. La Fuerza Armada debería proteger los intereses nacionales y no los de determinados grupos. Y cuando se logre que los Estados Unidos comprendan que su apoyo a las democracias puede servir a sus propios intereses, entonces la gran nación del norte dejaría de ser para nosotros un problema. Podría incluso contribuir a nuestra solución” (Duarte, 1986: 71).

El propio surgimiento del PDC salvadoreño es consecuente con esta postura. El año 1960 marcó el fin de lo que Monterrosa denomina “la era prudista” (en alusión al PRUD). A mediados de la década de 1950, el presidente Osorio (1950-1956) designó como su sucesor al teniente coronel José María Lemus (1956-1960). Tal como había ocurrido en las elecciones presidenciales de 1950, en 1956 el oficialismo se valió de “triquiñuelas” legales (Rey Prendes, 2008) para impedir la participación de los partidos con mayores posibilidades de competir con el PRUD.

Si al inicio de la década sectores progresistas vieron en la “revolución del 48” señales de cambio y albergaron esperanzas en la apertura democrática, para este momento empezó a ser evidente que los militares estaban dispuestos a introducir reformas económicas y sociales, pero que en materia política solo instrumentaron mecanismos para legitimar sus intenciones de perpetuarse en el poder.

El descontento popular hacia el gobierno militar se incrementó durante la administración de Lemus, quien debió enfrentar la caída de los precios del café en el mercado internacional y una creciente ola de protesta por el exiguo impacto de las reformas en la calidad de vida de las masas. El prudismo dio importantes pasos en cuanto a la diversificación de la economía, la industrialización del país, la integración de la subregión vía el Mercado Común Centroamericano (MCC)4 y el fortalecimiento de la institucionalidad estatal. No obstante, no consiguió disminuir la dependencia respecto de la actividad agroexportadora de café, ni nuclear en torno suyo a los trabajadores, ni estabilizar el régimen político, ni debilitar a la oligarquía —la cual salió fortalecida tras haber incursionado en la industria—, ni disminuir la hiperconcentración de la riqueza (Gordon, 1989: 81-83).

Signo de la decadencia del PRUD fue el hecho de que el propio expresidente Osorio se volviera en contra de Lemus y fundara otra agrupación partidaria, que no prosperó: el PRUD Auténtico. Tanto en la izquierda como en la derecha se acrecentó el rechazo a la administración de Lemus, oposición a la que se sumó la Embajada de Estados Unidos. La ilegitimidad del gobierno se evidenció en el incremento de la protesta social y de la respuesta represiva por parte del Ejército. Las tensiones culminaron en un golpe de Estado que expulsó a Lemus, dejando en el poder a una Junta de Gobierno integrada por tres militares y tres civiles.

La presencia de Fabio Castillo entre estos últimos despertó las alarmas anticomunistas, por lo demás exacerbadamente sensibles en la escena política salvadoreña desde 1932. Castillo era un prestante intelectual, ligado a la Universidad de El Salvador (UES) y abierto entusiasta de la Revolución Cubana. La derecha se valió de su participación en la Junta de Gobierno para afirmar que ésta pretendía instaurar un régimen Castrista en el país. Ello pese a que el nuevo gobierno se comprometió únicamente a realizar reformas en el ámbito político y procedió en consecuencia. La legalización del Partido Revolucionario Abril y Mayo (PRAM), vinculado con el Partido Comunista, junto con la habilitación de 8 partidos más (incluido el PDC) a participar en elecciones, bastó para que fuerzas reaccionarias depusieran a la Junta solo 3 meses después de que ésta entrara en funciones. En enero de 1961 asumió el mando un Directorio Cívico-Militar, liderado por el Teniente Coronel Julio Adalberto Rivera.

Miembros del PDC señalan cómo estos hechos motivaron la fundación de un nuevo partido ideológico permanente. Por una parte, los fundadores de la Democracia Cristiana en El Salvador se oponían a la dictadura militar y consideraban necesario y urgente establecer la democracia en el país. Por otra parte, veían con preocupación la simpatía que las ideas revolucionarias de procedencia marxista despertaban entre la juventud, particularmente entre el estudiantado universitario. Ante la inexistencia de un proyecto reformista y una tercera vía entre el liberalismo y el marxismo, la iniciativa de fundar un partido inspirado en el pensamiento socialcristiano cobró fuerza.

Así se expresa Inés Durán de Duarte, esposa de Napoleón Duarte (conocido como “Napo”), al respecto: “El país continuaba asfixiado políticamente, a pesar de la caída del presidente José María Lemus, ya que la Junta de Gobierno, instalada tras el derrocamiento, enarbolaba de forma frágil la institución de una supuesta democracia que, en realidad, no estaba haciendo otra cosa más que abrir las puertas al comunismo […] Este hecho motivó a “Napo” y a su hermano Rolando, a comenzar a llamar a un grupo de amigos también preocupados por el camino que iba tomando El Salvador aquellos días de 1960. Fue a través de esas llamadas como mi esposo dio con un grupo de debate conformado por intelectuales, interesados en estudiar la filosofía social cristiana” (Durán de Duarte, 2005: 14).

El surgimiento del PDC coincidió con la desaparición del PRUD, liquidado por la Junta de Gobierno depuesta. Buscando legitimidad partidaria, el líder del nuevo Directorio gubernamental, el Coronel Julio Rivera, acudió a la recientemente legalizada Democracia Cristiana, ofreciéndoles ocupar el ala civil del gobierno. El hecho constituye un hito en la historia del partido, porque la propuesta emanada de los militares lo dividió en dos: quienes, apelando al antimilitarismo, el antigolpismo y la apuesta por la democracia, rechazaron tajantemente la propuesta de Rivera; y quienes consideraron tal rechazo una miopía que impedía el pronto acceso al poder y a la toma de decisiones.

La fractura en el partido se profundizó cuando, de cara a los comicios presidenciales, Rivera volvió a tocar las puertas pedecistas, ofreciéndose como candidato presidencial a cambio de la integración del gabinete y de la Asamblea Legislativa por miembros del PDC. En las reuniones internas del partido destinadas a dirimir la controversia, el primer grupo, que insistió en rechazar la propuesta de Rivera, resultó vencedor. Cuando, en septiembre de 1961, el Directorio Cívico-Militar anunció la creación del nuevo partido oficial, el PCN, gran parte de quienes integraban el PDC abandonó el partido para pasar a formar parte de las filas pecenistas.

Se trató de lo que podría considerarse la primera prueba de fuego de la DC salvadoreña, que supuso un duro golpe para el nuevo partido, pero delimitó su clara postura oposicionista, crítica de los gobiernos militares y de las formas autoritarias de ejercicio del poder. Así lo puso de manifiesto en un comunicado publicado en la prensa nacional a raíz del anuncio del surgimiento del PCN y de la candidatura presidencial de Rivera. El manifiesto, denominado “Traición al pueblo”, acusaba al gobierno de haber “faltado a su palabra de que ya no habría partidos oficiales y de que ninguno de los miembros del Directorio sería candidato a la presidencia” (Rey Prendes, 2008: 136).

Antes de los comicios presidenciales, el Directorio Cívico-Militar convocó a elecciones para Asamblea Constituyente, en diciembre de 1961. De acuerdo con Rey Prendes, se trató de una argucia legal para driblar la prohibición a miembros del gobierno de postularse como candidatos y despejar así el camino de Rivera hacia el Ejecutivo. Allí se produjo el debut del PDC en la escena electoral, en alianza con dos partidos carentes de arraigo popular y base social. Pese a que el sistema de representación geográfica otorgó al oficialismo todos los lugares en la Asamblea, la campaña desarrollada por la coalición opositora, cuya insignia retomó la imagen de dos manos entrelazadas propia de la ApP, dio a conocer al PDC a nivel nacional (Caldera, 1983: 16). El fuego cruzado entre el PCN y el PDC que permeó el ambiente preelectoral inauguró, también, las acusaciones de la derecha contra la DC como fuerza encubierta del comunismo.

La Asamblea Constituyente nombró a dos civiles como presidentes provisionales y fijó la fecha de la elección presidencial para abril de 1962. El evidente manoseo electoral deslegitimó el proceso y condujo al PAR y al PDC a abstenerse de participar. De ese modo, tras el nombramiento de Rivera como presidente, “El Salvador había recorrido un círculo completo en menos de 2 años desde la caída de Lemus. Una vez más un partido gubernamental gobernaba el país y un presidente había llegado a su cargo sin oposición” (Webre, 1985: 66).

Interesado en contrarrestar la deslegitimación del sistema, fortalecer sus credenciales como demócrata y acoplarse a los lineamientos de la ApP, Rivera escuchó el llamado de los partidos políticos y aprobó el mecanismo de representación proporcional en agosto de 1963. Ello habilitó a la oposición a ocupar jefaturas municipales y escaños asamblearios.

Líderes pedecistas describen el escepticismo que permeaba el ambiente de cara a los comicios legislativos y municipales, a celebrase en marzo de 1964. Ni la opinión pública ni los miembros del PDC pensaban que fuera posible derrotar al PCN, quien controlaba al Consejo Central de Elecciones (CCE) y tenía a su favor todo el aparato estatal. Pese a ello, los democristianos decidieron participar impulsando una campaña electoral escasa de recursos, pero entusiasta, recorriendo numerosos municipios en todo el país y visitando una a una las colonias (barrios) de San Salvador, en vehículos particulares desde los que se pronunciaban a través de megáfonos.

Napoleón Duarte, quien para entonces ya se había dado a conocer, fungiendo como secretario general del PDC y trabajando en la organización del partido, se lanzó como candidato a alcalde de San Salvador. La campaña electoral evidenció su carisma y enorme simpatía entre el electorado. Según su relato autobiográfico, el miedo al régimen hacía a muchos ciudadanos esconderse en sus casas y dejar las calles desiertas al escucharlo llegar arengando con el altoparlante (Duarte, 1986: 42). No obstante, su discurso a favor de la dignidad de la persona y su programa de “reforma municipal” por medio de obras de infraestructura, programas educativos y recreativos, descentralización y mejoramiento de la gestión edilicia, entre otras medidas, dieron buenos resultados.

Para sorpresa de los propios pedecistas, ganaron la alcaldía de San Salvador y 14 escaños (de un total de 54) en la Asamblea Legislativa. El PDC recogía los frutos de la implementación del mecanismo de representación proporcional convirtiéndose en el principal partido de oposición. En las elecciones legislativas de ese año, el PCN obtuvo 173.620 votos, equivalentes al 58.6% y a 32 escaños. El PDC se agenció 77.315, equivalentes al 26.1%; mientras que por el PAR se registraron 45.499 votos, equivalentes al 15.3% y a 6 asientos en el pleno (Krennerich, 1999: http://pdba.georgetown.edu/Elecdata/ElSal/saleg64.html). “El resultado de esta elección significaba que la oposición había roto el monopolio del partido oficial y lo había hecho estimulada y apoyada por el gobierno” (Webre, 1985: 107).

De acuerdo con Rey Prendes, en las siguientes elecciones, en marzo de 1966, el PDC casi duplicó el resultado anterior al obtener 120.145 votos. Para dichos comicios el repertorio de partidos se amplió a cinco: PCN, PDC, PAR, PPS y PREN, los dos últimos ubicados más a la derecha que el PCN. El PDC aumentó un diputado, llegando a 15, y dos alcaldías más que en la elección anterior, sumando 26 municipios bajo su control, de un total de 261 a nivel nacional. Napoleón Duarte fue reelecto alcalde de San Salvador (Rey Prendes, 2008: 168).

Estos buenos resultados obedecieron a que la Democracia Cristiana consiguió sortear grandes obstáculos y mostrar logros, tanto en su gestión edilicia como en su desempeño legislativo. Gordon (1989: 108-111) y Webre (1985: 108) señalan los límites de la liberalización política impulsada por Rivera subrayando que la toma de decisiones continuó estando, en lo fundamental, en manos del partido oficial, el cual retiró, por ejemplo, todo financiamiento destinado a la capital; el PCN continuó supeditado a las presiones de una oligarquía reacia a toda reforma; y diversos sectores se vieron marginados de los beneficios de la bonanza económica y de la apertura política.

El oficialismo puso cortapisas al desempeño pedecista, bloqueando sobre todo la iniciativa democristiana de descentralizar el poder del Ejecutivo y fortalecer los municipios. Asimismo, la gran empresa se opuso sistemáticamente a la reforma tributaria por medio de la cual el PDC se propuso sortear la ausencia de recursos para el desarrollo edilicio. La alternativa fue cobrar viejas deudas que, sumadas a fuentes de financiamiento provenientes del exterior, le permitieron al alcalde realizar proyectos de gran impacto, como la construcción de cuatro nuevos mercados y la modernización del alumbrado público, entre otras obras de infraestructura capitalina.

Según Duarte, muchos de los deudores pertenecían a las “14 familias”, expresión que aludía a la élite más acaudalada, la cual vivía “en el esplendor, a costa de la miseria general […] En algunas ocasiones era yo mismo quien les presentaba las cuentas. Se resistían, llamándome comunista, pero al fin pagaban, aportando fondos para la ciudad” (Duarte, 1986: 43).

El más significativo de los proyectos llevados a cabo por el PDC una vez accedió a puestos gubernamentales fue el denominado Acción Comunitaria. Se trató de una iniciativa destinada al empoderamiento de comunidades marginales, para que fuesen ellas mismas promotoras de su desarrollo. Webre (1985: 115) lo describe como “el intento de más largo alcance de la administración de Duarte para poner en práctica el pensamiento social demócrata cristiano en San Salvador”.

Rafael Caldera, ex presidente de Venezuela e importante referente de la Democracia Cristiana en América Latina, sintetizó la posición del socialcristianismo respecto del papel otorgado al Estado por medio de la idea “ni Estado-providencia, ni Estado-gendarme” (Caldera, 1977: 64). Heredero de la ideología y la praxis democristianas y de la filosofía personalista procedentes de Europa, Caldera reivindica los conceptos de “personalismo comunitario” y “democracia comunitaria”, rechazando tanto el paternalismo, al que considera característico de la cultura política latinoamericana, como al exceso de intervención, propio de los Estados socialistas.

El proyecto Acción Comunitaria impulsado en El Salvador durante la década de 1960 es una concreción de esa mentalidad que, sin desconocer la necesaria participación gubernamental en la administración de la cosa pública, busca fomentar la responsabilidad individual y comunitaria en la búsqueda del bien común. Gitlitz (1966: 73-75) describe esta iniciativa como una respuesta al desafío de generar poder y organizar a las bases y relata cómo Acción Comunitaria se convirtió en una dependencia de la alcaldía capitalina dividida en tres secciones: bienestar social, investigación social y organización y desarrollo de comunidades.

El proyecto empezó a rendir frutos, tales como la construcción de escuelas, puentes, calles y muros de contención, la realización de programas de estudio, cocinas comunitarias, publicaciones barriales y el apoyo en situaciones de emergencia como el terremoto de 1965 y la guerra contra Honduras, en 1969. Duarte asevera: “Llegamos a tener más de ochenta organizaciones que reunían a los vecinos para que juntos trabajasen” (Duarte, 1986: 46). La derecha vio en tales esfuerzos la mano del comunismo y su denodado ataque en ese sentido no se hizo esperar. Desde el punto de vista de sus beneficiarios, resulta lógico pensar que éste programa favoreció la consolidación de un voto duro fuerte para el PDC en San Salvador.

