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Brigitte Adriaensen y Carlos van Tongeren (Eds.). Ironía y violencia en la literatura latinoamericana contemporánea. Pittsburgh: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2018, 355 páginas
Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol.. 46, núm. 2, 2020
Universidad de Costa Rica

Reseñas

Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica
Universidad de Costa Rica, Costa Rica
ISSN: 0377-628X
ISSN-e: 2215-2628
Periodicidad: Semestral
vol. 46, núm. 2, 2020

Adriaensen Brigittevan Tongeren Carlos. Ironía y violencia en la literatura latinoamericana contemporánea. 2018. Pittsburgh. Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. 355pp.

Con un estudio introductorio a manera de balance crítico, Brigitte Adriaensen y Carlos van Tongeren (7-19) precisan el vínculo de la ironía, y otros matices aledaños como pueden ser el cinismo, el absurdo, la parodia y el humor negro, con las formas y las prácticas de violencia. De la ironía como tropo, que juega con el desvío de sentido en contraste o en oposición, a la estrategia discursiva que implica tanto la ambigüedad como la distancia, la ironía dispara la polisemia y el contrasentido, para que tenga un “claro potencial político” (8) y se decante por una evaluación o juicio crítico, siempre atribuido al destinatario (ironía de situación) o a una persona (ironía verbal). Esta dimensión axiológica es la que conlleva un “fuerte filo” que actúa sarcástica o descarnadamente (recuerden su origen etimológico en la acción de quitarle la carne a uno, a pedacitos). Porque desencadena en el receptor emociones y libera efectos dispares siempre reprimidos que se activan, el vínculo con el contexto situacional y la efectividad comunicativa hacen que la ironía intente buscar complicidad y consenso a la vez, de modo que comparte con el humor y la risa “su función como puente emocional y como constructora de emociones” (8); de ahí su papel terapéutico y catártico, que Adriaensen y van Tongeren le otorgan en sociedades altamente quebradas y traumatizadas por la violencia tales como la mexicana o la argentina, en donde su reacción es imprevisible y de “doble filo”, a saber, contestaria o reaccionaria, emancipatoria o cosificadora, incluyente o excluyente.

En relación con la violencia, los dos editores no encuentran estudios sobre la ironía y la violencia en un contexto latinoamericano; apenas se ha abordado la temática para que este libro cobre su relieve y su pertinencia. Más bien ellos apuntan a un contexto más global para matizar posibles líneas de acción: por ejemplo, el potencial del humor se ha analizado en el contexto de conflictos y guerras contemporáneas, para que su “performance” (10) renueve ante todo la protesta política. También se encuentra el paradigma de los estudios sobre el trauma, en donde el humor sirve para explorar el problema del holocausto con el análisis de chistes y otras prácticas culturales: la relajación ante un tema tan sórdido provoca un escape y un disenso a la vez.

De esta manera, insisten los editores, no se ha prestado la atención necesaria al papel y a la función de la ironía ante el desarrollo de la violencia y es allí en donde lanzan su hipótesis de trabajo que yo resumo de la siguiente manera porque la suya no me parece tan clara: la violencia genera no solo un conflicto, sino también una crisis y un trauma que solamente puede experimentarse otra vez de forma indirecta por medio de una reconstrucción “ficticia” o “no real”, hacerla de otra manera (volverla a experimentar en forma literal conduciría a lo abyecto) sería seguir compulsivamente en el mismo ciclo de la violencia real, mientras la literatura y su tratamiento irónico, en este caso, ofrecen un “lugar” al trauma estimulando una comunicación ambigua, oblicua, polisémica. La funcionalidad de la ironía y la representación literaria de la violencia son el norte de las contribuciones de este volumen colectivo que reúne una gran diversidad de experiencias culturales, enfoques teóricos y prácticas discursivas. Hay un estudio de base que abre el volumen, se trata el de Brigitte Adriaensen, con el lacónico título de “Perspectivas teóricas” (21-37), su inquietud es “la relevancia de la ironía ante la violencia política y su representación en la actualidad” (21), para que cobre sentido literal o metafóricamente el término “relevancia” en tanto acentuar y poner en su justo valor y ella lo realiza cuando se pregunta “¿Puede la ironía liberar los efectos reprimidos, para estimular la actividad de los procesos de memoria?” (26), de modo que se plantee su vínculo con la memoria colectiva y el trauma que inflige la violencia. La presencia del humor y la ironía se despliega en todos sus tentáculos como si fuera una Medusa apabulladora y espeluznante y de esto parece que ambos editores son conscientes. Volviendo a las representaciones literarias, el potencial político y subversivo de la ironía establece un vínculo estrecho con el neopolicial a través de esa capacidad de crítica y enjuiciamiento de la sociedad, porque surgen el humor y la risa en un contexto de melancolía y desengaño del detective. Por otro lado, la novela postdictatorial del Cono Sur permite observar el recrudecimiento de la violencia con un criterio de temporalidad, cuando las ilusiones de la guerra se relacionan con el final de la dictadura en el caso argentino, mientras la narconovela metamorfosea esa violencia en un humor negro que se expone en tanto espectáculo de la violencia.

