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Violencia, memoria y género. Gabriela Cabezón Cámara, Marta Dillon, Selva Almada, Mariana De Mello, Belén López Peiró
Miriam Chiani
Miriam Chiani
Violencia, memoria y género. Gabriela Cabezón Cámara, Marta Dillon, Selva Almada, Mariana De Mello, Belén López Peiró
Violence, memory and gender. Gabriela Cabezón Cámara, Marta Dillon, Selva Almada, Luciana de Mello, Belén López Peiró
Aletheia, vol. 11, núm. 21, 2020
Universidad Nacional de La Plata
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Resumen: Avanzada la primera década del 2000 en efecto, va visualizándose la conformación de una zona narrativa que ligada a la inmediatez del presente de su enunciación (el conjunto de fuerzas sociales y discursivas en torno a cuestiones de género y diversidad) va tejiendo nudos entre los imaginarios de violencia patriarcal desplegados en los textos y el universo de hechos y relatos setentistas, entre perspectiva de género y terrorismo de estado. Recorremos aquí en algunas variantes de narrativas testimoniales (ficcionales y de carácter autobiográfico) estos cruces y articulaciones que, ya presentes en Le viste la cara a Dios (2011) de Gabriela Cabezón Cámara, se replantean de otros modos en Aparecida (2015) de Marta Dillon y Chicas muertas (2014) de Selva Almada y pueden rastrearse también en las nuevas hablas del abuso representadas por Mandinga de amor (2016) de Luciana De Mello y Porqué volvías cada verano (2018) de Belén López Peiró.

Palabras clave: Narrativa argentina,Memoria,Violencia de género,Terrorismo de Estado.

Abstract: As the first decade of the 2000s progressed, a new narrative territory began to take shape in Argentina that was closely tied to the circumstances in which it arose—the various social and discursive movements around gender and diversity. This new body of literature weaves together imaginaries of patriarchal violence with the universe of events of the late 1970s and Argentina’s most recent dictatorship, through accounts that bring together state terrorism and the gender perspective. Focusing on several examples of fictional and autobiographical testimonial narratives, this study explores how these worlds intersect and overlap in Gabriela Cabezón Cámara’s Le viste la cara a Dios (2011), are reconfigured in Aparecida (2015) by Marta Dillon and Chicas muertas (2014) by Selva Almada, and can also be traced in new writing on abuse, such as Luciana De Mello’s Mandinga de amor (2017) and Belén López Peiró’s Porqué volvías cada verano (2018).

Keywords: Argentine narrative, Memory, Gender-based violence, State terrorism.

Carátula del artículo

Dossier: Literaturas, memorias, testimonios

Violencia, memoria y género. Gabriela Cabezón Cámara, Marta Dillon, Selva Almada, Mariana De Mello, Belén López Peiró

Violence, memory and gender. Gabriela Cabezón Cámara, Marta Dillon, Selva Almada, Luciana de Mello, Belén López Peiró

Miriam Chiani
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Aletheia
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN: 1853-3701
Periodicidad: Semestral
vol. 11, núm. 21, 2020

Recepción: 18 Noviembre 2020

Aprobación: 30 Noviembre 2020


Los movimientos de mujeres y la progresiva institucionalización de sus luchas en Argentina –con leyes, organismos, organizaciones que acompañaron la creciente oleada de violencia contra ellas– interactúan con una múltiple trama textual (política, social y jurídica) de la que participa la ficción para fraguar allí nuevas avenidas discursivas, adelantarse y/o abrirse al acontecimiento1. Avanzada la primera década del 2000 en efecto, va visualizándose la conformación de una zona narrativa que ligada a la inmediatez del presente de su enunciación (el conjunto de fuerzas sociales y discursivas en torno a cuestiones de género y diversidad) va tejiendo nudos entre los imaginarios de violencia patriarcal desplegados en los textos y el universo de hechos y relatos setentistas, entre perspectiva de género y terrorismo de estado2.

La militancia que enlaza Derechos Humanos, feminismos y disidencias sexuales se hace explícita en Ni Una Menos. Mientras en su “Carta orgánica” el Colectivo se reconoce en las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y en las mujeres revolucionarias que fueron sus hijas, el Manifiesto del 21 de marzo de 2019 titulado “Las guerrilleras son nuestras compañeras”, se cerraba con la siguiente consigna

Nosotras, nosotres, como las guerrilleras en fuga de todos los mandatos, también queremos cambiarlo todo. Somos, como ellas, amantes, tirabombas, madres y xadres, amigas, indias, negras, marikas, que militaron con y por sus ideales, con un deseo que era tan claro como es hoy nuestro deseo: romper un sistema injusto, opresor, asesino, patriarcal, racista y colonial. Compañeras guerrilleras: ¡Presentes! Presentes en la memoria y en el cuerpo. Hoy más que nunca: Ni olvido ni perdón: rebelión!

Juicio y castigo

Son 30 mil, fue genocidio. (http://www.niunamenos.org.ar)

Esta línea ascendente de identificación, el trazado de un linaje de luchas comunes, la apelación a la militancia y a la lucha armada se conectan con la voluntad también expresa de las integrantes del colectivo de “transformar el duelo en potencia”, de correrse del lugar de víctima para volverse “Sujetas de creación”, “Sujetas políticas”3 .

Las filas del Ni Una Menos, además, reúne hijas de desaparecidos e hijas de represores, entre ellas Erika Lederer, Liliana Furió y Analía Kalinec. Éstas últimas se manifiestan por primera vez en público, –bajo el lema “Historias desobedientes. 30 mil motivos. Hijos e hijas de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia”– en la marcha del 3 de junio de 2017, por reconocerse en sus banderas, reclamos y reivindicaciones4. Según admite Érika Lederer, Ni Una Menos las ayudó en parte a repensar sus vivencias en la niñez durante la dictadura y a identificar las violencias sufridas en sus casas, los mandatos impuestos y la repetición de patrones de violencia en sus propias vidas futuras (Curia, 2017)5 .

Desde mediados de los años ‘80 han ido apareciendo testimonios genderizados (González, 2018) que de diversos modos exponen cómo las estructuras sexistas atraviesan y configuran las prácticas del poder dictatorial: Pasos bajo el agua (1986) de Alicia Kozameh, Una sola muerte numerosa (1996) de Nora Strejilevich, Mujeres guerrilleras (1996) de Marta Diana, los testimonios de mujeres desaparecidas recogidos en Pájaros sin luz (1999) por Noemí Ciollaro, las memorias de la cárcel de Graciela Loprete publicadas por sus compañeras bajo el título de La Lopre, memorias de una presa política (2006), Nosotras presas políticas (2006) (testimonio colectivo), Procedimiento. Memorias de La Perla y La ribera (2007) de Susana Romano Sued,Putas y guerrilleras (2014) de Miriam Lewin y Olga Wornat. A ellos se suman, desde mediados del 2000, la producción de la segunda generación, de hijas de desaparecidos y exiliados –que en algunos casos explora la militancia desde una perspectiva de género– y textos sobre violencia de género que establecen en diferentes grados diversas relaciones (imaginarias e históricas; de identificación, de contigüidad temporal, de concatenación a nivel argumental, de paralelismo en las condiciones de enunciación) con la violencia política de los años ‘70, ya para identificar en la violencia política, violencia de género –una “violencia política sexuada” que pone en juego modos particulares de la masculinidad y de la feminidad vulnerando las subjetividades, dañando sus capacidades de resistencia6 ; ya para poner de manifiesto que las reivindicaciones de género y de disidencias son parte de los derechos humanos7 , o que la violencia sexual es violencia política8 .

Recorremos aquí en algunas variantes de narrativas testimoniales (ficcionales y de carácter autobiográfico) estos cruces y articulaciones que, ya presentes en Le viste la cara a Dios (2011) de Gabriela Cabezón Cámara, se replantean de otros modos en Aparecida (2015) de Marta Dillon y Chicas muertas (2014) de Selva Almada y pueden rastrearse también en las nuevas hablas del abuso representadas por Mandinga de amor (2016) de Luciana De Mello y Por qué volvías cada verano (2018) de Belén López Peiró.