A ello hay que añadir que, también en consonancia con el ideario socialcristiano, la DC promovió la existencia y fortalecimiento de las asociaciones gremiales en el país (Gordon, 1989: 96). Su cercanía con la importante “Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños ANDES 21 de junio” y su determinación a la hora de defender las demandas de los maestros en la Asamblea Legislativa, además de sus estrechos vínculos con otras organizaciones de trabajadores urbanos y rurales, muestran la apuesta por la sindicalización, propia del discurso democristiano.

Pese a los límites de la liberalización que se han señalado, el éxito electoral de la DC y el respeto al resultado de los comicios por parte de los militares daban lugar al optimismo respecto de la instauración de mecanismos democráticos en El Salvador. La elección de Eduardo Frey en Chile, en 1964, y del civil Julio César Méndez como presidente de Guatemala, en 1966, reforzaron “el presagio de una época gloriosa de madurez política y democracia estable” (Webre, 1985: 107).

Motivados por esa atmósfera prometedora, los pedecistas optaron por participar en las elecciones presidenciales de marzo de 1967. Aseguran haber sido conscientes de que no iban a ganar, pero necesitaban medir fuerzas contra su principal rival en la competencia por el Ejecutivo. Además, lo consideraron una oportunidad para darse a conocer a nivel nacional.

Nota característica de esos comicios fue la participación de Fabio Castillo, quien, tras el golpe de Estado contra la Junta de Gobierno de la que formó parte en 1960, asumió el rectorado de la Universidad de El Salvador e incrementó su fama como hombre de izquierda, cercano al comunismo. A ello contribuyó el hecho de que el PAR, el partido que lo postuló como candidato presidencial, funcionaba como cobertura legal del Partido Comunista y, sobre todo, que su plataforma programática se basara en la reforma agraria.

Tan sensible era el tema del agro para el contexto salvadoreño de entonces, que la oligarquía, el gobierno y la Iglesia cerraron filas en contra del PAR y de Castillo. Exilios, detenciones arbitrarias, amenazas de despido e incluso de excomunión recayeron sobre el electorado que osara favorecer esa propuesta. La estrategia del PCN consistió en concentrar sus esfuerzos contra el PAR, al tiempo que ignoraba al PDC.

Según Abraham Rodríguez, miembro fundador de la DC salvadoreña, las elecciones de marzo de 1967, en las cuales él competía por la silla presidencial en nombre de su partido, se convirtieron en un operativo militar. El ejército retomó sus viejas prácticas. “Cuando terminó la elección, [los militares] rellenaron las urnas y tan las rellenaron que el número de votos era superior a los de la lista de votantes” (El Faro, 2007: http://archivo.elfaro.net/Secciones/platicas/20070521/Platicas3_20070521.asp).

En esa, la primera competencia pedecista por el Ejecutivo, el general Fidel Sánchez Hernández, designado por Rivera para sucederlo, resultó ganador con 267.447 votos. El PDC ocupó el segundo lugar de la elección, con 106.358 y el PAR fue tercero, con 70.978 (Krennerich, 1993: http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/5/2052/17.pdf). Fabio Castillo hizo pública su satisfacción por haber obtenido ese resultado, pese a la ingente campaña sucia hecha por la derecha en su contra. Por su parte, como lo expresa Abraham Rodríguez, “toda la dirigencia de la Democracia Cristiana estaba eufórica”.

El arribo al poder del General Fidel Sánchez Hernández, tras las elecciones presidenciales de 1967, dio inicio a un giro conservador en la conducción militar del gobierno, caracterizado por la profundización de la política contrainsurgente y el retorno al patrón represivo como respuesta a las crecientes demandas sociales y al notable incremento de la movilización popular. Evidencia de tal vuelta al pasado fue la proscripción del PAR, con la que Rivera despidió su administración5.

En 1968 se celebró la última contienda electoral de la década de 1960. La curva continuó mostrando un movimiento ascendente a favor del PDC, el cual conservó el mando de la alcaldía capitalina, con Duarte reelecto por segunda vez con el doble de votos de los obtenidos por el PCN. Rey Prendes se congratula al respecto: “El resultado electoral fue extraordinariamente positivo para nuestro partido en particular y para la consolidación del proceso democrático en general. En la Asamblea Legislativa ganamos 19 puestos, frente a 15 en 1966 y a 14 en 1964. Las Alcaldías ganadas por la Democracia Cristiana alcanzaron la cifra de 83, 10 de las cuales eran cabeceras departamentales […] El PCN venía en descenso, 32 diputados en 1964, 31 en 1966 y 27 en 1968. El PPS también subió de 1 diputado en 1966 a 4 en 1968. El nuevo partido, el MNR, logró 2 diputados6. El balance total era de 27 diputados gobiernistas y 25 de la oposición” (Rey Prendes, 2008: 183).

En su balance de la apertura política ocurrida durante la década y del notable desempeño de su partido, el autor da cuenta de su optimismo por lo que consideraba pasos firmes hacia la democratización de El Salvador. Valorando los cambios positivos que en el campo político produjo el gobierno de Rivera, Molinari (2013) rescata la cercanía entre los partidos de oposición, especialmente el PDC, y algunos sectores de la sociedad que encontraron así una vía de acceso al pleno legislativo. Por otra parte, la legitimidad del mecanismo electoral obligó al oficialismo a sofisticar sus métodos de cooptación y convencimiento de posibles electores. La represión dejó de ser el único modo de hacer frente a la disidencia. Se produjo también una apertura mediática. Tanto los medios de comunicación como la Asamblea Legislativa se convirtieron en cajas de resonancia de una pluralidad de voces e ideologías inédita en el escenario político salvadoreño.

No obstante lo anterior, conviene no perder de vista el carácter conservador de las reformas impulsadas por los militares “revolucionarios”. Tal carácter se evidenció en la ya mencionada centralización del poder del Ejecutivo, el cual dominaba las prestadoras de servicios públicos, dejando a los municipios un escaso o nulo margen definitorio. A ello hay que agregar que el PCN continuó conservando la mayoría en la Asamblea. Finalmente, la oligarquía no dejó de ejercer presión sobre una Fuerza Armada alineada al proyecto contrainsurgente estadounidense y cuyo anticomunismo la inclinaba a la adopción de medidas antipopulares, antes que a la defensa de los intereses del pueblo.

Esto permite explicar la dramática involución sufrida por el proceso de democratización durante la década de 1970. El año 1969 sería definitorio en ese sentido. Tensiones entre Honduras y El Salvador que venían presentándose empezaron a pasar de castaño a oscuro, hasta desembocar en una guerra entre ambos países, conocida como “de las 100 horas” o “guerra del fútbol”. Honduras, receptor de la constante inmigración salvadoreña desde la década de 1920, enfrentó presiones a raíz de la aprobación de una reforma agraria en 1962 y de la politización de un sector del campesinado que empezó a exigir llevarla a cabo hacia fines de la década de 1960 (Mantilla, 1969: 393-398).

En su afán de perpetuarse en el poder, el golpista hondureño Oswaldo López Arellano se propuso satisfacer la demanda del sector rural, evitando expropiar a los grandes latifundistas y los vastos territorios de la United Fruit Company que operaba en el país. Alrededor de 300.000 salvadoreños habitaban en el territorio del vecino país para entonces, la mayoría de los cuales se dedicaban a labores agrícolas desde décadas atrás. No obstante, fueron excluidos del reparto y forzados a retornar a El Salvador a causa de un brote de xenofobia creciente (Gordon, 1989: 119).

Los ánimos nacionalistas se caldearon al punto de exigir al gobierno una respuesta bélica ante las continuas agresiones de los hondureños contra la comunidad salvadoreña. A iniciativa de Napoleón Duarte, los partidos políticos PDC, PCN, MNR y PPS formaron el Frente de Unidad Nacional, argumentando que la defensa de la patria debía predominar por sobre las diferencias ideológicas. Diversas agrupaciones de profesionales, estudiantes y organizaciones de la sociedad civil adhirieron a la iniciativa e incluso sectores antigobiernistas respaldaron la decisión de Sánchez de agredir militarmente a Honduras.

Tropas salvadoreñas penetraron territorio hondureño en la madrugada del 14 de julio. La guerra se desarrolló entre el 14 y el 18 de ese mes, dejando un saldo aproximado de 2.000 muertos, heridos y desaparecidos para ambos contendientes y cuantiosos daños materiales (Gordon, 1989: 122).

La guerra impactó tanto en el ámbito nacional como regional. Desde el punto de vista de la región, la consecuencia más grave del conflicto fue la ruptura del Mercado Común Centroamericano (MCC). Y es que al problema demográfico, evidenciado y exacerbado por la confrontación bélica, se agregaban las tensiones que hacia fines de la década de 1960 se hicieron sentir a raíz de la insatisfacción de Honduras y Nicaragua, dado que sólo Guatemala y El Salvador percibían réditos del MCC (Gordon, 1989: 116). La interrupción de relaciones diplomáticas entre Honduras y El Salvador redundó también en la interrupción de relaciones comerciales.

A nivel interno, El Salvador perdió a Honduras como válvula inmediata de escape a su superpoblación y debió enfrentar el retorno de alrededor de 100.000 habitantes (Gordon, 1989: 121123). Ello forzó al gobierno a atender el permanentemente postergado problema de la reforma agraria. Sánchez Hernández respondió a tal presión nombrando una comisión en la Asamblea Legislativa para abordar la temática.

Tras una controversia interna, en la que Duarte se mostró a favor de la permanencia del PDC en el Frente de Unidad Nacional, se impuso la posición de los pedecistas que se opusieron. La Democracia Cristiana pasó a ubicarse de nuevo en la oposición. Ante el tema agrario, el PDC se pronunció en favor de una reforma estructural que atacara de raíz la extrema pobreza y marginalidad en la que vivía el campesinado y que, a juicio del partido, había sido la causa de la guerra contra Honduras (Lara Velado, 1969: 451-456).

Hilda Caldera recoge el pronunciamiento en el que los democristianos pusieron de manifiesto su posición respecto de la “Unidad Nacional” y su rechazo a la reforma agraria, tal como estaba siendo planteada por el gobierno: “El gobierno […] interpretó e interpreta la Unidad Nacional como la sumisión incondicional a todas sus decisiones, aunque éstas signifiquen la entrega de los intereses nacionales a las más obscuras fuerzas de la reacción interna y externa […] ¿Cómo podría participar el Partido Demócrata Cristiano en una Comisión de Reforma Agraria, a la par de los más caracterizados y retrógrados terratenientes del país?” (Caldera, 1983: 22).

Las tensiones entre el Ejecutivo y el pleno legislativo en torno del tema agrario se incrementaron, incorporando cada vez a más sectores sociales. De ello surgió una iniciativa nunca antes vista: entre el 5 y el 10 de enero de 1970 se celebró el Primer Congreso de Reforma Agraria en El Salvador, con la participación del gobierno central, los partidos de oposición, la Iglesia y un abanico de organizaciones que, no obstante, excluyeron al campesinado. En la inauguración del evento, el presidente Sánchez Hernández se refirió a la reforma agraria como una “necesidad impostergable” (Webre, 1985: 162).

Del Congreso se desprendieron conclusiones respecto de la expropiación de tierras como obligación del Estado en favor de la urgente salida del campesinado de la extrema pobreza y de sus derechos de sindicalización y ejercicio del poder decisorio. Por primera vez la Asamblea Legislativa presentaba un comportamiento tan independiente y daba un claro giro progresista. Ello irritó a la élite económica, representada por agremiaciones empresariales, la cual negó el vínculo entre la tenencia de la tierra y el desarrollo nacional, argumentó que todo lo relativo al agro se circunscribía al ámbito técnico y no político, y desacreditó a los partidos de oposición acusándolos de estar haciendo campaña, de cara a las elecciones municipales y legislativas de marzo de 1970.

No solo partidos políticos como el MNR y el PDC sentaron postura a favor de los intereses campesinos. También la Iglesia hizo lo propio, marcando con ello su divorcio del sector oligárquico. La opción preferencial por los pobres tomada por un importante grupo de sacerdotes y monjas, influenciados por el Concilio Vaticano II y la Conferencia Episcopal de Medellín, fue una decisión que pagaron caro. Los y las religiosas que iniciaron el intenso liderazgo de comunidades eclesiales de base ofreciendo un nuevo marco de interpretación de la injusticia empezaron desde entonces a ser perseguidos, amenazados, torturados, asesinados y obligados a abandonar el país (Sánchez, 2015: http://www.elfaro.net/es/201506/academico/17111/La-iglesia-popular-salvadore%C3%B1a-en-los-a%C3%B1os-70.htm).

La guerra contra Honduras constituyó un parteaguas que, además de instalar el tema de la reforma agraria como perentorio en la agenda nacional y definir la ruptura del hasta entonces estable matrimonio entre Iglesia y élite económica, conllevó a fracturas al interior del Partido Comunista (PCS) y de la Fuerza Armada. La consecuencia de la escisión al interior del PCS fue la más visible, dado que su secretario general, Salvador Cayetano Carpio, alias “Marcial”, abandonó el partido junto a un grupo de disidentes con quienes fundó el Frente Popular de Liberación (FPL), la primera agrupación guerrillera en El Salvador.

Napoleón Duarte, líder pedecista, asegura que, además del cansancio acumulado tras seis años al frente de la administración de la capital, la radicalización de muchos de los cuadros jóvenes de su partido, cada vez más inclinados hacia la lucha armada, fue una de las razones que lo desincentivó a postularse por cuarta vez como candidato a alcalde de San Salvador. En efecto, cuadros radicalizados de la Democracia Cristiana fundarían en 1972 el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), la segunda de las agrupaciones guerrilleras del país. Llamativo es el señalamiento de Duarte acerca de 1970 como una época en la que “la no violencia era una utopía” (Duarte, 1986: 51).

Fin del período “protodemocrático” e involución de la democracia durante la década de 1970

Los resultados de las elecciones municipales y legislativas de marzo de 1970 dieron al traste con el continuo acenso del PDC en los comicios previos. Pese a las señales de pugnas intestinas y debilidad, la guerra contra Honduras le permitió al PCN hacer pie en un discurso nacionalista y mesiánico que se tradujo en réditos electorales. Mientras que la campaña pedecista enarboló un discurso optimista y esperanzado en la conquista de la democracia, el partido oficial vaticinó el retorno de las agresiones provenientes de Honduras, en caso de resultar ganador el PDC. Además, adujo impulsar un proyecto nacional y no de inspiración foránea, como era el caso de su principal rival.

En los comicios participaron: PCN, PDC, PPS, MNR y el recientemente fundado Unión Democrática Nacionalista (UDN, de “izquierda no comunista”). Los militares fueron los ganadores indiscutibles de esta contienda al procurarse 252 de un total de 261 municipalidades, y 34 escaños en el pleno legislativo. De los 83 municipios que había conquistado en 1968, el PDC retuvo sólo 8 y de los 19 curules con que contaba, conservó 16. La Democracia Cristiana ganó de nueva cuenta la alcaldía capitalina, con Carlos Herrera Rebollo (hijo de una lideresa de los mercados municipales e integrante de Acción Comunitaria) como candidato. No obstante, el partido se vio debilitado incluso en San Salvador, en donde obtuvo menos votos que en la elección anterior.