La primera sección del libro, “Ironía y militancia política” (39-94), ofrece dos trabajos. En “La situación es catastrófica pero no es seria: ironía, violencia y militancia en América Latina”, Bruno Bosteels manifiesta sus dudas sobre la inclusión de la ironía en tanto programa de resistencia político o pedagógico, cuando su fuerza se encuentra precisamente en su capacidad de descentramiento hegemónico o de postularse como un no absoluto, es decir, cuando ejerce su fuerza en “un abrupto cambio de dirección o de registro” (42) a la palabra y a la intencionalidad; de ahí que Bosteels plantee que la ironía “no parece fácilmente admisible en círculos militantes” (51), cuando podría contradecir el compromiso de filiación o adhesión y abre una fisura hacia la buena o mala conciencia. Por su parte, en “Ironía y violencia en Mano de obra y Fuerzas especiales de Diamela Eltit”, Diana C. Niebylski apunta que los cuerpos “heridos, sangrantes, babeantes [se ha incrustado] en todas sus novelas, impulsándola a su vez a violentar las bisagras de la gramática, a hacerle guerra al lenguaje, a desarmar los discursos ideológicos y epistémicos” (59). En tanto escritora saboteadora de los códigos de representación mimética, sus mecanismos y operaciones desbordan y desvían el sentido, para que pongan toda su fuerza en el despliegue de la violencia y de la violación, de la opresión y marginalización, “que en general rehúyen el siempre posible engaño o guiño de la ironía” (61). Entonces, ¿por qué abordar en ella la presencia de la ironía?, precisamente el carácter polisémico de sus novelas permite que Niebylski ponga la atención en la “lengua sucia” (62) y en la alegoría irónica que intensifican y neutralizan al mismo tiempo el violento trauma del Chile del siglo XX y la reverberación de una lengua desbordada y dislocada, tal y como sucede en Mano de obra y Fuerzas especiales. La distancia histórica se convierte en distancia irónica, cuando de las ilusiones y efervescencia del mundo obrero de principios de siglo catapulte una visión del Chile globalizado actual y se parodie la lógica del mercado en la primera novela, mientras que, con la segunda, el enfrentamiento entre la marginalidad y las represalias con las que actúan las fuerzas especiales de la dictadura contrasten con un cibercafé, un mundo de picaresca y marginalidad, en esta segunda novela.

La siguiente sección, “Ironía e historia” (95-154), comienza con el artículo de Ana María Amar Sánchez con el título de “El relato cómplice: ironía y violencia en el Cono Sur”. Ella insiste en que la ironía se despliega en esencia como “arma política” (98) con un punto de vista “desde afuera” y de distanciamiento con el objeto de la ironía; se proyecta desde un punto de vista de superioridad para reírse del enemigo y burlarse de él. Este implica que el receptor lo reconozca, porque se trata de establecer un consenso y una “forma de comunidad” (98) sin los cuales no surgiría la complicidad necesaria en textos que narran la violencia con estrategias irónicas, elusivas y oblicuas de “superposición de significados” (100), como los que destaca ella con los argentinos Arturo Cancela, Martín Retjman y Juan Sasturain: pasa revista a un siglo de violencia que comienza con el racismo y la hipocresía en Cancela para terminar en la grandilocuencia triunfalista del militar en Sasturain, pasando por las mentiras del sueño de la inmigración. En “Ironía parabática contra la violencia historiográfica ˗el caso de una novela argentina”, Barbara Jaroszuk se dirige a analizar la novela Los cautivos (2000) de Martín Kohan, al destacar esas interrelaciones entre Literatura e Historia, no tanto para acentuar la visión de la Historia o el material seleccionado, sino para subrayar la mediación formal, “de reflexionar sobre la escritura y los mecanismos retóricos que la constituyen” (118), dentro de un juego metahistórico que se nutre de referencias paródicas fundantes para el modelo argentino como podrían ser Echeverría, Mármol y Sarmiento. La parábasis funciona como ironía que pone de relieve toda la tradición literaria e historiográfica argentina, al tiempo que evalúa y acentúa su valor paródico y Jaroszuk insiste en la figura indeterminada del narrador a la hora de crear confusiones y conflictos por un lado, y por otro unos distanciamientos críticos que desestabilizan ostensiblemente cualquier postura oficial y absoluta. En “Ironía, melancolía, antídoto: encrucijadas conceptuales”, Carlos van Tongeren pone de relieve el concepto de melancolía en el debate sobre la pervivencia actual de la ironía, a la par del duelo y del trauma. De su origen psicoanalítico “como un proceso irresuelto de duelo por un objeto perdido” (136), a su capacidad imaginativa y metafórica ante una pérdida real o ficticia, la melancolía despoja al mundo de sentido y provoca un estado depresivo. Su conexión con la ironía y el humor se enfatiza en contextos hispánicos en donde las raíces del dolor o de la risa se hallarían en la tristeza y su proceso de terapia y cura por medio de la risa. La teoría de Hipócrates sobre los humores hace de la melancolía causada por la bilis negra el resultado de un desequilibrio fisiológico o enfermedad, para que en el romanticismo se transforme en una sensación ante “la finitud del ser humano” (141).