1

En Le viste la cara a Dios (2011) el relato de Gabriela Cabezón Cámara que cuenta la historia de una mujer cautiva en un puticlub del Conurbano bonaerense, es claro el objetivo de trazar líneas de continuidad entre la situación de trata y los campos de concentración-exterminio en el nazismo; visible ya desde el inicio del texto con el uso de un epígrafe de La escritura o la vida de Jorge Semprún, sobreviviente de Buchenwald,9 recorre todo el texto y se reactiva especialmente cuando se imaginan las modalidades en situación de encierro y violencia: la vida a disposición del torturador, la inminencia de la muerte como destino manifiesto, la posibilidad del ser humano de adaptarse al mal, la increíble tendencia de la situación extrema a convertirse en hábito. Las metáforas, las imágenes y los nombres que sirvieron para contar los horrores de la Alemania nazi transmigran para decir la violencia sobre los cuerpos de las mujeres, eclipsando la distancia histórica. Pero también repercute, en la experiencia afectiva y vivencial de la trata, en los prostíbulos del presente, la violencia de la última dictadura cívico-militar argentina. La asociación se vuelve explicita en las sucesivas ediciones que incluyen como epígrafe una réplica de la consigna de lucha de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo: “Aparición con vida de todas las mujeres y nenas desaparecidas en manos de las redes de prostitución y juicio y castigo a los culpables”10. La cláusula inscribe el texto en el espacio y debate público, en la dinámica de la marcha y resistencia política, ligándolo directamente al contexto de su producción, al resonante caso de Marita Verón judicializado en 2012, luego de una intensa búsqueda y recopilación de evidencias, que demostraron parte del entramado de la red de trata para explotación sexual en nuestro país .11

Cabezón Cámara, con estas asociaciones y reenvíos, no solo establece semejanzas y continuidades entre el funcionamiento del prostíbulo y el campo de concentración (Moreno, 2013; Maradei, 2018); equipara, pone en paralelo, o da la misma entidad a las víctimas de trata y a la figura del desaparecido (Dema, 2012; Audran, 2017), haciendo en relación a las primeras también responsable y cómplice al Estado. Si las compañeras zombis de Beya –pura carne lacerada, sin conciencia ni impulso ni voluntad–, probablemente hayan perdido el poder de observar, de recordar o de expresarse, o hayan muerto todas, Beya se empoderará: sobrevive y huye para dar testimonio del horror y para vengarse, hacer justicia por mano propia donde se licuan los sistemas de legalidad, y el Estado ausente no protege. Con su trayectoria impredecible, Beya pone en primer plano el poder de cambio y la intensidad virtual de una vida desustancializada y abierta, diferente a cada momento, y que ensaya la transmutación como ejercicio de sobrevivencia12. La misma trasmutación que encarnan los diferentes movimientos, formatos, transposiciones, adaptaciones y acciones experimentadas o convocadas por el texto (del ebook a la versión impresa, el comic, el mural, o el teatro)13; formas de producción que tienden a ir más allá de la representación y del objeto libro para aliarse a otras manifestaciones del arte contemporáneo, abiertas a contigüidades de todo tipo con la vida (Rios, 2016).

2

Sin la esperanza, después de tantos años, de hallar nuevas pistas, o de encontrar la verdad; sin el intento de focalizar en un posible culpable por sobre otros, lo que parece impulsar la escritura de Chicas muertas, la crónica sobre los crímenes impunes de tres adolescentes ocurridos en el interior del país en la década del ‘80, es otra cosa. En primer lugar, ir contra el olvido, desempolvar casos impunes: ya opacados por otros acontecimientos coincidentes más espectaculares ­­–las fiestas del advenimiento de la democracia, los Juicios por los crímenes del terrorismo de estado–, enturbiados también por la intervención de una policía con los vicios todavía de la dictadura y de una justicia condicionada por la presión de los poderosos. Pero fundamentalmente lo que se intenta es replicar estas muertes y la impunidad que las rodea en la miles de muertes posteriores, cuando ya sí pueden llamarse femicidios –de las que se mencionan, apenas iniciado el texto, las que fueron noticia en diarios de circulación nacional y luego, en el Epílogo, las últimas diez acaecidas tan solo en el primer mes del año en que Almada termina su crónica14. Enumeraciones con nombres y apellidos de las víctimas al principio y al final del texto, a las que van sumándose a lo largo del relato otras muertes incidentales: la referencia a un cuerpo aún sin identificar, confundido inicialmente con el de Sarita Mundín; la inclusión de conversaciones que evocan otros crímenes; un minirrelato sobre “Rosa, la polaca”, tomado del libro Crímenes de la crónica policial; una síntesis de los femicidios más recientes cometidos en la ciudad de Villa María; la alusión al cuerpo de una joven hallado en el mismo sitio donde fue encontrado el cadáver de María Luisa Quevedo. Así el texto provoca un doble movimiento o efecto: particulariza; reconstruye la singularidad de las historias de las tres jóvenes en detalle (contexto familiar, condición social, relaciones afectivas, características físicas, situaciones previas a su muerte); y a la vez, diluye esa singularidad; borronea y confunde los contornos de las tres historias en la multiplicación de esas otras similares.

La crónica, por otro lado, posee trazas de la experiencia personal de la escritora. Además de alternar las historias de las jóvenes con el relato de su propia investigación, Almada inscribe los casos en el terreno de su propia vida —relata cómo y cuándo se entera de los hechos y el impacto que le ocasionan–; y da cuenta de las situaciones de peligro que ella misma vivió, vio o escuchó. Chicas muertas se abre en primera persona para describir cómo un contexto familiar y tranquilo —un domingo, un asado, su padre, su gata pariendo a los pies de la cama— se torna ominoso con la noticia de que habían asesinado a una adolescente mientras dormía, en su cama, en una casa como la suya. Se abre con una identificación reveladora: “mi casa, la de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte” (Almada, 2014, p.17). A partir de allí en forma desordenada se incluirán otros recuerdos/materiales de tipo personal (el susto cuando hacía dedo con una amiga y el conductor manoseó a su amiga; la imagen del fisgón incorregible del pueblo; las historias que le cuenta su madre acerca de raptos y violaciones, la confesión de su tía sobre un primo cuarentón que pretendió someterla). Estos recuerdos refuerzan la idea de proximidad, cercanía constante, o convivencia real con el riesgo de muerte; comprueban que el silencio, o una minimización naturalizada envuelven estos episodios; traducen, en definitiva, la certeza de que vive, de que escribe por milagro o azar. Almada configura así su propia imagen como la de una sobreviviente

este libro comenzó a escribirse en 1986, cuando la chica muerta se cruzó en mi camino. Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Sólo una cuestión de suerte (Almada, 2014, p. 182).

Al multiplicar y amplificar las historias de las tres jóvenes con microrrelatos incidentales; exhibir diversos mecanismos de implicación subjetiva, e integrar pasajes de observación etnográfica con descripciones de ciertas costumbres locales de índole patriarcal, y escenas de microviolencia, más que ceñirse a la reconstrucción de casos particulares, Almada expone una condición de precariedad generalizada, la condición que según Butler (2009) une a las mujeres, los queers, los transexuales, los pobres y las personas sin estado, en tanto poblaciones cuyos miembros, por determinadas estructuras sociales y políticas, no son reconocidos como sujetos ciudadanos y pasan a ser un resto espectral, fantasmal15.

“Yo creo que lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas” –dice Almada; y la precariedad es justamente una cuestión conectada a la invisibilidad o a la falta de reconocimiento como sujetos (de ciertas poblaciones, grupos, minorías) por no cumplir con los modos de inteligibilidad legitimados por el sistema. Chicas muertas organiza toda una trama de factores de opacidad que contribuyen a la invisibilización, auspician el crimen y la impunidad, favorecen el olvido, y el silencio. En primer lugar pone en evidencia el cruce entre género y clase. María Luisa Quevedo, Andrea Danne y Sarita Mundín comparten además de sus destinos finales y una edad semejante una misma condición social: pertenecen a clase media baja y baja. María Luisa era mucama, Sarita era prostituta y Andrea tampoco tenía importantes medios económicos. Pero va a subrayar también la persistencia de las redes de poder vinculadas al aparato represivo del estado en los años setenta: la connivencia de la justicia con el poder empresarial, la corrupción y la complicidad política y policial ya en los crímenes, ya en la imposibilidad de resolver los casos. Así, por ejemplo, en relación a Sarita Mundín, Almada señala los lazos entre prostitución y sistema político: la joven “de yirar en la ruta pasó a tener una cartera de clientes del Comité Radical. Ella y su amiga Miriam García eran militantes del partido, dos muchachas jóvenes y lindas que enseguida acapararon la atención de los señores mayores, de buena posición social y doble discurso” (Almada, 2014, p. 57).