Rey Prendes denuncia prácticas fraudulentas por parte de los militares en estos comicios que significaron un duro revés, tanto para los partidos de oposición, como para los avances democráticos. En sus palabras: “La verdad era que habíamos retrocedido en el gran proyecto de democratizar el país, nuestras metas de conquistar el poder, ahora, se veían bien lejos” (Rey Prendes, 2008: 201).

Si durante los años sesenta el panorama había sido halagüeño, los setenta no auguraban tiempos fáciles. Ante la certeza de que por separado no lograrían derrotar a los militares en las urnas, tres partidos de oposición decidieron coaligarse, de cara a las elecciones presidenciales de febrero de 1972. Así nació la Unión Nacional Opositora (UNO), fruto de una llamativa alianza entre el PDC, el MNR y el Partido Comunista salvadoreño, el cual logró hacerse de la UDN como fachada legal. Sin renunciar a su identidad y especificidades, estos partidos transigieron en función de un único objetivo común: sacar a los militares del poder e instaurar la democracia.

Conviene recordar que, en ese entonces, los PC latinoamericanos habían adoptado el escenario electoral como espacio de lucha y defendían la necesidad de alianzas con las burguesías nacionales para avanzar en dirección reformista7. Quien fuera un prominente miembro del PDC salvadoreño, Héctor Dada, ve en el arribo a la presidencia por parte de Salvador Allende en Chile (1970-1973), un elemento que coadyuvó a la consolidación de la inédita alianza entre Democracia Cristiana, Partido Comunista y socialdemocracia en El Salvador: “Con el nacimiento de grupos armados de izquierda en nuestro país, casi simultáneamente con la asunción de Allende a la presidencia, tanto comunistas como demócratas cristianos veían acosada a su militancia por una constante puesta en discusión de la imposibilidad de la vía electoral para cambiar una realidad política que se mantenía por décadas. Para Schafick Handal, secretario general del PCS [Partido Comunista de El Salvador], su abierta discusión con los que llamaba «ultrismos» encontraba un apoyo en la nueva realidad que se abría en Chile […] No puede negarse que la supuesta posibilidad de obtener el socialismo por la vía electoral tuvo su influencia en facilitar el éxito de las negociaciones” (Dada, 2013: http://elfaro.net/es/201309/opinion/13271/).

Vale subrayar que en sus memorias, Napoleón Duarte deja consignadas sus reticencias ante la coalición y su clara postura anticomunista. Una de las condiciones que el líder pedecista puso para aceptar la candidatura presidencial como representante de la UNO fue rechazar todo compromiso de ceder espacios gubernamentales al PCS en caso de resultar electo. Su única promesa fue legalizar el históricamente proscrito Partido Comunista, si la coalición conseguía gobernar.

La atmósfera preelectoral puso de manifiesto que la “Unidad Nacional” había llegado a su fin. La existencia de dos partidos de derecha evidenció la escisión en la élite económica. El PPS representaba los intereses de los industriales, mientras que el recién fundando FUDI (Frente Unido Democrático Independiente), liderado por el ex director de la Guardia Nacional y líder de ORDEN, el Coronel Medrano, fue el instrumento de los terratenientes. La aparición de FUDI reveló, también, divisiones intestinas en el oficialismo, pues la antigobiernista campaña de Medrano y su influencia en sectores campesinos desviarían los votos de ORDEN y de su extensa red clientelar, desfavoreciendo al PCN.

PCN, PPS y FUDI arremetieron contra la coalición de centro-izquierda haciendo uso de todo tipo de asociaciones con el comunismo y de ficciones apocalípticas sobre lo que sucedería a El Salvador en caso de resultar ganadora la UNO. Hernádez-Pico et al. (1973: 34) califican de deformada, falsa y tendenciosa la campaña, pues “ni los candidatos presidenciales de la UNO, ni la abrumadora mayoría de sus candidatos a diputados o concejales era comunista. Mucho menos pudo calificarse así su programa de gobierno”.

La UNO marcó la diferencia respecto de sus adversarios al concentrar su discurso en los problemas del país y lanzar propuestas concretas para hacerles frente. Pese a que los recursos con los que contaba eran exiguos, comparados con aquellos de los que disponían el partido de gobierno y la oligarquía, la coalición recorrió el país haciendo gala de ingenio en su búsqueda de votantes.

Las multitudes que se concentraban en los mítines de Duarte eclipsaban la figura del escasamente conocido Coronel Arturo Armando Molina, a quien Sánchez Hernández había elegido como su sucesor. El arrastre del líder pedecista se hizo sentir, incluso en el delicado ámbito rural, en donde significativos grupos de campesinos mostraron su respaldo a la UNO (Hernández-Pico et al., 1973: 36). El desarrollo de la campaña auguraba el triunfo de la coalición.

En 1972, las elecciones de diputados y alcaldes coincidían con las presidenciales, pero el PCN determinó que se llevaran a cabo en fechas distintas. De acuerdo con Rey Prendes (2008: 215), los pecenistas adoptaron tal medida previendo la derrota de la UNO en las presidenciales y el desánimo posterior de los votantes para la segunda fecha electoral.

La Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), dirigida por jesuitas, llevó a cabo una investigación que da cuenta de múltiples irregularidades, desde la presencia de votantes falsos en el padrón electoral, hasta la inexplicable interrupción de la transmisión de resultados, pasando por coacciones y hostilidades contra los votantes y la introducción arbitraria de votos en las urnas, entre otros hechos que sembraron dudas sobre la transparencia del proceso (Hernández-Pico et al., 1973).

Las elecciones presidenciales se llevaron a cabo el 20 de febrero. Tras una interrupción de 24 horas de la señal en cadena nacional por medio de la cual el PCN transmitía resultados de pequeñas poblaciones alejadas, omitiendo la información decisiva de las grandes urbes, el partido oficial se declaró ganador. El Consejo Central de Elecciones (CCE) arrojó 334.600 votos a favor del PCN y 324.756 para la UNO. Con base en su propio conteo preliminar, la coalición rechazó estos resultados, asegurando haber obtenido 326.968 votos, mientras que para el PCN registraba 317.535.

Hernández-Pico et al. (1973: 79) aseguran que las actas presentadas por la UNO para respaldar su demanda de destitución de los miembros del CCE y de nulidad del escrutinio final eran insuficientes, debido a que la coalición no tuvo representantes suyos en el 100% de las juntas receptoras de votos a nivel nacional. Con todo, el análisis comparativo de los diferentes conteos, llevado a cabo por los autores, los condujo a concluir que el realizado por el PDC era más confiable que el presentado por el CCE y que las diversas anomalías en el manejo gubernamental de los comicios instaló en la opinión pública la certeza de que había habido fraude.

El 24 de febrero se concentraron en el centro de San Salvador unas 130.000 personas en señal de protesta. Rey Prendes (2008: 214) rememora: “Me quedé sorprendido al constatar el dominio que nuestro líder ejercía sobre la multitud, en especial cuando pedía silencio, todos callaban y no se escuchaba ni un murmullo, esperaban una orden de Napoleón. Si les hubiera pedido que nos fuéramos a una huelga general, el país se hubiera paralizado. Sin embargo, les pidió que tuvieran paciencia y que esperaran ins trucciones”. Por su parte, Duarte asegura haber considerado que el electorado no estaba preparado para una medida de fuerza, sino para el ejercicio del sufragio. Por ello se abstuvo de incentivar la huelga general, contraviniendo la pretensión de Schafik Handal (Duarte, 1986: 59).

Omitiendo los recursos de nulidad interpuestos por los partidos de oposición y desoyendo las voces opositoras en la Asamblea Legislativa, el PCN envió cuanto antes el conteo oficial para que el órgano legislativo agilizara el nombramiento de Molina en la presidencia de la República. El escaso margen de diferencia entre los votos a favor del oficialismo y a favor del PDC (presente en los dos conteos) impidió la obtención de mayoría absoluta, dejando en manos del pleno la decisión sobre quién sería el presidente, tal como lo establecía la Constitución. Ante ello, Rey Prendes sostiene que, pese a haber derrotado al PCN, solo en el plano de la especulación puede pensarse que el PDC obtuvo mayoría absoluta. Estando la Asamblea Legislativa compuesta mayoritariamente por diputados pecenistas, era de esperarse que, aun cuando se hubiesen respetado los resultados, la elección en el pleno se hubiese decantado a favor de Molina. Según el testimonio de Rey Prendes (2008: 212), años más tarde, los militares aceptaron haber hecho fraude.

No bastándole con lo ocurrido en febrero, el PCN acudió a argucias legales para impedir a la UNO la inscripción de sus candidatos a diputados y para obstaculizar la participación de la oposición. La candidata a la alcaldía capitalina postulada por FUDI se retiró de la contienda, aduciendo que el gobierno no permitiría un escrutinio honesto. El enrarecido ambiente generado por el fraude se convulsionó aún más debido a la actitud abiertamente antidemocrática del oficialismo y a la realización de una serie de atentados por parte de los grupos guerrilleros, contrarios al reformismo de la UNO.

El PDC reaccionó pidiendo a sus votantes que anulasen las papeletas de la elección de diputados y se abocaran a la elección de alcaldes. La respuesta dio cuenta de la madurez y determinación de un electorado anhelante de cambios y deseoso de avances en el campo democrático. Los comicios se desarrollaron el 16 de marzo y según Rey Prendes (2008: 215), “El resultado fue extraordinario, la conciencia política de los salvadoreños había alcanzado niveles sin precedentes, no perdimos ninguna de las alcaldías de San Salvador, Carlos Herrera Rebollo fue reelecto alcalde de la ciudad capital y en cuanto a los votos nulos logramos sobrepasar el 50%, la suma de los de PCN y el PPS fue de 69.179 y los votos anulados 74.922. De acuerdo a la Ley Electoral le correspondía al CCE declarar de oficio la nulidad de dicha elección y convocar unas nuevas”.

Como era de esperarse, esto no se hizo. Los comicios de 1972 supusieron el abierto retorno de los militares a sus viejas prácticas y evidenciaron su nulo interés en instaurar la democracia en el país. El terrorismo de Estado arreció, perpetrado incluso en contra de candidatos de la oposición que habían resultado electos. El PCN quedó a cargo de la mayor parte de las alcaldías del país, exceptuando las más pobladas y las principales cabeceras departamentales, obtenidas por la UNO. El PDC retuvo únicamente 8 curules en la Asamblea Legislativa, la mitad de los que obtuvo cuando se inició en las lides electorales, en 1964. El retroceso de los pasos avanzados en materia de democratización era evidente. Buena parte de la juventud politizada de entonces se decantó a partir de ese momento por la opción armada de lucha.

El 23 de marzo el CCE declaró oficiales los resultados electorales. Dos días después elementos del Ejército se rebelaron contra el gobierno, intentando un golpe de Estado. Este hecho mostró la existencia de un sector reformista en la institución castrense, opuesto al retorno del patrón autoritario y al abandono de las formas democráticas. El golpe fue justificado por “la corrupción imperante, la imposición de un candidato y el fraude electoral” (Rey Prendes, 2008: 217). El Coronel Benjamín Mejía, líder de la asonada, buscó y encontró el apoyo de Napoleón Duarte para legitimar la acción. Argumentando que Mejía y los suyos podrían tomar represalias en caso de salir airosos, y sintiéndose comprometido por lo que consideró un gesto en defensa de la democracia, Duarte desoyó el llamado de los demás líderes pedecistas a no involucrarse (Duarte, 1986: 60-61).

Después de horas de escaramuzas que pusieron en vilo al país, la sublevación fue sofocada y Sánchez Hernández restituido en la silla presidencial. El respaldo de Duarte a la iniciativa golpista obligó a la cúpula del PDC a esconderse y buscar asilo en embajadas amigas. Duarte y su esposa se refugiaron en casa de un diplomático venezolano. Pero, violando la inmunidad diplomática, hombres armados ingresaron a la propiedad y secuestraron al candidato, propinándole una golpiza. El gobierno amenazó con aplicar corte marcial a los rebeldes. La intervención de la comunidad internacional, incluidos los gobiernos de Venezuela y Estados Unidos, entre otros, además del concurso del Vaticano, consiguieron la liberación de Duarte, quien fue expulsado del país. A partir de ese momento y hasta 1979 se radicó con su familia en Venezuela.

La represión se convirtió, a partir de entonces, en moneda corriente, encubierta por la Ley Marcial y el Estado de Sitio decretados por el gobierno. La administración de Molina, fundamentada en los ejes “ley, orden y anticomunismo”, intensificó la política de mano dura presente en la de Sánchez Hernández. La primera medida de su administración fue la intervención militar de la Universidad de El Salvador (UES), acusada de haber sido tomada por el comunismo. La UES permaneció cerrada durante casi un año. Tanto la actividad paramilitar como las acciones revolucionarias se incrementaron.

La ilegitimidad del régimen fue uno de los mayores desafíos que Molina debió enfrentar durante su mandato. Las relaciones con la Iglesia se volvieron cada vez más tensas, en la medida en que el clero progresista incrementó sus denuncias sobre la represión estatal y el sesgo gubernamental a favor de la élite económica. Ante la decisión del PDC de desconocerlo como presidente constitucional, Molina respondió arremetiendo contra los partidos de oposición, especialmente contra los que integraban la UNO.

Según Rey Prendes (2008: 230): “La decisión de actuar de esa manera contra la oposición democrática le abrió las puertas a los que sostenían que la única manera de lograr un cambio real y efectivo era por la vía de las armas”. Recuperando las palabras de otro líder pedecista, Pablo Mauricio Alvergue, Hilda Caldera refuerza estas aseveraciones. De acuerdo con Alvergue, Molina se dedicó a “hacerles la vida imposible a los partidos de oposición, con la intención de que éstos se fueran retirando de los procesos electorales. Estos factores conllevaron a que el enfrentamiento del PDC con este gobierno fuera encarnizado y frontal, mucho mayor que con cualquier otro” (Alvergue citado por Caldera, 1983: 26).

La alianza con la izquierda y la adhesión de Duarte al intento de golpe de Estado convirtieron al PDC en blanco de la represión. No obstante, el partido continuó siendo legal. Los líderes salieron de sus escondites con la decisión de continuar la batalla participando en las elecciones de alcaldes y diputados de 1974. Por una parte, deseaban hacerle frente al régimen y, por otra, contradecir a quienes daban por clausurada la vía electoral y se volcaron hacia la lucha armada. Su intención era mantener vivo el camino hacia la democracia (Rey Prendes, 2008: 232). Hilda Caldera (1983: 26) opina al respecto: “La oportunidad se prestaba para denunciar los atropellos e injusticias del régimen. Además, las elecciones representaban un instrumento de lucha, de propaganda y de motivación política que había que aprovechar”.

El PDC se reunió en convención para dirimir la cuestión de si continuar o no coaligados con el PCS y el MNR. La decisión fue continuar con la UNO. Iniciativa de la dirigencia fue solicitar el respaldo de Duarte a la campaña. El gobierno aceptó la visita del líder al país, convencido de que su popularidad había mermado. Pero la multitudinaria concentración que se aglutinó en las inmediaciones del aeropuerto el día de su llegada mostró lo contrario. En palabras de Duarte: “Al igual que Molina, no esperaba yo ser objeto de un recibimiento entusiasta. Pero […] verdaderas paredes humanas se alineaban a ambos lados de la carretera […] Aquel recorrido triunfal, desafiando todo el poder del gobierno para oponerse a la voluntad popular, fue una de las experiencias más gratificantes de mi vida” (Duarte, 1986: 67). También su esposa rememora tales hechos, advirtiendo el malestar que causó entre los sectores retardatarios. Según Inés de Duarte, su esposo recibió entonces amenazas de muerte contra él y sus hijos si no abandonaba el país (Durán, 2005: 47).