La siguiente sección, “Ironía y dictadura en el Cono Sur” (155-221) reúne cuatro contribuciones. July De Wilde e Ilse Logie abordan, en “El uso de estrategias irónicas en la producción literaria de los ՙhijos՚ de la última dictadura argentina: los casos de Los topos de Félix Bruzzone y Diario de una princesa montonera de Maria Elena Pérez”, la función de la ironía al servicio de modalidades alternativas de representación tales como la fantasía y la comedia, más allá de un discurso sobre la memoria que redefina acontecimientos traumáticos, porque los cruces genéricos en ambas novelas desestabilizan cualquier intento de un código testimonial, al tiempo que la ironía baliza las fuertes tensiones y las posturas hacia la militancia y las agrupaciones de desaparecidos. Por su parte, en “La ironía como juego en Los sermones y prédicas del Cristo de Elqui de Nicanor Parra”, Geneviève Fabry aborda los discursos de este célebre predicador y alumbrado cuyo nombre verdadero era Domingo Zárate Vega, al cual Parra le dedica unos poemas pastiches de corte popular y de una oralidad indiscutible, con resabios de prédica neopentecostal y de centrarse en la figura de esos pastores evangélicos. Con ello, Parra se interesa por el desarrollo de estas sectas protestantes en la dictadura de Pinochet, desacraliza y subvierte los ritos, las palabras, las citas y alusiones a la Biblia, para producir, con la acentuación paródica, un “campo de tensión” (179) y de juego axiológico y cognitivo. En una línea similar, Benjamin Loy explora la relación de la ironía en tanto estrategia humorística en “La ironía como cuestión de Wieder y muerte: Estrella distante de Roberto Bolaño”. Esta novela corta publicada en 1996 sigue las huellas del poeta Ruiz-Tagle, cuyo taller literario comparten el narrador y otros poetas, para que después de la dictadura aparezca el primero como como el macabro dandy Carlos Wieder, piloto y artista. Al servicio de una aristocracia artística, el macabro dandy ejerce la violencia sobre otros poetas emergentes, que Loy acerca a las prácticas de vanguardia y al pensamiento de la Modernidad, cuando se trata de “crear un tipo de cultura y sociedad uniforme y pura” (192). Esta sección termina con el trabajo de Dorde Cuvardic García con el título de “La ironía en los cuentos sobre tortura y violencia de Mario Benedetti”. Aquí la ironía no se orienta simplemente a denunciar la violencia de los victimarios sobre sus víctimas, sino a marcar una distinción ética e ideológica entre ambos grupos, para que sea necesario analizar la función de los procedimientos irónicos en la representación de la violencia política y la tortura, como lo hace pertinentemente Cuvardic García estableciendo ejemplos de ironía situacional en un corpus de cuentos del uruguayo.

La siguiente sección, “Ironía y violencia en México” (223-266), contiene tres trabajos. En “Parodia y género en la narcoficción mexicana”, Marco Kunz se interesa por el desarrollo de esta tendencia sociocultural en el México actual, al construir la figura del narco, mediático y “residuo violento y muy real […] de los gatilleros en el cine de Hollywood” (Carlos Monsivais, citado por Kunz, 226). Kunz analiza el texto fundador de la narcoficción, que sale bajo el nombre de A. Nacaveva en 1967, Diario de un narcotraficante, más allá del verismo testimonial del diarista, porque se aproxima al periodismo de investigación y al testimonio documental y, luego, se acerca a la primera novela reconocida de esta tendencia, El cadáver errante (1993), de Gonzalo Martré, con unas señas de identidad que hace del detective un outsider pretencioso y ridículo. Hermann Herlinghaus explora esa obra capital del chileno Bolaño en “El pharmakos ˗un concepto irónico. La ironía inmanente en 2666 de Roberto Bolaño”. Distinguiendo la ironía como un “metatropo” (249) de su uso situacional, más restringido, Herlinghaus plantea el carácter complejo o sofisticado del pharmakos, su función de designar al “otro” en tanto objeto de la rabia o de la violencia desencadenada bajo la figura del chivo expiatorio, porque curarse en salud y realizar la catarsis permiten desarrollar la función terapéutica (irónica) en donde el mal y la violencia se combaten o se proyectan. Su propuesta la aplica a la novela de Bolaño para que el segmento más largo de la novela, “La parte de los crímenes”, que tiene que ver con los femicidios de Ciudad Juárez, sea la expresión de un enigma, de confusiones y de pistas engañosas, que hablan del mal y de crímenes en un siglo de historia mundial.