Otro hecho ligado a la dictadura termina por opacar todavía más estos sujetos/fantasmas: fueron los testimonios de las víctimas del terrorismo de estado, como señala Celeste Cabral, los que lograron tempranamente ubicar su relato en el lugar de la memoria hegemónica e impulsaron exitosamente la causa de las vulneraciones en materia de Derechos Humanos; en cambio los femicidios encontraron condiciones de escucha social y obtuvieron un lugar en la memoria colectiva mucho más tarde. Con Chicas muertas, Almada rescata lo que Michelle Pollak llamó “memorias subterráneas”, aquellas versiones sobre el pasado que sectores minoritarios de la sociedad no logran incluir en la memoria colectiva en disputa; recuerdos “indecibles”, “vergonzosos”, que no encuentran en su momento condiciones de audibilidad, se conservan y transmiten por vías alternativas en el ámbito privado, mientras esperan el contexto propicio para emerger (Cabral, 2018)16.

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Mientras Le viste la cara a Dios establece semejanzas entre antro/víctimas de trata y campos clandestinos de detención/figura del desaparecido y Chicas muertas señala cierta relación histórica entre crímenes perpetrados durante el terrorismo de Estado y femicidios –al identificar la continuidad de los vicios de las instituciones durante la dictadura y en los primeros años de la democracia–, Aparecida (2015)de Marta Dillon le imprime marcas de disidencia sexual y de género a la memoria de la dictadura y al relato del duelo. Ya lo demuestran la estructura y la dinámica narrativas organizadas por una serie de paralelismos: primero, entre el anuncio de la boda de Marta Dillon y Albertina Carri y el anuncio del hallazgo de los huesos de su madre; luego, entre el proceso de duelo y el de los preparativos de la unión de las mujeres; finalmente, entre la fiesta del casamiento y la del entierro de los restos. Aparecida hace de la memoria de la madre desaparecida, un relato de amor (disidente) y de muerte. Proyecta este binomio propio del romanticismo hacia el contexto político del crimen de estado y hacia la esfera privada, y lo replica, además, en distintos planos y de distintas maneras: el amor ardiente, la pasión por su madre que se desatan en ella tras el hallazgo de los huesos17; las referencias a Marta Taboada como “La romántica” o a su propio “corazón romántico”; aquellas a la relación entre amor, muerte y militancia; la refracción del binomio, de dolor y de pasión en el recuerdo de la agonía de la artista plástica Liliana Maresca (quien despertó por primera vez el amor en Dillon hacia una mujer)18.

El texto, por otra parte, no ahorra referencias “feministas” a los esfuerzos y estrategias desarrollados por las mujeres que emprendieron la lucha y la militancia para mantener los vínculos afectivos y seguir estando presentes: arreglos domésticos, organización de la crianza, prácticas de cuidado que desafían el concepto convencional de maternidad, mediante la activación de formas de reciprocidad y solidaridad familiar19. En este sentido, si bien próxima al protagonista de la novela Una muchacha muy bella (2013) de Julián López –en cuanto al predominio del lazo amoroso por sobre el reclamo– y semejante a la de Pequeños combatientes (2013) o La casa de los conejos (2007) –en cuanto a la exposición y la convivencia con la militancia–, la figura de la niña en Aparecida se singulariza en la figura de “compañera”. A los 9 años ya conocía técnicas para escabullirse de los grupos de tareas, tenía charlas con las amigas revolucionarias de su madre, y hacía con ella viajes furtivos hasta Puerto Iguazú para sacar por la frontera a algún compañero. El rol de compañera, que naturalmente arrastra el sentido político del término, el de la lucha, se presenta también como transmisión amorosa, como ofrenda maternal asumida con orgullo. El reconocimiento más explícito de este vínculo de compañeras se atesora en el recuerdo de un “acto de arrojo” de su madre. Es una escena en la que Marta hija llora sin consuelo porque se acerca la presentación del coro en el colegio de monjas y ella no tiene el uniforme de verano: en la urgencia por salir lo había dejado en Flores. Su madre la calma, le seca las lágrimas y le dice que ya van a encontrar la solución. Días después, hecha un bollo en la parte de atrás del auto, está la pollera. Acompañada por una amiga y luego de un modesto operativo de inteligencia, Marta madre había logrado entrar y salir del departamento para recuperar la falda y fingir que todo seguía estando en su lugar. Y si solo hay el reproche de no haberla preparado, de no haberle ofrecido las herramientas para “vivir en el polvo” o “en los escombros” de esas alegrías y luchas del pueblo latinoamericano, éste además se diluye en la justificación, la comprensión, o la identificación con la figura materna: “Una no deja de ser quien es porque tiene hijos. Y eso es algo que creo que todavía le debemos a ellos” (p. 29, cursiva mía). “La maternidad es una demencia si una no conserva algo de egoísmo”, dirá luego refiriéndose a sí misma en una escena con su hija mayor. De este modo en Aparecida Dillon, a diferencia de otros textos de Hijos, reivindica la elección por la militancia de su madre y entiende la propia como su continuidad, como legado. Aceptada la muerte materna como cosa pública (p. 197), el entierro de los restos de Marta Taboada se organiza como una tremenda fiesta de la madre: hubo música, banderas y bombos. Un costado de la urna funeraria donde iban sus huesos ostentaba la figura de una Evita radiante a todo color, con el pelo rubio suelto, sonriente, con dos fusiles cruzados y la leyenda: “Hasta la victoria siempre”, y una segunda, referida a Taboada, con la frase “mamá, abuela, hermana, amiga, amante, compañera”. Resistencia (material y política) de los huesos: “Ella era sólida aun desarticulada y sus fragmentos no hablaban de fragilidad sino de resistencia” (p. 191). Este rito mortuorio subraya particularmente una Hermandad, una fraternidad entre mujeres, compañeras. Así, por ejemplo, la preparación de las exequias, con ofrendas especiales de sus amigas:

Silvina había traído brillantina, piedritas de ojo de tigre, la gema que cobija a las nacidas bajo el signo de Leo, y una petaca de grapa miel de la que nadie más tomó. Josefina una pastafrola, su incandescente sonrisa y unos botoncitos de perla como los que tenía el saquito de la comunión que tomó cuando llegó a casa de sus abuelos después del secuestro de su mamá, en remera y bombacha, con hepatitis. Lucila, la que a fuerza de querer una foto con su padre desaparecido había inventado para todos la forma de crear esa imagen deseada, puso sobre la mesa unos diminutos muñecos coyas tejidos, calcomanías y más piedras. Alba desplegó sus lanas y un rollo zigzag “de los 70”, esa cinta ondulada que festoneaba entonces los volados de las polleras campesinas. Liliana llegó con su voluntad siempre lista de ponerse a disposición, su humor ácido y un whisky. Raquel ya estaba martillando azulejos de colores para enhebrar con esas cuentas una palabra; no trajo nada que recordara a sus desaparecidos, ella siempre lo está inventando todo. Lucrecia entró y me llamó aparte, me hizo mirar dentro de un sobre de papel, ahí estaba uno de sus tesoros más preciados: un poema manuscrito de Liliana Maresca y un puñado de los pétalos que habían perfumado su cama cuando dejó de respirar (Dillon, 2015, p. 192).