Las elecciones se llevaron a cabo el 10 de marzo de 1974 en un clima extremadamente tenso. El CCE fue bombardeado, presuntamente por izquierdistas incrédulos del sistema electoral. Los conservadores se manifestaron en favor de la liquidación del sistema representativo y el establecimiento de un gobierno militar directo. Manipulando los comicios más obviamente que en 1972, el gobierno se negó a publicar los resultados oficiales y declaró que el PCN había ganado 36 escaños versus 15 de la UNO y 1 del FUDI. La UNO perdió 3 de los 18 municipios que tenía en 1972, pero el PDC retuvo por sexta vez consecutiva la alcaldía capitalina8. La UNO denunció fraude y una investigación aseguró que, de haberse respetado los resultados, a dicha coalición le correspondía mayoría en la Asamblea Legislativa (Webre, 1985: 240).

Para mediados de la década, cuatro grupos guerrilleros con sus respectivos frentes de masas desafiaban al Ejército y cuestionaban el rígido statu quo. Mientras los primeros se hacían sentir por medio de secuestros, asaltos de bancos y ajusticiamientos, los frentes de masas, conglomerados de diversas organizaciones populares, concurrían cada vez más masivamente a las manifestaciones pacíficas en las calles o se articulaban entre sí, dando muestras de solidaridad intergremial durante las huelgas.

Otro elemento decisivo en tal período fue que el proyecto industrializador impulsado por los militares empezó a evidenciar sus límites. Hernández-Pico et al. acuden a los conceptos “colonialismo externo” y “colonialismo interno” para explicar el agotamiento del modelo. El primero alude al hecho de que El Salvador no había superado su relación de dependencia respecto de la actividad agroexportadora, cuyos precios y demanda eran establecidos en el mercado internacional. Desde el punto de vista interno, el campesinado dependía de los tiempos de cosecha del café, el algodón y la caña de azúcar. El ejército de reserva de la mano de obra agrícola superaba la capacidad de la actividad productiva para absorberlo, además de que sólo podía emplearse durante medio año, quedando cesante el tiempo restante. Ello sin señalar lo paupérrimo de los salarios. Los latifundios basaban en ese esquema de explotación su sistema de obtención de excedentes.

En palabras de los autores, “La dispersión de industrias, necesariamente pequeñas, en los cinco países centroamericanos es un tributo pagado al mito de la industrialización más que un imperativo económico y humano del desarrollo. Un enfoque más histórico y global obliga a añadir que no hay, muy probablemente, capacidad de industrialización donde no ha precedido una auténtica y radical reforma de las estructuras agrarias. Sin esta, no se puede concebir que la población mayoritaria del país, los campesinos, puedan incorporarse al mercado potencial de la industria” (Hernández-Pico et al., 1973: 168-169).

Continuando con la línea desarrollista de sus predecesores y procurando ofrecer respuestas a la crisis, Molina diversificó los mercados, llegando incluso a establecer acuerdos comerciales con el bloque soviético. Realizó, también, obras de infraestructura en función de la obtención de energía y la optimización de los medios de transporte. Su iniciativa más osada fue, sin embargo, anunciada hacia el final de la gestión. Se trató de un plan de “transformación agraria” que encontró respaldo en sectores como la Universidad Centroamericana (UCA) y los partidos congregados en la UNO, quienes vieron con buenos ojos que el gobierno diera muestras de conciencia respecto de la urgencia de modificar la estructura de propiedad y tenencia de la tierra.

El primer paso en lo que el gobierno denominó el proceso de Transformación Nacional consistió en la creación del Instituto de Transformación Agraria (ISTA), organismo encargado de regular el traspaso de tierras irrigables en posesión de los terratenientes a los campesinos sin tierra, entre otras medidas tendientes a mejorar el nivel de ingreso y la calidad de vida del campesinado. Los terratenientes rechazaron de lleno la iniciativa, ante lo cual Molina defendió la importancia de llevar a cabo la reforma como un “seguro de vida” para la propia élite.

La UCA instó al gobierno a desoír la voz antireformista y antipopular de la oligarquía, advirtiendo que traicionar, una vez más, las expectativas de un campesinado crecientemente politizado incentivaría el levantamiento del mismo (Revista ECA, Nº 335/336, 1976: 417). Un reconocido intelectual de la generación más joven dentro del PDC, Rubén Zamora, publicó en la revista de esa casa de estudios un artículo analizando la coyuntura. Allí describe la década de 1960 como un período en el que los militares privilegiaron las reformas en el ámbito político, dejando intactas las estructuras económicas. En la década de 1970 el PCN invertiría la ecuación, intentando avanzar hacia reformas estructurales, a costa de “congelar la crisis política mediante el autoritarismo” (Zamora, 1976: 519).

En 1976 se celebraron de nuevo elecciones de diputados y alcaldes. El PCN usó la transformación agraria como tema de campaña. La UNO estaba dispuesta a postular candidatos, pero el oficialismo volvió a ingeniárselas para rechazar la inscripción de las planillas de la coalición en el departamento de San Salvador. Al constatar que Molina no estaba dispuesto a permitir el libre juego electoral, la UNO se abstuvo de participar. A partir de junio de 1976, el PCN gobernó sin oposición en los tres poderes del Estado y en las 261 alcaldías del país.

Molina avanzó en el proyecto de Transformación Nacional destinando a 12.000 familias campesinas terrenos dedicados a la ganadería y la siembra de algodón en el oriente del país. En su pronunciamiento al respecto, el PDC aclaró que fueron las organizaciones sociales y los partidos de oposición los que generaron el debate e instalaron en la conciencia nacional la preocupación en torno de la situación agraria, además de recordar que la bancada pedecista en la Asamblea Legislativa apoyó sistemáticamente toda medida tendiente a introducir modificaciones en el ámbito rural. En el pronunciamiento se lee: “La «Transformación Agraria» viene siendo un fruto primerizo y raquítico arrancado al gobierno por la presión de una conciencia popular más fuerte y profunda” (Revista ECA, Nº 335/336, 1976: 626).

El escepticismo pedecista respecto de la reforma se fundaba en hechos como la tibieza de las medidas, el poco tiempo con que contaba Molina para implementarlas, el silencio gubernamental frente a la virulenta oposición de la élite económica y el nombramiento del general Humberto Romero como sucesor del presidente, implicado como estaba en masacres contra campesinos, además de haberse opuesto al primer reparto de tierras. Las dudas del PDC terminaron por convertirse en certezas cuando el PCN cedió ante las presiones de la oligarquía para forzarlo a reversar el proyecto, entre ellas, la fuga de capitales, lo cual afectó en la devaluación del colón.

En un polémico editorial de la Revista ECA (Nº 335/336, 1976: 637-643), publicada por la UCA, titulado “A sus órdenes mi capital”, Ignacio Ellacuría denunció la derrota del Estado a manos de la “dictadura de la burguesía”. Ellacuría leyó el episodio en términos de lucha de clases y evocó una coyuntura previa —similar, pero de menor envergadura— cuando, en 1973, el gobierno se mostró dispuesto a emprender una reforma agraria de la que poco después se arrepintió. En ambas ocasiones, los funcionarios encargados de echar a andar la medida renunciaron a sus cargos. Según el autor, en el caso de 1976 el freno autoimpuesto por el oficialismo no se explicaba únicamente en virtud del encuadramiento del PCN dentro de los límites marcados por el gran capital. El nuevo fracaso del partido oficial en su intento de modernizar el país se vinculaba, también, con la lejanía entre el gobierno y los intereses de las mayorías.

Ellacuría señaló que ni los gremios profesionales, ni la clase media, ni las organizaciones populares respaldaron la iniciativa de Molina en torno de la transformación agraria. Difícilmente un gobierno percibido como ilegítimo por buena parte de esos sectores podría haberle brindado su credibilidad y apoyo. Al reversar su determinación de incidir en la tenencia de la tierra, amplia y vehementemente anunciada, Molina no hizo sino profundizar la distancia y desconfianza del pueblo hacia la Fuerza Armada y su modo de conducir el poder. Ellacuría instó a la institución castrense a “dejar de ser gendarme del capitalismo para convertirse en garante de la seguridad popular” y recordó al gobierno que había perdido el derecho de reprimir a quienes exigían lo que él mismo reconocía como irrenunciable.

Reversión del proceso democrático, amilanamiento del gobierno de Molina frente a las presiones del gran capital para reversar la transformación agraria, insatisfacción del campesinado organizado, debilitamiento de los partidos políticos, fortalecimiento de las organizaciones populares e incremento de las actividades guerrilleras eran elementos que configuraban la atmósfera previa al desarrollo de nuevos comicios presidenciales, en 1977. Importa subrayar que para entonces el movimiento campesino se había convertido en un actor de peso y que sus demandas se hacían sentir con fuerza creciente, encontrando el respaldo de diversos sectores y, muy significativamente, el de la Iglesia. El incremento de la represión era directamente proporcional a la erosión de la legitimidad del régimen.

Haciendo frente a la exigencia oficialista respecto de que el presidente debía ser un militar, la UNO optó por postular como su candidato al Coronel en retiro Ernesto Claramount. El irrespeto a los procedimientos electorales fue en esta ocasión más grosero que en 1972. Rey Prendes (2008: 243) rememora los hechos: “El día de las elecciones se sentía el repudio de la población hacia el PCN, a su candidato y hacia el régimen. Según los datos de nuestros vigilantes […] el triunfo nuestro era enorme. El Consejo Central de Elecciones guardó silencio por un tiempo, luego dio para la UNO 394.661 votos. Una cantidad fabulosa, ya que en esta ocasión habíamos superado por más de 60.000 sufragios la votación de 1972 cuando Duarte iba de candidato. Por supuesto que para declarar que el triunfo le correspondía al General Carlos Humberto Romero le adjudicaron al candidato del Partido de Conciliación Nacional la increíble cantidad de 812.281 votos, nunca obtenida en el pasado una cifra semejante por candidato alguno”.

La concentración realizada en el centro de San Salvador como protesta por el fraude convocó a aproximadamente 50.000 personas y duró 6 días. La presencia de la prensa internacional alertó al Ejército, el cual acudió a desalojar la Plaza Libertad por la fuerza. El ingreso de soldados con tanques y fusiles disparando dejó un saldo de al menos 50 muertos, numerosos detenidos, desaparecidos y exiliados que huyeron a los diferentes países de Centroamérica. Claramount y Morales Erlich se exiliaron en Costa Rica. Según Abraham Rodríguez, el segundo gran fraude electoral de los años setenta conllevó a la defunción de la UNO y produjo el ingreso del PCS a la guerrilla. En una convención de la UNO, Schafick Handal habría dicho: “El esfuerzo por democratizar al país fracasó, hasta aquí termina y nosotros nos vamos a la montaña”. Ante lo cual Rodríguez comenta: “Schafick hizo toda la vida un esfuerzo porque hubiera elecciones libres. A él sus detractores dentro de la izquierda le llamaban electorero” (El Faro.net, “Plática con Abraham Rodríguez…”).

El general Humberto Romero asumió la presidencia en 1977, el mismo año en el que Óscar Arnulfo Romero fue nombrado Arzobispo de San Salvador. Las tensiones entre los dos Romero evidenciaron el favoritismo castrense por la conservación del establecimiento y el giro del clero progresista en favor de la lucha por los derechos humanos y la superación de la injusticia estructural. Como señal de protesta por los nulos resultados de la investigación del asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande en marzo de ese mismo año, Monseñor se negó a asistir a la ceremonia de designación del nuevo presidente.

Los últimos años de la década de 1970 se caracterizaron por la agudización de la violencia política hasta alcanzar un promedio de 12 asesinatos al día. Voces de alarma se alzaron desde la Iglesia, las universidades, los gremios profesionales y los movimientos sociales pugnando por el cese al fuego. No obstante, los operativos militares y paramilitares dirigidos a la aniquilación de los líderes y mandos medios de las organizaciones populares, así como los ataques contra sacerdotes y monjas, no cesaron. Tampoco lo hicieron las pruebas de fuerza de las guerrillas. Fueron años de terror que allanaron el camino de la guerra civil.

Romero respondió a la crisis promulgando una Ley de defensa y garantía del orden público que puede describirse, en pocas palabras, como un modo de legitimar la represión, en nombre de salvaguardar la democracia, defender los derechos humanos y luchar contra el totalitarismo. En un artículo publicado en la Revista ECA, el líder pedecista Roberto Lara Velado (1977: 911-916) explica cómo la Ley contravenía precisamente aquello que decía defender. El autor la denomina “totalitaria (nazi-fascista, es decir, totalitarismo de derecha)”. El espíritu de la Ley mostró el significado del “anticomunismo” del cual hacía gala Romero. Con su aprobación, el camino hacia la democracia quedó del todo clausurado.

Buscando salidas alternativas a la crítica situación y en medio de un clima cada vez más convulsionado en el que su actividad pasó al semiclandestinaje9, el PDC convocó a los poderes fácticos a unas rondas de negociaciones que, de acuerdo con Rey Prendes, recibieron el nombre de “La Tripartita”. En ellas participaban la Democracia Cristiana, el gobierno, representado por el vicepresidente de la República, la Iglesia y un sector de la gran empresa interesado en abrir cauces a una salida no violenta.

Demandas pedecistas en aquella ronda de negociaciones fueron solucionar el problema político como condición para abordar el problema económico; enmendar los errores cometidos por los gobiernos anteriores; volver al Estado de Derecho; reconocer el derecho de la oposición a ocupar el gobierno; desmantelar los grupos represivos y paramilitares; derogar la Ley de defensa y garantía del orden público; reformar la Ley Electoral permitiendo la participación de los partidos de oposición en el CCE, invitando a la OEA y la Cruz Roja como observadores internacionales, desmilitarizando las urnas, desmantelando ORDEN y respetando el proceso electoral y el resultado de las elecciones (Rey Prendes, 2008: 256). La negativa del gobierno a ceder condujo al fracaso de la iniciativa.

De cara a los comicios municipales y legislativos de 1978, el PDC auscultó los ánimos oficialistas respecto del posible retorno de Duarte y Morales Erlich. El PCN accedió al arribo de los líderes pedecistas, pero advirtió que no podía dar garantías para salvaguardar su seguridad. Considerando que no estaban dadas las condiciones, la decisión fue abstenerse de participar en la ronda electoral. En un análisis de tales comicios, Héctor Dada responsabiliza al PCN de haber provocado el descrédito de los mecanismos democráticos, evidenciado por la poca afluencia de votantes y el escaso interés mostrado por los resultados de las elecciones de 1978 (Dada, 1978: 248-249). Según afirma Duarte (1986: 72), los frentes de masas se fortalecieron de modo directamente proporcional al debilitamiento de su partido.

Ingreso del PDC al Ejecutivo en el marco de la contrainsurgencia estadounidense

El curso de los acontecimientos y la fisonomía misma del país dio un giro de 180 grados cuando, alarmados ante la posibilidad de que en El Salvador se reprodujera la situación de Nicaragua, en donde el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) había sustituido a Somoza y tomado el poder por medio de las armas, un grupo de jóvenes oficiales dentro de la Fuerza Armada fraguó un golpe de Estado que depuso a Romero. No por casualidad la conspiración para fraguar el golpe dio inicio en julio de 1979 (Majano, 2009: 61). Rodrigo Guerra, participante en aquellos hechos, establece una solución de continuidad entre la iniciativa de la Juventud Militar, como se conoció al grupo de golpistas del ’79, y los hechos del ’72, cuando un sector castrense intentó deponer a Sánchez Hernández con el objetivo de entregar el poder a Napoleón Duarte (Guerra, 2009: 46).