La sección “Ironías (in)visibles” contiene tres artículos. El adjetivo “(in)visible” viene aquí a insistir en el carácter fugaz, evanescente, oscilante del tropo de la ironía; pero que también se dirige a visibilizar otras prácticas culturales diferentes de la literatura. En “Violencia y percepción alterada: hacia una definición de la ironía en el cine de Lucrecia Martel”, Stéphanie Decante se pregunta, atendiendo a ese exceso y proliferación de la violencia en el cine y la televisión, cómo no caer en la banalización de su “hipnosis” (269) mediática. Para ello estudia la película de la cineasta argentina con el título de La mujer sin cabeza (2008); ella destaca que Martel presta mucha importancia a lo que ocurre fuera del campo visual y auditivo, porque la experimentación de estos detalles, de gritos, voces, interferencias auditivas crean un subtexto que reafirma las figuraciones de la violencia y del estrés postraumático que embarga a la protagonista de la película. Gonzalo Maier se interesa por la fotografía en “El último héroe del kung-fu­: fotografía e ironía en Fuenzalida de Nona Fernández”, porque el “puctum fotográfico” (término de Roland Barthes) desencadena la escritura al echar a andar los dispositivos de la memoria familiar y la imaginación hacia el cine más popular: el de kung fu. En forma aleatoria y anodina es la fotografía encontrada de un personaje desconocido lo que da origen a la saga y búsqueda, para que la escritora chilena establezca relaciones intertextuales con Bruce Lee y su Enter the Dragon (1973), epítome del cine sobre este arte marcial y que se yuxtaponen a los recuerdos irónicos de la infancia. En “Miradas sobre la ironía en la narrativa de juan José Saer”, François Degrande hace un recorrido por cuentos y novelas del argentino desde una aproximación de la ironía que destaca su función fantasmal, es decir, su presencia / no presencia porque no se ve, pero se siente su influencia movediza y subrepticia, cuando Degrande asocia la ironía con el “truco” argentino o el chiste freudiano. La ironía es en Saer una “astucia” (294) que se consigue en “el pleno despliegue de la violencia irónica” (296) o de la “antífrasis”, con lo cual este crítico vuelve sobre el uso restringido del tropo, que se agradece por su análisis detallado.

La última sección, “Ironía y cinismo” (309-348) vuelve sobre una relación que se destaca desde la Antigüedad. En “Los saberes de Ismene: violencia, melancolía y cinismo en Insensatez de Horacio Castellanos Moya”, Teresa Basile pondera el valor de esta novela del guatemalteco, publicada en 2004 y que aborda el genocidio indígena y la guerra civil en este país durante las últimas décadas del siglo XX. Narrada desde el disparate y el cinismo que acerca la estrategia de Castellanos Moya al humor negro y a lo grotesco, el lector se pregunta constantemente en esta desestabilización de la estrategia de narrar si el humor libera, cuando ostensiblemente el gusto por lo macabro y truculento de la violencia y los cuerpos se convierten en una obsesión o develan la angustia en tanto incapacidad de suturar no solo las cicatrices de la memoria histórica sino también las heridas del duelo. Se trata de uno de los más logrados trabajos del volumen colectivo. El libro se cierra con el artículo de Agnieszka Flisek, “El diario de un cínico (en dos partes): Sebregondi se excede y Las hijas de Hegel de Osvaldo Lamborghini”. Citando a Boris Tomashevski, que analiza el papel del escritor en tanto mitómano y cínico, Flisek analiza estas dos novelas cortas del argentino en las que su mundo de excesos y de transgresiones va marcando las transgresiones genéricas del diario hacia la autobiografía, mientras el personaje escritor, diletante y compulsivamente un ególatra, se muestra como un exquisito cínico, amigo como Sade de lo retorcido y del exhibicionismo, para que el exceso y la mofa problematicen una escritura que desenmascara los procesos de canonización literaria.



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