Toda esta escena sáfica, el carácter carnavalesco/festivo del rito fúnebre con las consignas políticas, recuerda y reanima la conexión de los ´70 entre lo político y lo sexual que representó el Frente de Liberación Homosexual, el colectivo que intentaba ligar el horizonte de una revolución social con el de una sexual a través del trabajo de sujetos con identidades disidentes en relación a la norma heterosexual, y que constituyó un legado para las organizaciones LGTTBQI. Y por esta vía se reanima también el contacto de este texto con la estética neobarroca20. En el entierro conviven en un mismo hecho político la afirmación del derecho a la memoria, la verdad y la justicia y la afirmación de la diversidad sexual y de género21.

En febrero del 2018, el colectivo Ni Una Menos –surgido el mismo año en que se publica Aparecida–, a propósito del Juicio por la desaparición forzada y el homicidio de Marta Taboada, proclamará la alianza de luchas pasadas y presentes de las mujeres, el linaje de desobediencias al patriarcado

Nosotras nos referimos a la violencia machista en todas sus formas, incluyendo la violencia de una crueldad específica contra las mujeres que se aplicó sobre el cuerpo de nuestras madres políticas, las militantes de los años 70, en el contexto del terrorismo de Estado […] Cuando decimos Ni Una Menos actualizamos con nuestras resistencias feministas las luchas de los derechos humanos (8F: Es tiempo de desobediencia al patriarcado, Manifiesto # 15, 2018).

4

Mandinga de amor (2016) de Luciana de Mello es una novela que puede situarse en el mapa de las narrativas de “extranjería”. Como tal supone un desplazamiento geográfico hacia el exterior, un intercambio cultural y una experiencia de extrañeza que pondrá en conexión lo propio y lo ajeno, lo extranjero y lo nacional (Seifert, 2019). Una joven recibe en Buenos Aires el llamado telefónico de su tío que está prófugo y decide ir en micro a una ciudad de frontera entre el norte de Uruguay y el sur de Brasil, Rivera, de donde es oriunda su familia. Comienza a buscarlo en los alrededores de “una calle con intención de avenida que oficia de agua divisoria” (De Mello, 2016, p. 37); una zona llamada La Línea. Allí se mueve con facilidad a pesar de los riesgos y trampas propios de los espacios fronterizos y conoce a un cambista y a una mae de umbanda que la ayudan en su búsqueda. En la estructura narrativa que organiza Luciana de Mello el relato del viaje, que será un proceso iniciático, se verá interrumpido por fases de un pasado, que emerge vivo y discontinuo, para descubrírsele a la protagonista y al lector en su orfandad, violencia, y desarraigo. Sentimientos y experiencias –ligados a vínculos familiares conflictivos, a un amor confuso e incestuoso– que se tratan de entender y dejar atrás. El desplazamiento es entonces, en segundo lugar, existencial: a través del viaje se alcanzará un umbral de extrañeza, una revelación, un otro de sí y de la propia historia gracias a un encuentro religioso espiritual que exorcizará el lastre del pasado. Pero la extranjería supera el nivel argumental: resuena también en la propia lengua. Anunciado en el “mandinga” del título –el americanismo de origen africano que convoca embrujo, hechizo y designa la capacidad de engaño, la malicia propia del diablo–, y en algunas expresiones sueltas, el extrañamiento lingüístico en portuñol domina los parlamentos de la mae; mantiene así el misterio del culto umbanda y la experiencia místico iniciática que tendrá la joven. La novela, anudando un tipo de vivencia de desplazamiento (tanto exterior como interior) a una escritura extraterritorial, vuelve, desde una perspectiva diferente a las usuales, a la dictadura en los ’70.

De Mello comparte el movimiento característico de algunos de los relatos de la última década que retornan a la época de la dictadura, aquellos que refractan de distintos modos –en sus tramas, en los géneros, perspectivas o estrategias narrativas adoptadas– la experiencia de quienes vivieron los años de la dictadura durante la primera infancia o la adolescencia, cuya distancia con los hechos es escenificada ya en dinámicas del entrever (ver de lejos, por afuera, de manera confusa o imprecisa), o de la contigüidad y superposición (fundir, hacer repercutir, la violencia de los setenta en otras diferentes formas de violencia)22 . En Mandinga de amor confluyen ambas dinámicas: la mirada parcial, deficiente de una niña, –aunque en este caso habría que hablar de escucha más que de perspectiva o visión; escucha de un discurso materno que recorta, modifica, miente– y el cruce de violencia política y violencia de género: terrorismo e incesto. Pero también avanza en otras direcciones.

Así como Una muchacha muy bella ficcionaliza la voz de Hijos –al presentar su novela como testimonio de una experiencia de orfandad por la pérdida de una madre militante–, y se instala en la constelación de sus producciones para recuperar varios de los motivos y tópicos más persistentes de estas narrativas y ensayar sobre ellos puntos de fuga –el dispositivo que escoge el punto de vista de un niño/a; el énfasis puesto en lo privado, íntimo y familiar; el reclamo por cierto descuido, abandono, desprotección; una crítica a la violencia revolucionaria, a la lucha armada, que hicieron a un lado la vida familiar; el proceso de rememoración y su carácter de construcción fragmentaria, la idea de la memoria como exceso o carga–; Mandinga de amor ficcionaliza la voz de los otros hijos, la de los descendientes de los represores. Cuando se publica la novela ya otros textos “habían puesto el foco en los hijos de militares y habían recuperado sus testimonios: “Hijos de represores: 30 mil quilombos” (2014) de Félix Bruzzone y Máximo Badaró, publicado en la revista Anfibia e Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina (2016), de Carolina Arenes y Astrid Pikielny. Desde la ficción, Papá (2003) de Federico Jeanmaire (1957), y Una misma noche (2012), de Leopoldo Brizuela (1963-2019), también exploran, a partir de la voz de los Hijos, la figura del padre militar combinando diversos lugares y estéticas, ya que la novela de Jeanmaire es autobiográfica, mientras la de Brizuela es ficción. También, en Soy un bravo piloto de la nueva China (2011), de Ernesto Semán (1969), despunta Fausto, el hijo de un policía represor, aunque la novela le dedica más atención a la perspectiva de Rubén, el hijo del desaparecido Camarada Abdela (Basile, 2019). Mandinga de amor se suma a esta serie de novelas. Aquí es la protagonista –sin nombre– la hija del represor, un ex servicio de Inteligencia de la Marina uruguaya, quien, después del golpe en el país vecino, abandona las tareas en Montevideo para unirse con su mujer en Buenos Aires. Si bien la novela no especifica sus pasos (aunque se sugiere su participación en un acto de tortura), a través de sus movimientos deja señas tanto del carácter expansivo de la militancia de izquierda y su integración regional, como de la dimensión transnacional del terrorismo en el Cono Sur, la coordinación de acciones y mutuo apoyo establecido por las cúpulas de los regímenes dictatoriales –además de las menciones indirectas al Plan Cóndor y a la Casa de las Américas por las referencias a Panamá, se hace alusión a los movimientos de uruguayos en barrios de Buenos Aires, y a los modos de difusión del ideario tupamaro, al contacto e intercambios entre los uruguayos de “izquierda” y los de los “servicios”23. Sin embargo, Luciana De Mello desplaza toda representación de la violencia política y la figura del padre represor, una presencia fantasmática quien solo comparte con su hija entrenamientos físicos matinales y termina abandonando a su familia por otra mujer. Se detiene en la dinámica intrafamiliar: una infancia signada por carencias económicas y afectivas, sin espacio propio, sin lugar para la intimidad; en el clima asfixiante en el que va creciendo la niña –testigo de algunos episodios de violencia hacia su madre–; sobre todo en el vínculo materno filial, conflictivo, lleno de vacíos y tensiones y en la relación con su tío –hermano de la madre– el único sostén de atención y de afecto que derivará en una situación de abuso, confundida con amor y cuyo final, después de un embarazo interrumpido, es también el abandono. En este panorama el accionar oscuro de su padre –que la joven reconoce y asumirá– es un secreto mal guardado que su madre le escamotea de niña y que deja sin embargo entrever cuando, enloquecida de celos y llena de furia, entre quejas y expresiones vengativas, aporta algunos datos. Revela así además su propio silencio y complicidad a cambio de una casa y de una fidelidad siempre ilusorias. Paralelo es el silencio que le exige a la hija cuando ella le confiesa la relación con el tío.