El 15 de octubre de 1979 una Junta Revolucionaria de Gobierno (JRG), compuesta por elementos militares y civiles, asumió el control del Ejecutivo. Los coroneles Adolfo A. Majano y Abdul Gutiérrez integraban la parte militar, mientras que el ala civil estaba conformada por el entonces rector de la UCA Román Mayorga, el líder del MNR Guillermo Ungo y el representante de la gran empresa Mario Andino. La notable heterogeneidad de la JRG encontraba su denominador común en el interés por evitar la guerra civil que se veía venir como algo inminente, en la medida en que la escalada de violencia iba en aumento hasta alcanzar la cifra de 30 asesinatos diarios. La Revista ECA (1979: 1005) advirtió que la ausencia y animadversión de dos de los principales sectores nacionales, la oligarquía y el pueblo organizado, debilitaba grandemente al nuevo gobierno, convirtiéndolo en escenario de fuertes tensiones.

Según Majano (2009: 97), los objetivos de los golpistas eran “1) Evitar en El Salvador una catástrofe como la ocurrida en Nicaragua; 2) Preservar la existencia del Ejército; 3) Prevenir un derramamiento de sangre; 4) Apoyar las reformas sociales para beneficio mayoritario; 5) Reorganizar la institución militar adecuándola a los nuevos tiempos”. En función de ello se preparó la Proclama del 15 de octubre, documento programático de la Junta de Gobierno, en uno de cuyos párrafos se lee: “[…] se hace de imprescindible necesidad, en vista de la caótica situación política y social que vive el país, adoptar un Programa de Emergencia que contenga medidas urgentes, tendientes a crear un clima de tranquilidad y a establecer las bases en que se sustentará la profunda transformación de las estructuras económicas, sociales y políticas del país” (Majano, 2009: 153).

Aunque el ala retardataria del Ejército acuerpó la iniciativa golpista y se plegó a ella, pronto empezó a dar señales de desobediencia en contra de la Proclama del 15 de octubre y a mostrarse contraria al espíritu reformista de la Juventud Militar. La Junta de Gobierno ordenó la desaparición de ORDEN y del organismo de inteligencia Agencia Nacional de Seguridad de El Salvador (ANSESAL) (Majano, 2009: xxiii). A su vez, el gobierno estadounidense presionó a la institución castrense para conseguir la remoción de más de medio centenar de miembros de la Guardia Nacional, involucrados en graves violaciones contra los derechos humanos (Gordon, 1989: 281).

No obstante, el Coronel Gutiérrez, representante del sector reaccionario en la Junta de Gobierno, conservó en la jefatura del Ministerio de Defensa y de las temibles Guardia Nacional y Policía Nacional a elementos de la vieja guardia castrense. Muchos militares pasaron al exilio tras recibir jugosas indemnizaciones, pero nada se dijo de someter a los responsables de crímenes y corrupción a la justicia.

La represión, lejos de aminorar, recrudeció ejercida tanto por la Fuerza Armada como por escuadrones de la muerte dirigidos por militares, exmilitares y miembros de la oligarquía (El Faro.net, 2010a: http://www.elfaro.net/es/201004/noticias/1531/?st-cuerpo=0).

Tras fuertes controversias, el gabinete quedó conformado por una importante cantidad de cuadros universitarios, provenientes de la UCA, y profesionales progresistas interesados en abonar a la salida reformista ofrecida por la JRG, algunos de ellos ligados al PCS. De acuerdo con Majano, para la mentalidad extremadamente conservadora de las élites salvadoreñas, ello equivalió a la conformación de un gobierno de izquierda, del cual se temía fuese tomado por los revolucionarios (Majano, 2009: 160). La virulenta oposición de este sector contra el nuevo gobierno se hizo sentir con fuerza creciente.

En tanto factor desestabilizador que minó las posibilidades de una solución política de la crisis, el paramilitarismo consiguió boicotear a la JRG y dividir a los sectores reformistas de los revolucionarios (Gordon, 1989: 286-287).

Los ideales democráticos de los oficiales quedaron rápidamente neutralizados por el grupo de militares de mayor rango que logró imponer su voluntad, llegando a manifestar que no se someterían a los civiles. Con todo, las reformas se echaron a andar en diciembre, cuando el entonces ministro de Agricultura, Enrique Álvarez, ordenó la congelación de las tierras mayores a las 100 hectáreas, cuyos dueños debían vender o hipotecar. El 2 de enero se nacionalizó el comercio exterior del café, entre otras medidas que enardecieron a los cafetaleros y a la oligarquía en general.

Al constatar que la capacidad represiva del Ejército continuaba intacta, Mayorga, Ungo —y junto con ellos gran parte del gabinete— renunciaron durante los primeros días de 1980, a menos de tres meses de haberse sumado al gobierno colegiado. Fue entonces cuando el PDC recobró protagonismo en la escena política nacional. Si bien la primera Junta de Gobierno otorgó importantes cargos a los pedecistas, no sería sino después del fracaso de ese primer intento cuando la Democracia Cristiana asumiera el mando civil.

Los coroneles Gutiérrez y García continuaron integrando el componente militar y, en enero de 1980, recibieron a Héctor Dada y a José Antonio Morales Erlich como compañeros civiles de la segunda Junta Revolucionaria de Gobierno. Para entonces, Napoleón Duarte había retornado definitivamente a El Salvador y, según Majano, participó desde el inicio en las conversaciones que allanaron el camino de la alianza entre el PDC y su tradicional enemigo, la Fuerza Armada (Majano, 2009: 78).

Hilda Caldera recoge la plataforma de gobierno presentada por el PDC a la Fuerza Armada como condición para su ingreso a la Junta. La plataforma postulaba la necesidad de “definir el proceso actual como popular, de desarrollo y dirigido a cambiar las estructuras oligárquicas de poder económico y social”; establecer un “diálogo urgente con todas las organizaciones populares a efecto de lograr una convivencia pacífica con las mismas, señalando con claridad las normas de comportamiento mutuo”; calendarizar las medidas a tomar para la implementación de la Proclama; realizar una reforma agraria “rápida, profunda y con carácter nacional que ataque el latifundio y entregue la tierra a quienes la trabajen”, nacionalizar el comercio exterior del café, el algodón, el azúcar y los productos del mar, así como el sistema financiero; reformar la legislación laboral introduciendo la sindicalización campesina e integrar los cuerpos de seguridad a un esquema democrático, entre otros puntos (Caldera, 1983: 30-31).

Según Duarte, la discusión entre democristianos y coroneles respecto de esto se tornó tan áspera que requirió de una declaración formal en la que el PDC declaró: “Nosotros, como partido, no tenemos ningún interés en ser parte de la Junta de Gobierno, porque nuestro único interés es guiar al país hacia una democracia […] Los puntos que hemos fijado como base para la participación no son puntos de honor en lo que a nosotros, personalmente, concierne. Son los puntos de honor que definen la democracia. Sin estas condiciones esenciales, aunque seamos capaces de dirimir diferencias circunstanciales, nunca alcanzaremos la democracia […] La Junta deberá estar integrada por dos demócrata cristianos, por dos representantes de la Fuerza Armada, y por una persona respetable elegida de común acuerdo” (Duarte, 1986: 83).

Rey Prendes asegura que Duarte era de la idea de que Mario Andino permaneciera en la Junta, pero los demás pedecistas consideraron injusto que solo un sector de la sociedad, el empresarial, tuviese representación en el gobierno y optaron por pedirle la renuncia. Cabe subrayar un señalamiento del autor sobre su correligionario: “Napoleón Duarte era un hombre de derecha en un partido de izquierda, pero un hombre muy disciplinado, una vez tomada la decisión él iba adelante” (Rey Prendes entrevistado por El Faro.net, 2010b: http://www.elfaro.net/es/201009/el_agora/2565/?st-cuerpo=0).

Si bien la élite económica ya había manifestado con vehemencia su rechazo al gobierno, a través de los medios de comunicación, protestas callejeras masivas y el recrudecimiento de la violencia paramilitar, la salida de Andino de la Junta selló la ruptura definitiva entre la oligarquía y la administración reformista. También en la izquierda la animadversión contra la Junta de Gobierno crecía en la medida en que avanzaba el proceso de unificación de los diferentes sectores que la integraban y el discurso y las acciones revolucionarias se volvían cada vez más incendiarias.

Ejemplo de ello fue la manifestación del 22 de enero de 1980, en conmemoración de la masacre de 1932. Unas 250.000 personas abarrotaron calles y plazas del centro de San Salvador, poniendo de manifiesto la capacidad de organización y movilización de las masas. Contraviniendo las órdenes de los miembros civiles del gobierno, soldados abrieron fuego contra la multitud, dejando un saldo de al menos 22 muertos y 120 heridos.

Héctor Dada asegura haberse sentido burlado y haberse indignado con los militares por aquellos hechos (Dada citado en Valencia, 2011: http://cronicasguanacas.blogspot.com.ar/2011/01/apuntes-sobre-la-masacre-del-22-de.html). El PDC emitió un pronunciamiento en el que responsabilizaba a la extrema derecha de haber lanzado una ofensiva general contra el pueblo, ejerciendo el terror contra las organizaciones populares, con el objeto de impedir las reformas estructurales impulsadas por el gobierno y provocar las condiciones para un golpe de Estado (PDC citado en Revista ECA Nº 377/378, 1980: 398).

En febrero de 1980, el entonces Procurador General de Pobres y miembro del PDC Mario Zamora fue asesinado por un comando armado que ingresó a su residencia mientras se celebraba una fiesta familiar. Esto ocurrió días después de que Zamora anunciara la ratificación del inicio de la reforma agraria. El acontecimiento cimbró a la Democracia Cristiana en su conjunto. El sector más progresista consideró que el partido debía abandonar el gobierno. Ante la negativa de los más conservadores, un grupo formado por los más reconocidos intelectuales renunciaron a sus cargos gubernamentales y al partido.

La situación evocaba a los orígenes. Cuando, en la alborada del PDC, la dirigencia democristiana rechazó la alianza que los militares le proponían a cambio de un acceso inmediato al poder, buena parte de sus integrantes abandonó el barco y emigró hacia el partido oficial, el PCN. Dos décadas más tarde, en el país se habían producido cambios profundos. No obstante, la disyuntiva era similar: aliarse o no con el Ejército. En este caso, los dirigentes de peso decidieron la alianza, impulsando con ello la salida de los cuadros más comprometidos con un concepto amplio de democracia. Algunos de ellos terminarían, poco después, trabajando mancomunadamente con el movimiento revolucionario.

Diversos observadores dan cuenta del protagonismo que empezó a adquirir Estados Unidos en el curso de los acontecimientos en El Salvador. El pequeño país cobró notoriedad e importancia a partir del triunfo y desarrollo de la Revolución Sandinista. No solo a la derecha local, sino también a la Casa Blanca le inquietó la posibilidad de un “efecto dominó” que terminara por instaurar en el poder a un gobierno marxista, aliado potencial de la Unión Soviética.

La política exterior estadounidense hacia El Salvador durante esa coyuntura puede describirse como contradictoria, poco informada, miope y errática (Montgomery, 1980: 839-848). Pero Washington empezó a ejercer presión a inicios de 1980, con gestos como el expreso apoyo de la Embajada a la segunda Junta de Gobierno, particularmente al PDC, y el arribo de asesores norteamericanos con experiencia internacional en materia de reforma agraria.

El arribo de Ronald Reagan a la Casa Blanca, en enero de 1981, si bien no significó una ruptura respecto de la política exterior implementada por el presidente James Carter (1977-1981), sí intensificó el programa intervencionista hacia Centroamérica, dándole un cariz más agrio. La llegada de Reagan al poder supuso para el Istmo, primero, que la crisis regional pasara a ser ubicada dentro de las coordenadas de la confrontación Este-Oeste y, segundo, que —en función de lo anterior— se convirtiera en el escenario en el que los Estados Unidos pusieran a prueba la Guerra de Baja Intensidad (GBI).

Napoleón Duarte (1986: 129) se refiere a ello en los siguientes términos: “Un mes después de que Reagan asumiese como presidente comenzaron a penetrar en El Salvador tanto la presión como la ayuda de los Estados Unidos con una intensidad que jamás hubiésemos imaginado. Cuando el Secretario de Estado Alexander Haig decidió manifestarse en contra del comunismo internacional tan adentrado en El Salvador, nuestros problemas pasaron de pronto a ser los problemas del mundo. La larga y sangrienta lucha entre la derecha salvadoreña, la guerrilla izquierdista y los demócrata cristianos se convirtió en una expresión de la lucha Este-Oeste”.

Aunque este plan intervencionista entrelazó componentes militares, económicos y políticos, fue en el primer rubro en el que más recursos se invirtió, en el que más empeño se puso y al que se dio mayor prioridad. El componente central en el ámbito político fue el impulso a la democracia electoral, con el objeto de restarle simpatizantes a la guerrilla.

Voces críticas denunciaron el plan injerencista de EE.UU. y señalaron al PDC como parte de la estrategia contrainsurgente por medio de la cual el país del norte le hizo frente al proceso revolucionario en El Salvador. La alianza entre la Democracia Cristiana y la Fuerza Armada se dio impulsada por Estados Unidos, en el marco de la determinación de la Casa Blanca a impedir el arribo al poder de los revolucionarios. Mientras que al partido correspondía conducir políticamente al país y liderar la implementación de las reformas, el Ejército local empezó a recibir asesoramiento y financiamiento para desarrollar el aspecto militar.

Los dirigentes democristianos que abandonaron el partido se pronunciaron duramente al respecto, acusando a sus excorreligionarios de cohonestar la represión y tolerar la impunidad con la que esta se desataba contra el movimiento popular: “Prestarse a permitir una intervención extranjera, en cualesquiera condiciones que ella se produzca es, sin disimulos ni eufemismos, una traición a la Patria […]. Un esquema de «reformas con represión» es contrario a la naturaleza de la Democracia Cristiana. La Reforma Agraria no solo consiste en quitarle la tierra a los terratenientes, sino y sobre todo es un proceso de participación económica y política del campesinado organizado […]. El mantenimiento de la represión y la complacencia con las propuestas intervencionistas extranjeras constituyen hechos sumamente graves, que contradicen completamente las actitudes que durante sus veinte años de lucha en beneficio del pueblo salvadoreño ha mantenido el partido; venir ahora a aceptarlos, a cambio de una participación en el poder, más aparente que real, constituye una claudicación inaceptable que convierte el proceder gubernamental en algo que no es ni demócrata ni cristiano […]. Queremos dejar constancia de que continuamos creyendo en los principios de la democracia y del socialcristianismo, a los cuales continuaremos dando nuestra adhesión durante el resto de nuestra vida; pero que nos retiramos de esa agrupación política por considerar inadmisible el proceder de una dirigencia claudicante y entreguista” (“Carta de renuncia de miembros de la dirigencia del Partido Demócrata Cristiano”, recogida en Revista ECA Nº 377/378, 1980: 378-379).

La izquierda, por su parte, daba crecientes muestras de unidad y ponía de manifiesto su poder por medio de tomas de embajadas, concentraciones masivas y huelgas generales, entre otros modos de expresar sus demandas. La articulación entre las diferentes organizaciones populares cristalizó en la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM), en enero de 1980. A ella adhirieron cada vez más fuerzas, incluidos el MNR y la Tendencia Popular Social Cristiana (TPSC), integrada por los disidentes del PDC.

La CRM hizo público su programa de gobierno y se convirtió en un actor de primer orden en la escena nacional. Poco después, junto con el nuevo Frente Democrático, compuesto por organismos de izquierda democrática, conformaron el Frente Democrático Revolucionario (FDR). En medio del clima de terror al que fue sometido el país por el incremento de la represión, los seis líderes del FDR fueron torturados y asesinados a fines de 1980, quedando con ello clausurada la solución política de la crisis (Turcios, 2012).

Tras la salida de Héctor Dada de la segunda Junta de Gobierno, el PDC llevó a cabo una convención para decidir quién lo reemplazaría. De acuerdo con Duarte, él obtuvo 136 votos a favor mientras su principal rival, Fidel Chávez Mena, otro miembro fundador y dirigente, obtuvo 5. Respecto de su polémico ingreso al Ejecutivo, comenta: “yo no quería ser miembro de la Junta, ni tampoco lo quería mi partido. Tanto mi carácter como mi experiencia estaban modelados para un entorno democrático, no para una Junta militar” (Duarte, 1986: 84).

Desoyendo enérgicos llamamientos del TPSC y del MNR a rectificar, dado que la Fuerza Armada estaba lejos de cumplir con los requerimientos planteados por el PDC para entablar el cogobierno, y omitiendo las duras críticas respecto de su papel en la legitimación del proyecto contrainsurgente, Duarte permaneció junto con Morales Erlich en el gobierno cívico-militar por espacio de un año, al frente de la reforma agraria, la nacionalización de la banca y del comercio exterior. Más aún, ante la salida del Coronel Majano, Duarte fue nombrado presidente del gobierno cívico-militar aunque, como él mismo lo explica en sus memorias, su capacidad de maniobra no podía ser más escasa.

Aunque audaces y claramente antioligárquicas, las medidas reformistas no allanaron la salida de la crisis. Lejos de ello, la profundizaron, acompañadas como estaban de un componente profundamente antipopular (Ellacuría, 1991 [1980]: 155-180). El Ejército recrudeció la represión contra el campesinado y la impunidad de la actividad paramilitar era total, al grado de permitir incluso el asesinato de ciudadanos estadounidenses. La segunda Junta de Gobierno decretó, además, la congelación de salarios, la prohibición del contrato colectivo y la represión contra cualquier protesta reivindicativa de los trabajadores. La polarización del país se tensó al punto de provocar el estallido de la guerra civil.

Los primeros años de la década de 1980 se caracterizaron por: 1) La consolidación del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) como fuerza guerrillera en pie de lucha contra el Estado; y 2) La puesta en marcha del proyecto contrainsurgente, uno de cuyos principales componentes fue la realización de operativos de “tierra arrasada” en contra de los campesinos señalados como base de la actividad revolucionaria y considerados por ello blancos de guerra.

Período de masacres y asesinatos selectivos, como el de Monseñor Romero en marzo de 1980, esos primeros años del conflicto armado (1980-1983) arrojaron cerca de 38.000 muertos, casi el 50% de los 75 u 80.000 del total de asesinatos ocurridos durante toda la confrontación bélica (Córdova, 2007: 61).

Tres proyectos de nación permanecieron en pugna a lo largo de la década: uno revolucionario, impulsado por el FMLN; uno reformista-contrainsurgente, impulsado por el PDC y la Fuerza Armada, con el respaldo de Estados Unidos; y uno reaccionario, impulsado por las fuerzas de derecha, cuya expresión partidaria fue el partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA)10 (Ribera, 1996). Los tres demostraron ser suficientemente fuertes como para impedir el predominio de sus adversarios, pero insuficientemente poderosos como para aniquilarlos.

El PDC y la instauración de la democracia formal en El Salvador

En el segundo semestre de 1981 tuvieron lugar las inscripciones de los partidos políticos de cara a las elecciones para estatuir una Asamblea Nacional Constituyente, destinada a reformar la Carta Magna y convocar a elecciones. Seis partidos participarían en la contienda: el Partido Demócrata Cristiano (PDC), Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), el Partido de Conciliación Nacional (PCN), el Partido Acción Democrática (AD), el Partido Popular Salvadoreño (PPS) y el Partido de Orientación Popular (POP).

Además, se estipuló en 60 el número de diputados en la Asamblea, distribuidos de acuerdo a la población de cada circunscripción electoral y se acordó que todos los partidos contaran con el mismo número de espacios radiales y televisivos en los medios de comunicación nacionales para hacer públicas sus respectivas plataformas programáticas.

Para la celebración de los comicios, la Junta de Gobierno y el Consejo Central de Elecciones (CCE) organizaron el recibimiento de los observadores electorales enviados por la OEA, la ONU, la Cruz Roja Internacional y diversos partidos políticos extranjeros (Rey Prendes, 2008: 321).

Se trató de la inauguración de la democracia electoral en El Salvador, en donde el factor decisorio dejaría de ser la Fuerza Armada para pasar a ser la Casa Blanca. La estrategia contrainsurgente empezó a ponerse en práctica en la arena política, en aras de complementar la parte militar. De ahí que el embajador estadounidense participara como actor de primer orden en la planificación de la Asamblea Constituyente. Con el mismo propósito, asesores norteamericanos en reforma agraria, fogueados en Vietnam, viajaron a El Salvador para dar directrices sobre cómo avanzar en esa materia.

Gordon (1989: 331) da cuenta de la penetración de la Casa Blanca en la conducción de El Salvador: “Actor político interno, fuerza reguladora, estratega militar, proveedor de fondos, inspiradora de la política económica, la variedad de funciones asumidas por Washington indican la profundidad de su injerencia y hacen prever su permanencia de largo plazo”. Por su parte, Ellacuría (1991 [1982]: 884-887), se refiere a la creciente norteamericanización del conflicto al inicio de la década de 1980 responsabilizando al PDC, tanto como al Alto Mando militar, de haber fomentado la injerencia de la Casa Blanca en los asuntos internos, hasta permitirle ocupar un lugar dominante en la conducción del país.

De cara a las elecciones de marzo de 1982, El Salvador se vio envuelto en una reñida contienda en la que ARENA se perfiló como la fuerza de oposición más importante frente al PDC. El “Mayor” Roberto d’Auibuisson, militar retirado, conocido líder de los escuadrones de la muerte y fundador de ARENA, encabezó una agresiva campaña a través de spots televisivos.

Cumpliendo con su amenaza de boicotearlas, el FMLN logró impedir que éstas se realizaran en algunos municipios del Oriente del país. Los resultados indican una afluencia importante de votantes, casi un millón y medio. Pero estas cifras no son confiables, pues se presume que, con el propósito de darle una mayor legitimidad al proceso, se respetaron los porcentajes correspondientes a cada partido, inflando el número de votos totales (Ribera, 2009: http://www.uca.edu.sv/noticias/).

El conteo oficial asignó 590.644 (40.2%) votos para el PDC, correspondiente a 24 escaños; 430.205 (29.3%), con 19 escaños para ARENA; y 272.383 (18.6%), es decir 14 escaños, para el PCN. Habiéndose fundado apenas seis meses atrás, a partir de esa, la primera elección de la década, ARENA se convirtió en el segundo partido más votado del país gracias a su fuerte influencia entre el campesinado. En ello pesó la habilidad de D’Aubuisson para aprovechar la red clientelar construida por el General Medrano en torno de la estructura paramilitar ORDEN.

Haber conseguido el 29% de los votos en la elección le permitió a D’Aubuisson aliarse con los demás partidos y liderar una mayoría absoluta de 36 votos en la nueva Asamblea Constituyente. Así contrarrestó a la mayoría relativa obtenida por el PDC y estableció una correlación de fuerzas distinta de la esperada en la Casa Blanca, cuyas apuestas se enfilaron hacia la Democracia Cristiana.

Al quedar, además, a cargo del rubro económico del gabinete, ARENA, en alianza con el PCN, obtuvo legitimidad para frenar las reformas. Gordon asegura que sólo gracias a la presión estadounidense los democristianos consiguieron espacios en el gobierno, en lugares no decisivos en materia de política económica.

ARENA definió la Junta Directiva de la nueva Asamblea, integrada por cuadros de todos los partidos, y D’Aubuisson se convirtió en el presidente de la misma. En relación con las alcaldías, se llegó a la decisión de repartirlas en igual número entre los tres partidos mayoritarios (PDC, ARENA y PCN). Ello implicó para el PDC la destitución de las dos terceras partes de sus alcaldes. San Salvador permaneció en manos pedecistas.

Bajo la gravitante influencia de Estados Unidos en la cosa pública nacional, la Fuerza Armada eligió a Álvaro Magaña como presidente provisional de la República. Duarte (1986: 141-142) refiere a la presión ejercida por Estados Unidos para evitar que D’Aubuisson ocupara el cargo, pues deseaban para ello a un perfil moderado. Los representantes de ARENA en la Asamblea, en respuesta a la negativa de aceptar a D’Aubuisson como presidente provisional, se las ingeniaron para limitar al máximo el margen de acción de Magaña: nombraron tres vicepresidentes (uno de ARENA, uno del PDC y uno del PCN), estipulando que toda medida debía contar con el concurso y aprobación de al menos dos de ellos.

Aunque Magaña bautizó a su administración como “gobierno de unidad” (1982-1984), la separación entre dos grandes bloques no podía ser más evidente. Su gestión consistió básicamente en maniobrar para limar asperezas entre ARENA y PDC e intentar acercar a los vicepresidentes de ambos partidos. La crisis nacional continuó su curso.

Respecto de la emergencia de ARENA, Ellacuría (1991 [1982]: 900-901) señala: “El presunto reformismo intermedio de la Democracia Cristiana ha conducido a una configuración más derechista de la nación. Antes del 15 de octubre, el partido fuerte más derechista era Conciliación Nacional; hoy ha surgido a su derecha otro gran partido, con lo cual ha quedado derechizado y extremado el proceso, máxime si se tiene en cuenta que, prácticamente, ha desaparecido la posibilidad de actuación política de los partidos de izquierda o de centro-izquierda”.

Especialistas versados en Derecho constitucional aseguran que la Asamblea Constituyente no introdujo modificaciones sustanciales a la Carta Magna vigente desde 1962. No obstante, reglamentó la creación de la Asamblea Legislativa unicameral, formada por 60 curules, la autonomía del Poder Judicial y la periodicidad de los comicios que continúa vigente hasta la fecha.

Además de haber sido el año en el que entró en vigencia la nueva Constitución, 1983 fue el momento en el que empezó a reactivarse el movimiento popular, tanto en el campo como en la ciudad. Agremiaciones de profesionales, estudiantes, vendedores, empleados gubernamentales, repobladores, familiares de víctimas de la violencia política, etc., empezaron a alzar su voz, esta vez en torno de demandas específicas y cuidándose de no evidenciar ningún tipo de nexo partidario. Ello no obstó para que el FMLN y el PDC desplegaran mecanismos que les permitieran encontrar en esos grupos bases que legitimaran sus respectivos proyectos de nación.

Más allá de sus diferencias políticas, un denominador común en el discurso de estas organizaciones populares de nuevo tipo fue la demanda del cese a la violación a los derechos humanos y de una salida negociada al conflicto. Respecto de lo primero, las presiones sobre todo internacionales a favor de esa misma petición consiguieron disminuir los operativos de “tierra arrasada” ejecutados por la Fuerza Armada, pero la situación general de los derechos humanos en El Salvador no mejoró sostenidamente.

En medio de la atmósfera bélica, el deterioro de las garantías constitucionales, la pérdida de la soberanía nacional y la imposibilidad de la izquierda democrática de formar parte activa del sistema de partidos, se llevaron a cabo las elecciones presidenciales de 1984. Fue el líder democristiano Napoleón Duarte el primer presidente civil electo, después de más de cincuenta años de regímenes militares.

Aunque la preferencia por el PDC era clara, los comicios de marzo de 1984 fueron reñidos. Tal como lo consiguiera el PDC durante los años sesenta, ARENA se posicionó rápidamente como el principal partido de oposición durante los ochenta. Las elecciones presidenciales de 1984 dieron lugar a una agresiva campaña en la que ARENA acusaba a Duarte de ser un “comunista encubierto”, mientras que el PDC acusaba al candidato arenero Roberto D’Aubuisson de haber asesinado a Monseñor Romero11.

La elección se decidió en segunda vuelta, durante el mes de mayo, con 752.625 (53.6%) para Duarte y 651.741 (46.4%) para D’Aubuisson, haciendo un total de 1.404.366 votos. “Pese a las dudas que generaba un registro electoral que no estaba suficientemente depurado como para garantizar la transparencia, sí hubo un esfuerzo por desvanecer el temor al fraude utilizando un nuevo sistema mecanizado y una nueva modalidad de desconcentración de puestos de votación, al establecer tres clases de urnas receptoras” (Córdova, 2007: 70).

Los sistemas electrónicos, la microfilmación y el cómputo fueron avances tecnológicos implementados con el objeto de echar a andar un proceso electoral moderno y eficiente, desde el registro de los votantes hasta el conteo de los votos. En ese mismo orden de cosas, se favoreció la auditoría externa y la presencia de observadores internacionales en ambos comicios presidenciales. Estos comicios legitimaron ante la comunidad internacional y ante partes significativas de la población la fundación de la institucionalidad política en El Salvador.

Que fuese Duarte el presidente electo, con todo el desprestigio que sobre él y su partido había caído como consecuencia de la gestión de ambos en la Junta de Gobierno, puede leerse como un modo de “cobrar” la deuda histórica dejada por los fraudes electorales de 1972 y 1977, en los que el Ejército arrebató el triunfo al PDC, integrante mayoritario de la Unión Nacional Opositora (UNO).

Las elecciones de alcaldes y diputados celebradas en marzo de 1985 confirmaron un estancamiento en la intención de voto a favor de ARENA que no le permitía superar el 30%. San Salvador volvió a quedar a cargo de la Democracia Cristiana. Tal y como ocurrió tras la elección presidencial, ARENA se negó a aceptar los resultados y, en alianza con el PCN, volvió a interponer un recurso de nulidad. Argumentaron que el PDC había usado recursos estatales para favorecerse y pusieron en tela de juicio la apoliticidad de la Fuerza Armada. Ante ello, el Consejo Central de Elecciones (CCE) reaccionó en defensa de la institución castrense (Córdova, 2007: 72).

Una sensible disminución en el número de votantes, menos de un millón según cifras oficiales, afectó a todos los partidos en general y al PDC en particular, indicando a su vez un aumento en el abstencionismo.

A diferencia de su período al mando de la Junta de Gobierno (en 1980 y 1981), Duarte fue en esta ocasión presidente electo y en la Asamblea Legislativa su partido era el mayoritario. Pero la derrota electoral condujo a ARENA a repetir la estrategia de aglutinar en torno de sí al resto de los partidos para asediar al gobierno democristiano.

La Asamblea Constituyente pasó a convertirse en Asamblea Legislativa. En esta ocasión, el PCN exigió a cambio de su alianza con ARENA la presidencia del órgano legislativo y de la Corte Suprema de Justicia (CSJ). El Poder Ejecutivo en manos de Duarte tuvo entonces al Poder Legislativo y al Poder Judicial en su contra a lo largo de todo el lustro.