Aunque según reconoce la escritora el texto ya estaba terminado en el 2014 (De Mello 2020) y se publica en el 2016, su reedición en el 2018 en la colección 8M de Página 12 activa relecturas desde el contexto de debates abierto por la aparición pública en el 2017 de descendientes de represores. La dinámica familiar desarrollada por la novela puede fácilmente conectarse a algunos de los testimonios y reflexiones del Colectivo Historias Desobedientes. Los hijos de padres perpetradores no solo repudian su accionar como represores y genocidas sino el traslado a las familias de las lógicas institucionales que imperan en las Fuerzas Armadas y de Seguridad. La agrupación apunta a la cultura machista, analiza sus mandatos y sus efectos al interior de las familias castrenses: cómo los modos vinculares internalizados en las instituciones militares y policiales (estructuras jerárquicas, de obediencia ciega, formas autoritarias incuestionables y relaciones endogámicas) se reproducen en ellas y se extienden a las propias familias y a la sociedad en su conjunto; cómo el rol que tuvieron las mujeres y abuelas, con su silencio y subordinación resultaron funcionales a la pervivencia del sistema y al negacionismo: “Las mujeres tenían un papel de sumisión y a la vez una obediencia debida dentro del hogar que era desoladora; en algunos casos por temor y en otros por mandatos muy atávicos” (Liliana Furió en Friera, 2019, s/p)24.

La novela en ese cruce de violencias (sexual/política) avanza en la incomodidad y explora el carácter complejo de los roles y vínculos, esa línea –intermedia y porosa que los constituye– recorrida por la protagonista, donde los límites y divisorias –geopolíticos, lingüísticos, físico/corporales y afectivos– no son firmes, se problematizan, deben repensarse y reconstruirse; esa franja indecisa de la frontera donde hay bies, cambio, intercambio, dobles lados. El viaje a Rivera es un regreso al origen, al habla madre que hay que desoír, a los silencios que hay que poblar; una búsqueda, una experiencia que permite un visionado de repeticiones en los vínculos (de engaños, violencia, silencio, sumisión); y una toma de distancia que es el inicio de una posible sanación.

5

A diferencia de Le viste la cara a Dios, Chicas muertas y Mandinga de amor,Por qué volvías cada verano (2018) de Belén López Peiró es una novela testimonio de un abuso sufrido por la propia escritora. Se aleja de estos textos también porque no presenta registros más o menos explícitos de asociación entre violencia sexual/femicidio y terrorismo de estado. Sin embargo, es su carácter autoficcional lo que habilita otra relación posible con los ´70, lo que permite pensar lazos con la posición y la producción de Hijos de desaparecidos, en torno a dos núcleos de cuestiones compartidas: el problema o tema de la identidad –me refiero, en el caso de los Hijos, al conflicto que manifiestan ante la posibilidad de reducir sus vidas exclusivamente a ese vínculo filial, es decir, limitarse a ser sólo HIJO y al único deber de testimoniar–, lo que se vincula a su vez con la tensión valor político/valor estético de sus producciones –la pretensión de ser reconocidos como artistas/escritores y de que sus obras valgan más allá de su función comunicativa/política/testimonial, es decir que sean consideradas arte o que valgan en sí mismas no por ser de un Hijo25. La situación de Peiró y su texto conducen también a este orden de problemas.

Por qué volvías cada verano nace en el marco de un taller coordinado por Gabriela Cabezón Cámara en el que –dice López Peiró replicando el deseo de los Hijos– “mi palabra no era ni más ni menos importante por ser abusada; lo que escribía se evaluaba por su literatura, por la cadencia de la prosa y no por la gravedad de la historia, así me sentí habilitada para contar lo que me había pasado, pero a la vez para apropiarme de las herramientas literarias y hacer una no ficción (…) más allá de que sea una historia autobiográfica antes que nada es literatura” (Saidón, 2019, s/p). Nace, más precisamente, como respuesta a una convocatoria organizada por Abuelas de Plaza de Mayo para armar una antología con relatos de autores inéditos que hablaran sobre lo que para ellos era “identidad”. Si bien finalmente el pasaje propuesto por Peiró se rechazó ya que por lo osado de su lenguaje resultaba inconveniente para el público adolescente al que estaba destinada la antología, fue la palabra identidad lo que impulsó la escritura del abuso con el apoyo de Cámara y otras compañeras de taller.

Lo que más me llamaba la atención era la palabra identidad. Leí y releí la consigna una y otra vez, pensando que yo no tenía nada para aportar a esa antología ya que no tenía familiares desaparecidos ni había vivido tan de cerca las consecuencias de la dictadura militar y su sinfín de violencia, de vulneración, de violación de derechos humanos. Fue en ese momento, cuando escuché esa palabra, violación, cuando de pronto delante de mí abrí una hoja de Word y empecé a escribir y no paré (López Peiró, 2019, s/p).

Si la escritura literaria le permite en una primera instancia reconocer, asumir la violación/abuso como parte inescindible de su identidad, también será el camino para cuestionar esa identificación, para no reducirse a ser solo víctima, un resto, una sobra. “yo no empiezo ni termino en un abuso. No quiero acabar ahí. Y mi literatura tampoco” (López Peiró, 2019).

Es precisamente el sistema que conforma las noción de identidad con el par víctima / abuso lo que será objeto de operaciones deconstructivas en Por qué volvías cada verano para dar cuenta –con la ira y la violencia expuesta, franca, de la lengua de la abusada–, de la violencia discreta que se oculta en los eufemismos de las categorías del lenguaje, y en el uso ciego de una barbaridad naturalizada que revictimiza:

Llamarlas víctimas es volver a garcharlas otra vez. Y otra vez. Es convencerlas de que les cagaron la vida, de que su historia empieza y termina ahí, con el tipo adentro. Les hacen creer que son a partir de él, que su identidad se construye a partir de la violación, que sus derechos fueron vulnerados y que ya nadie les va a garantizar que no se las vuelvan a coger (López Peiró, 2018, p. 91).

Hasta cuando les ponen nombre te cojen. Llamarlos a ellos abusadores es hacerles un favor. Es reducir su locura, su perversión, a una minúscula muestra de negligencia. Es ponerles una etiqueta presentable a psicópatas que no sólo se cojen a pibas por la fuerza o las desvirgan con sus dedos hasta sangrar, sino que también las golpean y les dan masa hasta volverlas polvo (p. 106).

Ésta, como Le viste la cara a Dios, es una novela donde la violencia se refracta en violencia verbal. Como ella impacta el testimonio con el juego de la voz, en este caso por su carácter coral, polifónico. El abuso no es narrado solo por la voz de la víctima en primera persona. Junto a la suya el libro va compilando múltiples voces no identificadas que el lector deberá ir descifrando; se compone de fragmentos de discursos en segunda persona de un interlocutor en situación de diálogo omitiéndose el destinatario (su tía, sus primas, su ex novio, su madre, su padre, el novio de la madre, su hermano, su abogado, el fiscal, el pediatra, la ginecóloga, la psicóloga, y su tío, el victimario, un comisario de la policía bonaerense que pasaba por ser un buen hombre de familia en un sistema patriarcal de un pueblo del interior de la provincia). Así se sitúa el abuso intrafamiliar en contexto, se ponen al descubierto sus complejidades (las dudas, confusiones y miedos), y las dificultades y el sufrimiento que acarrea hablar: la descomposición de la familia, la red de impunidad que protege al victimario, la legitimación por parte de las mujeres del orden patriarcal pero también la posibilidad de su cuestionamiento y su ruptura.

El libro tiene huellas también del proceso que acompañó su escritura, el de la denuncia, ratificada en 2015, después de la gran marcha del 3 de junio de Ni Una Menos. Intercaladas con las voces en vivo, la novela adjunta distintas partes del expediente judicial de una causa todavía abierta: la fórmula denuncia, las declaraciones testimoniales, las pericias psicológicas hechas a ella y a su tío, la postulación de incompetencia del juzgado de Capital Federal. En gran medida sustituye la representación por la recolección y la presencia del documento, exponiendo claramente lo que se ha reconocido como “giro documental” (Garramuño 2015, p. 59) y que en nuestra literatura ya explotaban en parte Marta Dillon con Aparecida y Selva Almada en Chicas muertas. ¿Qué valor, qué sentidos, que política acarrea esta masa importante de material de archivo?