La prolongación de la guerra, la habilidad política de ARENA, la implacable injerencia estadounidense en los asuntos internos del país y las propias taras de la Democracia Cristina limitaron significativamente el margen de acción de ese gobierno.

El presidente Duarte hizo amagos de negociación, exigiendo el cese al fuego y la entrega de las armas por parte de la guerrilla antes de mostrar disposición a escuchar sus demandas. El FMLN reclamaba el cese de la injerencia estadounidense y el diálogo sin condiciones. Refiriéndose despectivamente a ello, el entonces presidente reconoce que los insurgentes hablaron insistentemente de negociación desde el inicio de la guerra.

De acuerdo con el intelectual y revolucionario Mario Lungo, la causa del entrampamiento de la salida negociada se encontraba en las diferencias radicales en cuanto al diagnóstico de los principales problemas del país y en cuanto a las concepciones de diálogo manejadas por el FMLN y su aliado político-diplomático FDR, por una parte, y por el gobierno demócrata cristiano, la Fuerza Armada y el gobierno estadounidense, por la otra. Mientras que la insurgencia daba al diálogo un lugar prioritario dentro de la negociación, la contraparte lo reducía a un mero uso táctico, en función de disimular su opción guerrerista (Lungo, 1986: 66).

ARENA, por su parte, rechazaba todo diálogo con la guerrilla. En ello coincidía con la posición del gobierno estadounidense, el cual priorizó la salida militar y supeditó toda negociación al curso de los acontecimientos en Nicaragua.

Pese a los cambios formales respecto del modo de acceso al control del aparato estatal, la tenaza política en la que Duarte se vio atrapado estuvo constituida por los mismos actores de principios de la década, operando de modo aún más intenso. Las fuerzas revolucionarias libraban una lucha armada en contra del gobierno y de la intervención estadounidense en El Salvador. El gobierno de Reagan, cuyo superlativo financiamiento impidió el colapso económico, imponía su voluntad en los manejos políticos y militares del país. Los sectores más derechizados de la Fuerza Armada, en quienes Duarte delegó el control total de la guerra, adquirieron un considerable margen de autonomía y poder. y, por si lo anterior fuera poco, ARENA se erigió como un potente contrincante que usó todas las herramientas a su alcance para disputarle el poder, acusándolo de manejar con tibieza al FMLN y de ser inoperante en la conducción de la guerra para liquidar al movimiento guerrillero por medio de las armas.

Conocido es el hecho de que la Casa Blanca rechazaba la posibilidad de la llegada de D’Aubuisson al Ejecutivo, debido a sus credenciales como líder paramilitar. En su carrera por derrotar definitivamente a la Democracia Cristiana y conquistar el Ejecutivo, ARENA tuvo que replantear la imagen extremista que proyectaba con D’Aubuisson como cara oficial del partido.

Para ello llevó a cabo un viraje estratégico consistente en moderar el discurso y modificar su composición, incorporando al sector económicamente dominante del país a la estructura de mando. Así daba muestras de apertura y de ser una fuerza política “dispuesta a superar sus intereses corporativos en pos de un interés más amplio” (Lungo, 2008: 81-82).

La simbiosis entre ARENA y la gran empresa quedó sellada en 1987 con el respaldo ofrecido por el partido a una huelga impulsada por la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP) en contra de las medidas reformistas del gobierno de Duarte. Para entonces ya estaba claro que, aunque la Democracia Cristiana así lo pretendiera, el PDC no se convertiría en el partido político de la élite económica: ésta ya tenía uno.

Tanto el cambio de imagen de ARENA y la consolidación de sus alianzas, como el fracaso del gobierno de Duarte y la creciente pugna intestina en el PDC, repercutieron en beneficio del primero en los dos últimos comicios de la década. En 1988 y en 1989 las campañas electorales se centraron en las críticas hacia la gestión corrupta de la Democracia Cristiana y en lo fallido de su mandato. ARENA utilizó el lema adjudicado en los análisis económicos sobre América Latina a todo el continente para achacarle a Duarte la culpa de haber hecho de los ochenta la “década perdida” en El Salvador y subrayó su incapacidad para poner fin al conflicto armado y solventar la crisis económica que venía arrastrando el país.

En 1988, ocho partidos compitieron por escaños en la Asamblea Legislativa, pero solo tres obtuvieron resultados: ARENA 447.696 (48.1%) y 30 escaños; PDC 326.716 (35.1%) y 23 escaños; y PCN 78.756 (8.5%) y 7 escaños. ARENA que con tan alto porcentaje consiguió mayoría relativa en el pleno, se agenció, además, la alcaldía de San Salvador —con Armando Calderón Sol a la cabeza— e invirtió la distribución de poder a nivel municipal, haciéndose de 178 alcaldías. Al PDC correspondieron sólo 79.

Haberse convertido en la primera fuerza político-electoral del país no le impidió volver a interponer el recurso de nulidad de las elecciones, en busca de la mayoría absoluta en la Asamblea, que finalmente obtuvo gracias a que un diputado del PCN pasó a sus filas. El recurso fue de nuevo rechazado, pero entonces acudió con un amparo ante la Corte Suprema de Justicia (CSJ). “La situación fue tal que hubo que posponer la instalación de la nueva Asamblea por un mes, generándose una situación anómala institucional y jurídicamente” (Córdova, 2007: 74).

El FMLN incurrió en nuevos actos de sabotaje contra el alambrado eléctrico, la infraestructura electoral y todo cuanto pudiera permitir el funcionamiento de las juntas receptoras de votos, pero tuvo que enfrentar dos operativos realizados por la Fuerza Armada con el fin de garantizar la realización de los comicios.

La guerra continuaba estando en el primer plano de la vida nacional, pero “en lo que a la dinámica estricta del sistema político electoral corresponde, las elecciones legislativas y municipales de 1988 se realizaron en el marco de un sistema de partidos tendiente a su estabilización en torno a dos polos (PDC-ARENA), y bajo nuevas mecánicas e instrumentos electorales orientados a dar confiabilidad al proceso [el cual] se rigió bajo la normatividad de un nuevo Código Electoral” (Córdova, 2007: 72-73).

Destaca en esta coyuntura el surgimiento de la coalición Convergencia Democrática (CD), integrada por los partidos de izquierda democrática: el MPSC (escisión del PDC), el MNR y el Partido Social Demócrata (PSD). Tal alianza fue el resultado del retorno del FDR a El Salvador, en noviembre de 1987, con miras hacia su reinserción al sistema de partidos. Ésta se logró en octubre de 1988, cuando el CCE legalizó al MPSC y al MNR.

La participación de la CD en las elecciones presidenciales de 1989 hizo notorio, como se apuntó al final del apartado anterior, que el nuevo sistema político estaba teniendo aceptación en los sectores de la izquierda moderada y que ésta última empezaba a deslindarse de la izquierda revolucionaria.

Ellacuría (1991: 1858) vio en este hecho un síntoma de apertura hacia “nuevas posibilidades de diálogo y negociación en un clima de mayor flexibilidad y tolerancia. El FDR y la Convergencia Democrática, no obstante las presiones sufridas por parte de Estados Unidos, la Fuerza Armada y la mayor parte de los partidos políticos, no rompieron con el FMLN [lo cual resulta] decisivo, pues impide el distanciamiento definitivo del FMLN con el proceso político interno y, al contrario, aproxima el movimiento revolucionario al resto de los movimientos políticos”.

Las elecciones presidenciales de 1989 fueron las primeras en las que se usó carné electoral. En esta ocasión participaron 7 partidos, siendo relevantes 4: ARENA obtuvo 505.370 votos (53.8%); PDC 342.732 (36.5%); PCN 38.218 (4.1%); y CD 35.642 (3.8%). ARENA se hizo del Ejecutivo, bajo el liderazgo del magnate Alfredo Cristiani, quien había sido catapultado como el nuevo rostro arenero. Tal partido había pasado de sostener la reivindicación de la retrógrada alianza oligárquico-militar —por cuya pérdida culpaba al PDC y a la política exterior estadounidense— a erigirse como promesa de modernización y democratización para El Salvador.

Esa mutación no se dio sin contradicciones. La postura esencialmente militarista en la que coincidían ARENA y sus allegados ideológicos en el Ejército predominó durante los primeros meses del nuevo gobierno. Sin embargo, tuvo que ser modificada sustancialmente a raíz de la Ofensiva Militar “Hasta el Tope”, lanzada por el FMLN en noviembre de 1989.

Por primera vez, después de casi diez años de guerra civil, el FMLN logró controlar durante casi una semana significativas áreas urbanas, incluidas ciertas colonias de San Salvador. La respuesta del Ejército consiguió diezmar a la población guerrillera e incluyó el bombardeo de población civil ubicada en las zonas populosas de la capital (Ayala, 2005 [1996]). Pero el peso político de la ofensiva fue decisivo para el desenlace del conflicto.

La ofensiva evidenció que ARENA y el PDC subestimaron la capacidad del FMLN de sostener un conflicto de semejante envergadura contra un ejército dotado con sofisticado armamento, financiado y asesorado por la Armada estadounidense. No obstante, también el FMLN subestimó la capacidad de la oligarquía para replantear su hegemonía.

En esa atmósfera de extrema tensión y sensación de pérdida de control por parte de la institución castrense, una unidad del Batallón Atlacatl —el primero de los comandos entrenados en contrainsurgencia que arribó a El Salvador a inicios de la década— ingresó a la residencia que el rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), Ignacio Ellacuría, compartía con sus colegas de trabajo sacerdotal, académico y administrativo —ubicada en el propio campus universitario—, acabando con su vida, la de otros cinco sacerdotes jesuitas y sus dos empleadas domésticas.

Ellacuría, en su característico ejercicio de reflexión constante sobre la realidad sociopolítica salvadoreña, había detectado de modo prematuro el entrampamiento militar al que estaba destinado el enfrentamiento. En consecuencia, fue el primer y más sobresaliente defensor de la salida política del conflicto.

Por tratarse de una persona distinguida en el mundo académico salvadoreño e iberoamericano, con marcado ascendente sobre el sinnúmero de alumnos que pasaron por sus aulas y de personalidades locales y extranjeras que se entrevistaron con él, su asesinato despertó el estupor de la sociedad salvadoreña y la indignación de la comunidad internacional, que por lo demás tenía al caso salvadoreño en la mira12.

Las presiones para llevar ante la justicia a los militares responsables del crimen no se hicieron esperar. Seguido de ello vinieron las presiones de los sectores progresistas del Congreso y la sociedad norteamericana por frenar el apoyo económico a la Fuerza Armada de El Salvador y terminar con la guerra civil por el camino de la negociación.

Constatado el hecho de que ninguno de los dos bandos podía vencer militarmente al otro y presionados desde dentro y fuera del país para entablar un diálogo de paz, gobierno y FMLN abandonaron su intransigencia en aras de ganar réditos con una sociedad que ya no resistía más guerra.

Habiendo emanado del ala más radical del empresariado, en contubernio con el paramilitarismo, y habiendo defendido la solución militar como la única posible contra el FMLN, fue precisamente ARENA, bajo la presidencia de “Fredy” Cristiani, a quien le correspondió firmar con el FMLN los Acuerdos de Paz.

“Hasta el Tope” puso en claro que ninguno de los contrincantes estaba en condiciones de vencer. El fin de la era Reagan y el arribo de Clinton a la Casa Blanca, la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, la derrota del sandinismo por la vía electoral en Nicaragua, el desgaste propio de la guerra y la agudización del clamor interno en favor de la pacificación, las gestiones regionales cristalizadas en los acuerdos de Esquipulas para la pacificación de Centroamérica, el asesinato de los jesuitas de la UCA y las presiones internacionales de allí emanadas, fueron todos hechos que coadyuvaron a la salida negociada del conflicto armado en El Salvador.

En 1989 el FMLN hizo público un pliego petitorio moderado como condición para insertarse al teatro electoral. Si bien este no fue aceptado, puso de manifiesto el ablandamiento de la actitud beligerante de la insurgencia hacia las elecciones. A la “Proclama de la Revolución Democrática”, escrita por un miembro de la comandancia general efemelenista (Joaquín Villalobos), continuó la propuesta de la guerrilla de convocar a la ONU a servir de mediadora en las negociaciones.

Las paradojas de la historia harían que fuera con ARENA, cuyos integrantes habían defendido la consigna “negociación es traición”, con quien el FMLN terminaría acordando la paz que puso fin a la guerra salvadoreña en 1992.

Papel del PDC en la construcción de la democracia electoral en El Salvador

Procurando periodizar el largo y sinuoso camino que ha recorrido El Salvador hacia la conquista de su democracia electoral, podríamos distinguir tres momentos decisivos. El primero, al cual hemos dado en llamar “protodemocrático”, se dio durante la presidencia del Coronel Julio Rivera (1962-1967) y se caracterizó por su espíritu modernizador y desarrollista, permitiendo una apertura política restringida.

Tales rasgos se evidenciaron en la adopción de las medidas propuestas por la CEPAL en función del proyecto de Industrialización por Sustitución de Importaciones, que en Centroamérica cristalizó en la conformación y funcionamiento del Mercado Común Centroamericano (MCC); el afianzamiento de las relaciones con Estados Unidos y con los demás países del Istmo, dentro del marco de la Alianza para el Progreso, con el interés de unificar la estrategia contrainsurgente en la región; el incentivo y favorecimiento de la agremiación y el trabajo sindical en las ciudades; y la implementación del sistema de representación proporcional en el ámbito electoral, lo cual posibilitó a los partidos de oposición la participación en la Asamblea Legislativa y el mando en ciertos consejos municipales relevantes para la vida nacional.

La década de 1970 constituyó un gran revés para esta alborada democrática y prácticamente dio al traste con los avances conseguidos. Las demandas y la organización popular se incrementaron, ante lo cual el Estado y los poderes fácticos decidieron frenar la modernización del sistema político y aceitar el aparato represivo. Los fraudes electorales de 1972 y 1977 constituyen un segundo momento crítico en la transición política, por cuanto minaron la vía electoral como mecanismo para la gestión de la conflictividad social y evidenciaron la reticencia de la Fuerza Armada a entregar el poder a un gobierno civil.

Al irrespetar los resultados electorales en que la coalición centroizquierdista Unión Nacional Opositora (UNO) —integrada por la Democracia Cristiana (PDC), la socialdemocracia (MNR) y el Partido Comunista— resultó ganadora, los militares sellaron una válvula de escape de presión que terminó extremando al máximo las posiciones de la derecha y la izquierda. El intento de atemperarlas, que se abrió con el golpe de Estado de 1979, llegó tarde y fracasó.

Estalló entonces la guerra civil y con ella la abierta injerencia estadounidense en El Salvador condujo al tercer momento decisorio en materia de democratización: la elección de una Asamblea Constituyente en 1982 y la aprobación de una nueva Carta Magna en 1983. Tareas de este nuevo órgano de representación fueron la elección de un presidente provisional, la reforma constitucional y la legislación de un nuevo sistema electoral que se inauguró en 1984 y con base en el cual se establecen los gobiernos de El Salvador desde entonces hasta la fecha.