Si Gabriela Cabezón Cámara transforma la figura de la víctima en una vengadora al estilo Kill Bill ante el vacío y/o la complicidad institucional y la ausencia de un estado protector, López Peiró –en el otro extremo del arco de la serie aquí propuesta– cede espacio al discurso judicial, a la lengua neutra del archivo, no tanto para incluir una fuente de mayor información que la que ofrecen las voces o dar una garantía de verdad, sino para reafirmar el valor de la palabra de la mujer, legitimada ahora en los estrados judiciales: “Deshacelo con palabras, acabalo en un punto y garchátelo entre comas (bastardillas mías). Así sin más. Sin más pena, sin más dolor, sin más de vos” (López Peiró, 2018, p. 117)26.

Esta serie de narrativas testimoniales se traman con temporalidades, luchas, militancias y violencias que se cruzan y potencian unas a otras. Escrituras que piensan las violencias del patriarcado como terrorismo de Estado; escrituras de la violencia política que develan su faz patriarcal. Textos que exponen el carácter dinámico, plural –las vueltas de las memorias– y a la vez la amplitud de los feminismos, con su capacidad de abrazar tantas demandas, su conexión con la trayectoria y la producción de los HIJOS. Escritoras ligadas –de manera más directa algunas, más laxa otras– a los movimientos de mujeres sin que ello signifique reducir sus textos a la agenda feminista27 ; que hacen de la escritura/lectura una interesante práctica reconectada a la vida; diversificados giros del nexo entre arte y activismo.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
1 Algunos hitos sobresalientes a los que se ligan de manera no lineal los textos que presentamos aquí a modo de serie son: la sanción, en marzo de 2009, de la Ley 26.485 de Protección Integral de las Mujeres; la modificación del artículo 80 del Código Penal, en 2012, cuando se tipifica judicialmente el femicidio; la modificación, ese mismo año, de la ley de trata, reglamentada finalmente tres años después; la Ley 26.618, que modificó el Código Civil y Comercial de la Nación para incorporar al matrimonio igualitario (2010) y la Ley 26.743 de Identidad de Género, que reconoce la identidad autopercibida de cada persona y su derecho a un trato digno, independientemente del sexo asignado al nacer y de sus registros identificatorios (2012); el nacimiento en 2015 del Colectivo Ni Una Menos y la consecuente creación por parte de la Corte Suprema de Justicia de la Nación de un Registro de datos estadísticos de las causas judiciales por muerte violenta de mujeres cis, mujeres trans y travestis por razones de género (RNFJA, Registro Nacional de Femicidios de la Justicia Argentina); la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto legal, seguro y gratuito; la sanción en 2018 de las llamadas Ley “Brisa”, –por la que se otorga una reparación económica para hijas e hijos víctimas de femicidios– y Ley “Micaela” –que establece la capacitación obligatoria en la temática de género y violencia contra las mujeres para quienes se desempeñen en los tres poderes del Estado; la creación de Colectivos de mujeres en relación al arte como Nosotras Proponemos (Asamblea Permanente de Trabajadoras Feministas del Campo Cultural, Literario e Intelectual), una red de artistas, curadoras, investigadoras, directoras de museos, escritoras y galeristas que se conformó en noviembre de 2017 para instalar prácticas feministas y exigir igualdad de oportunidades en el medio artístico.
2 Entre la enorme y variada producción escrita por mujeres en la última década en Argentina se destaca una zona dominada por formatos genéricos como testimonios diferidos (ficcionales), crónicas, non fiction, autoficciones, o narrativas con giros testimoniales, en los que de diferentes maneras se replantea la tensión entre literatura/política, ficción/testimonio, invención/verdad para hacer foco en la violencia de género. Fernanda García Lao (1966), Virginia Ducler (1967), Gabriela Cabezón Cámara (1968), Selva Almada (1973), Ariana Harwicz (1977), Dolores Reyes (1978), Luciana de Mello (1979), Claudia Aboaf (1979), Belén López Peiró (1992) son algunos de los nombres que, desde distintas poéticas y con un trayecto ya hecho, o inaugurando proyectos escriturarios, recorren los terrenos de la trata, los femicidios, o el abuso (Chiani 2019a, 2019b). Destaco aquí una línea particular en el mapa de textos sobre violencia de género: aquellos que efectúan de distintos modos torsiones al testimonio y establecen vínculos con la violencia política de los ’70 y las narrativas posdictatoriales que la fueron recuperando (entre ellas la producción de HIJOS).
3 Ni Una Menos traza una genealogía de las luchas de las mujeres en Argentina en relación a los conflictos sociopolíticos que éstas fueron enfrentando, donde las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y las Piqueteras juegan un rol central: “en el caso de las Madres y las Piqueteras, su lucha fue una reacción contra dos fases específicas del neoliberalismo: el primer experimento neoliberal en los años 70 durante la última dictadura cívico-militar, y una segunda fase en los 90 con democracias neoliberales. Estamos ahora ante un tercer momento de acumulación por despojo que prepara el lanzamiento de una nueva etapa del neoliberalismo” (Cecilia Palmeiro, Entrevista de Claire Branigan, 2018).
4 Un factor determinante para la conformación de Historias desobedientes, el grupo de hijas e hijos de militares y policías que cuestionan y repudian su accionar durante el terrorismo de Estado, fue el pronunciamiento de Mariana D. –la hija de Miguel Etchecolatz–, en contra del fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que otorgó el 2×1 a otro represor, Luis Muiña. Como recuerda Marianela Scocco (2017) desde sus inicios en diciembre de 2015, el gobierno del presidente Mauricio Macri intentó poner en discusión la continuidad del proceso de los juicios contra los crímenes de lesa humanidad que implementó la última dictadura militar. El fallo de la Corte Suprema de mayo de 2017 coincide con un clima de época de pretendido negacionismo y retroceso en materia de derechos humanos caracterizado por la reedición de los debates sobre el problema de la violencia política en la década del ‘70. En ese momento nuevos actores que no habían tenido participación pública hasta entonces intervienen en la disputa por los ’70 y la conformación de memorias alternativas: con un signo inverso al de Historias Desobedientes participa también de los debates y polémicas desatados en el período el colectivo Puentes para la Legalidad, un grupo de familiares de represores que denuncian “irregularidades” en los juicios de lesa humanidad.
5 A partir de la repercusión en diferentes medios de comunicación a nivel nacional e internacional comienzan a acercarse al colectivo, familiares con distintos grados de parentesco y de diferentes partes del mundo. Compilados por Analía Kalinec se publican los Escritos desobedientes. Historias de hijas, hijos y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justica (2018). En mayo de este año se conoció Nosotrxs, Historias Desobedientes, un segundo libro que nuclea una serie de intervenciones y textos elaborados durante el primer encuentro internacional de familiares de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia realizado en noviembre de 2018. Los desobedientes presentaron un proyecto al Congreso de la Nación para modificar el Código Procesal Penal argentino y poder atestiguar contra sus padres en el marco de los juicios por crímenes de lesa humanidad.
6 La violencia política sexuada o sexual está identificada como una forma específica de castigar la participación política, que recae especialmente sobre algunos cuerpos (mujeres y niñas, disidencias sexuales y cuerpos racializados). A nivel internacional se la define –en el contexto de prácticas sistemáticas de violencia– como una violación específica de los derechos humanos, siendo tipificada en 1998, por la Corte Penal Internacional, mediante el Estatuto de Roma, como crimen de lesa humanidad. En Argentina en 2011, según el documento elaborado por la Unidad Fiscal de Coordinación y Seguimiento de las causas por violaciones a los Derechos Humanos, es necesario juzgar los abusos sexuales a detendidas/os desaparecidas/os cometidos durante el terrorismo de Estado como delitos de lesa humanidad de manera autónoma respecto de otros delitos. Sobre el reconocimiento de los “delitos contra la integridad sexual” (1999) en el ámbito jurídico y violencia política sexuada durante el terrorismo de Estado en Argentina véase Balardini, Oberlin y Sobredo 2011; Oberlin 2019, Álvarez 2015, Martínez 2017; sobre los cambios en la interpretación de la violencia sexual como práctica represiva (Jelin 2017); sobre la constitución de una escucha en el espacio social sobre las violaciones y vejaciones a las mujeres dentro de los CCD (Bacci C.; Capurro Robles, M.; Oberti, A.; Skura, S 2012)
7 Desde que fue firmada la “Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer" (conocida como "Convención de Belem do Pará") en 1994 por 32 gobiernos de Latinoamérica los derechos de la mujer se alinean con los derechos humanos, haciendo de la violencia contra la mujer un crimen contra sus derechos humanos.
8 En tanto es un acto de poder, de dominación propio del patriarcado entendido como un orden político primordial, más que cultural o moral, que se basa en el control, el disciplinamiento y la opresión de las mujeres mediante narrativas diversas (Segato, 2018). La declaración del manifiesto del 22 de noviembre de 2019 de Ni Una Menos volvía una vez más sobre esta idea: “Este 25N, Día Internacional de Lucha por la Erradicación de las Violencias contra las Mujeres, los feminismos latinoamericanos salimos a la calle contra el golpe en Bolivia y contra el terrorismo de Estado en Chile. La violencia sexual es violencia política. Decimos NO a la impunidad frente a los asesinatos. torturas, secuestros, desapariciones, abusos, vejaciones y violaciones. Esta violencia tiene la intención selectiva de desarticular la potencia de los feminismos y de los movimientos disidentes. La violencia sexual es violencia política contra quienes hacemos frente al neoliberalismo, su sistema de endeudamiento, obediencia y explotación, y experimentamos, inventamos o recuperamos formas de encontrarnos que encienden el deseo, y la necesidad de otra vida” (25N contra la impunidad: la violencia sexual es violencia política, Manifiesto #27, 2019).
9 “Durante las cortas noches en las que nuestros cuerpos se empeñaban en revivir –oscuramente, con una esperanza tenaz y carnal que la razón desmentía en cuanto había amanecido”.
10 El texto es reeditado en el año 2012 en formato impreso, en la editorial independiente La isla dela Luna. El año siguiente, un año después de promulgada la ley de trata, reaparece en la editora Eterna Cadencia una versión en novela gráfica (comic) y de autoría compartida con Iñaki Echeverría como autor de las imágenes. Una nueva edición es incluida en la colección Bicentenario de la Biblioteca Nacional Argentina en una antología llamada Sacrificios (2015).
11 La madre de Marita Verón, Susana Trimarco, tras una ardua investigación, demostró la existencia de redes de trata en todo el país que gozan de protección policial y judicial lo que posibilitó la apertura de un juicio en el año 2012, el mismo de la segunda edición de Le viste la cara a Dios. Luego de conocerse el fallo del proceso judicial por el que quedaron en libertad los 13 imputados fue aprobada la Ley Nacional 26.842 de trata de personas. Gracias a la organización y la presión popular, el caso se reabrió: los imputados recibieron condenas de entre 10 y 22 años. Susana Trimarco, no pudo encontrar a su hija pero logró que el caso se convirtiera en un emblema y permitió realizar un mapa de la trata de personas. En 2007 impulsó la Fundación María de los Ángeles que brinda asistencia integral y gratuita a familiares y víctimas de la trata de personas y que ha logrado liberar a varios miles de mujeres.
12 Despojada la identidad de ciertos atributos permanentes que permitirían reconocerla, la protagonista se ve impulsada al suceder constante de múltiples mutaciones. Así se vuelve “medio transformer” (Cabezón Cámara, p. 11): vegetal, madre, monstruo, sadomasoquista, santa peregrina. Una experiencia mística y su relación con Dios derivará en la devoción a San Jorge –el soldado mártir que con una lanza y montado a caballo mató a un dragón—, en el éxtasis mesiánico que le permitirá salvarse y consumar su venganza en un montaje de santa guerrera y de heroínas pop como Kill Bill.
13 Cabezón Cámara y Echeverría promueven con Beya acciones de intervención pública. Realizan en el marco de la Feria del libro del año 2013 un mural de 10 metros y convocan al público a pintar y escribir en contra de la trata de personas. El mural, dividido en dos partes –de un lado gráficos y párrafos de la novela; del otro, textos y dibujos de la gente que pasaba–, fue el primero de otros tantos realizados en distintos barrios de la ciudad. Por otro lado en el 2016, Marisa Busker realiza una adaptación para teatro de la novela gráfica.
14 En el 2008, la Declaración sobre el Femicidio del Comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de la Convención de Belém do Pará (MESECVI), lo define como “la muerte violenta de mujeres por razones de género, ya sea que tenga lugar dentro de la familia, unidad doméstica o en cualquier otra relación interpersonal; en la comunidad, por parte de cualquier persona, o que sea perpetrada o tolerada por el Estado y sus agentes, por acción u omisión”. En el 2014, cuando se publica Chicas Muertas, la Oficina Regional para América Central del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos elaboró el Modelo de protocolo latinoamericano de investigación de las muertes violentas de mujeres por razones de género (femicidio/feminicidio) y amplió la definición al incorporar “la cultura de violencia y discriminación por razones de género” como su causa. Ese año en Argentina, según el Registro Nacional de Femicidios de la Justicia Argentina, 225 mujeres fueron víctimas de femicidios, de las cuales el 42 por ciento tenía entre 21 y 40 años, siendo el 75 por ciento asesinada por algún allegado. El año siguiente, con un promedio de un femicidio cometido cada 30 horas y aún sin estadísticas oficiales, nacía el 26 de marzo Ni Una Menos, a través de una maratón de lectura –de la que participó Selva Almada– desarrollada en la Plaza Boris Spivacow de Buenos Aires, con el objetivo de visibilizar la problemática. Argentina recién cuenta con un registro de datos estadísticos de las causas judiciales por muerte violenta de mujeres por motivos de género desde el año 2015. Antes, organizaciones de la sociedad civil, activistas, periodistas, académicas y otras reclamaban al Estado la implementación de un registro oficial. En el año 2008 la organización La Casa del Encuentro comenzó a relevar casos de femicidios a partir de notas en medios de comunicación desde su Observatorio de Femicidios Adriana Marisel Zambrano. Recientemente se crearon otros espacios similares, que relevan posibles casos de femicidios, travesticidios o transfemicidios a partir de su mención en artículos y noticias en la prensa y los medios de comunicación. La Corte Suprema de Justicia de la Nación desarrolló en el 2015 el citado registro de causas judiciales, bajo el marco de la acordada 42/2017. Las estadísticas oficiales de femicidios, travesticidios y transfemicidios son entonces producidas por la CSJN sobre la base de un “Registro de datos estadísticos de las causas judiciales por muerte violenta de mujeres por razones de género”.
15 Este continuum de violencia excede el texto. Chicas muertas forma parte de una cadena de reescritura/edición que reinstala el problema de la violencia contra la mujer: tiene un antecedente directo en Una chica de provincia, de 2007, un libro de relatos de los cuales dos son núcleos retomados y fundamentales en la crónica (“La chica muerta”, sobre el crimen de Andrea Danne, y “El desapego es una manera de querernos”, un relato que hace alusión a la violencia en sus propios vínculos familiares: el intento por parte de su padre de golpear a su madre y la reacción inmediata de ésta para impedirlo); esos dos textos reaparecerán en otro libro de relatos posterior El desapego es una manera de querernos (2015). Además escenas de microviolencia y de silencios están presentes, en otras novelas y relatos de Almada.
16 De Mauro (2019) señala también que el texto de Almada está cruzado por temporalidades: “los años 80’ como emergencia de los regímenes de violencia neoliberal en diferencia con el mecanismo desaparecerdor de la dictadura que será un indicio del modo en que el genocidio por femicidio sitúa muchas de las disputas críticas en el contexto de nuestra época” (p. 95). Además en esta línea interpreta la violencia femicida como violencia dispersa genocida.