Cuando Artiga (2007) califica de “semi-competitivas” las elecciones de esta década, alude a la exclusión de la izquierda revolucionaria del sistema de partidos legales. La actitud del FMLN hacia los comicios fue hostil a lo largo de todo el período. Los guerrilleros tildaban al PDC de “títere del imperialismo” y a las elecciones y a la reforma agraria por este impulsada de ser estrategias pro yanquis y antipopulares.

De los fundadores de ARENA no puede decirse que estuvieran interesados en impulsar la democracia. Sus prácticas paramilitares no dejaron duda respecto de su intención de aniquilar a todo aquel que consideraran subversivo, “comunista” o favorable a la modificación (aunque fuera tibia) del statu quo.

Sólo el PDC creía a pie juntillas en las bondades de la democracia electoral, pero sólo pudo echarla a andar en El Salvador subordinándose al Ejército y a Washington y renunciando a preceptos propios de la Democracia Cristiana latinoamericana según los cuales el concepto “democracia” incluía también la justicia social y el combate de la desigualdad (Caldera, 1977).

Considerando el desenvolvimiento del partido a lo largo de las tres décadas que acá se han procurado sintetizar, conviene diferenciar las etapas en las que jugó un papel protagónico en el quehacer político del país. Durante las décadas de 1960 y 1970, el PDC logra combinar exitosamente su participación en la escena electoral con su desempeño en la administración municipal, especialmente en San Salvador, y en la gestión edilicia.

Habiendo conquistado importantes espacios de poder a través del voto, supo aprovecharlos para echar a andar proyectos coincidentes con la filosofía socialcristiana y para estrechar lazos con el movimiento popular y representar sus intereses en la Asamblea Legislativa. Todo ello, sumado a su firme negativa a establecer alianzas con la Fuerza Armada y a su determinación a aliarse con fuerzas de izquierda democrática, delineó su perfil popular, antimilitarista, antigolpista, democrático, contestatario y progresista.

El estrangulamiento del espacio político llevado a cabo por los militares a lo largo de los años setenta trastocó el panorama abierto en la década previa. La afluencia de votantes, sobre todo a los comicios de 1972 y 1977 mostró que una buena parte del electorado continuaba apostando por los mecanismos electorales y adhería a una propuesta reformista, gradualista y pacífica, propuesta por la UNO, como vía de transformación social.

El robustecimiento del movimiento revolucionario y el triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua imprimieron un drástico giro al acontecer salvadoreño. La derecha sacó a relucir su costado más recalcitrante, apostando por la liquidación de toda oposición, en lugar de aceptar la imposibilidad de encontrar salidas a la crisis sin tomar en cuenta al pueblo organizado.

También la intervención de Estados Unidos trastocó la vida nacional. Duarte vio en esa injerencia la posibilidad de instaurar la democracia electoral en El Salvador y actuó en consecuencia. Dejó de lado el hecho de que la democracia contrainsurgente impulsada por Washington nada tenía que ver con el concepto de democracia enarbolado por la Democracia Cristiana, especialmente en América Latina.

La distancia entre las dos concepciones se hace evidente ante la constatación de que ni la implementación de los mecanismos formales de elección ni la estabilización de un sistema de partidos “semicompetitivo” condujeron hacia la pronta salida de la crisis que en todos los órdenes vivía el país.

La democracia electoral implementada durante la década de los ochenta no facilitó el establecimiento del diálogo entre el FMLN y el gobierno, no coadyuvó a la solución de la debacle económica, no mejoró la grave situación de violación de los Derechos Humanos ni redundó en garantías para el desarrollo de los movimientos sociales y sindicales, ni para las libertades civiles en general.

En pocas palabras, las mayorías populares, que debían ser las beneficiarias directas de las conquistas democráticas, se encontraron más bien asediadas por el esquema de “reformas con represión” implementado por la administración compartida entre Duarte y los militares y vio aún más precarizada y mermada su calidad de vida.

Ciertamente, el PDC impulsó durante la Junta Revolucionaria de Gobierno la reforma agraria, la nacionalización de la banca y del comercio exterior. Tales medidas atentaron directamente contra el sistema de dominación tradicional, estructurado para garantizar que la élite latifundista controlara la propiedad de la tierra, la producción y la comercialización del café.

La expropiación de tierras y la estatización de la banca representaron una afrenta contra una oligarquía retrógrada, egoísta y rencorosa que jamás perdonó a la Democracia Cristiana el atrevimiento y la castigó con todos los medios que tuvo a su alcance, incluido el asesinato de sus cuadros. Llevó a cabo, además, una masiva fuga de capitales y estrenó su herramienta partidaria agrediendo mediáticamente a los democristianos.

El perfil de la administración pedecista se tornó, en este período, más radicalmente antioligárquico, en virtud del respaldo de la Casa Blanca. Pero, contrariando su tradición de dos décadas, se convirtió en militarista, oficialista, encubridor y conservador. La prolongación de la guerra, la habilidad política de ARENA, la implacable injerencia estadounidense en los asuntos internos del país y las propias taras de la Democracia Cristina limitaron significativamente el margen de acción de su administración.

Sin negar que el escenario era indiscutiblemente adverso para cualquier gobierno, hay que señalar que el “pecado original” de Napoleón Duarte durante los años más críticos de su participación en política fue haber procurado gobernar tras entregar el poder a la Fuerza Armada y a los Estados Unidos, quienes realmente tomaban las decisiones respecto de la conducción de la guerra y la política económica.

En éste último ámbito, el cooperativismo y la reforma agraria se implementaron como armas de guerra en la lucha antiefemelenista, conduciendo al fracaso del proyecto. Mismo que fue atacado también por la guerrilla, como lo fue la precaria infraestructura del país. La economía colapsó. La ingente cantidad de recursos que la Casa Blanca empezó a derivar hacia El Salvador —convirtiéndolo en el tercer país receptor de fondos por parte de Estados Unidos en el mundo— impidió la debacle, pero no apuntaba hacia su solución, sino hacia el fortalecimiento del Ejército y el aceitamiento de las estrategias de la Guerra de Baja Intensidad.

No fue, pues, la administración de Duarte favorable al pueblo, cuyas condiciones se vieron aún más deterioradas a causa del terremoto que en octubre de 1986 sacudió San Salvador, dejando un saldo de más de 1500 fallecidos, miles de desaparecidos y damnificados, además de las tres sequías que durante esos años castigaron la economía eminentemente agraria del país.

Ellacuría señaló como causa del fracaso de Duarte en enrumbar al país hacia una salida efectiva de la crisis lo errado de su diagnóstico sobre la compleja problemática nacional. De acuerdo con ese análisis, Duarte sobreestimó los logros que en materia democrática se dieron, sin advertir que se trataba de una democratización circunscrita al ámbito formal que en nada contribuía a la solución de los problemas estructurales que estaban en la base de la crisis.

Por otra parte, el oportunismo, clientelismo y corrupción de los democristianos que rodearon a Duarte durante su gestión, provocaron que los problemas nucleares permanecieran prácticamente intocados a lo largo de su mandato13. A Duarte le faltó, además, “comprensión adecuada del fenómeno revolucionario, al cual tildó de ser una agresión extranjera del comunismo internacional. Se plegó, pues, en lo fundamental al diagnóstico y a la solución norteamericana, tomadas desde otra perspectiva y con otros intereses, que no eran los salvadoreños y centroamericanos” (Ellacuría, 1991 [1988]: 1840). La soberanía nacional fue así hipotecada por el presidente Duarte, cuyo mesianismo le impidió vislumbrar la magnitud de sus equivocaciones. Tampoco tuvo auténtico interés en gestionar la salida negociada del conflicto, más allá de su afán por figurar en las cámaras, buscando una popularidad perdida que no consiguió recuperar. Para propiciar el diálogo, el FMLN exigía la transformación del sistema político y el reconocimiento de su liderazgo en las zonas que ya se encontraban bajo su control. El gobierno, por su parte, exigía la deposición de las armas por parte de la guerrilla y la presentación a elecciones, sin la mínima intención de cambiar las reglas del juego democrático. “Aquello era poco menos que un diálogo de sordos. No había bases objetivas para el entendimiento, ni voluntad política real para intentarlo” (Samayoa, 2002: 40).

PDC, ARENA, FMLN, Fuerzas Armadas, movimiento popular, Iglesia y gobierno estadounidense fueron, pues, actores de primer orden en el largo proceso de transición a la democracia electoral salvadoreña. Cada uno respondiendo a sus propios intereses, en un contexto regional convulso, cuyo telón de fondo fue la última década de la Guerra Fría. Se trató de un proceso lleno de contradicciones y complejidades. Solo al final de la década de 1980 tanto el escenario nacional como el internacional sufrieron modificaciones tan drásticas que forzaron a las partes a relajar su intransigencia original y a madurar sus posiciones hacia planteos más factibles.

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Notas

* Este trabajo fue seleccionado entre los ganadores del concurso “Democracia, participación ciudadana y procesos electorales en Centroamérica”, organizado por CLACSO en 2014.
1 Necesario es subrayar que Ellacuría no alude al movimiento de filósofos de la liberación surgido en Argentina durante la década de 1970. Nuestro autor propone una filosofía de la liberación al margen de los desarrollos de la plural filosofía de la liberación surgida en el Cono Sur. Respecto de esto último, ver Cerutti, Horacio (2006) Filosofía de la liberación latinoamericana (México: Fondo de Cultura Económica).
2 Stephen Webre, autor de la obra más relevante publicada hasta el momento sobre el Partido Demócrata Cristiano en El Salvador, se refirió a este clima de apertura en contraste con el cierre de espacios políticos que caracterizó a las décadas de 1970 y 1980. Entrevista realizada para esta investigación el 12 de junio de 2015.
3 Hilda Caldera, socióloga venezolana, recoge un pronunciamiento emitido en 1955 por Acción Social Cristiana, organización que derivaría poco después en el Partido Democracia Cristiana Guatemalteca (PDCG). El texto, escrito en respaldo a la Iglesia Católica, en contra del gobierno de Jacobo Arbenz (1951-1954) y titulado “Hacia una redistribución de la riqueza”, resulta esclarecedor respecto de la posición democristiana: “La concentración del capital ha producido la miseria de los proletarios. Y el proletariado se ha ido extendiendo cada vez más. Hace falta una nueva distribución de la riqueza. Una distribución justa. Una distribución de acuerdo con la contribución de cada uno de los factores de la producción: capital, trabajo, naturaleza; y no convirtiendo el trabajo humano en una simple mercancía […] y lo grave es que esta redistribución que hace falta, está camino de llegar. Y tiene que llegar por uno de dos caminos, o por las buenas, es decir, por evolución, por la sabia cordura de quienes indebidamente poseen las riquezas, o por la violencia, por la revolución, por las fuerzas desatadas y azuzadas por líderes políticos más que sociales. Una redistribución de la riqueza efectuada por la revolución será desastrosa. Porque arrastrará injusticias, odio, sangre” (Caldera, 1986: 24-25).
4 Por medio del MCC la CEPAL puso a prueba su modelo de industrialización por sustitución de importaciones. Inaugurado en 1960, el tratado firmado por Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica promovía la producción industrial y la libre circulación de mercancías de manufactura local.
5 Molinari (2013) propone matizar la imagen de Rivera como un “demócrata”, a diferencia del conservador Sánchez. La autora enfatiza en que durante la administración de Rivera se instrumentó el Consejo Centroamericano de Defensa (CONDECA), ente articulador de los ejércitos centroamericanos en el marco de la estrategia contrainsurgente impulsada por Estados Unidos. A nivel interno, se creó también la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), liderada por el General José Alberto “El Chele” Medrano. ORDEN fue una estructura de reclutamiento de campesinos para labores de “patrullaje” o vigilancia en los cantones. Funcionó como red clientelar del partido oficial, el cual otorgaba prebendas y garantizaba seguridad a cambio de votos.
6 El Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), liderado por Guillermo Ungo hijo, surgió como un pequeño partido integrado por intelectuales adherentes a la socialdemocracia. Se inauguró en los comicios de 1968.
7 En su ensayo político Partido revolucionario y lucha armada en la formación social contemporánea de El Salvador, Roque Dalton (1973) cuestiona duramente la tesis comunista vigente en ese momento, acerca de las “dos revoluciones”. En virtud de tal tesis, el PCS sostenía la necesidad de llevar a cabo una “revolución burguesa” para, luego, arribar a la “revolución socialista”.
8 Rey Prendes relata la argucia realizada por la dirigencia pedecista para postular a un miembro de la cúpula, José Antonio Morales Erlich, como candidato a alcalde, y no a Carlos Rebollo, a quien las bases deseaban reelegir. Según el autor, “Por primera vez, la casi totalidad de la dirigencia estábamos de acuerdo con eludir el respeto que siempre habíamos tenido de aceptar las decisiones tomadas por mayoría de votos y entonces preparamos un plan para poder elegir a Toño Morales” (Rey Prendes, 2008: 233).
9 Hilda Caldera (1983: 27) denomina el período comprendido entre 1977 y 1979 como “de las catacumbas” para el PDC salvadoreño, caracterizado por la ausencia de actividades partidarias al interior del país y por la persecución, asesinato y exilio de muchos de sus cuadros.
10 Carmen Elena Villacorta (2010: 114) explica el surgimiento de ARENA como la respuesta organizada de un sector radicalizado de la gran empresa salvadoreña ante tres situaciones amenazantes: “i) La irrupción de la izquierda revolucionaria; ii) El retiro del apoyo incondicional que la Fuerza Armada le había venido ofreciendo durante los últimos 50 años; y iii) El respaldo estadounidense a las opciones centristas, buscando la marginación de los extremos, en el marco de la estrategia contrainsurgente. La primera respuesta frente a esa triple amenaza no fue […] fundar un partido político, sino desarrollar una estrategia paramilitar en busca de la eliminación física de toda oposición política y formar grupos de presión […] en contra de un gobierno adverso a su intención de imponer una única concepción de nación”.
11 Después de la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, el Informe de la Comisión para la Verdad De la locura a la esperanza. La guerra de doce en El Salvador (ONU, 1992/1993) señaló a D’Aubuisson como líder paramilitar y autor intelectual del asesinato de Monseñor Romero.
12 Junto con Ellacuría fueron asesinados los también sacerdotes jesuitas Ignacio Martín-Baró, prominente fundador de la psicología social en América Latina y vicerrector académico de la UCA; Segundo Montes, sociólogo y director del centro de Derechos Humanos de la universidad; Juan Ramón Moreno, director de la biblioteca de teología; Amando López, profesor de Filosofía; Joaquín López y López, fundador de la mencionada casa de estudios; Elba Ramos y Celina Ramos, colaboradoras domésticas. El asesinato de los mártires de la UCA causó conmoción a nivel nacional e internacional. Sensiblemente conmemorado cada año, el crimen continúa impune.
13 Inés de Duarte (2005), en sus memorias, lamenta lo que considera deslealtad de los funcionarios en los que Duarte confió y “le fallaron”.

Notas de autor

** Es salvadoreña. Realizó estudios en el Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos, Facultad de Filosofía y Letras Universidad Nacional Autónoma de México (PPEL/UNAM)

She is salvadoran. She carried out studies in the Postgraduate Program in Latin American Studies, Faculty of Philosophy and Letters National Autonomous University of Mexico (PPEL / UNAM)

Información adicional

Cómo citar este artículo [Norma ISO 690]: VILLACORTA, Carmen Relectura de la transición a la democracia en El Salvador a la luz de la historia del Partido Demócrata Cristiano (PDC). Crítica y Emancipación, (15): 171-244,primer semestre de 2016.

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