17 El texto explota las posibilidades de la autoficción cruzando lo testimonial y lo ficcional, lo autobiográfico con la crónica, con la novela o relato de investigación y con la poesía. Además de géneros mezcla distintos vocabularios, registros, tonos y poéticas. Del discurso de la burocracia fúnebre pasa a la elegía, al llanto por el bien perdido, a la alabanza y el lamento propios de este género clásico en pasajes donde el horror de lo real se toca con la imaginería de la cultura macabra (el esqueleto, la osamenta, la calavera), o donde el lirismo alterna con la veta realista, a veces con un sarcasmo o un humor negro a lo Mariana Eva Pérez.
18 “Liliana me cobijó para que yo pudiera observar con los ojos desnudos de toda extranjería. Fue un privilegio que me eligiera para participar de ese círculo de mujeres que la cuidamos mientras ella se encendía como una estrella un poco más antes del final” (p. 160). Las escenas de los días finales de Liliana Maresca, enferma de VIH-SIDA –una figura destacada de la vanguardia artístico-intelectual de Buenos Aires, que exploró la escultura, la pintura, los montajes gráficos, la performance y fue promotora de happenings y espectáculos transgresivos en los que utilizó su propio cuerpo–, además de representar la iniciación en el amor sexo-disidente y reforzar la idea de sororidad, funcionan como señal de la propia experiencia de enfermedad de la escritora.
19 En su testimonio en el juicio a Etchecolatz y otros represores dice Dillon sobre este punto “Cuando se acusaba a las Madres de Plaza de Mayo de no haber cuidado lo suficiente a sus hijos, lo que se estaba diciendo es que las mujeres tenían que ser delegadas del control del terrorismo de Estado. Cuando a nuestras madres se las acusaba de haber elegido la militancia por encima del cuidado de sus hijos, se intentaba reponer a las mujeres en el lugar de sumisión”, denunció. “Mujeres como mi madre y sus compañeras lo que estaban haciendo era una reelaboración de los vínculos, una apuesta a la colectivización de la crianza, a entender que ser mujer no es un único destino y que ser madre no implica retirarse de la vida pública”. Es que los genocidas no solo “eliminaron a una generación”, sino que también “impidieron continuar con las experimentaciones de otras formas de hacer familias y de hacer casas” (Dillon en Bullentini, 2018).
20 La cita de “Cadáveres” de Néstor Perlongher, no solo hace eco por su contenido a las consecuencias del terrorismo de Estado, hace un guiño también a la poética Neobarroca (barroca, o neobarroso) convertida en parte esencial del estilo queer y temas de disidencia sexogenérica en la literatura latinoamericana. He analizado su presencia en el relato en trabajos anteriores (Chiani, 2017; 2019).
21 Para un desarrollo de la relación planteada en el texto entre la militancia política de una mujer en los ’70 y la militancia de la propia autora en los movimientos de mujeres y en los colectivos LGTTIB, véase Maristany (2018).
22 Algunos ejemplos de esta tendencia son Chicos que vuelven (2010) de Mariana Enríquez, Una misma noche (2012) de Leopoldo Brizuela, Historia del llanto (2007), Historia del pelo (2010) e Historia del dinero (2013) de Alan Pauls, Una muchacha muy bella (2013) de Julián López
23 La novela expone la estrategia que posee como punto articulador la Doctrina de Seguridad Nacional promovida por Estados Unidos durante la Guerra Fría, caracterizada ejemplarmente en el Cono Sur por la llamada Operación Cóndor: la puesta en funcionamiento de una máquina global de exterminio, cuya característica más significativa fue la concertación y cooperación supranacional, el esfuerzo de integración político-policial que no conoció fronteras nacionales ni límites ideológicos. En Uruguay ya antes del golpe de Estado de 1973, agentes de la CIA –el más conocido Dan Mitrione– asesoraban a las fuerzas de seguridad uruguayas en métodos de tortura que previamente habían enseñado a los comandantes militares sudamericanos en la Escuela de las Américas (Panamá).
24 Son reiteradas las alusiones al “machismo” de la vida familiar militar en las historias de vida reunidas en Escritos desobedientes. Referencias a la aparición pública en el marco de la edición del Ni Una Menos del 2017; a la marcada tendencia feminista del colectivo y a la relación que se establece entre los cuestionamientos de género y “la desobediencia”, pueden encontrarse en “Mandatos de silencio y ley del padre”, la primera parte de Nosotrxs, Historias Desobedientes. En el prefacio del libro Verónica Estay Stange y Carolina Bartalini anticipan “Si se la analiza con detenimiento, la “x” en el pronombre que nos designa tiene una función no solo político-gramatical, sino también deíctica y simbólica. En tanto “partícula inclusiva” (que asocia el género masculino y femenino), ella condensa una reivindicación de género presente desde nuestro surgimiento: el grupo fue fundado y está constituido en gran parte por mujeres, definiéndose por su naturaleza misma como un espacio incluyente; un espacio para la alteridad” (p. 21).
25 En los Hijos de desaparecidos, como se sabe, se agudiza la dimensión ético política de la memoria: el elemento imperativo que se impone y se suma al trabajo de duelo, sentido subjetivamente como obligación (lo que Paul Ricoeur llama el deber de memoria, el deber de justicia, de hacer justicia mediante el recuerdo). A partir de esta especial exigencia, se plantea el problema de la identidad y de la herencia: se pone en cuestión la posición exclusiva de ser hijo, de reducirse a ser una especie de detective a la búsqueda de los padres y de sus historias manteniéndolas vivas. Es decir, se plantea la tensión entre la posibilidad de construir un proyecto de vida propio y la fijación en el pasado: cómo dejar de ser hijo sin traicionar a los padres. Ejemplo de esta tensión, como señala Emiliano Tavernini, se ve en Restos de restos de Nicolás Prividiera: “el texto que lleva por título el irónico “Los hijos del fierro” donde el autor plantea una conceptualización acerca de las 2 maneras en las que un Hijo puede soportar el peso de ese legado. Por un lado están los que el autor considera hijos replicantes “que repiten las inflexiones fantasmáticas de la voz del padre” (Prividera 2012 51), por otro lado, los hijos frankensteinianos “que pretenden escapar a ese mandato negándose a ese destino hamletiano de encarnar la Historia” (Prividera 2012 51). Como síntesis de estos dos polos se encontrarían los hijos mutantes “que asumen su origen pero no quedan presos de él” (Prividera 2012 51), estos hijos sin negar su pasado buscan nuevas respuestas para nuestro presente, pero también para el futuro, intentando “construir desde esa mirada un inquebrantable mundo propio, bajo la forma más inesperada” (Prividera 2012 52)” (Tavernini, 2015, s/p). Para un examen completo y exhautivo de la producción de Hijos y sus variantes autoficcionales, véaseInfancias. La narrativa argentina de HIJOS (2019) de Teresa Basile.
26 Aunque la fuerza de la frase parece un legado de Beya, recuerda esa voz en segunda persona que dirigida a sí la exhortaba al empoderamiento.
27 La posición de estas escritoras –que trabajan en el seno de grupos activistas comprometiéndose con determinados colectivos sociales o con específicas y particulares demandas– con respecto al sentido y función de la literatura es diferente; como se advierte, por ejemplo, en una reciente nota periodística sobre una actividad literaria organizada en febrero de este año que acompañó el "pañuelazo" por el tratamiento y la aprobación del proyecto de ley por la interrupción voluntaria del embarazo. Mientras para Belén López Peiró "escribir es una forma de poner el cuerpo, la literatura es un hecho corpóreo, escribimos con los oídos, con el olfato, con el tacto, con todos los sentidos" y también "ponemos el cuerpo con el reclamo del aborto o las marchas del 8M, una forma de militar la no violencia hacia las mujeres o la igualdad de derechos, tiene que ver también con incluir la perspectiva de género en nuestras novelas" (López Peiró, 2019). Cabezón Cámara, en cambio, tiene otra posición: "En la literatura no milito, escribo acerca de las cuestiones que me afectan y me llevan a pensar cosas, escribo sobre lo me interesa, me interpela, me calienta, me gusta o no. Cuando escribís sos vos y no, hay algo del sujeto que se funde en algo más grande, que tal vez sea la función poética del lenguaje" (Cabezón Cámara, 2020).
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